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[Fantasía Epica] ARYAM: La Reflexión de los Impuros. - Printable Version

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RE: [Fantasía Epica] ARYAM: La Reflexión de los Impuros. - kaoseto - 06/05/2017

Hola de nuevo,

Me he leído estos dos nuevos capítulos y la verdad es que la impresión mejora. El ambiente del capítulo del Príncipe sí que recuerda un poco a los cuentos hindúes, como dice Momo. Me gustó en general, en particular la manera con que describes lo que va descubriendo el mestizo. Si he de sacar algún punto negativo, creo que sería tu manera de introducir la información sobre el mundo, resulta a la vez densa y poco clara, pero vamos, supongo que a medida que se lee la historia uno se va enterando bien de todo. Otro punto que me pareció un poco raro fue el final de la conversación con el Rey, me dio la impresión de que iba un poco de chufla.

Lo que me ha llamado la atención es el cambiazo entre este capítulo y el siguiente. Debo admitir que prefiero el estilo de este último, por ser más vivo y menos legendario. Este segundo capítulo me pareció bien conseguido; la presentación de la ciudad me gustó, así como toda la parte en la que van a comprar el cerdo ^^ Como pega, la conexión semántica entre frases no siempre está muy clara: por ejemplo de «Sabía tan bien como nadie que» hasta «no sin dejar caer lo que pensaba—», pues me quedé algo confusa, no lo entendí todo para nada. Por otro lado, creo que algunos diálogos, particularmente cuando se encuentra con Mishka, pueden ser mejorados.

Un punto positivo personal que le encuentro a la historia es el buen humor que reina en general y el carácter bastante simpático de los protagonistas. La lectura siempre se hace más ligera y amena.

El punto más mejorable sería para mí la claridad con que se van explicando los aspectos nuevos del mundo y la situación de los personajes, aunque se nota una mejora exponencial entre los capítulos.

En cuanto a la forma, no vi ninguna errata, en eso se ve que lo has cuidado.

Saludos!


RE: [Fantasía Epica] ARYAM: La Reflexión de los Impuros. - MarciusNamdev - 06/05/2017

Hola de nuevo, y de nuevo gracias. Para mi esta siendo un placer el saber que por lo general os esta gustando. Es siempre mucho mas de lo que uno se espera.

El libro es bastante extenso, y creo que las dudas densas que plantean sobre el mundo, las lograrías comprender, quizas digamos la paciencia que me tome en que todo encaje puede ser de algun modo contrario a la gente acostumbrada a una literatura mas ligera, pero espero que con cada capitulo podais ir viendo en que dirección se mueve.

Vuestras dudas en verdad son perfectamente logicas.


Luego, respecto a la diferencia entre lo onirico y mitologico que se ven ( o eso e intentado ) los capitulos en los que aparece Melkaius, el mestizo o incluso el rey, y su contraste mas ameno y mundano es algo que desde siempre tuve en cuenta también. Al final, la fantasía Épica requiere de muchos entresijos de mucho desglose, y el quesero y Sohan son en cierta medida un sistema para que el lector pueda descansar de tanta confusión e información.

Y por lo que veo, de momento parece ser que esta siendo así. Los siguientes capítulos sin duda van a ser una verdadera prueba de fuego para esto que digo.

Sin más espero poder subir en unas horas el siguiente capitulo para poder continuar con esta conversación tan productiva.

Saludos.

NOTA: Para no crear un mensaje nuevo de manera innecesaria, insertare aquí el capitulo. Gracias.

Los Herederos de la Luz parte 3.
3

 
La casualidad, el azar, lo espontáneo. Todo ello es lo que se recuerda del pasado, lo necesario para que apareciese la vida en el mundo llamado Aryam. No obstante, de vez en cuando, surge en la gente la incógnita, y las preguntas se vuelven inevitables. Poco a poco, unos y otros iban descubriendo que lo que podía parecer casualidad, una jugarreta más del caprichoso destino, en realidad, no lo era.
 
Cuando alguien cosecha un fruto jugoso, cuando un guerrero domina su espada o cuando alguien descubre que bajo sus pies nace la sombra, puede saberse el motivo que está tras ello. Cuando la gente despeja esa incógnita, es cuando sale a relucir la verdad. Y, mientras más cerca se está de la verdad, más próximo se está al origen de uno mismo.
 
Todos los habitantes del mundo de Aryam estaban atados a ese axioma.
 
En ocasiones, un haz de luz tan brillante como el mismo Sol podía hacer acto de presencia y, con su traza, marcar los destinos de otros; en otras palabras, un héroe, un ser que estaba por encima de los demás Hijos del Amanecer. Sin embargo, que Vimala fuese conocida como una ciudad inmaculada, era a causa del servicio no de uno solo, no de ese rayo esperanzador, sino de muchas pequeñas luciérnagas que, con su pálido brillo, dan sustento a ese concepto tan frágil llamado paz.
 
Ellos dedicaban su vida a Maljut, aquel por el que fluyen todas las energías, el Reino bendecido por la luz de la Corona.
 
Los denominados Oradores de Maljut; devotos de su pueblo que viven y mueren para honrar la luz que, con su destello, da sentido a todos los seres.
 
Para no vivir alejados de su labor, los Oradores residían y se educaban en el interior de la abadía, en el noreste de la ciudad. Desde allí, usando un camino propio por el interior de la Cascada de Maljut, se movían en silencio hacia el lugar destinado a la oración suprema.
 
Ese tipo de vida limitaba el poder dedicar tiempo a otro tipo de relaciones, pues de esa manera podía conseguirse que el beneficio para toda la comunidad fuera mayor.
 
Pero, como siempre, toda regla tiene su excepción. Si se le preguntase a cualquiera por alguien conocido en aquel lugar, todos darían el mismo nombre. Melkaius, el maestro más preciado no sólo por los propios Oradores, sino por todos los ciudadanos.
 
Aunque tal reconocimiento le hubiese embriagado antaño, la verdad es que eso ya no era así.
 
Acomodado por completo a la sencillez, dedicó su vida a transmitir las virtudes de la oración y a alentar los buenos actos del día a día.
 
Aunque era consciente de que parte de la atracción que sentían hacia él se debía a que era el más reciente de los Oradores en haber estado más allá de los límites de Vimala, tenía la esperanza de que sus buenas enseñanzas tuviesen, al final, un mayor peso. Para lograr ese cometido, apenas hablaba de los viajes de aquella época, para así diluir el interés de la gente en ello.
 
Y de esa manera, bajo el código de vida que él mismo había elegido, y mientras el jolgorio aún se mantenía en las calles, tenía sus sentidos centrados para dedicarse a la tarea para la que se le requiriese.
 
La gran lista de nombres que había recibido de los jóvenes Oradores, que pedían ser parte de la inminente marcha hacia la otra ciudad, no le sorprendió en absoluto. Él sabía bien que son muchos los motivos que pueden llevar a un joven a querer desprenderse de lo cotidiano.
 
Sin embargo, también era consciente de que no todos estaban preparados para ello.
 
Una serie de toques suaves en la puerta le sacaron de la atención que tenía puesta a la lista.
 
—Adelante —dijo Melkaius, mientras dejaba el papel sobre un taburete.
 
La puerta se abrió y el joven que se asomó se quedó parado, esperando la confirmación de Melkaius para terminar de entrar.
 
