16/09/2016 03:26 PM
Abro un nuevo hilo para no mezclarlo todo. Si alguien a quien le sobre tiempo quiere echarle un vistazo a este primer capítulo se lo agradeceré. Le he dado un repaso rápido al prólogo porque nunca lo había corregido. Sigue pendiente de revisión, pero he quitado palabras y acciones repetidas y tantas comas como he podido.
Lo cuelgo en dos mitades, porque es muy largo. Tengo dudas de que alguien llegue a leerlo todo, pero por si hay algún kamikaze ahí va completito.
Sobre todo me interesan dos puntos. Si se sigue la lógica de lo que ocurre y si genera interés como primer capítulo.
No está corregido del todo, pero se acerca bastante a la versión definitiva.
Nos leemos.
Lo cuelgo en dos mitades, porque es muy largo. Tengo dudas de que alguien llegue a leerlo todo, pero por si hay algún kamikaze ahí va completito.
Sobre todo me interesan dos puntos. Si se sigue la lógica de lo que ocurre y si genera interés como primer capítulo.
No está corregido del todo, pero se acerca bastante a la versión definitiva.
Nos leemos.
El mundo de Aar, rico en criaturas prodigiosas, fue una vez uno solo, hasta que un enfrentamiento entre dioses lo quebró, en el origen de los tiempos. El velo que ocultaba a los dioses que habían creado Aar, junto con su hogar y sus obras, de aquellos otros que deseaban destruirlos, se desgarró y el último de sus jirones fue el arma más aterradora jamás blandida.
Cuando el humo de la guerra se hubo aposentado, solo Aar quedaba y los vencedores partieron igual que habían llegado. Sin embargo, uno de ellos permaneció en aquel mundo tras la contienda para reparar el daño causado y de su voluntad nacieron las cuatro tejedoras. Ellas tomaron los restos del velo original, repararon los hilos y crearon nuevos velos según los deseos de su señor.
Y cada uno envolvió mundos separados que en realidad estaban enredados, pero eternamente ocultos de los demás por membranas invisibles que es imposible cruzar.
La primera, tras el velo más denso, apartó a las monstruosas maldiciones que ambas estirpes de dioses habían pronunciado para aniquilarse unos a otros. Y así quedaron encerradas en el Bestiario, un lugar sin retorno, enloquecido y devastado.
Otra tejió un velo para proteger a las pocas criaturas supervivientes, que las apartara de tanta muerte y tanta furia como se había alzado de la tierra. Así nació el Sagrario. Aunque quedaban tan pocos de los primeros nacidos, que el dios dio vida a nuevos seres en aquel refugio, entre ellos a los hombres, y los recién llegados se adueñaron del continente y le dieron nombre, Faro Are, a lo que ya lo tenía.
La tercera tejió para contener a las armas esclavas de los dioses en la batalla y que ahora vagaban desatadas, azotando el mundo. Habían sido creadas para intentar contener a las maldiciones, pero las envolvió tras un poderoso velo y al hacerlo creó el Grimorio, el arsenal divino, donde aún late un poder demasiado ardiente, avivado hasta el extremo en una guerra demasiado cruenta.
Y la última dio reposo a los huesos de los dioses muertos en el Osario, tras un velo helado que era imposible rozar sin consumirse. Allí depositó a los vencedores, pero de los cadáveres de sus enemigos únicamente se habían respetado siete y fueron enterrados en las entrañas de Aar, para evitar que su última obra se desvaneciera con ellos.
Dicen las leyendas que aquel dios se marchó, pero que antes tomó forma humana y que de ella y de su amor por una mujer, antes de perderse en las brumas del tiempo, nació una estirpe de celestiales que hizo del continente de Faro Are un lugar bendecido. Dicen también las leyendas que no todos los dioses enterrados en Aar estaban muertos y que uno surgió de la tierra eras más tarde, solo para ser asesinado. Las leyendas cuentan muchas cosas, ciertas o no. Y de otras, en cambio, nada dicen.
Lo único seguro es que ahora los velos se estremecen.
Faro Are, el continente bendecido, y todo el mundo de Aar con él, se ensombrece tras una guerra contra el linaje de celestiales que lo ha gobernado durante milenios. Los hombres se han alzado contra ellos borrando todo vestigio de su poder: los glifos tatuados que compartían sus dones con los mortales, sus inmemoriales y magníficas fortalezas. Sin embargo, nada puede sobrevivir sin la bendición de su presencia que alimenta la tierra y, por ello, algunos aún permanecen cautivos en las ciudades de los reyes que los traicionaron; en Anerhuin, los últimos vestigios de un continente antaño portentoso. Una ofensa imperdonable para los celestiales que todavía permanecen libres, padres, hermanos, exiliados más allá de las montañas, en los parajes donde se libró la Guerra de los Velos, donde nada crece y donde ni siquiera su poder puede revivirlos. El único lugar capaz de ocultar su presencia.
Parapetados tras el poder de un dios muerto, que guarda un viejo agravio contra los celestiales y cuya oscuridad ya ha devorado la mayor parte de Faro Are, los reyes de Anerhuin, reyes de hombres, empiezan a advertir que la tierra se muere y que las cuatro realidades de Aar se retuercen. Los velos se tensan. A veces incluso es posible entrever las sombras del otro lado a través de ellos. Los titanes enterrados que conforman las raíces de aquel mundo se agitan sin saber el motivo y los ojos de las tejedoras, ahora guardianas de los velos, de sus puertas y sus umbrales, se tiñen de oscuridad.
Y, en medio de este caos que se cierne, los celestiales aún luchan por liberar a los suyos, antes de enfrentarse a un dios asesinado, cuya titánica caída desgarró apenas el velo que envuelve el Bestiario, seiscientos Advenimientos atrás, atrayendo hasta los mortales horrores que los dioses nunca debieron alumbrar.
1 . La reina desvalida
El prisionero estaba de rodillas en medio de la sala, circundado de mesas y encadenado al suelo. La reina pubescente en cuyo honor se celebraba el banquete, ensordecida por las voces y las risas, no apartaba la mirada de él. Aquel hombre rubio llevaba una singular mordaza en la boca que le impedía hablar y tampoco apartaba los ojos de ella. Aquella mirada la estaba poniendo nerviosa. No había probado el jabalí de su plato ni el vino. Al notarlo, el temible anfitrión de su marido hizo un gesto y uno de los guardias abofeteó al prisionero. Lo golpeó varias veces hasta que este bajó el rostro. Ya no volvió a alzarlo. La ilustre invitada no comprendía por qué aquel hombre joven le prestaba tanta atención, no comprendía por qué estaba allí encadenado ni por qué lo golpeaban. Tampoco por qué lo sangraban cada mañana.
La estancia estaba casi desnuda, excepto por los amplios tapices que pendían de las paredes para ocultar la piedra, y no era, ni a los ojos del más necio, la estancia apropiada para un banquete. El suelo estaba cubierto de paja y no tenía ventanas de amplias vidrieras ni imponentes puertas dobles ni muebles torneados. En sus sólidos muros se abrían las elevadas aspilleras de un aposento fortificado y su puerta conducía a las armerías del castillo. Una llave enlazada en una cadena de oro colgaba a la espalda de la reina, diminuta, de una de las enormes lanzas cruzadas que adornaban el muro principal. El único aderezo dispuesto para el banquete junto con los tapices. Y la reina intuyó que la llave pertenecía a los grilletes cautivo.
Entonces su esposo la obligó levantarse, cogiéndole una mano y alzándosela por encima de la cabeza. La hizo girar como si fuera una dorada peonza, envuelta en brocado y perlas, jaleada por las cadenciosas voces de los comensales. Orgulloso de su belleza, la soltó en medio de la estancia y ella danzó envuelta de brisa. Con cada giro veía al prisionero que casi sin levantar la cabeza también la contemplaba. Y, en su expresión, la reina descubrió algo que no comprendió, pero que la hizo llorar mientras seguía bailando como un torbellino.
Su canoso esposo la atajó en medio de la estancia. La cogió por la cintura para inclinarla como a una flor y hundió el rostro en su incipiente escote, pero cuando se irguió no contemplaba a su pareja, sino al prisionero.
El hombre había intentado levantarse, aunque sus cadenas no se lo permitieron y los golpes que recibió lo derribaron de nuevo. La dama, en brazos de su rey, presenciaba la escena con sus ojos de niña muy abiertos. En apenas dos días se había convertido en esposa, reina y amante, pero solo había visto culminar trece Advenimientos y no entendía nada. El mundo era grande y extraño. Los hombres que manejaban sus entresijos eran tan poderosos como crueles y durante su viaje de nupcias no había encontrado bondad en ningún lugar ni en ningún rostro. En realidad, hubiera querido que se la tragara la tierra, pero siguió dócilmente a su rey hasta la cabecera de la mesa y ya no volvió a mirar al cautivo.
Sin embargo, aquella noche, después de satisfacer a su esposo y dejarlo dormido en el lecho, la reina regresó a oscuras por los desiertos corredores a la estancia donde se había celebrado el banquete. Se detuvo sin aliento en el último cruce, antes de llegar, al descubrir desde las sombras a los dos guerreros armados que custodiaban la puerta bajo la luz de las antorchas.
Sin hacer ruido, retrocedió y salió por la balaustrada, para tomar el aire, para pensar o, quizá, tan solo para no regresar a aquella cama que la aguardaba.
