Voy a colgar en dos partes lo que queda de este segundo capítulo, porque tengo ganas de llegar al tercero que tiene más acción. Después ya no os atormentare más con esto
Para hacerse una idea del estilo del libro y obtener opiniones con conocimiento de causa habrá material más que de sobra. Como ya comenté en su momento suelo escribir capítulos enormes. No sé por qué. Así que sentíos libres de comentar si en algún momento ese detalle se os hace pesado en este capítulo.
(sigue directamente el párrafo donde termina el fragmento anterior)
Una vez había entrado en ella para refugiarse de la lluvia y entrevió un hogar encendido y una mesa y cuatro sillas en una habitación contigua, a través de una puerta entornada. Era la cocina de los herreros. Estos le dejaban ir y venir a su antojo sin hacerle el menor caso. Sólo eran tres, pero debían ser muy descuidados si hacía caso de cómo dejaban aquella estancia. Un día había huesos de ave en los platos, sobre la mesa sin quitar, todavía con algo de carne. Al siguiente una manzana mordida solo a medias bajo una silla. Aunque a veces no había nada. Arjesen sabía que el trabajo de los herreros era muy valorado en los castillos y pensó que debían ser espléndidamente recompensados por el rey. Que comían muy bien era evidente por las sobras de sus cenas. Se llenaban la tripa incluso mejor que los guardias.
Cuando llegó a la herrería estaba desierta. Entró en la otra habitación y suspiró con desaliento. Aquel día no había nada que llevarse a la boca. Salió otra vez a la herrería, dominada por la enorme al fragua, y se sentó en uno de los altos salientes del muro con las piernas cruzadas. A su lado reposaban pacíficamente herraduras, cuchillos, platos y jarras. Casi sin querer se fijo en los cuchillos. Si se le ocurría tocar sólo uno lo iba a pagar muy caro, así que intentó olvidarse de eso. Se estaba bien en aquel rincón, caliente y seco. Entonces uno de los herreros llegó desde la parte de atrás con unas tenazas en la mano. Arjesen reconoció al hombre, muy fuerte, rubio y de ojos azules al que sus compañeros llamaban Randuir. Con una barba corta y la mandíbula cuadrada. Llevaba tan solo los pantalones y el delantal de cuero picado de quemaduras y se dirigió a la fragua encendida. Al pasar por su lado miró apenas los restos pisoteados de queso que el joven sostenía en su mano, el labio partido y su dedo vendado y ensangrentado, aunque no dijo nada. Los músculos de sus hombros empezaron a tensarse con movimientos poderosos, mientras manejaba el fuelle para avivar el fuego. Estuvieron así mientras en el exterior el sol intentaba en vano asomarse entre las nubes.
—Deberías cambiarte de ropa —dijo por fin Randuir, volviéndose sólo a medias.
Arjesen levantó la cabeza. Hacía un rato que había dado buena cuenta del queso terroso, la panceta mordida y el pan petrificado. Se había dejado llevar por sus pensamientos y no esperaba que el hombre se dirigiera a él. No era muy hablador. Se miró la parte de atrás del jubón. Quedaban apenas unos cuantos jirones acartonados a causa de la sangre seca y era bastante desagradable verlos. Supuso que todo él no debía oler muy bien.
—No es tan fácil. Los pobres no suelen tirar sus ropas así como así y los poderosos no me conceden precisamente esa clase de regalos —dijo con voz queda.
De hecho la ropa que llevaba se la había proporcionado el mismo Nérdegar hacía un año, porque ya se presentaba casi desnudo a sus banquetes.
El hombre golpeó tres veces la herradura que estaba trabajando antes de hablar otra vez.
—Este mediodía he pasado por delante de la casa del viejo Elian. He visto una chaqueta de cuero que quizá te sirva. La tiene tirada en el patio. Parece que la va a utilizar para espantar a los cuervos en sus trigales. Cógela tú primero. No creo que te apalee por eso.
Arjesen lo miró un tanto extrañado por el detalle de que le proporcionara aquella información.
—Ahora vete. No quiero problemas por tu culpa —le dijo Randuir de espaldas a él. Sin embargo no había dureza en su voz.
Arjesen saltó del poyo de piedra y se fue. Seguía sintiendo hambre, pero al menos ya conseguía andar con paso más seguro. Cuando llegó a la casa que le había indicado el herrero, pasó sobre el muro bajo del patio. Por lo visto habían estado haciendo limpieza allí. Coronando un montón de muebles astillados y escombros vio la chaqueta de cuero y la cogió. El forro de lana estaba hecho jirones, pero todavía servía para hacerla más caliente, y la manga izquierda estaba rasgada del todo desde el hombro. Un hedor penetrante, como años de sudor concentrados en aquella prenda, lo sorprendió y se la acercó a la nariz. La apartó de golpe. ¡Joder! Nunca había tenido entre sus manos nada que oliera tan mal. Entonces la puerta de la casa se abrió de pronto. Arjesen retrocedió en dos zancadas y sobrepasó el muro de un salto. Desde el otro lado se volvió. Una mujer lo contemplaba con el ceño fruncido, pero no dijo nada. El joven se marchó deprisa, llevándose la chaqueta.