Esta vez, sin necesitar de su voz, Melkaius hizo pasar al joven con un gesto de su mano.
 
—Gran Dharmesh —dijo el joven, con sus manos cruzadas a la altura del pecho, en señal de respeto.
 
Ante el silencio de Melkaius, el joven retomó de nuevo sus palabras.
 
—No, esto, quiero decir… Maestro Isar  —rectificó dubitativamente.
 
—Siéntate si lo deseas —Melkaius, finalmente, le devolvió las palabras a aquel joven que se había presentado ante él—. Cuéntame, qué necesitas.
 
Si Melkaius había actuado así no se debía a la arrogancia que, en un momento dado, puede otorgar el poder. En realidad, el título de Dharmesh era el más alto de aquella Orden; sin embargo, él jamás había llegado a tal cargo pese al respeto de sus alumnos. No podía hacerse nada, pues la actitud que tenía paliaba el hecho de que no hubiera un Dharmesh propiamente dicho. Pese a ello, Melkaius no deseaba ostentar gran renombre.
 
—Veréis, Maestro Isar, sé que empecé hace poco a militar en la Orden —su túnica blanca y perfilada con remaches grisáceos era prueba suficiente para establecer el estado en el que se encontraba dentro de la Orden—, y sé que grandes compañeros se han ofrecido voluntarios para ir a la nueva ciudad, en el Yermo de Golajab. Pero, creo… No, estoy seguro de ello. Mi aprendizaje podría avanzar mucho más. Me esforzaría el doble, no, el triple. Pido que me dejéis marchar.
 
Melkaius tenía dibujada en el rostro la negación desde que el muchacho comenzó con su discurso. Sin embargo, la fuerza que había puesto a esas últimas palabras le hizo dudar un instante.
 
—Entiendo que, pese a que todos aquí nos debamos el mismo respeto, es inevitable que se creen lazos más fuertes entre individuales —Melkaius habló sobre esa realidad, tan extendida, tan obvia, fuera de la Orden de los Oradores de Maljut—, pero, si esa es la única cosa que te mueve, lamento decirte que no creo que sea justo que te dé permiso.
 
—No, Maestro, no es sólo eso… —Respondió el joven con la voz entrecortada, mientras intentaba encontrar una excusa.
 
—Ah —Melkaius suspiró, sabiendo lo frustrante que podía llegar a ser que te negaran algo en tu juventud—. Tu talento es de los más grandes. Que la prisa no deteriore eso, Miraius.
 
—Gracias, Maestro —la pesadumbre pareció abandonar su cuerpo cuando descubrió que el hombre más afamado de la Orden recordaba su nombre de entre tantos otros.
 
Con una reverencia y sus manos cruzadas sobre su pecho, abandonó la habitación con las energías renovadas.
 
Melkaius volcó de nuevo toda su atención en la lista, para poder ponerle rostro a cada uno de los nombres que solicitaban su respetada opinión.
 
Con más o menos rapidez, consiguió tachar más de la mitad de los que, creía, no estaban preparados para salir.
 
La noción del tiempo le asaltó y, echando un vistazo al escritorio, se percató de que el reloj de arena estaba a punto de vaciar su contenido. Se acercaba el cambio de guardia.
 
En una Orden como la de Maljut, que tenía una labor vital para la ciudad, la división de esfuerzos era algo completamente interiorizado.
 
Los Oradores, gracias a sus esfuerzos, eran baterías de la misma luz, enviada antaño por la Corona, que a su vez está custodiada por la Alisha en lo alto del monte Sefir. Pero la misión de los Oradores no se limitaba sólo a almacenar energía; debían saber proyectar esa luz.
 
Para facilitar esa tarea de proyección, los encargados de la guardia debían partir hacia las torres que, desde fuera, podían verse incrustadas en la parte interior de la Cascada de Maljut. Los Oradores tenían un orden establecido para actuar y, entrando en un estado de sueño profundo, dejaban salir y fluir la luz a través ellos creando así una ciudad en la que la noche no era conocida.
 
Esa era la labor más importante de los Oradores, lo que le daba significado a su educación y, en general, a su existencia.
 
En dicho sistema, aquellos que no tuviesen el rango de Rohit, eran excluidos. Primero debían entender la luz, para así poder canalizarla. Melkaius, a pesar de su distinción, no era una excepción, y tenía que cumplir con su turno como cualquier otro Orador.
 
Había llegado la hora y con rapidez salió de su despacho hacia algún Pilar del Horizonte, como se llamaban aquellas torres.
 
Caminando por los pasillos, recibió gran cantidad de saludos corteses de otros Oradores que o bien se cruzaban con él porque habían terminado su tarea, o bien se dirigían a cumplir con la misma.
 
—Maestro Isar —dijo una voz frente a él mientras marchaba con la mente puesta en no llegar tarde—, lamento tener que ser tan inoportuno, pero esta vez el Consejo del Aura os requiere.
 
Cuando escuchó esa voz, sintió que no debía ignorarla. Su vista se centró en la figura que le hablaba, y la reconoció al instante.
 
—Disculpad mi falta de atención previa —respondió Melkaius con sinceridad al devano frente a él—, pero qué podría necesitar el Gran Consejo de mí, General.
 
La tela azul que le cubría, las cuatro grandes cicatrices que marcaban su torso, desde la zona de la clavícula derecha hasta el centro del pecho, el pelo largo y negro como el azabache recogido con un adorno peculiar; se trataba de un vistoso broche que, con cinco aberturas en él, permitía recoger la parte superior del cabello, mientras dejaba caer en cinco largos mechones el resto. Esa figura no podía ser otra que la del Gran General de los Tiferet, el Mahesh, uno de los cuatro pilares de aquel reino.
 
—Todos estamos de acuerdo en que asistáis a una reunión tan importante como la que nos atañe —dijo el General, con un aura de confianza inquebrantable en sus palabras.
 
—Sin embargo, y ruego perdonéis mi descortesía, no sé que podría aportar alguien como yo —dijo Melkaius con tacto, para no dar la sensación de que rechazaba abiertamente la magna invitación.
 
—Bien sabéis, Melkaius, que vuestra duda no está justificada —continuó expresando el Gran General, esta vez usando el nombre propio de su interlocutor—. Y, además, ha sido la misma Alisha la que ha dado vuestro nombre, en pos de paliar su propia ausencia.
 
Para otro podría haber sido extraño que dieran su nombre, pero no para Melkaius. Aunque eso no significaba, para él, que fuese la mejor opción.
 
—Mis palabras no son más que hormigas ante la sabiduría de la Sacerdotisa Suprema, que es como la de las estrellas —Melkaius no iba a ceder en su intento de liberarse de la responsabilidad que se le estaba asignando—. El único capaz de igualar en palabras a la Sacerdotisa Suprema es Lazarius.
 
—No es propio de vos esconderos aludiendo a algo que desconocéis, Melkaius —dijo el Gran General con la voz de alguien que sabe que las mentiras no son útiles—. Sabéis bien la posición en la que se encuentra Lazarius y, además, es innecesario el temor que tenéis a la responsabilidad. Creedme cuando os digo, aunque vos mismo lo sabéis, que esto no consigue alcanzar en importancia a las decisiones que ya os visteis obligado a cumplir. Si ya tomasteis decisiones que le pertenecían a Lazarius, y el Consejo está de acuerdo con vuestra presencia, no sé por qué deberíais estar al margen.
 