Y alzó los ojos para contemplar el muro exterior de la sala. Las aspilleras eran tan estrechas que ningún hombre podría haberse deslizado a través de ellas. Sin embargo, su cuerpo era aún el de una niña. Una niña que había trepado a menudo por los recintos amurallados de Nydgaal hasta alturas vertiginosas, solo para huir de los golpes de su rey. Tan escurridiza y rápida como una lagartija. Y ese sobrenombre le habían dado. Contempló las angostas hendiduras, insegura. Quizá ni tan siquiera ella pasaría, pero a pesar de decirse eso en voz baja, dejó caer el manto a sus pies, entregándose a la fría noche, a su único deseo, como hacía a menudo, sin pensar en nada más. A aquel fuego que sentía en su interior y que apenas conseguía controlar cuando se ofuscaba con una idea. Una obcecación que despreciaba cualquier consideración o consecuencia y que le había valido más de una paliza Advenimientos atrás. Pero era la única forma de sentirse libre que conocía y, así, que fuera lo que los velos ocultaran. Empezó a trepar.
El joven rubio se incorporó al oírla asomarse por la aspillera, mientras la menuda intrusa se esforzaba por pasar sus hombros. Finalmente, se agarró a uno de los tapices y se descolgó hasta el suelo. Una larga vela ardía aún en uno de los candelabros, pero no la tomó para avanzar entre las sombras de la estancia. Veía en la oscuridad desde que tenía memoria,
Se acercó al muro con el fino camisón ondeando y cogió la llave que pendía de la lanza. Luego se dirigió al centro de la sala y se arrodillo junta al cautivo, para abrirle los grilletes con ella, pero aquella llave tan pequeña no era para las cadenas. El prisionero hizo un gesto negativo y le señaló la mordaza. La reina se la quitó.
—¿Por qué has venido? —le preguntó él en voz baja y presurosa.
Pero la muchacha estaba absorta, contemplándolo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó como si no le hubiera oído.
—Férenwir. ¿Y tú?
—Briseyd.
—Briseyd es un nombre extraño para ti —dijo él—. Es un disfraz. Velos, lo he sabido en cuanto te he visto.
—¿El qué?
—Quién eres. Eres como yo. Ellos no me lo han dicho, pero sabían que yo lo presentiría. —Férenwir hizo un gesto de rabia—. Lo han hecho solo para hacer daño. Como todo lo que hacen.
La delicada reina no le comprendía. Permanecía silenciosa, como hechizada por su sola presencia. Férenwir le devolvió la mirada, pensativo. Parecía dudoso entre hablar o callarse.
—Eres tan joven... —murmuró él—. ¿Cómo ha podido Caens caer tan bajo?
—Solo se ha casado conmigo —suspiró Briseyd con melancolía, intentando asimilar ella misma lo que aquello significaba.
—No ha hecho solo eso. No debes confiar nunca en él ni debes perdonarle. —Aquellas palabras sonaron bajas y roncas, llenas de amargura—. A partir de ahora debes ser muy cuidadosa, Briseyd.
—¿Por qué?
Aunque quizá ya no volviera a tener la oportunidad de hablar con ella, Férenwir había decidido no revelárselo todo. Era aún demasiado joven. El mohín decidido que se adivinaba en sus labios casi infantiles revelaba un carácter demasiado ardiente y temía lo que pudiera ocurrirle.
—Porque eres una celestial. Como yo lo soy.
La reina había oído cuentos sobre ellos. Seres mitad humanos, mitad dioses, barridos de aquellas tierras por una guerra pavorosa. Meneó la cabeza, sorprendida. Y, sin embargo, sabía que era cierto. Deseaba acurrucarse entre los brazos de Férenwir y dormirse allí. Olvidarse de todo. Presentía lo que los unía y no podía explicar.
Entonces él alzó la mano y le rozó el cuello, con una expresión de pérdida que apagó toda luz en aquel rostro tan hermoso. Bryseid sabía lo que estaba intentando tocar, lo mismo que sus propios dedos nunca habían conseguido alcanzar desde que tenía memoria: la correa de cuero que le ceñía la garganta. Y solo en ese instante advirtió que Ferenwir llevaba también una igual en el cuello.
Las voces de los guardias se escucharon a través de la puerta. Férenwir retiró la mano de pronto.
—¡Debes irte! —siseó—. ¡De ninguna manera deben encontrarte aquí! No deben saber que te he dicho quién eres en realidad. Ponme la mordaza. Todo tiene que estar igual que cuando llegaste.
Se oyó un rumor tras la madera, como si alguien se apoyara sobre ella, y Briseyd se quedó sin aliento. Se apresuró a colocarle la mordaza de oro y cuero al prisionero. Al inclinarse para cerrar el candado en su nuca sintió su respiración como un soplo de brisa en su piel. Se estremeció. Era como si aquel leve roce borrara de golpe todas y cada una de las asquerosas caricias de su rey. Al recordarlo, se apretó contra aquel cuerpo tan cálido y cerró los ojos, buscando una protección que sabía imposible. Enseguida se irguió y le ajustó la mordaza, temerosa de la reacción del hombre. Férenwir había alzado las cejas y la miraba. Sonrió con tristeza, pero Briseyd no pudo advertirlo, porque aquella suave sonrisa quedó atrapada bajo la mordaza que le acababa de poner.
Sonrojada y con los ojos bajos la muchacha aún mantenía sus manos sobre los hombros de Férenwir. Él comprendía muy bien cómo se sentía. Intentó hablar, pero ya llevaba aquel dichoso artilugio. Apoyó la frente en el hombro de Briseyd. Ella hundió el rostro en aquellos cabellos tan rubios y sus quedos sollozos rompieron la pesada quietud del salón. Férenwir no sabía cómo consolarla y la abrazó con fuerza a pesar de las cadenas. Entonces oyeron un manojo de llaves tintinear al otro lado de la puerta. Haciendo un esfuerzo, Briseyd se deshizo de los brazos del cautivo y se levantó. Corrió a colgar la pequeña llave de la lanza y, al pasar junto al candelabro, apagó la única vela encendida con un gesto de su mano. Se giró un instante antes de aferrarse al tapiz y le pareció que los ojos de Férenwir, clavados en ella, brillaban como dos luciérnagas azules en la profunda oscuridad del salón. De inmediato, trepó hasta la aspillera y, antes de atravesarla, le dirigió una última y rápida mirada al cautivo desde las sombras que ocultaban el techo. Aún tenía las mejillas húmedas.
Férenwir apartó los ojos de ella, justo cuando se abría la puerta.
El banquete con que la agasajaban ahora le recordaba a aquel otro, casi borrado por el paso de cuatro Advenimientos, cuando había visto a Férenwir por primera y última vez. Nunca lo había olvidado.
Briseyd paseó distraídamente su mirada por la abarrotada mesa buscando alguna señal de sus parientes, aunque sin demasiadas esperanzas de encontrarlos allí. No era un secreto que el rey Nérdegar de Ofraëm tenía a dos celestiales en sus tierras, pero tampoco era muy probable que los hubieran invitado a un banquete real. Todo el mundo hablaba de ellos, pero nadie les había visto las caras ni se sabía quiénes eran en realidad ni en que parte del reino los ocultaban. Se sintió desalentada. El resto de su estancia en la fortaleza de Ifrost la pasaría en compañía de Giandhel y sus apocadas damas de compañía, lo que significaba aún menos probabilidades de conseguir información sobre aquellos legendarios reclusos. A su alrededor los hombres gritaban pidiendo toneles de cerveza y los criados cargaban con pesadas bandejas de guisos humeantes. El ambiente era pegajoso, cargado de olor a carne de cerdo y a cera quemada y los gruñidos apagados de los perros se escuchaban bajo las largas mesas, mientras se disputaban los huesos que les arrojaban los comensales. Briseyd sorprendía de vez en cuando las miradas lascivas de los hombres deslizándose de su rostro hasta el nacimiento de sus pechos. Aquellas miradas siempre habían provocado una insana satisfacción en su marido. Quizá por eso la había llevado con él aquella noche al banquete. No había ninguna otra mujer en el salón. A ella le molestaban sobremanera y se concentró en su plato de estofado, mientras a su lado Caens y Nérdegar trataban asuntos del gobierno de sus tierras. Recordó otra vez a Férenwir y sintió que perdía el apetito por completo. Su cuchara se deslizó por el borde del plato, hasta desaparecer en el guiso. Ni siquiera lo advirtió. Se esforzó por reconstruir aquella mirada que la había reconfortado tanto y el fugaz roce de sus labios. Sólo con recordar el tacto de su piel sintió que un estremecimiento ardiente le subía por las entrañas y le erizaba el vello. Pero apenas nada más. El tiempo transcurrido hacía que aquel breve encuentro le pareciera vago y lejano, como si sólo lo hubiera soñado y él nunca hubiera existido en realidad. Lo único que le quedaba ahora era la hiriente certeza de que muy lejos de ella, en el sur, Férenwir seguía siendo desangrado cada día. Ensimismada, levantó su copa y tomó un poco de vino, aunque tenía el estómago revuelto. Tropezó con unos ojos cristalinos que la observaban desde el fondo del salón. El joven que se hallaba sentado sobre el suelo cubierto de paja, en un rincón de la estancia, apartó la mirada al verse descubierto. Briseyd dejó la copa sobre la mesa y lo contempló con interés. Iba ataviado con ropajes hermosos, pero sucios y desgarrados y que, era evidente, no le habían pertenecido antes de alcanzar aquel estado depauperado. Se abrazaba las largas piernas y descansaba la cabeza sobre las rodillas dobladas, con la cara vuelta ahora hacia la pared, como si pudiera olvidarse de donde se encontraba sólo por el hecho de no mirar el bullicioso salón. Briseyd sintió al instante una incontenible curiosidad. Aquel joven parecía fuera de lugar en aquel banquete.