Se fue directo al lavadero. Lo formaban dos grandes pilas rectangulares de piedra, una colocada a más altura, desde la cual el agua se deslizaba sobre la siguiente por una hendidura en la piedra, en un grueso chorro que murmuraba día y noche. Los bordes anchos e inclinados de la segunda pila servían para lavar la ropa. A esa hora del día las mujeres estaban preparando la comida y aún no había llegado ninguna para hacer la colada. Arjesen sumergió la chaqueta en un agua fría como la nieve, pero a pesar de ello removió, sacudió y estrujó con todas sus fuerzas la prenda hedionda que sujetaba hasta que las manos se le pusieron rojas. La sacó otra vez chorreando de la pila y se la llevó a la nariz. Todavía olía espantosamente mal. Echó de menos un poco de jabón. Entonces reparó en sus brazos. La piel dorada y limpia le llegaba hasta donde se había mojado. A partir de los codos su piel parecía casi bruna. Estaba realmente sucio. Al inclinarse sobre la pila vio su reflejo bailando en el agua y espero hasta que la superficie se quedó quieta. Estaba mucho más delgado de lo que pensaba. Tenía el labio superior hinchado y el cabello enmarañado. Se sorprendió al ver grandes rastros de pintura roja y azul sobre su cara. No recordaba llevar la cara pintada. De vez en cuando a Nérdegar le gustaba que se embadurnara de vivos colores, porque decía que era la única manera de que pareciera un bufón de verdad, y la pintura que le daban era muy difícil de quitar. Una vez incluso había tenido que ponerse tinte del que usaban en los telares. Se enfureció al recordarlo. No había pensado bañarse debido al intenso frío, pero estaba tan enojado que se quitó las botas y el jubón, se subió a la pila y se lanzó al agua sin casi pensarlo. Al instante su furia se apagó. Creyó que iba a convertirse en un trozo de hielo.
Con las manos torpes por el frío se quitó los pantalones y los frotó tan fuerte como pudo. Luego los dejó en el borde de piedra para que se escurrieran un poco. Se hundió del todo y se restregó con ímpetu los cabellos y el rostro para quitarse la pintura. Siguió frotando y sumergiéndose alternativamente hasta que se sintió casi de nuevo un ser humano. Cuando se detuvo con un bufido ya había algunas mujeres lavando en el otro extremo de la pila. Salió desnudo del agua y escuchó risas ahogadas. Al volverse a medias para coger su ropa, descubrió las miradas de las mujeres fijas en él. Les dio la espalda y se puso los pantalones mojados. Después miró el jubón ensangrentado que acababa de quitarse solo unos momentos antes. Ahora le producía tal repugnancia que decidió no ponérselo a pesar de que estaba tiritando. Con un mohín se sacudió el agua como pudo. Después sacó la chaqueta de la pila y la extendió sobre el borde de la pila, antes de tenderse cuan largo era en el banco de piedra que bordeaba el contorno del lavadero, temblando, sintiendo a veces un poco de sol sobre la piel. Oía como charlaban las mujeres.
Al cabo de un rato se incorporó apenas para cambiarse de sitio y al abrir los ojos sorprendió como le observaba una de las muchachas más jóvenes. Ella se ruborizó y apartó la mirada enseguida. Con la cabeza apoyada en una mano, Arjesen la contempló un largo momento y decidió que era muy bonita. Aunque ahora estaba tan rígida como un palo de escoba. Torció el gesto. Para lo que le iba a aprovechar a él, tanto daba que fuera una diosa o un engendro infernal. Se levantó y buscó un pedazo de banco en el que diera el poco sol que se colaba entre las nubes. Allí se tendió boca abajo para acabar de secarse, mientras grupos de mujeres iban y venían. Solo despertó de nuevo a causa del frío. El bufón se levantó y empezó a maldecir por lo bajo al darse cuenta de lo tarde que era. Había pensado regresar al comedor de la guardia tras el segundo turno, pero se dio cuenta de que ya no tendría tiempo. Antes del anochecer debía estar sin falta en el salón de los banquetes. Era la única obligación que le había impuesto el rey: presentarse cada noche a la hora de la cena y esperar allí, por si a Nérdegar se le antojaba llamarle. Se acercaba el crepúsculo y ya no quedaba nadie en el lavadero. Tomó la chaqueta. Todavía estaba húmeda, pero se la puso. Su propio calor haría que se secara más deprisa. Pero casi sin querer, a pesar de las onerosas obligaciones que lo reclamaban, Arjesen se demoró en los callejones del castillo. Porque por una vez no se sentía tan diferente a los demás y disfrutaba paseando por ellos. Iba bastante limpio y la chaqueta sólo tenía una manga rota. Se sentía optimista. Quizá incluso podría encontrar la manera de coserla.
Subió a las murallas y se detuvo para contemplar las casas amontonadas que se extendían a sus pies. Había recorrido las calles que las cruzaban cientos de veces con la mirada, pero nunca las había pisado. Para él estaban tan lejos como si fueran un espejismo. No podía salir del castillo y el mundo que conocía se acababa al pie de sus altos muros. De pronto pensó que llevaba una vida tan miserable que casi no podía creerlo y a veces se sentía tan triste y desesperanzado que no podía arrastrar aquel sentimiento consigo. Apoyó las manos entre las almenas contemplando la villa al atardecer, hirviente con una muchedumbre que llenaba sus callejas umbrías. Las voces le llegaban con claridad y las ventanas de las casas empezaban a iluminarse con los reflejos de las chimeneas. Hubiera dado su mano derecha por ser uno de aquellos hombres. El bufón sintió un nudo en la garganta, pero si había perdido las ganas de sonreír, tampoco le quedaba aliento para llorar. El sol ya se había ocultado. Se giró y se dirigió apresuradamente hacia la oscura silueta de la torre de homenaje, mientras las sombras de la noche ganaban poco a poco el castillo.