—Supongo que no puedo hacer nada para resistir vuestra voluntad, Mahesh —comentó abatido Melkaius, debido al razonamiento del General de los Tiferet.
 
En ese momento, Melkaius se percató de que uno de los Oradores que regresaba de su turno les miró con gesto cortés, tesitura que aprovechó para atraerlo hacia ellos con un movimiento de su mano.
 
—Decidme, Maestro Isar —se apresuró a decir el Orador tan pronto como estuvo a la altura de tan grandes personalidades.
 
—Discúlpame, hermano, pero he de pedirte algo que conlleva un gran esfuerzo —empezó a decir Melkaius, siendo consciente de que era lo que debía hacerse, aunque no le gustara especialmente—. Me requiere un asunto de suma importancia, y sé que acabas de terminar la guardia, pero necesito que ocupes mi lugar.
 
—Lo haré con gusto, mi señor —dijo el Orador de túnica blanca y bordes dorados, sabiendo que, por estar habituado a la educación dada en la Orden, podría soportarlo.
 
Y, dirigiendo una vez más una reverencia a las figuras que tenía ante sí, marchó por el camino por el que estaba regresando antes de la interrupción de Melkaius.
 
Con su tarea más próxima saldada, Melkaius se encaminó junto al Mahesh, el líder de los Tiferet, hacia el enclave de la reunión.
 
El despacho de Melkaius se encontraba en la parte más alta del edificio de la Orden, sólo un poco por debajo de la Cascada de Maljut, la muralla que protegía la ciudad. El edificio de la Orden estaba incrustado en el muro, así como los Pilares del Horizonte, las torres concebidas para que los Oradores usaran sus habilidades para canalizar la luz. El camino de salida desde allí era mucho más largo de lo que podría parecer a simple vista.
 
Con cada entrada a un nuevo pasillo y con cada planta que conseguían descender, los saludos respetuosos y breves se sucedían tanto para Melkaius como para el Mahesh.
 
En el punto exacto que representaba el centro de esa estructura, era donde se reunía el mayor número de habitantes. Eso era porque allí se encontraba la puerta que daba acceso a la Cascada de Maljut, por donde debían caminar hacia los Pilares del Horizonte.
 
Finalmente llegaron a la puerta principal. No había guardias ni nada semejante, debido a lo sagrado y aislado del lugar; su preservación era sinónimo de la preservación del pueblo, así que nadie se atrevería a intentar nada contra el edificio. Fue el líder de los Tiferet el que abrió la puerta. Con un gesto de su cabeza invitó a pasar a Melkaius primero.
 
Al poner los pies fuera, Melkaius sintió que había abandonado por completo los designios de la oración para dar paso a una ciudad con las calles desbordadas de transeúntes. Tuvo la sensación de haber vuelto a lo mundano.
 
Tuvo tiempo para pensar lo admirable que era que la gente de la ciudad pudiera mantener todo en orden mientras se respetaban los unos a los otros. La fina línea que separa un acto dadivoso de uno codicioso, uno alentador de uno desesperanzador o, en definitiva, un acto bondadoso de uno malvado; todo ello estaba muy bien llevado por los habitantes de la ciudad, que cuidaban de su virtud. Al menos, en su inmensa mayoría.
 
En aquella parte de la ciudad no sólo se encontraba la Casa de Aeshan, donde habitaban los Oradores, sino que además era el núcleo donde se alzaban las construcciones destinadas a los devanos que debían sus esfuerzos a la prosperidad interior de la Cascada de Maljut.
 
El estilo de arquitectura propio de los devanos favorecía las viviendas altas, que podían ser ocupadas por varias familias que convivían en un mismo edificio.
 
—Quién le iba a decir a nuestro pueblo —empezó a decir Melkaius, con la mirada fija en aquellas estructuras—, que no le sería posible escalar hacia el cielo, a pesar de la prosperidad que ha alcanzado.
 
—Seguramente alguien suficientemente sabio como para saber que la prosperidad sólo se alcanza con la certeza de una vida segura —dijo el Mahesh mirando hacia el mismo punto que Melkaius—. ¿No creéis que la prosperidad y el avance fueron, desde siempre, conceptos antagónicos? Cuando el primero existe, no puede aparecer el segundo. Y cuando el segundo está en auge, el primero suele brillar por su ausencia.
 
—¿Es posible que hayáis confundido prosperidad con estancamiento, mi señor Mahesh? —Comentó Melkaius ante las palabras tajantes de su interlocutor.
 
—En lo que a mí respecta, no hay ninguna diferencia —dijo el líder de los Tiferet con sequedad, dando a entender que la conversación había terminado ahí.
 
El General de los Tiferet sabía que la oscuridad podía consumir la esencia de Vimala, puesto que él era el único capaz de resistirla y ascender hasta el lugar que sobrepasaba el refugio del amanecer. La Torre de Falak.
 
Cuando observaba a la gente, se percataba de la poca preparación que tenían, pues el abrazo sempiterno de la luz les había convertido en seres acomodados, sin ninguna preocupación real más allá de cuánto debían vender el día siguiente, o de cuánto le debían al comerciante de al lado.
 
—En cualquier caso —empezó a hablar Melkaius, ignorando el tono usado por el General—, no siempre tiene que ser así. A veces surge gente con valentía y esplendor propios, capaces de romper esos esquemas de los que habláis.
 
En ese momento, Mahesh miró a Melkaius y vio que éste estaba sonriendo. Bajó la mirada y él también sonrió, comprendiendo lo que quería decir el Orador.
 
—No he cruzado demasiadas palabras con vos, Maestro Isar —dijo el Mahesh, con evidente buen humor—, pero no me cabe duda ahora de que eso es algo de lo que arrepentirme.
 
Con una reverencia, Melkaius aceptó el cumplido de una de las bases sobre las que se apoyaba la prosperidad de Vimala. 
 
Tras esa pequeña disquisición, ambos se volvieron a encaminar hacia su objetivo. Pronto, se encontraron ante la muralla que llevaba hacia el Jardín del Karma.
 
—Antes de estar completamente mentalizados para la labor que nos espera —comentó Melkaius por sorpresa, deteniendo al General—, ¿puedo preguntaros algo?
 
—Por supuesto —respondió el General, deteniendo sus pasos y girándose hacia el Orador.
 
—Ya que hay un puesto de gran importancia, el cual tengo que ocupar esta vez —continuó Melkaius al ver que el Mahesh de los Tiferet no se oponía—, ¿podría saber cuál es la causa de la ausencia de la Sacerdotisa Suprema?
 
—No es algo que pueda deciros con exactitud —se apresuró a aclarar el General, como si hubiera estado esperando esa pregunta desde que lo conminó a asistir—, pero como no requeriréis de detalles, os diré que se encuentra bien; ella misma comunicó su ausencia al Rey.
 
—Gracias —con una nueva reverencia, Melkaius agradeció la información.
 
Tanto el General como el Orador atravesaron la muralla. Aquella extraña barrera no tenía ningún punto específico por el que cruzar; por el contrario, era tan accesible como impenetrable, según los designios de la máxima autoridad del lugar: el Rey.
 
Si la puerta de madera de la Casa de Aeshan parecía como si fuese el portal entre dos ciudades muy lejanas, aquella barrera era el portal que unía dos mundos que debían estar regidos por distintas verdades.
 