—Veo que habeis descubierto a mi bufón —le dijo Nérdegar interrumpiendo su conversación con Caens.
Al escucharle, su esposo se volvió hacia ella. La tensión reprimida que adivinó en aquel gesto puso en guardia a Briseyd.
—¿Tenéis bufón? —se asombró la joven. No era una costumbre muy extendida.
Nérdegar le sonrió.
—Digamos que al menos lo intento. —Desvió los ojos hacia el joven y Briseyd advirtió un brillo acerado en sus iris fríos y velados como la niebla gris.
—Nunca he conocido a ninguno. ¿Me permitís que hable con él?
Los dos reyes intercambiaron una rápida mirada.
—A mí no me importa —le respondió Nérdegar con gentileza—, pero es a vuestro esposo a quien debéis pedirle permiso.
Briseyd solo había visto culminar diecisiete Advenimientos. Cuando se lo proponía podía parecer aún muy niña. Le dedicó una sonrisa a su esposo y tomó su mano.
—Por favor... —suplicó con voz melosa.
Pero la mano de su esposo permanecía inerte en la suya y supo que Caens se hubiera negado de forma tajante de no ser por la presencia de Nérdegar.
—¿Por qué te interesa tanto hablar con él, dama mía? —le preguntó con una dureza que contradecía aquel apelativo.
—Me aburro —suspiró la muchacha sin faltar demasiado a la verdad.
Apartó el plato de guiso y tomó un trozo de torta de miel y nueces. Entonces oyó la risa de Nérdegar, a espaldas de su esposo.
—Lo siento. No quería ser descortés ni menospreciar vuestra hospitalidad —dijo Briseyd volviéndose hacia su anfitrión y enrojeciendo de pronto.
—No os disculpéis, señora. Es cierto que este es un festín de hombres. Me temo que no he sido demasiado considerado con vos. Por favor, Caens, permite a tu deliciosa esposa levantarse de la mesa y acercarse al bufón. Así repararé en parte mi falta de previsión para proporcionarle diversiones.
A pesar del tono irónico de Nérdegar, Briseyd presintió algo más en sus palabras. Su esposo le había dicho una vez que el rey de Ofräem nunca hacía nada sin una intención más profunda.
—Está bien. Ve —accedió su esposo, pero era evidente que se lo concedía de mala gana.
El joven había levantado la cabeza otra vez. No alcanzaba a oírles debido a la algarabía que reinaba en la estancia, pero había advertido sus miradas y presentía que hablaban sobre él. Los contemplaba con rostro tenso. Al advertir que la joven reina se dirigía al lugar donde se encontraba se quedó rígido, desagradablemente sorprendido. Briseyd comprendió que lo que más deseaba en este mundo era pasar desapercibido tanto tiempo como le fuera posible. Parecía de su misma edad, quizá uno o dos Advenimientos mayor que ella. Mostraba un aspecto cansado y, sin embargo, debajo de los restos de pinturas de colores y los moratones, tenía un rostro muy hermoso. Briseyd nunca había visto a nadie tan rubio y de ojos tan azules.
Se acuclilló junto a él y le sonrió, intentando tranquilizarle.
—¿Cómo te llamas? —al tiempo que le daba un bocado a la torta.
El joven la miraba a los ojos, pero no le respondió.
—¿Es que no tienes lengua, estúpido? —le gritó uno de los capitanes que estaban más cerca—. ¿Voy a tener que levantarme para sacarte las palabras a golpes?
—No lo sé —le respondió el joven a Briseyd de inmediato.
—¿Cómo que no lo sabes? —les llegó la voz de Nérdegar desde la mesa—. Di la verdad, muchacho.
Varios soldados celebraron por adelantado la respuesta con broncas risas.
—Mi nombre es bufón —respondió el joven, como si la palabra le supiera amarga.
—Pero bufón no es un nombre —le replicó la reina intentando mantener la calma, a pesar de que empezaba a sentir una extraña opresión en el pecho.
El joven se encogió de hombros, con desgana. Apartó la mirada con la esperanza de que aquello diera la conversación por concluida, pero Briseyd ignoró aquel gesto.
—¿Cuántos Advenimientos has visto?
—No-lo-sé —le respondió él, remarcando cada sílaba.
—¿Cómo se llamaban tus padres? ¿Quiénes eran?
—No lo sé —repitió el bufón aún con más énfasis y sin mirarla. Intentaba contenerse, pero era evidente que, de no ser por la situación en que se hallaba y el temor a los golpes, se hubiera mostrado mucho más impaciente. Se mordió los labios. Briseyd intuyó que en aquel momento el joven debía odiarla, pero ella necesitaba saber más.
—¿Tampoco tienes hermanos? —le preguntó más esperanzada. Pensó que quizá eso sí lo recordaría.
El joven se tragó la apagada maldición que brotaba de sus labios. No le respondió. Sólo sacudió la cabeza. Briseyd hizo un mohín resignado y se quedó sin saber que más decir. Sus ojos castaños recorrieron los miembros largos y flexibles del bufón. Aun sentado, Briseyd se dio cuenta de que era muy alto.
—¿No eres demasiado grande para ser un bufón? —preguntó un tanto irreflexivamente.
El joven se volvió en un impulso.
—¿Y vos no sois demasiado joven para ser reina? —le replicó con aspereza.
Aquellas palabras la hirieron, por todo lo que representaban de su propia historia. Caens le había pegado durante toda su niñez y aún no había visto culminar trece Advenimientos cuando, recién descubierto su primer sangrado, la desposó y la hizo suya. Al recordarlo sintió nacer en ella un inquietante sentimiento de afinidad con el joven.
Tras ellos, Nérdegar hizo un gesto y uno de los soldados se acercó al bufón. Lo abofeteó con extremada rudeza.
—¿Es qué no te he enseñado cómo se le debe hablar a una dama? —le dijo el rey.
El joven había encajado los dos bofetones sin moverse apenas. Daba la impresión de estar acostumbrado.
—Os pido disculpas si os he ofendido, mi señora —murmuró casi entre dientes y con los ojos clavados en el suelo.
—No me has ofendido —respondió Briseyd después de tragar saliva para poder hablar. Se resistía a irse. A pesar de saber que empeoraba la situación del bufón con cada momento que permanecía junto a él. Recordó el trozo de torta de miel y nueces que llevaba en la mano. Estaba mordida, pero había advertido que el joven la había mirado un par de veces. Se la alargó—. Toma. Para ti.
El bufón levantó la cabeza en un gesto de incredulidad. Las marcas rojas de la mano del guardia le resaltaban en ambas mejillas. Si estuviera un poco aseado, sería majestuoso, pensó Briseyd. Le recordaba a Férenwir y le sonrió de nuevo. El joven parecía indeciso. Recorrió pensativamente la abarrotada estancia con los ojos, pero el hambre pudo más que la prudencia y tomó la torta. Se abrió el jubón y la guardó entre sus ropajes.
—No soy digno de tanta atención, señora —le dijo con inquietud, mirando más allá de Briseyd donde se sentaban los dos reyes. Sus ojos volvieron a fijarse en ella, en un gesto que intentaba hacerle comprender que después iba a pagar muy cara aquella gentileza.
La joven recorrió con los ojos el cuerpo esbelto y delgado del bufón, cubierto por completo de heridas y cardenales. No podían tener más de dos días y contó decenas. Decenas en tan solo dos días. Comprendió que aquel joven no podía hacer nada sin recibir a cada momento un duro castigo. El rostro del bufón la contemplaba con una reserva no exenta de extrañeza, pero sin conseguir apartar sus ojos de ella. Del mismo modo que la había estado contemplando como hechizado desde el inicio del banquete, sin poderlo evitar y durante largo tiempo, antes de que la joven reina se percatara de su presencia. El peso del postre le había abierto la pechera del jubón y la reina contempló con el estómago encogido el largo rasguño le subía hasta la clavícula. De repente Briseyd descubrió que el joven llevaba alrededor del cuello una tira de cuero, como ella. Desde que tenía memoria recordaba llevarla puesta. También la había visto en la garganta de Férenwir. Eran iguales. La del joven llevaba un enlace de oro. Un adorno demasiado ostentoso para un bufón, por muchas habilidades que este pudiera llegar a poseer, y precisamente aquel joven no parecía poseer ninguna en absoluto para el ejercicio de su cometido. Su respiración se aceleró. Como había intuido, era el más joven de los dos celestiales que Nérdegar tenía en su reino. Lo miró con fijeza y se acarició con el índice el lugar donde suponía que el cuero rodeaba su cuello. En realidad, no podía tocarlo. Aunque podía verlo, era como si no existiera para ella. Después de un momento, el bufón se dio cuenta de que aquella cinta de cuero era igual a la suya, pero su expresión no cambió. En lugar de eso le señaló el salón con un gesto mudo y apremiante. Sin volverse, la reina advirtió que ya nadie hablaba.
—Tienes un nombre —le susurró al bufón en un suspiro, mientras se inclinaba sobre él al incorporarse—. Tus padres te llamaron Arjesen.
El joven frunció el ceño, sin comprender lo que le decía, pero enseguida se olvidó de eso, porque la sensación del aliento de la reina sobre su piel le recorrió el cuerpo como un súbito ramalazo de fuego. Tragó saliva, agitado.