Desde el punto por el que habían entrado, aparte de la hermosura de la naturaleza, que se esparcía por todas partes por igual, apareció ante su visión el que llamaban el Templo de los Sabios, con un aura ancestral que despertaba la superstición de cualquiera que se acercase.
 
Un templo que, pese a tener partes conquistadas por la naturaleza que se encontraba alrededor, se presentaba inexpugnable ante la mirada de cualquier ser de esa ciudad.
 
Por ello, el único lugar donde podía darse el concilio era en la fortaleza del Rey. Hacia allí se dirigían.
 
Tanto el Mahesh como Melkaius llegaron sin pérdida; cruzaron el puente, admiraron las representaciones de los anteriores reyes y, como si hubieran sido presentidos, la puerta se abrió justo cuando se pusieron frente a ella.
 
Tras ella ya les esperaban un séquito de lacayos cargados con bandejas con suntuosos manjares y, en mitad de todos ellos, el Príncipe les esperaba para recibirlos personalmente.
 
—Bienvenidos al palacio del Rey —pronunció el Príncipe—. Mi padre aún no ha regresado y, hasta que suceda, me ha pedido que os acompañe. Coged toda la comida que sea de vuestro agrado.
 
El Príncipe intentó con todas sus fuerzas hacer alarde de su educación y de la presencia que requería su posición. Aunque no le gustaba tanta serenidad, sabía que el Mahesh podría entenderle y que era alguien digno de su respeto; por otro lado, también estaba el hecho de que podría chivarse a su padre, con la consecuente reprimenda.
 
Melkaius, sin embargo, se dedicó a captar ese intento de majestuosidad en su mirada. Por un instante pasó por su cabeza la idea de que Nimai estuviera allí para traducirle, pues ya sabía de su propia boca que compartía ese don con el General.
 
—El Rey aún no ha llegado —se limitó a traducir el Mahesh al Orador—. Hasta entonces, se os ofrecen los manjares aquí presentes. Por mi parte, no deseo nada ahora mismo.
 
—Muy amable por vuestra parte, Príncipe —dijo Melkaius directamente al león, ya que sabía que, a diferencia de él, no necesitaba de intermediarios para entender sus palabras—. Sin embargo, no tomaré nada.
 
Dharmendra, que entendió esas palabras, como se esperaba de él, retiró a los lacayos con un movimiento de cabeza.
 
—Entonces, si no hay ninguna petición en especial —expresó el Príncipe, retomando la iniciativa—, esperemos cómodamente en la sala del Consejo del Aura.
 
—Vos primero, mi Príncipe —respondió el General, que ya había estado una vez allí, pero que aún así sabía que era lo adecuado dejar pasar primero al futuro señor de aquel lugar.
 
Y así fue. El Príncipe se encaminó hacia la sala del Consejo, y tras él, Melkaius y el Mahesh.
 
A diferencia de otros lugares reseñables de la fortaleza como, por ejemplo, la alcoba del Rey, el lugar de reunión se encontraba en el piso inferior, al mismo nivel que la recepción. Excepto por un par de pasillos entrelazados, no fue difícil llegar al punto de destino.
 
El acceso al interior de la sala estaba protegido de la vista de los curiosos por una puerta de madera de nogal de extraordinario tallado. El líder de los Tiferet se dispuso a abrirla, pues el Príncipe no podía debido a su fisonomía y Melkaius no tenía potestad.
 
La sala, a ojos de Melkaius, era poco opulenta y ofrecía un severo contraste con otras pertenencias del Rey.
 
En ella no existía otra salida, lo que hacía hincapié en el cometido para el que había sido creada. En el centro de la sala había una mesa redonda, tallada en roble, con tres asientos del mismo material, creados, probablemente, por el mismo artesano. A diferencia de los asientos convencionales, éstos no tenían respaldo, además de poseer una extraordinaria holgura. Melkaius se percató de que podrían sentarse dos en cada asiento sin problemas.
 
El techo, a su vez, no era plano, sino que estaba compuesto por una cúpula de vidrio de diversos colores. Exactamente de aquellos colores que componían el conjunto total de Sefiras. Los motivos de esa ornamentación se debían al primer concilio de la historia de la Creación, pero pocos conocerían su significado con un simple vistazo.
 
Y, como último detalle, los cuatro estandartes de aquel reino colgaban de las paredes, presidiendo la reunión.
 
Melkaius, a pesar de la austeridad general de la sala, paseó la mirada por cada detalle con interés. Cuando sus ojos llegaron a la mesa, dudó sobre dónde debía sentarse. Por mucho que observara, no encontraba ninguna característica que denotara la posición de cada uno.
 
—No os preocupéis por las jerarquías mientras nos encontremos en esta sala, Melkaius —dijo el Mahesh al ver la indecisión del Orador—. En este lugar, tal cosa no existe. Tomad el asiento que más os plazca.
 
El Orador asintió mientras se sentaba a la derecha de la mesa, según el punto de vista del que entraba.
 
—Agradecemos vuestra compañía, Príncipe —expresó el líder de los Tiferet mientras se sentaba a la izquierda—, pero si hay otras cosas a las que os debáis dedicar, no sería molestia para nosotros quedarnos aquí.
 
—¿Está todo bien, entonces? —Expresó el Príncipe con verdaderos deseos de marchar a otros asuntos, mientras buscaba con la mirada la aprobación del General.
 
Mahesh asintió con la cabeza y con su mirada transmitió la confianza que caracterizaba su trato con otros. No pensaba hablar mal de la actitud del joven heredero a su padre, pues sabía bien que eso era algo que preocupaba al león y no quería cargarle con más responsabilidad de la necesaria.
 
El Príncipe hizo una reverencia a ambos y marchó por la única puerta de la habitación. Cuando estuvo fuera de la mirada del General, retomó sus andares despreocupados.
 
—Me gustaría pediros algo, General —dijo Melkaius, rompiendo el silencio que se había creado desde que el Príncipe abandonó la sala—. Mientras Su Majestad llega, ¿os importaría adelantarme el tema de la reunión?
 
—Es mejor que esperéis al Rey para ello —contestó el Mahesh, mientras tamborileaba con sus dedos en la mesa—. Es de justicia que todos estemos presentes antes de comenzar a debatir nada, ¿no creéis?
 
Melkaius estuvo de acuerdo con el General, así que ambos se limitaron a esperar a que el Rey hiciera acto de presencia.
 
—La espera ha concluido —dijo el Rey mientras revelaba su presencia—, y antes de dar comienzo a este Consejo, he de decir, Orador, que agradezco tu asistencia.
 
Aquellas palabras fueron nítidas para el Mahesh de los Tiferet, como era costumbre, pero también para Melkaius, a pesar de que fueran simples rugidos a sus oídos. Pero no todo iba a resultar así de intuitivo. A partir de entonces, el Mahesh se dedicaría a traducir todo lo que el Rey tuviera que decir al Orador, para llegar a un entendimiento aceptable.
 
—La gratitud es mía por ser aceptado ante vuestra presencia —dijo Melkaius en respuesta a las palabras del Rey, mientras miraba la poderosa figura del león como si estuviese siendo movido por una fuerza a la que no podía resistirse.
 
El Rey Devdas, a diferencia de él, no necesitaba de intermediarios para entender lo que se le decía e, inclinando la cabeza, aceptó la nobleza del Orador. Al instante, tomó el asiento que quedaba.
 