Briseyd se volvió hacia la mesa de honor del salón. Un vago nerviosismo vibraba en el aire y tanto Caens como Nérdegar la observaban en silencio.
—Deberíamos tener un bufón en Nydgaal —exclamó con la mayor inocencia que pudo aparentar, dirigiéndose a su rey—. Pero debería ser mejor que este. Por los golpes que lleva encima no me parece que sea muy ingenioso.
Aquella observación hizo reír a Nérdegar una vez más, pero Briseyd empezaba a darse cuenta de que tras sus carcajadas sus ojos mantenían siempre la misma expresión fría y vigilante. Mientras tanto el rey Caens no había cambiado su semblante adusto.
—En efecto, es un desastre. ¿Os gustaría verle actuar, mi señora? —le ofreció Nérdegar.
Al instante Briseyd se arrepintió de lo que había dicho. No quería hacer nada más que pusiera en un aprieto al joven bufón. Le dedicó una encantadora sonrisa al rey de Ofräem.
—Si es tan aburrido como su conversación, no es una propuesta que me resulte muy tentadora, señor. No sabe nada, no recuerda nada. Parece un recién nacido.
Un coro de risas escandalosas acompañó sus palabras.
Nérdegar le dedicó una gentil inclinación, aunque la obsequió con otra de aquellas miradas que parecían atravesarla y que tanto la inquietaban. Sin embargo, parecía dispuesto a olvidar aquel tema, hasta que su señor esposo intervino en la conversación.
—Yo sí quiero ver qué trucos le has enseñado, Nérdegar —dijo sin dejar de mirar a Briseyd.
La joven sintió que el corazón le subía hasta la garganta.
—Tampoco creas que he conseguido gran cosa de él —le respondió Nérdegar con un suspiro.
Esperaron hasta que ella hubo tomado asiento.
—Señora, creo que no habéis tomado postre —se interesó el rey de Ofräem solícito.
Por un momento la joven tuvo la esperanza de que el tema del bufón hubiera quedado olvidado.
—He cogido un pedazo de torta.
—Sí, pero en realidad se lo habéis dado al bufón. ¿No es cierto?
Briseyd empezó a temer lo que iba a resultar de aquella conversación. Hizo un gesto de asentimiento.
—Pues me temo que tendrá que corresponder a vuestra amabilidad. No voy a permitir que os levantéis de esta mesa sin postre.
Los presentes estallaron en risas y empezaron a golpear la mesa con las jarras al escucharle.
Con aquel estallido de gritos la expresión del bufón se ensombreció definitivamente. El rey hizo un gesto y los pajes salieron corriendo. Regresaron al punto con un montón de palos de madera oscura que fueron dejando junto a cada uno de los comensales.
— Bufón —exclamó Nérdegar.
Cuando el rey lo llamó, el joven se puso en pie como si lo hubiera estado esperando. Briseyd observó que se movía con extrema facilidad. Al mismo tiempo un arquero entró en la estancia con un arco corto de tejo y un carcaj repleto de flechas extrañas, de formas diversas. Las puertas fueron cerradas tras él. Al ver al arquero Briseyd se temió lo peor y palideció. El bufón se detuvo al pie del estrado que sostenía la mesa principal, frente al rey.
—El rey Caens quiere ver lo que sabes hacer, aunque me temo que no es mucho. Quizá lo que mejor se te da es el juego del postre. ¿No crees? —Sin esperar respuesta, Nérdegar se volvió a sus invitados de honor—. Se lo llama así porque se juega sobre la mesa del banquete, cuando la comida ya ha finalizado. Y el postre que servimos, evidentemente, es el bufón. La finalidad del juego es que el bufón se suba a la mesa y la recorra empezando desde un extremo y terminando en el opuesto.
—¿Cómo se juega? —preguntó Caens, mientras tomaba intrigado la larga porra de madera que habían dejado junto a él.
—Que el bufón os explique las reglas. Estoy seguro de que él las recuerda mejor que nadie —dijo Nérdegar girándose hacia el joven con una sonrisa irónica.
De todos los crueles juegos ideados por Nérdegar en su honor aquél había sido el primero y era también el que el bufón más detestaba. Le obligaron a probarlo cuando aún no era consciente de lo mucho que había cambiado su situación en el castillo. Entonces era casi un niño y pensó que se trataba de una broma absurda. Aunque las flechas de espina clavadas en hombros y piernas, varias brechas en la cabeza, los pies destrozados y los dedos torcidos le abrieron brutalmente los ojos a la realidad. Aquel día tuvo que arrastrarse como un gusano para poder terminar, aferrándose a la mesa con todas las fuerzas que le quedaban y dejando a su paso un rastro de sangre. Fue la última vez que sollozó como un niño. De eso hacía ya cinco Advenimientos. Con el tiempo mejoró mucho, pero nunca le había perdido del todo el miedo al juego después de aquella paliza. Sin embargo, no iba a proporcionarle al rey la satisfacción de verle amedrentado. Le dedicó una leve reverencia al rey Caens.
—La porra que tenéis en la mano es para golpearme mientras recorro la mesa —le explicó sin vacilar, siguiendo obedientemente la orden de Nérdegar y con una sangre fría que a Briseyd se le antojaba increíble. Aunque quizá la extrema palidez de su rostro contradecía en parte esto último—. Sólo podéis hacerlo dos veces cuando estoy avanzando, pero si me detengo, retrocedo o caigo sobre la mesa podéis golpearme cuantas veces os guste. Pero no podéis tocarme ni intentar agarrarme con las manos en ningún caso. Tampoco podéis subiros a la mesa. Yo por mi parte no puedo devolver ningún golpe en ningún caso. Ocurra lo que ocurra —parecía repetir una lección bien aprendida y miró a su rey, pero enseguida se volvió de nuevo hacia Caens. A Briseyd no la había mirado ni una vez y el rey de Ofraëm no dejó de advertirlo, con cierta diversión—. Tampoco puedo correr. Ni abandonar la mesa hasta llegar al final. Si lo hago —la voz le tembló apenas—, el arquero me dispara hasta que consigo encaramarme de nuevo. Aunque podéis intentar impedírmelo, si os place.
—¿Es que pensáis ofrecerme un bufón muerto como postre? —se escandalizó Briseyd.
—Mi señora, os aseguro que el arquero nunca dispara a matar. —Nérdegar tomó una de las flechas emplumadas de rojo del carcaj del arquero y la observó atentamente—. Además, para el bufón utilizamos flechas de espina. Difícilmente mortales, pero las más dolorosas que conozco. No es posible sacarlas por donde han entrado y dejan unas heridas horrorosas. Sin embargo, eso le da mayor interés al juego, ¿no os parece? —Entonces se volvió al bufón, al tiempo que le devolví la fecha al arquero—. ¿No queda algo por decir todavía? Resulta increíble que olvides tan a la ligera las reglas de un juego creado con tanto cariño y dedicación para ti.
Por un momento el bufón no pudo dominarse y le dirigió una mirada venenosa al rey. Briseyd se preguntó qué impulsaba a Nérdegar a humillarlo de aquella manera.
—¿Quizá que sería de agradecer por mi parte romper los menos platos y copas posibles cuando avanzo sobre la mesa, mi señor? —le preguntó con sarcasmo.
El rey se rio.
—No, no es eso. Aunque podríamos incluirlo la próxima vez. La vajilla es excelente. —Se volvió a Caens—. El bufón ha olvidado señalar que las zancadillas con el bastón también están permitidas. Tantas como os apetezcan.
—Un error imperdonable por mi parte —dijo el bufón dirigiéndole una inclinación de disculpa a Caens.
El bufón ya no parecía el mismo joven que había hablado con Briseyd. Ahora su voz tenía un deje caustico, como si no le importara nada de lo que iba a ocurrir a continuación. Briseyd entendió por fin por qué había tanta gente aquella noche en el banquete. La larguísima mesa en forma de u estaba repleta de nobles, guerreros de rango y cortesanos. En algunos sitios se daban codo con codo. Se dio cuenta de repente de que aquel juego había estado previsto desde el principio.
—No pienso quedarme para ser testigo de esta barbaridad —casi jadeó y se levantó.
Su marido la cogió de la mano. Se la estrujó con tanta fuerza que la joven sintió que se le saltaban las lágrimas. Las falanges le crujieron y la piel empezó a ponerse blanca bajo la presión de los dedos de Caens.
—No podemos desairar de esta forma a nuestros anfitriones, mi preciosa niña.
Al bufón no se le escapó el férreo apretón. Levantó la cabeza hacia Briseyd.
—Tranquilizaos, señora. No es la primera vez que juego. Ni será la última —le dijo mirándola por fin.
Briseyd se sentó
—De acuerdo —le concedió con la voz ahogada por el dolor.
—Empieza ya —le ordenó Nérdegar al joven con inesperada brusquedad.
El bufón se dirigió hacia el extremo izquierdo de la mesa. Desde el principio había temido que lo llamarían para jugar al postre. Demasiada gente en el salón y las mesas juntas, como siempre que lo obligaban a recorrerlas. Sin embargo, al ver a la reina de Nydgaal presidiendo el banquete se había sentido aliviado. Creía que no se atreverían a practicar una diversión tan brutal con una mujer tan joven y de alta alcurnia presente. Aun ahora ese hecho lo sorprendía.