Melkaius, al observar el porte del Rey sobre aquel asiento, entendió el porqué de que tuviesen tal forma. Al ser un lugar donde ningún asiento pertenecía a nadie en particular, todos debían poder acomodar el cuerpo del soberano.
 
—Como ya sabéis —dijo el Rey, tomando la iniciativa en el evento—, las grandes alianzas que se han formado entre las razas de este mundo, en mayor medida entre los ukanos y los devanos, han traído a nuestra ciudad nuevas y bellas formas de entender la vida y han permitido estrechar lazos de amistad que sólo pueden suponer un avance hacia algo mejor. No obstante, no podemos negar que tal crecimiento podría escapar de las fronteras establecidas por nuestros antepasados. Más bien, es de importancia capital que estas fronteras sean traspasadas.
 
—Por suerte para este reino, la mirada del Rey no se relaja ni en la más absoluta calma —dijo el Mahesh mirando a Devdas—. Por ello, podríamos decir que la nueva ciudad ha llegado cuando se la necesitaba.
 
—A pesar de eso —replicó el soberano—, no tomaré la autoridad para decidir quiénes deben marchar. El criterio de los ciudadanos les pertenece a los ciudadanos. Vosotros, sin embargo, deberéis decidir sobre la posición de la Orden de Maljut y de la Orden de Tiferet, respectivamente.
 
—¿Qué hay de los ukanos? —Dijo Melkaius, rompiendo su silencio—. Muchos de ellos han colaborado más activamente que el resto, y a pesar de que es obvio que lo hacen por tener un lugar donde materializar las costumbres de sus ancestros, no podemos desechar la idea de que su esfuerzo serviría para apoyar a los que marchen.
 
—Ellos creo que deben ser tomados como caso aparte —contestó el Mahesh al Orador—. Por su cultura, no son gente preparada para dedicar su vida a la veneración de la luz, así que, en ese sentido, siguen teniendo las libertades de cualquier ciudadano de a pie. Hay alguno que otro que pertenece a la milicia, pero estoy dispuesto a permitir que ellos también decidan por sí mismos.
 
Ante lo dicho por el General, tanto el Rey como Melkaius asintieron.
 
—En ese caso, ya no hay más dudas al respecto —dijo el Rey mientras miraba a ambos representantes de las dos grandes Órdenes de la ciudad—. Vosotros cumpliréis con lo que se os ha encomendado, y yo me dedicaré a ser testigo de la libertad con la que cada uno actúe.
 
—Me parece aceptable, mi Rey, pero hay algo que no deberíamos obviar —comentó el General, abriendo un nuevo tema de conversación.
 
—Habla, Mahesh —apremió Devdas al líder de los Tiferet.
 
—Pueden surgir diversos problemas de logística para aquellos que decidan abandonar la ciudad —dijo el Mahesh, poniendo de relieve una realidad que todos conocían—. Creo que alguien respetable debería acompañar en este éxodo a estos ciudadanos que, como sabemos, no están tan bien preparados como para desenvolverse eficientemente en las afueras.
 
—Eso es cierto. Además, si la nueva ciudad es fiable, se debe a que ha podido alzarse en aquellas tierras un Pilar del Horizonte —explicó el Rey, mirando directamente a Melkaius—. Eso supone que alguien suficientemente alabado por los ciudadanos y que, además, pueda usar la habilidad del Pilar, debe ser el embajador.
 
Tras unos breves instantes de silencio, que sirvieron a los presentes para reflexionar, Devdas volvió a tomar la palabra.
 
—Está decidido —comentó con ímpetu el soberano—. Qué opinas, Melkaius, de que sea Nimaius el que tome las riendas del nuevo Pilar del Horizonte.
 
—Sus cualidades están fuera de toda duda; es alguien con mucha autodisciplina —respondió Melkaius como si ya tuviese clara la respuesta incluso antes de conocer la pregunta exacta—. Sin embargo, mi señor, él no es alguien que acepte este tipo de responsabilidades. No se le podrá convencer de ningún modo, porque es consciente de que su falta de compromiso no se debe a que no se vea lo suficientemente capaz, sino a que no desea realizar tales mandatos.
 
—¿Qué propones, pues? —Comentó el Rey visiblemente contrariado.
 
—Lo haré yo —contestó Melkaius—. Si no tenéis ningún inconveniente, por supuesto.
 
—Me parece adecuado —respondió Devdas tras un momento de pausa, como si hubiera podido comprobar que ese gesto estaba en orden con el equilibrio general.
 
—Yo, por mi parte, me reuniré con mis soldados para terminar de perfilar este cometido —comentó el Mahesh, pero en su rostro podía leerse que una pregunta estaba bullendo en su interior.
 
—¿Qué ocurre, Mahesh? Ya sabes que no debes guardarte nada para ti, y menos si nos encontramos dentro de estas cuatro paredes —dijo el Rey con autoridad mientras observaba el rostro del Gran General.
 
—Sólo me preguntaba si habíais recibido vaticinio alguno de los Sabios —expresó el Mahesh con curiosidad—. Aunque, si no lo habéis mencionado ya, imagino que la respuesta será negativa.
 
—Imaginas bien, Mahesh —respondió el Rey mientras asentía a su fiel compañero—. No han querido pronunciarse.
 
Los Sabios, aquellos antiguos seres que habitaban en el templo de Sarvagya, eran miembros del Consejo del Aura. Sin embargo, la ausencia de sus auspicios se había prolongado desde que el ancestro del Rey Devdas había tenido audiencia con ellos. Cada vez que algún acontecimiento pudiera alterar el orden natural, o el orden establecido por su soberanía, Devdas sabía que debía acudir allí, pues una fuerza sobrenatural le impulsaba a ello, a pesar de no haber recibido nunca una respuesta.
 
—Bien, si no hay nada más que sea objeto de debate para el Consejo —tomando la palabra de nuevo, El Rey se dispuso a zanjar la reunión—, comenzad con vuestras obligaciones.
 
Nadie necesitó decir una palabra más. La reunión del Consejo del Aura había dado su veredicto; ahora sólo restaba ejecutarlo.''
 






RE: [Fantasía Epica] ARYAM: La Reflexión de los Impuros. - MarciusNamdev - 12/05/2017

Hola de nuevo, he estado ocupado estos días así que no he podido continuar con las muestras. pero aqui estoy de nuevo. Gracias de antemano.

'' Los Herederos de la Luz Parte 4''.

 
4
 
''Si alguien preguntara a otro sobre la forma más digna de vivir, con toda seguridad recibiría una respuesta basada en las circunstancias. El lugar, el momento, e incluso la tradición, son los factores más recurrentes. Sin embargo, si alguien le preguntara a otro sobre cuánto tiempo se tiene para vivir esa vida que se ha elegido, la respuesta será invariable: poco.
 
Sólo se vive una vez y hay que aprovechar el tiempo que se nos ha dado en el mundo; esa es la herencia para todas las criaturas vivas.
 
Sin importar cómo, el ser que vive debe aspirar a convertirse en algo en ese lapso, pues la muerte significa la nada, la extinción de todas las aspiraciones. Con esa premisa marcando las existencias de todas las criaturas que habitan el mundo, es seguro que todas intentarán alcanzar algún tipo de trascendencia.
 
Pero, por muy diáfano que parezca ser un sistema, la semilla de la rebeldía siempre germina en él.
 