Se detuvo frente al inicio de la mesa. Los comensales se habían puesto ya en pie a lo largo de ella. Por un momento sintió náuseas. Odiaba aquel juego con toda su alma. Nérdegar lo sabía y por eso lo había elegido. Los dos golpes permitidos se convertían en cuatro o cinco o seis. Las zancadillas sin límite se transformaban en bastonazos encubiertos a sus piernas. Más de una vez lo hacían caer agarrándolo con las manos por los tobillos para poder zurrarle a placer cuando estaba tendido. Las reglas eran muy elásticas, pero sólo en un sentido. Él había aprendido en sus propias carnes que no podía saltarse ni una sola de las suyas. Intentó no pensar en la exquisita reina que le observaba, avergonzado en cierto modo por su presencia. Intento no fijarse en el largo pasillo de rostros ansiosos que le aguardaba y concentrarse tan solo en los bastones de madera. Se sobrepuso y subió a la mesa de un ágil salto.
Cuando el humo de la guerra se hubo aposentado, solo Aar quedaba y los vencedores partieron igual que habían llegado. Sin embargo, uno de ellos permaneció en aquel mundo tras la contienda para reparar el daño causado y de su voluntad nacieron las cuatro tejedoras. Ellas tomaron los restos del velo original, repararon los hilos y crearon nuevos velos según los deseos de su señor.
Y cada uno envolvió mundos separados que en realidad estaban enredados, pero eternamente ocultos de los demás por membranas invisibles que es imposible cruzar.
La primera, tras el velo más denso, apartó a las monstruosas maldiciones que ambas estirpes de dioses habían pronunciado para aniquilarse unos a otros. Y así quedaron encerradas en el Bestiario, un lugar sin retorno, enloquecido y devastado.
Otra tejió un velo para proteger a las pocas criaturas supervivientes, que las apartara de tanta muerte y tanta furia como se había alzado de la tierra. Así nació el Sagrario. Aunque quedaban tan pocos de los primeros nacidos, que el dios dio vida a nuevos seres en aquel refugio, entre ellos a los hombres, y los recién llegados se adueñaron del continente y le dieron nombre, Faro Are, a lo que ya lo tenía.
La tercera tejió para contener a las armas esclavas de los dioses en la batalla y que ahora vagaban desatadas, azotando el mundo. Habían sido creadas para intentar contener a las maldiciones, pero las envolvió tras un poderoso velo y al hacerlo creó el Grimorio, el arsenal divino, donde aún late un poder demasiado ardiente, avivado hasta el extremo en una guerra demasiado cruenta.
Y la última dio reposo a los huesos de los dioses muertos en el Osario, tras un velo helado que era imposible rozar sin consumirse. Allí depositó a los vencedores, pero de los cadáveres de sus enemigos únicamente se habían respetado siete y fueron enterrados en las entrañas de Aar, para evitar que su última obra se desvaneciera con ellos.
Dicen las leyendas que aquel dios se marchó, pero que antes tomó forma humana y que de ella y de su amor por una mujer, antes de perderse en las brumas del tiempo, nació una estirpe de celestiales que hizo del continente de Faro Are un lugar bendecido. Dicen también las leyendas que no todos los dioses enterrados en Aar estaban muertos y que uno surgió de la tierra eras más tarde, solo para ser asesinado. Las leyendas cuentan muchas cosas, ciertas o no. Y de otras, en cambio, nada dicen.
Lo único seguro es que ahora los velos se estremecen.
Faro Are, el continente bendecido, y todo el mundo de Aar con él, se ensombrece tras una guerra contra el linaje de celestiales que lo ha gobernado durante milenios. Los hombres se han alzado contra ellos borrando todo vestigio de su poder: los glifos tatuados que compartían sus dones con los mortales, sus inmemoriales y magníficas fortalezas. Sin embargo, nada puede sobrevivir sin la bendición de su presencia que alimenta la tierra y, por ello, algunos aún permanecen cautivos en las ciudades de los reyes que los traicionaron; en Anerhuin, los últimos vestigios de un continente antaño portentoso. Una ofensa imperdonable para los celestiales que todavía permanecen libres, padres, hermanos, exiliados más allá de las montañas, en los parajes donde se libró la Guerra de los Velos, donde nada crece y donde ni siquiera su poder puede revivirlos. El único lugar capaz de ocultar su presencia.
Parapetados tras el poder de un dios muerto, que guarda un viejo agravio contra los celestiales y cuya oscuridad ya ha devorado la mayor parte de Faro Are, los reyes de Anerhuin, reyes de hombres, empiezan a advertir que la tierra se muere y que las cuatro realidades de Aar se retuercen. Los velos se tensan. A veces incluso es posible entrever las sombras del otro lado a través de ellos. Los titanes enterrados que conforman las raíces de aquel mundo se agitan sin saber el motivo y los ojos de las tejedoras, ahora guardianas de los velos, de sus puertas y sus umbrales, se tiñen de oscuridad.
Y, en medio de este caos que se cierne, los celestiales aún luchan por liberar a los suyos, antes de enfrentarse a un dios asesinado, cuya titánica caída desgarró apenas el velo que envuelve el Bestiario, seiscientos Advenimientos atrás, atrayendo hasta los mortales horrores que los dioses nunca debieron alumbrar.
1 . La reina desvalida
El prisionero estaba de rodillas en medio de la sala, circundado de mesas y encadenado al suelo. La reina pubescente en cuyo honor se celebraba el banquete, ensordecida por las voces y las risas, no apartaba la mirada de él. Aquel hombre rubio llevaba una singular mordaza en la boca que le impedía hablar y tampoco apartaba los ojos de ella. Aquella mirada la estaba poniendo nerviosa. No había probado el jabalí de su plato ni el vino. Al notarlo, el temible anfitrión de su marido hizo un gesto y uno de los guardias abofeteó al prisionero. Lo golpeó varias veces hasta que este bajó el rostro. Ya no volvió a alzarlo. La ilustre invitada no comprendía por qué aquel hombre joven le prestaba tanta atención, no comprendía por qué estaba allí encadenado ni por qué lo golpeaban. Tampoco por qué lo sangraban cada mañana.
La estancia estaba casi desnuda, excepto por los amplios tapices que pendían de las paredes para ocultar la piedra, y no era, ni a los ojos del más necio, la estancia apropiada para un banquete. El suelo estaba cubierto de paja y no tenía ventanas de amplias vidrieras ni imponentes puertas dobles ni muebles torneados. En sus sólidos muros se abrían las elevadas aspilleras de un aposento fortificado y su puerta conducía a las armerías del castillo. Una llave enlazada en una cadena de oro colgaba a la espalda de la reina, diminuta, de una de las enormes lanzas cruzadas que adornaban el muro principal. El único aderezo dispuesto para el banquete junto con los tapices. Y la reina intuyó que la llave pertenecía a los grilletes cautivo.
Entonces su esposo la obligó levantarse, cogiéndole una mano y alzándosela por encima de la cabeza. La hizo girar como si fuera una dorada peonza, envuelta en brocado y perlas, jaleada por las cadenciosas voces de los comensales. Orgulloso de su belleza, la soltó en medio de la estancia y ella danzó envuelta de brisa. Con cada giro veía al prisionero que casi sin levantar la cabeza también la contemplaba. Y, en su expresión, la reina descubrió algo que no comprendió, pero que la hizo llorar mientras seguía bailando como un torbellino.
Su canoso esposo la atajó en medio de la estancia. La cogió por la cintura para inclinarla como a una flor y hundió el rostro en su incipiente escote, pero cuando se irguió no contemplaba a su pareja, sino al prisionero.
El hombre había intentado levantarse, aunque sus cadenas no se lo permitieron y los golpes que recibió lo derribaron de nuevo. La dama, en brazos de su rey, presenciaba la escena con sus ojos de niña muy abiertos. En apenas dos días se había convertido en esposa, reina y amante, pero solo había visto culminar trece Advenimientos y no entendía nada. El mundo era grande y extraño. Los hombres que manejaban sus entresijos eran tan poderosos como crueles y durante su viaje de nupcias no había encontrado bondad en ningún lugar ni en ningún rostro. En realidad, hubiera querido que se la tragara la tierra, pero siguió dócilmente a su rey hasta la cabecera de la mesa y ya no volvió a mirar al cautivo.
Sin embargo, aquella noche, después de satisfacer a su esposo y dejarlo dormido en el lecho, la reina regresó a oscuras por los desiertos corredores a la estancia donde se había celebrado el banquete. Se detuvo sin aliento en el último cruce, antes de llegar, al descubrir desde las sombras a los dos guerreros armados que custodiaban la puerta bajo la luz de las antorchas.
Sin hacer ruido, retrocedió y salió por la balaustrada, para tomar el aire, para pensar o, quizá, tan solo para no regresar a aquella cama que la aguardaba.
Y alzó los ojos para contemplar el muro exterior de la sala. Las aspilleras eran tan estrechas que ningún hombre podría haberse deslizado a través de ellas. Sin embargo, su cuerpo era aún el de una niña. Una niña que había trepado a menudo por los recintos amurallados de Nydgaal hasta alturas vertiginosas, solo para huir de los golpes de su rey. Tan escurridiza y rápida como una lagartija. Y ese sobrenombre le habían dado. Contempló las angostas hendiduras, insegura. Quizá ni tan siquiera ella pasaría, pero a pesar de decirse eso en voz baja, dejó caer el manto a sus pies, entregándose a la fría noche, a su único deseo, como hacía a menudo, sin pensar en nada más. A aquel fuego que sentía en su interior y que apenas conseguía controlar cuando se ofuscaba con una idea. Una obcecación que despreciaba cualquier consideración o consecuencia y que le había valido más de una paliza Advenimientos atrás. Pero era la única forma de sentirse libre que conocía y, así, que fuera lo que los velos ocultaran. Empezó a trepar.