Ese era el caso de Nirek, fruto del antiguo pacto, devano y ukano a partes iguales. No siendo suficientes para él las dudas intrínsecas a la propia vida, se cuestionó lo que debía esconder la muerte. De ese modo, desafió no sólo lo establecido por los pueblos de los que provenía, sino al resto de la Creación.
 
Su padre ukano murió a causa de la vejez. Para un devano podría parecer que su muerte fue prematura, pero para la raza ukana esa edad era más que digna para morir. Su madre, sin embargo, pareciendo joven incluso para los devanos, sufrió el mismo destino de su marido. Algo que no parecía tener explicación para el joven Nirek.
 
¿Por qué existía esa diferencia? ¿Por qué unos tenían que partir hacia el Otro Mundo antes que otros?
 
Eso fue lo primero que, en su afán por encontrar la verdad, se preguntó. Si era cierto que los seres vivos debían aprovechar su existencia, ¿por qué unos abandonaban este mundo sin fructificar? Esa injusticia, que para algunos estaba establecida como el orden natural, a él comenzaba a indignarle.
 
¿Era que, tal vez, si algunos marchaban antes se debía a que existía una fuerza que requería de sus servicios antes que los del resto? ¿Qué pasaría si algunas razas tenían que ser más trascendentes en otro lugar que las demás? Quizá la respuesta a todas sus cavilaciones se encontraba en el Otro Mundo; un lugar hipotético, invisible para los ojos mortales y que sólo se mostraba cuando se llamaba a alguien a formar parte de él.
 
Si algo así pudiera ser cierto, significaría el fin de las restricciones impuestas por la muerte.
 
Nirek decidió trabajar sobre la hipótesis del Otro Mundo; no tenía más evidencia que su fe, pero estaba dispuesto a asumir los riesgos. Y la manera en que lo hizo fue atentando contra su propia vida.
 
En ese momento, algo se abrió ante sus ojos. Su padre, su madre, ambos estaban frente a él. ¿Era una alucinación provocada por la cercanía a la muerte?
 
No. En aquel instante, Nirek sintió que su padre, su madre, y él mismo estaban en el mismo lugar, compartiendo espacio. Escuchó las palabras de sus progenitores, y no como un recuerdo, pues le dijeron algo totalmente nuevo, algo que no habían hablado jamás en vida.
 
Sintió un inmenso deseo de quedarse allí, al calor de sus seres más amados. Sin embargo, algo hizo que volviera al mundo de los vivos; se encontró de nuevo solo, y sin poder recordar lo que sus padres le habían dicho. A pesar de esa amnesia, la certeza de que las palabras de sus padres habían llegado a su corazón era imborrable.
 
La idea de que había vuelto porque aún le quedaba algo por hacer en el mundo de los vivos fue creciendo en su interior. ¿Ese algo era, quizá, revelar la verdad a su gente? ¿Al mundo? Comenzó a expandir relatos sobre lo que había experimentado por diversos círculos, pero no hubo nadie que le creyera. Quizá nadie quería creer algo que atentaba con tanta fuerza contra lo connatural.
 
La evidencia estaba de su lado, y sus palabras podrían haberse asemejado a las de un profeta; no obstante, aunque alguien posea una verdad poderosa, hay ocasiones en las que otros no pueden comprenderla. Esa ha sido la ruina de grandes hombres a lo largo de la historia, y no sólo en Vimala, sino en los rincones más inhóspitos de todo Aryam. 
 
A pesar del aciago panorama, Nirek no se resignó, y se dedicó a buscar la manera de hacer tangible su experiencia con el Otro Mundo. Tenía que encontrar la manera de que ese mundo cobrara significado en las almas de aquellos que aún vivían.
 
Un buen día, Lomir, un ukano, ya anciano y gran forjador, que había escuchado por otros de los delirios de Nirek, decidió acercarse a él.
 
Su esposa, Amir, conocida por ser una ukana extraordinariamente longeva, comenzó a atisbar en lontananza ese temido final. Temido por su esposo, más bien, pues ella creía que ya había cumplido con su cometido en el mundo de los vivos. Había aceptado el destino tal como venía.
 
Lomir, que veía que sería él quien se quedaría solo en este mundo, sintió el temor que sólo la muerte puede provocar. Semejante cosa no había sucedido nunca en el pueblo ukano, gallardo por naturaleza.
 
Por un tiempo, Nirek tuvo alguien con quien expresarse tal y como era. Lomir escuchó atentamente sus palabras.
 
Desde su primer encuentro ya habían pasado meses, y el inevitable final de Amir llegó.
 
Lomir deseaba que Nirek estuviese presente, y Nirek, a su vez, tenía deseo de salir, aunque sólo fuese por aquella vez, de su propia burbuja.
 
Para su desgracia, ellos no eran los únicos con voz en la comunidad ukana. Su relación estaba mal vista por el resto de integrantes, que habían puesto toda su esperanza en Shauri, uno de los mayores detractores de Nirek, también mestizo de devanos y ukanos. Finalmente, consiguió separar a Lomir de los delirios de Nirek, como él mismo lo expresaba. La realidad era que Nirek se había separado de Lomir porque no quería perjudicarle socialmente.
 
Mientras sus hermanos de sangre ukana preparaban en el desierto el fin de Amir, Nirek seguía con su propia misión, aislado en el hogar que se le había asignado en la nueva ciudad.
 
Aún quedaban un par de días para que la ciudad creada para desobstruir Vimala pudiera ser habitable. Sin embargo, los ukanos y los mestizos habían recibido permiso para incorporarse ya a aquel nuevo comienzo, en gratitud por sus esfuerzos. Escogieron, pues, la nueva ciudad para dar el último adiós a la difunta.
 
El silencio en el hogar de Nirek era absoluto, ya que era esencial para su búsqueda. La voz del Otro Mundo era frágil y la más mínima brisa de este mundo podría tergiversar el mensaje.
 
Con la vista apuntando hacia el techo de piedra reforzado por vigas de gruesa madera, Nirek buscó mantener la concentración para que, con paciencia, pudiese conectar su visión a lo imperceptible.
 
El tiempo transcurría y los detalles de uno de los relieves más desgastados de la madera comenzaron a difuminarse, dando paso a otro tipo de figura.
 
Nirek sintió que su cuerpo se hacía más ligero, más libre, y cuando se percató de su alrededor, lo que veía ya no era su hogar asignado en la nueva ciudad, sino el hogar que le vio nacer en Vimala.
 
Las cosas seguían tal y como las había dejado antes de partir.
 
Se dejó llevar y comenzó a flotar por todo el lugar. Su familia se asentó a las afueras de la Cascada de Maljut, por lo que su casa estaba construida fundamentalmente de madera, a diferencia de las estructuras que pertenecían al interior de la muralla, en las que predominaba la piedra. Lo único que no podía sentir, pero que a su vista parecía igual, era el crujido de los tablones de madera que se unían entre sí, formando el suelo.
 
En ese momento, escuchó precisamente cómo unos pasos en el piso superior delataban que alguien había pensado en entrar en su propiedad, aprovechando que él no se encontraba allí.
 
Como si estuviera siendo arrastrado por la brisa a causa de su fragilidad corporal, ascendió, llegando al pasillo que conectaba con las habitaciones. Ante él se presentó una diminuta figura a la que no podía ponerle rostro por la ausencia de luz.
 
La silueta parecía mirar de un lado a otro, alertada, temiendo que alguien la hubiera escuchado. Actuaba de la misma manera que alguien que sabe que está haciendo mal.
 