El joven rubio se incorporó al oírla asomarse por la aspillera, mientras la menuda intrusa se esforzaba por pasar sus hombros. Finalmente, se agarró a uno de los tapices y se descolgó hasta el suelo. Una larga vela ardía aún en uno de los candelabros, pero no la tomó para avanzar entre las sombras de la estancia. Veía en la oscuridad desde que tenía memoria,
Se acercó al muro con el fino camisón ondeando y cogió la llave que pendía de la lanza. Luego se dirigió al centro de la sala y se arrodillo junta al cautivo, para abrirle los grilletes con ella, pero aquella llave tan pequeña no era para las cadenas. El prisionero hizo un gesto negativo y le señaló la mordaza. La reina se la quitó.
—¿Por qué has venido? —le preguntó él en voz baja y presurosa.
Pero la muchacha estaba absorta, contemplándolo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó como si no le hubiera oído.
—Férenwir. ¿Y tú?
—Briseyd.
—Briseyd es un nombre extraño para ti —dijo él—. Es un disfraz. Velos, lo he sabido en cuanto te he visto.
—¿El qué?
—Quién eres. Eres como yo. Ellos no me lo han dicho, pero sabían que yo lo presentiría. —Férenwir hizo un gesto de rabia—. Lo han hecho solo para hacer daño. Como todo lo que hacen.
La delicada reina no le comprendía. Permanecía silenciosa, como hechizada por su sola presencia. Férenwir le devolvió la mirada, pensativo. Parecía dudoso entre hablar o callarse.
—Eres tan joven... —murmuró él—. ¿Cómo ha podido Caens caer tan bajo?
—Solo se ha casado conmigo —suspiró Briseyd con melancolía, intentando asimilar ella misma lo que aquello significaba.
—No ha hecho solo eso. No debes confiar nunca en él ni debes perdonarle. —Aquellas palabras sonaron bajas y roncas, llenas de amargura—. A partir de ahora debes ser muy cuidadosa, Briseyd.
—¿Por qué?
Aunque quizá ya no volviera a tener la oportunidad de hablar con ella, Férenwir había decidido no revelárselo todo. Era aún demasiado joven. El mohín decidido que se adivinaba en sus labios casi infantiles revelaba un carácter demasiado ardiente y temía lo que pudiera ocurrirle.
—Porque eres una celestial. Como yo lo soy.
La reina había oído cuentos sobre ellos. Seres mitad humanos, mitad dioses, barridos de aquellas tierras por una guerra pavorosa. Meneó la cabeza, sorprendida. Y, sin embargo, sabía que era cierto. Deseaba acurrucarse entre los brazos de Férenwir y dormirse allí. Olvidarse de todo. Presentía lo que los unía y no podía explicar.
Entonces él alzó la mano y le rozó el cuello, con una expresión de pérdida que apagó toda luz en aquel rostro tan hermoso. Bryseid sabía lo que estaba intentando tocar, lo mismo que sus propios dedos nunca habían conseguido alcanzar desde que tenía memoria: la correa de cuero que le ceñía la garganta. Y solo en ese instante advirtió que Ferenwir llevaba también una igual en el cuello.
Las voces de los guardias se escucharon a través de la puerta. Férenwir retiró la mano de pronto.
—¡Debes irte! —siseó—. ¡De ninguna manera deben encontrarte aquí! No deben saber que te he dicho quién eres en realidad. Ponme la mordaza. Todo tiene que estar igual que cuando llegaste.
Se oyó un rumor tras la madera, como si alguien se apoyara sobre ella, y Briseyd se quedó sin aliento. Se apresuró a colocarle la mordaza de oro y cuero al prisionero. Al inclinarse para cerrar el candado en su nuca sintió su respiración como un soplo de brisa en su piel. Se estremeció. Era como si aquel leve roce borrara de golpe todas y cada una de las asquerosas caricias de su rey. Al recordarlo, se apretó contra aquel cuerpo tan cálido y cerró los ojos, buscando una protección que sabía imposible. Enseguida se irguió y le ajustó la mordaza, temerosa de la reacción del hombre. Férenwir había alzado las cejas y la miraba. Sonrió con tristeza, pero Briseyd no pudo advertirlo, porque aquella suave sonrisa quedó atrapada bajo la mordaza que le acababa de poner.
Sonrojada y con los ojos bajos la muchacha aún mantenía sus manos sobre los hombros de Férenwir. Él comprendía muy bien cómo se sentía. Intentó hablar, pero ya llevaba aquel dichoso artilugio. Apoyó la frente en el hombro de Briseyd. Ella hundió el rostro en aquellos cabellos tan rubios y sus quedos sollozos rompieron la pesada quietud del salón. Férenwir no sabía cómo consolarla y la abrazó con fuerza a pesar de las cadenas. Entonces oyeron un manojo de llaves tintinear al otro lado de la puerta. Haciendo un esfuerzo, Briseyd se deshizo de los brazos del cautivo y se levantó. Corrió a colgar la pequeña llave de la lanza y, al pasar junto al candelabro, apagó la única vela encendida con un gesto de su mano. Se giró un instante antes de aferrarse al tapiz y le pareció que los ojos de Férenwir, clavados en ella, brillaban como dos luciérnagas azules en la profunda oscuridad del salón. De inmediato, trepó hasta la aspillera y, antes de atravesarla, le dirigió una última y rápida mirada al cautivo desde las sombras que ocultaban el techo. Aún tenía las mejillas húmedas.
Férenwir apartó los ojos de ella, justo cuando se abría la puerta.
El banquete con que la agasajaban ahora le recordaba a aquel otro, casi borrado por el paso de cuatro Advenimientos, cuando había visto a Férenwir por primera y última vez. Nunca lo había olvidado.
Briseyd paseó distraídamente su mirada por la abarrotada mesa buscando alguna señal de sus parientes, aunque sin demasiadas esperanzas de encontrarlos allí. No era un secreto que el rey Nérdegar de Ofraëm tenía a dos celestiales en sus tierras, pero tampoco era muy probable que los hubieran invitado a un banquete real. Todo el mundo hablaba de ellos, pero nadie les había visto las caras ni se sabía quiénes eran en realidad ni en que parte del reino los ocultaban. Se sintió desalentada. El resto de su estancia en la fortaleza de Ifrost la pasaría en compañía de Giandhel y sus apocadas damas de compañía, lo que significaba aún menos probabilidades de conseguir información sobre aquellos legendarios reclusos. A su alrededor los hombres gritaban pidiendo toneles de cerveza y los criados cargaban con pesadas bandejas de guisos humeantes. El ambiente era pegajoso, cargado de olor a carne de cerdo y a cera quemada y los gruñidos apagados de los perros se escuchaban bajo las largas mesas, mientras se disputaban los huesos que les arrojaban los comensales. Briseyd sorprendía de vez en cuando las miradas lascivas de los hombres deslizándose de su rostro hasta el nacimiento de sus pechos. Aquellas miradas siempre habían provocado una insana satisfacción en su marido. Quizá por eso la había llevado con él aquella noche al banquete. No había ninguna otra mujer en el salón. A ella le molestaban sobremanera y se concentró en su plato de estofado, mientras a su lado Caens y Nérdegar trataban asuntos del gobierno de sus tierras. Recordó otra vez a Férenwir y sintió que perdía el apetito por completo. Su cuchara se deslizó por el borde del plato, hasta desaparecer en el guiso. Ni siquiera lo advirtió. Se esforzó por reconstruir aquella mirada que la había reconfortado tanto y el fugaz roce de sus labios. Sólo con recordar el tacto de su piel sintió que un estremecimiento ardiente le subía por las entrañas y le erizaba el vello. Pero apenas nada más. El tiempo transcurrido hacía que aquel breve encuentro le pareciera vago y lejano, como si sólo lo hubiera soñado y él nunca hubiera existido en realidad. Lo único que le quedaba ahora era la hiriente certeza de que muy lejos de ella, en el sur, Férenwir seguía siendo desangrado cada día. Ensimismada, levantó su copa y tomó un poco de vino, aunque tenía el estómago revuelto. Tropezó con unos ojos cristalinos que la observaban desde el fondo del salón. El joven que se hallaba sentado sobre el suelo cubierto de paja, en un rincón de la estancia, apartó la mirada al verse descubierto. Briseyd dejó la copa sobre la mesa y lo contempló con interés. Iba ataviado con ropajes hermosos, pero sucios y desgarrados y que, era evidente, no le habían pertenecido antes de alcanzar aquel estado depauperado. Se abrazaba las largas piernas y descansaba la cabeza sobre las rodillas dobladas, con la cara vuelta ahora hacia la pared, como si pudiera olvidarse de donde se encontraba sólo por el hecho de no mirar el bullicioso salón. Briseyd sintió al instante una incontenible curiosidad. Aquel joven parecía fuera de lugar en aquel banquete.
—Veo que habeis descubierto a mi bufón —le dijo Nérdegar interrumpiendo su conversación con Caens.
Al escucharle, su esposo se volvió hacia ella. La tensión reprimida que adivinó en aquel gesto puso en guardia a Briseyd.
—¿Tenéis bufón? —se asombró la joven. No era una costumbre muy extendida.
Nérdegar le sonrió.
—Digamos que al menos lo intento. —Desvió los ojos hacia el joven y Briseyd advirtió un brillo acerado en sus iris fríos y velados como la niebla gris.