Sin embargo, cuando el contorno parecía que se giraba hacia Nirek, no pudo notar su presencia.
 
—Tú, pequeño potro —dijo Nirek, emulando las palabras que su madre le decía cuando no era más grande que aquella figura—, fuera de esta casa. No te pertenece.
 
El muchacho, pues estaba seguro ya de que se trataba de un crío, no reaccionó de ninguna manera.
 
Nirek entendió entonces que la gente normal no puede escuchar mediante métodos mundanos a aquellos que caminan por el Otro Mundo. Por fin había conseguido romper su cascarón físico; estaba lleno de júbilo por su logro.
 
Mientras la satisfacción interior de Nirek aumentaba, el muchacho abrió la puerta de una de las habitaciones, y con cautela comenzó a asomar su cabeza por la apertura que se iba formando mientras la puerta cedía.
 
Nirek frunció el ceño, sabiendo que el muchacho no había elegido esa habitación por azar. Decidió, pues, entrar tras él.
 
A pesar de su cuerpo etéreo, una ola de sensaciones le inundó. Aquella habitación era la más especial, el lugar predilecto de su padre, pues allí había guardados recuerdos de su vieja ciudad, de su lugar de origen.
 
Recuerdos tallados por hermanos; hachas, espadas y todo tipo de armamento que aún conservaban los dedos marcados en la empuñadura. Todos ellos eran objetos magníficos, que cualquier artesano podría haber admirado. Aquel muchacho, no obstante, no les prestó la más mínima atención. Sabía hacia dónde ir, el lugar donde encontrar el premio que buscaba.
 
El armario situado junto a la ventana fue lo que llamó toda su atención. El muchacho, sin discreción alguna, llevado por una extraña prisa, abrió uno a uno los cajones con cuidado de no remover demasiado de su interior.
 
Nirek, consciente de que no podría actuar en ese instante contra el usurpador, forzó su memoria para poder rememorar en un futuro el rostro de ese chico a su regreso, y así poder recuperar lo que quisiera llevarse.
 
Para su sorpresa, el chico sacó de uno de los cajones la cabeza tallada de un caballo; una cabeza que se había desprendido de su cuerpo hacía tiempo, y que poseía dos expresiones distintas. Una era la serenidad personificada, y la otra la belicosidad en su extremo.
 
El bien más preciado de su padre, algo que guardó con recelo incluso de él, su propio hijo, hasta que el momento adecuado llegase. Un momento que, en realidad, ya llegó.
 
Era imposible que estuviese en ese armario, porque Nirek lo llevaba siempre consigo. Con cierta intriga, se llevó la mano hacia el pecho y comprobó que, efectivamente, la cabeza de caballo seguía colgando de la cadena atada a su cuello.
 
La madera crujió por fuera de la habitación y el muchacho, que sí pudo escuchar ese sonido, se escondió con presteza bajo el escritorio.
 
—Tú, pequeño potro —dijo una voz, que resonaba tras Nirek, en la puerta de la habitación—, ¿cuántas veces tendrá que repetirte tu padre que algo tan valioso no puede obtenerse de esa manera?
 
Nirek se giró para comprobar que lo que escuchaba no era una ilusión. Su piel clara, sus ojos azules, su cabello ondulado del color de la miel. La mujer más bella que había visto jamás. Su madre.
 
Hipnotizado por la visión de la persona que más había querido, no se percató de que el muchacho avanzó hacia ella, atravesando su cuerpo insustancial.
 
El extraño manto que había ocultado hasta entonces la identidad de aquel muchacho se desvaneció, y Nirek entendió que se trataba de él mismo, en su juventud, tal como se recordaba.
 
—Nirek, Nirek, Nirek… —Escuchaba a su madre una y otra vez.
 
Entonces, los ojos del mestizo se abrieron. Se trataba de un mero sueño, y su decepción era palpable. Estaba de nuevo en el mundo real, que tan bien conocía y que tan poco le apasionaba. No había modificado su posición ni un milímetro, y sus ojos todavía apuntaban a la viga de madera en el techo.
 
—Nirek… ¡Nirek! —Decía una voz real tras la puerta cerrada, que conocía y que parecía estar cansándose de reclamar su atención.
 
—Pasa, abuelo Lomir —respondió tan rápido como su cuerpo se restableció de su sopor.
 
Al mismo tiempo que Lomir abría prudentemente la puerta, Nirek se incorporaba para acabar sentado sobre la cama.
 
—Siento si interrumpo algo, hijo —dijo Lomir con la voz quebrada ya por los años—, pero me gustaría preguntarte algo. Es importante para mí.
 
Nirek asintió al anciano, dando su consentimiento para recibir cualquier cuestión.
 
Lomir, caminando como si sus piernas estuvieran atadas con zarzas que le punzasen con dolor, logró sentarse junto a Nirek.
 
—He escrito algo, pero… —Comenzó a decir, atribulado por las dudas— ¿Crees que ella podrá escucharlo?
 
Con una soltura en las manos extraordinaria, hecho que contrastaba con sus capacidades físicas actuales, sacó de una bolsa que colgaba de su cinto una tablilla de piedra de color broncíneo, como el color de piel de los ukanos, y se la enseñó a Nirek.
 
—Seguro que lo hará —contestó Nirek con los ojos fijos en la tablilla, lleno de seguridad—, pero tú no podrás oír la respuesta que ella te dé.
 
—No importa —se apresuró a decir Lomir—, muy pronto, podrá decírmelo personalmente.
 
Cuando ambos dijeron y oyeron todo lo necesario en aquel momento, se produjo un cómodo silencio; esa sensación de paz hizo que cada uno evocara sus propios pensamientos. De pronto, unos pasos firmes al principio y unos murmullos salvajes después rompieron la tranquilidad de que disfrutaban.
 
Sin ser tan respetuoso como Lomir, el artífice de aquellos sonidos abrió la puerta de par en par.
 
El ser que hizo acto de presencia compartía rasgos con Nirek, ya que al igual que él, era producto de la unión de lo devano y lo ukano; aunque, a diferencia de éste, los rasgos que parecían predominar en el invitado inesperado eran los ukanos.
 
—No vas a dejar en paz al abuelo Lomir ni en el peor de los momentos —dijo el indeseado visitante con la mirada clavada en su congénere mestizo—. Deja por un día tu locura, Nirek.
 
—He sido yo el que se ha acercado a él —dijo Lomir, en honor a la verdad—. Si debes tener ese tono con alguien, que sea conmigo, Shauri.
 
Shauri, aquel que había tomado el mando de los detractores de Nirek, al ver la ausencia de Lomir tuvo claro quién debía ser el causante.
 
—Abuelo, después de todo lo que has pasado, no deberías caer en mentiras así —respondió Shauri, mucho más comedido—. Ella ha dejado este mundo, es el orden natural de las cosas. Las mentiras de este impostor son equivalentes a la Mente Impura.
 
Todos quedaron en silencio; ni Nirek esperaba que Shauri hiciera referencia a algo tan destructivo para todos los Hijos del Amanecer, y menos equiparándolo a su persona.
 
—El orden natural de las cosas es distinto para mí ahora —replicó Lomir, haciendo caso omiso de la desvergüenza de Shauri.
 
—Ya veo —Shauri pronunció esas últimas palabras con desdén mientras observaba la tablilla que, en ese momento, sostenía Nirek—. Haz lo que quieras, pero es la hora.
 
Ante esas palabras Lomir se incorporó, y tanto él como Shauri comenzaron a caminar hacia la salida.
 
—¿Acaso no vas a venir? —Dijo el anciano, cerca ya de la puerta de la habitación, pues no notó el más mínimo movimiento en Nirek—. Yo quiero que estés presente, y seguro que Amir también lo desea.
 
Nirek no tenía intención alguna de presentarse allí, sabiendo que estarían todos los que le rehusaban; sin embargo, algo le impulsó a levantarse.
 
El hecho de que Lomir había hablado de su mujer en presente, era lo que le había dado la motivación. Para él, eso significaba que se recompensaba su esfuerzo.
 
Shauri, probablemente, ya estaría fuera de la casa, y Nirek, en apenas tres zancadas, ya se había puesto a la altura de un Lomir ralentizado por la edad. Juntos, salieron al desierto donde se había edificado la nueva ciudad.
Los vientos de aquellos parajes se vieron frenados por la muralla de la ciudad; no obstante, no era suficiente para paliar totalmente las tormentas de arena y todos los ukanos y los descendientes de éstos llevaban la cabeza cubierta por harapos.
 
Nirek, sin embargo, no había encontrado la tela que había preparado de antemano para cubrirse. Estaba seguro de que había sido cosa de Shauri y sus acólitos, como una medida absurda para evitar su presencia en el funeral.
 
Al poco de que Nirek se pusiera a la altura de Lomir, con la clara intención de asistir, pues ambos se habían unido a la fila puesta en marcha hacia la salida señalizada, no tardaron en ser presa de miradas de repudio a cada cual más indiscreta.
 
Siendo conscientes de que sucedería, y estando acostumbrados, aunque sobre todo Nirek, a ese tipo de miradas, no prestaron atención y continuaron hacia el lugar que tenían derecho a ocupar.
 
En las afueras la arena era más persistente, hasta el punto de que Nirek tuvo que usar su brazo para cubrirse, como sustituto de la tela robada. Como si creyesen que no podían ser vistos, algunos dibujaron en sus rostros obscenas muecas, mostrando que les parecía graciosa la desgracia del mestizo.
 
Nirek no dijo nada, pues no era el momento. Además, de una manera ridícula, algunos de los que se habían reído estaban en la misma situación que él; tampoco transportaban sus telas.
 
Nirek pensó que podía tratarse de otra estratagema para hacer parecer que lo que le había sucedido era algo generalizado.
 
Una vez inmersos en las arenas del desierto, anaranjadas como el azufre y ardientes como la flama, bordearon la muralla por el exterior para dirigirse al punto opuesto en el que se encontraban. De esa manera, buscaban penetrar más en ese páramo. Una vez tuvieron a la vista la pira, se dispersó su marcha en fila y se reorganizaron alrededor de la misma.
 
Alrededor de la pira habían sido colocados todos aquellos objetos que en su día formaron parte de ella; todo confeccionado por sus propias manos.
 
Los ukanos, desde tiempos remotos, practicaban como ritual fúnebre la incineración, pues creían que cuando su cuerpo moría y era vaciado de su esencia, éste podría ser ocupado por la Mente Impura, deshonrando toda una vida al servicio de un próspero amanecer. A su vez, todos los objetos en los que el fallecido había volcado sus días eran destruidos, por la misma causa.
 
La muerte para ellos significaba, literalmente, la nada.
 
Acostada y visible, pues ninguna tela cubría su cuerpo inerte, yacía Amir, los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre su pecho.
 
La razón de esa exposición era que, además de que podían controlar de una manera más eficiente que no quedara nada de sus restos, los ukanos habían sido bendecidos, incluso en la muerte, con un cuerpo impoluto. Sus vidas eran más cortas que las del resto de razas, pero si se diese el extraño caso de que el cuerpo no fuese quemado, sino enterrado, el paso de los años no importaría, pues la descomposición no tendría efecto en ellos.
 
Nadie quería decir ni una palabra; todos esperaban a ver el cuerpo arder para continuar con sus vidas, la única que poseían y que aprovecharían.
 
Shauri, con los ojos clavados en el suelo intentando que su mirada no se encontrase con la de Nirek o con la de Lomir, se acercó a este último con una antorcha y se la colocó en la mano derecha para que cumpliera con su cometido. El anciano, alzando la mano hacia el rayo de luz concentrado con el espejo consagrado para tal fin, miró a Nirek que, acercándole la tablilla con las últimas palabras que el ukano quería dedicarle a su esposa, despertó miradas de indignación. A pesar de todo, las cóleras se reprimieron, pues entendieron que no era el momento adecuado para dar rienda suelta a la disputa.
 
Con las dos cosas que necesitaba, Lomir se acercó a la pira. Entonando con potente voz el idioma ukano, se dirigió por última vez al gran amor de su vida.
 
—¡Ujev, ya dunod ziuysa delyexezud! ¡yiyzu dovud-mal apcmumu; yiyzu dovud-mal hvodu mo pu yumu, havfio pu yumu ya oqdedso! Pu jiovso od dapa iy piluv mo odhovu, b jo fimu haza huvu voiyevjo zaysela.
 
El viento del desierto, que tan molesto le había parecido a los presentes, se convirtió por unos instantes en su aliado. Tan enfrascado como estaba Lomir en su lectura, no se percató del desprecio de los presentes hacia lo que, creían, era una gran farsa.
 
Lomir no recibiría ningún reproche; Nirek, sin embargo, ya sabía que había sido marcado como la presa, pues sus palabras hacían referencia a que la nada era simplemente un lugar de espera, en clara referencia a lo que Nirek le había enseñado.
 
Lomir colocó la tablilla sobre el pecho de su mujer, y con la mano que le quedó libre acarició por última vez sus yertas manos. Tras ello, se alejó y prendió la pira; ahora sólo quedaba esperar.
 
Una columna de humo blanco se extendió hacia el cielo. La espera comenzaba a incomodar a los invitados que, pese a haber asistido a una gran cantidad de rituales fúnebres, sintieron la necesidad de marcharse de aquel lugar. El motivo era la falta de tacto del anciano en las palabras que había pronunciado antes, además de las inclemencias del propio desierto, implacable si se le intentaba hacer frente durante largos periodos al raso. A pesar de todo, decidieron quedarse hasta el final.
 
La columna fue haciéndose cada vez más delgada y el viento que los azotaba se encargaría de dispersar las cenizas. Para poder terminar el ritual, algunos de los allí presentes cargaron con las grandes jarras que habían dejado junto a ellos, y vertieron el agua recogida en Vimala sobre la arena del desierto, mezclándose simbólicamente hasta las capas más profundas del suelo.
 
La despedida para unos, y el hasta luego para Lomir, llegó a su fin.
 
En pequeños grupos de familiares o amigos los asistentes reanudaron la marcha hacia el interior de la muralla, sin querer decir nada por el momento. Cuando llegaran a la privacidad del hogar, maldecirían al mestizo. Lomir se quedó un rato más, y Nirek se mantuvo a su lado, observando el lugar donde, hasta hacía un momento, había estado el cuerpo físico de Amir.
 
Sólo hubo una cosa que desvió la atención de Nirek. La sombra de Shauri, pasando junto a él, clavándole una mirada que parecía decir: “te arrepentirás de esto”.