—Nunca he conocido a ninguno. ¿Me permitís que hable con él?
Los dos reyes intercambiaron una rápida mirada.
—A mí no me importa —le respondió Nérdegar con gentileza—, pero es a vuestro esposo a quien debéis pedirle permiso.
Briseyd solo había visto culminar diecisiete Advenimientos. Cuando se lo proponía podía parecer aún muy niña. Le dedicó una sonrisa a su esposo y tomó su mano.
—Por favor... —suplicó con voz melosa.
Pero la mano de su esposo permanecía inerte en la suya y supo que Caens se hubiera negado de forma tajante de no ser por la presencia de Nérdegar.
—¿Por qué te interesa tanto hablar con él, dama mía? —le preguntó con una dureza que contradecía aquel apelativo.
—Me aburro —suspiró la muchacha sin faltar demasiado a la verdad.
Apartó el plato de guiso y tomó un trozo de torta de miel y nueces. Entonces oyó la risa de Nérdegar, a espaldas de su esposo.
—Lo siento. No quería ser descortés ni menospreciar vuestra hospitalidad —dijo Briseyd volviéndose hacia su anfitrión y enrojeciendo de pronto.
—No os disculpéis, señora. Es cierto que este es un festín de hombres. Me temo que no he sido demasiado considerado con vos. Por favor, Caens, permite a tu deliciosa esposa levantarse de la mesa y acercarse al bufón. Así repararé en parte mi falta de previsión para proporcionarle diversiones.
A pesar del tono irónico de Nérdegar, Briseyd presintió algo más en sus palabras. Su esposo le había dicho una vez que el rey de Ofräem nunca hacía nada sin una intención más profunda.
—Está bien. Ve —accedió su esposo, pero era evidente que se lo concedía de mala gana.
El joven había levantado la cabeza otra vez. No alcanzaba a oírles debido a la algarabía que reinaba en la estancia, pero había advertido sus miradas y presentía que hablaban sobre él. Los contemplaba con rostro tenso. Al advertir que la joven reina se dirigía al lugar donde se encontraba se quedó rígido, desagradablemente sorprendido. Briseyd comprendió que lo que más deseaba en este mundo era pasar desapercibido tanto tiempo como le fuera posible. Parecía de su misma edad, quizá uno o dos Advenimientos mayor que ella. Mostraba un aspecto cansado y, sin embargo, debajo de los restos de pinturas de colores y los moratones, tenía un rostro muy hermoso. Briseyd nunca había visto a nadie tan rubio y de ojos tan azules.
Se acuclilló junto a él y le sonrió, intentando tranquilizarle.
—¿Cómo te llamas? —al tiempo que le daba un bocado a la torta.
El joven la miraba a los ojos, pero no le respondió.
—¿Es que no tienes lengua, estúpido? —le gritó uno de los capitanes que estaban más cerca—. ¿Voy a tener que levantarme para sacarte las palabras a golpes?
—No lo sé —le respondió el joven a Briseyd de inmediato.
—¿Cómo que no lo sabes? —les llegó la voz de Nérdegar desde la mesa—. Di la verdad, muchacho.
Varios soldados celebraron por adelantado la respuesta con broncas risas.
—Mi nombre es bufón —respondió el joven, como si la palabra le supiera amarga.
—Pero bufón no es un nombre —le replicó la reina intentando mantener la calma, a pesar de que empezaba a sentir una extraña opresión en el pecho.
El joven se encogió de hombros, con desgana. Apartó la mirada con la esperanza de que aquello diera la conversación por concluida, pero Briseyd ignoró aquel gesto.
—¿Cuántos Advenimientos has visto?
—No-lo-sé —le respondió él, remarcando cada sílaba.
—¿Cómo se llamaban tus padres? ¿Quiénes eran?
—No lo sé —repitió el bufón aún con más énfasis y sin mirarla. Intentaba contenerse, pero era evidente que, de no ser por la situación en que se hallaba y el temor a los golpes, se hubiera mostrado mucho más impaciente. Se mordió los labios. Briseyd intuyó que en aquel momento el joven debía odiarla, pero ella necesitaba saber más.
—¿Tampoco tienes hermanos? —le preguntó más esperanzada. Pensó que quizá eso sí lo recordaría.
El joven se tragó la apagada maldición que brotaba de sus labios. No le respondió. Sólo sacudió la cabeza. Briseyd hizo un mohín resignado y se quedó sin saber que más decir. Sus ojos castaños recorrieron los miembros largos y flexibles del bufón. Aun sentado, Briseyd se dio cuenta de que era muy alto.
—¿No eres demasiado grande para ser un bufón? —preguntó un tanto irreflexivamente.
El joven se volvió en un impulso.
—¿Y vos no sois demasiado joven para ser reina? —le replicó con aspereza.
Aquellas palabras la hirieron, por todo lo que representaban de su propia historia. Caens le había pegado durante toda su niñez y aún no había visto culminar trece Advenimientos cuando, recién descubierto su primer sangrado, la desposó y la hizo suya. Al recordarlo sintió nacer en ella un inquietante sentimiento de afinidad con el joven.
Tras ellos, Nérdegar hizo un gesto y uno de los soldados se acercó al bufón. Lo abofeteó con extremada rudeza.
—¿Es qué no te he enseñado cómo se le debe hablar a una dama? —le dijo el rey.
El joven había encajado los dos bofetones sin moverse apenas. Daba la impresión de estar acostumbrado.
—Os pido disculpas si os he ofendido, mi señora —murmuró casi entre dientes y con los ojos clavados en el suelo.
—No me has ofendido —respondió Briseyd después de tragar saliva para poder hablar. Se resistía a irse. A pesar de saber que empeoraba la situación del bufón con cada momento que permanecía junto a él. Recordó el trozo de torta de miel y nueces que llevaba en la mano. Estaba mordida, pero había advertido que el joven la había mirado un par de veces. Se la alargó—. Toma. Para ti.
El bufón levantó la cabeza en un gesto de incredulidad. Las marcas rojas de la mano del guardia le resaltaban en ambas mejillas. Si estuviera un poco aseado, sería majestuoso, pensó Briseyd. Le recordaba a Férenwir y le sonrió de nuevo. El joven parecía indeciso. Recorrió pensativamente la abarrotada estancia con los ojos, pero el hambre pudo más que la prudencia y tomó la torta. Se abrió el jubón y la guardó entre sus ropajes.
—No soy digno de tanta atención, señora —le dijo con inquietud, mirando más allá de Briseyd donde se sentaban los dos reyes. Sus ojos volvieron a fijarse en ella, en un gesto que intentaba hacerle comprender que después iba a pagar muy cara aquella gentileza.
La joven recorrió con los ojos el cuerpo esbelto y delgado del bufón, cubierto por completo de heridas y cardenales. No podían tener más de dos días y contó decenas. Decenas en tan solo dos días. Comprendió que aquel joven no podía hacer nada sin recibir a cada momento un duro castigo. El rostro del bufón la contemplaba con una reserva no exenta de extrañeza, pero sin conseguir apartar sus ojos de ella. Del mismo modo que la había estado contemplando como hechizado desde el inicio del banquete, sin poderlo evitar y durante largo tiempo, antes de que la joven reina se percatara de su presencia. El peso del postre le había abierto la pechera del jubón y la reina contempló con el estómago encogido el largo rasguño le subía hasta la clavícula. De repente Briseyd descubrió que el joven llevaba alrededor del cuello una tira de cuero, como ella. Desde que tenía memoria recordaba llevarla puesta. También la había visto en la garganta de Férenwir. Eran iguales. La del joven llevaba un enlace de oro. Un adorno demasiado ostentoso para un bufón, por muchas habilidades que este pudiera llegar a poseer, y precisamente aquel joven no parecía poseer ninguna en absoluto para el ejercicio de su cometido. Su respiración se aceleró. Como había intuido, era el más joven de los dos celestiales que Nérdegar tenía en su reino. Lo miró con fijeza y se acarició con el índice el lugar donde suponía que el cuero rodeaba su cuello. En realidad, no podía tocarlo. Aunque podía verlo, era como si no existiera para ella. Después de un momento, el bufón se dio cuenta de que aquella cinta de cuero era igual a la suya, pero su expresión no cambió. En lugar de eso le señaló el salón con un gesto mudo y apremiante. Sin volverse, la reina advirtió que ya nadie hablaba.
—Tienes un nombre —le susurró al bufón en un suspiro, mientras se inclinaba sobre él al incorporarse—. Tus padres te llamaron Arjesen.
El joven frunció el ceño, sin comprender lo que le decía, pero enseguida se olvidó de eso, porque la sensación del aliento de la reina sobre su piel le recorrió el cuerpo como un súbito ramalazo de fuego. Tragó saliva, agitado.
Briseyd se volvió hacia la mesa de honor del salón. Un vago nerviosismo vibraba en el aire y tanto Caens como Nérdegar la observaban en silencio.
—Deberíamos tener un bufón en Nydgaal —exclamó con la mayor inocencia que pudo aparentar, dirigiéndose a su rey—. Pero debería ser mejor que este. Por los golpes que lleva encima no me parece que sea muy ingenioso.
Aquella observación hizo reír a Nérdegar una vez más, pero Briseyd empezaba a darse cuenta de que tras sus carcajadas sus ojos mantenían siempre la misma expresión fría y vigilante. Mientras tanto el rey Caens no había cambiado su semblante adusto.
—En efecto, es un desastre. ¿Os gustaría verle actuar, mi señora? —le ofreció Nérdegar.
Al instante Briseyd se arrepintió de lo que había dicho. No quería hacer nada más que pusiera en un aprieto al joven bufón. Le dedicó una encantadora sonrisa al rey de Ofräem.
—Si es tan aburrido como su conversación, no es una propuesta que me resulte muy tentadora, señor. No sabe nada, no recuerda nada. Parece un recién nacido.
Un coro de risas escandalosas acompañó sus palabras.
Nérdegar le dedicó una gentil inclinación, aunque la obsequió con otra de aquellas miradas que parecían atravesarla y que tanto la inquietaban. Sin embargo, parecía dispuesto a olvidar aquel tema, hasta que su señor esposo intervino en la conversación.
—Yo sí quiero ver qué trucos le has enseñado, Nérdegar —dijo sin dejar de mirar a Briseyd.
La joven sintió que el corazón le subía hasta la garganta.
—Tampoco creas que he conseguido gran cosa de él —le respondió Nérdegar con un suspiro.
Esperaron hasta que ella hubo tomado asiento.
—Señora, creo que no habéis tomado postre —se interesó el rey de Ofräem solícito.
Por un momento la joven tuvo la esperanza de que el tema del bufón hubiera quedado olvidado.
—He cogido un pedazo de torta.
—Sí, pero en realidad se lo habéis dado al bufón. ¿No es cierto?
Briseyd empezó a temer lo que iba a resultar de aquella conversación. Hizo un gesto de asentimiento.
—Pues me temo que tendrá que corresponder a vuestra amabilidad. No voy a permitir que os levantéis de esta mesa sin postre.
Los presentes estallaron en risas y empezaron a golpear la mesa con las jarras al escucharle.
Con aquel estallido de gritos la expresión del bufón se ensombreció definitivamente. El rey hizo un gesto y los pajes salieron corriendo. Regresaron al punto con un montón de palos de madera oscura que fueron dejando junto a cada uno de los comensales.
— Bufón —exclamó Nérdegar.
Cuando el rey lo llamó, el joven se puso en pie como si lo hubiera estado esperando. Briseyd observó que se movía con extrema facilidad. Al mismo tiempo un arquero entró en la estancia con un arco corto de tejo y un carcaj repleto de flechas extrañas, de formas diversas. Las puertas fueron cerradas tras él. Al ver al arquero Briseyd se temió lo peor y palideció. El bufón se detuvo al pie del estrado que sostenía la mesa principal, frente al rey.
—El rey Caens quiere ver lo que sabes hacer, aunque me temo que no es mucho. Quizá lo que mejor se te da es el juego del postre. ¿No crees? —Sin esperar respuesta, Nérdegar se volvió a sus invitados de honor—. Se lo llama así porque se juega sobre la mesa del banquete, cuando la comida ya ha finalizado. Y el postre que servimos, evidentemente, es el bufón. La finalidad del juego es que el bufón se suba a la mesa y la recorra empezando desde un extremo y terminando en el opuesto.
—¿Cómo se juega? —preguntó Caens, mientras tomaba intrigado la larga porra de madera que habían dejado junto a él.
—Que el bufón os explique las reglas. Estoy seguro de que él las recuerda mejor que nadie —dijo Nérdegar girándose hacia el joven con una sonrisa irónica.
De todos los crueles juegos ideados por Nérdegar en su honor aquél había sido el primero y era también el que el bufón más detestaba. Le obligaron a probarlo cuando aún no era consciente de lo mucho que había cambiado su situación en el castillo. Entonces era casi un niño y pensó que se trataba de una broma absurda. Aunque las flechas de espina clavadas en hombros y piernas, varias brechas en la cabeza, los pies destrozados y los dedos torcidos le abrieron brutalmente los ojos a la realidad. Aquel día tuvo que arrastrarse como un gusano para poder terminar, aferrándose a la mesa con todas las fuerzas que le quedaban y dejando a su paso un rastro de sangre. Fue la última vez que sollozó como un niño. De eso hacía ya cinco Advenimientos. Con el tiempo mejoró mucho, pero nunca le había perdido del todo el miedo al juego después de aquella paliza. Sin embargo, no iba a proporcionarle al rey la satisfacción de verle amedrentado. Le dedicó una leve reverencia al rey Caens.
—La porra que tenéis en la mano es para golpearme mientras recorro la mesa —le explicó sin vacilar, siguiendo obedientemente la orden de Nérdegar y con una sangre fría que a Briseyd se le antojaba increíble. Aunque quizá la extrema palidez de su rostro contradecía en parte esto último—. Sólo podéis hacerlo dos veces cuando estoy avanzando, pero si me detengo, retrocedo o caigo sobre la mesa podéis golpearme cuantas veces os guste. Pero no podéis tocarme ni intentar agarrarme con las manos en ningún caso. Tampoco podéis subiros a la mesa. Yo por mi parte no puedo devolver ningún golpe en ningún caso. Ocurra lo que ocurra —parecía repetir una lección bien aprendida y miró a su rey, pero enseguida se volvió de nuevo hacia Caens. A Briseyd no la había mirado ni una vez y el rey de Ofraëm no dejó de advertirlo, con cierta diversión—. Tampoco puedo correr. Ni abandonar la mesa hasta llegar al final. Si lo hago —la voz le tembló apenas—, el arquero me dispara hasta que consigo encaramarme de nuevo. Aunque podéis intentar impedírmelo, si os place.
—¿Es que pensáis ofrecerme un bufón muerto como postre? —se escandalizó Briseyd.
—Mi señora, os aseguro que el arquero nunca dispara a matar. —Nérdegar tomó una de las flechas emplumadas de rojo del carcaj del arquero y la observó atentamente—. Además, para el bufón utilizamos flechas de espina. Difícilmente mortales, pero las más dolorosas que conozco. No es posible sacarlas por donde han entrado y dejan unas heridas horrorosas. Sin embargo, eso le da mayor interés al juego, ¿no os parece? —Entonces se volvió al bufón, al tiempo que le devolví la fecha al arquero—. ¿No queda algo por decir todavía? Resulta increíble que olvides tan a la ligera las reglas de un juego creado con tanto cariño y dedicación para ti.
Por un momento el bufón no pudo dominarse y le dirigió una mirada venenosa al rey. Briseyd se preguntó qué impulsaba a Nérdegar a humillarlo de aquella manera.
—¿Quizá que sería de agradecer por mi parte romper los menos platos y copas posibles cuando avanzo sobre la mesa, mi señor? —le preguntó con sarcasmo.
El rey se rio.
—No, no es eso. Aunque podríamos incluirlo la próxima vez. La vajilla es excelente. —Se volvió a Caens—. El bufón ha olvidado señalar que las zancadillas con el bastón también están permitidas. Tantas como os apetezcan.
—Un error imperdonable por mi parte —dijo el bufón dirigiéndole una inclinación de disculpa a Caens.
El bufón ya no parecía el mismo joven que había hablado con Briseyd. Ahora su voz tenía un deje caustico, como si no le importara nada de lo que iba a ocurrir a continuación. Briseyd entendió por fin por qué había tanta gente aquella noche en el banquete. La larguísima mesa en forma de u estaba repleta de nobles, guerreros de rango y cortesanos. En algunos sitios se daban codo con codo. Se dio cuenta de repente de que aquel juego había estado previsto desde el principio.
—No pienso quedarme para ser testigo de esta barbaridad —casi jadeó y se levantó.
Su marido la cogió de la mano. Se la estrujó con tanta fuerza que la joven sintió que se le saltaban las lágrimas. Las falanges le crujieron y la piel empezó a ponerse blanca bajo la presión de los dedos de Caens.
—No podemos desairar de esta forma a nuestros anfitriones, mi preciosa niña.
Al bufón no se le escapó el férreo apretón. Levantó la cabeza hacia Briseyd.
—Tranquilizaos, señora. No es la primera vez que juego. Ni será la última —le dijo mirándola por fin.
Briseyd se sentó
—De acuerdo —le concedió con la voz ahogada por el dolor.
—Empieza ya —le ordenó Nérdegar al joven con inesperada brusquedad.
El bufón se dirigió hacia el extremo izquierdo de la mesa. Desde el principio había temido que lo llamarían para jugar al postre. Demasiada gente en el salón y las mesas juntas, como siempre que lo obligaban a recorrerlas. Sin embargo, al ver a la reina de Nydgaal presidiendo el banquete se había sentido aliviado. Creía que no se atreverían a practicar una diversión tan brutal con una mujer tan joven y de alta alcurnia presente. Aun ahora ese hecho lo sorprendía.
Se detuvo frente al inicio de la mesa. Los comensales se habían puesto ya en pie a lo largo de ella. Por un momento sintió náuseas. Odiaba aquel juego con toda su alma. Nérdegar lo sabía y por eso lo había elegido. Los dos golpes permitidos se convertían en cuatro o cinco o seis. Las zancadillas sin límite se transformaban en bastonazos encubiertos a sus piernas. Más de una vez lo hacían caer agarrándolo con las manos por los tobillos para poder zurrarle a placer cuando estaba tendido. Las reglas eran muy elásticas, pero sólo en un sentido. Él había aprendido en sus propias carnes que no podía saltarse ni una sola de las suyas. Intentó no pensar en la exquisita reina que le observaba, avergonzado en cierto modo por su presencia. Intento no fijarse en el largo pasillo de rostros ansiosos que le aguardaba y concentrarse tan solo en los bastones de madera. Se sobrepuso y subió a la mesa de un ágil salto.