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Full Version: [Fantasía épica] Infierno de dioses- Borrador caps. I-II-III
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Abro un nuevo hilo para no mezclarlo todo. Si alguien a quien le sobre tiempo quiere echarle un vistazo a este primer capítulo se lo agradeceré. Le he dado un repaso rápido al prólogo porque nunca lo había corregido. Sigue pendiente de revisión, pero he quitado palabras y acciones repetidas y tantas comas como he podido.
Lo cuelgo en dos mitades, porque es muy largo. Tengo dudas de que alguien llegue a leerlo todo, pero por si hay algún kamikaze ahí va completito.
Sobre todo me interesan dos puntos. Si se sigue la lógica de lo que ocurre y si genera interés como primer capítulo.
No está corregido del todo, pero se acerca bastante a la versión definitiva.

Nos leemos.

El mundo de Aar, rico en criaturas prodigiosas, fue una vez uno solo, hasta que un enfrentamiento entre dioses lo quebró, en el origen de los tiempos. El velo que ocultaba a los dioses que habían creado Aar, junto con su hogar y sus obras, de aquellos otros que deseaban destruirlos, se desgarró y el último de sus jirones fue el arma más aterradora jamás blandida.
Cuando el humo de la guerra se hubo aposentado, solo Aar quedaba y los vencedores partieron igual que habían llegado. Sin embargo, uno de ellos permaneció en aquel mundo tras la contienda para reparar el daño causado y de su voluntad nacieron las cuatro tejedoras. Ellas tomaron los restos del velo original, repararon los hilos y crearon nuevos velos según los deseos de su señor.
Y cada uno envolvió mundos separados que en realidad estaban enredados, pero eternamente ocultos de los demás por membranas invisibles que es imposible cruzar.
La primera, tras el velo más denso, apartó a las monstruosas maldiciones que ambas estirpes de dioses habían pronunciado para aniquilarse unos a otros. Y así quedaron encerradas en el Bestiario, un lugar sin retorno, enloquecido y devastado.
Otra tejió un velo para proteger a las pocas criaturas supervivientes, que las apartara de tanta muerte y tanta furia como se había alzado de la tierra. Así nació el Sagrario. Aunque quedaban tan pocos de los primeros nacidos, que el dios dio vida a nuevos seres en aquel refugio, entre ellos a los hombres, y los recién llegados se adueñaron del continente y le dieron nombre, Faro Are, a lo que ya lo tenía.
La tercera tejió para contener a las armas esclavas de los dioses en la batalla y que ahora vagaban desatadas, azotando el mundo. Habían sido creadas para intentar contener a las maldiciones, pero las envolvió tras un poderoso velo y al hacerlo creó el Grimorio, el arsenal divino, donde aún late un poder demasiado ardiente, avivado hasta el extremo en una guerra demasiado cruenta.
Y la última dio reposo a los huesos de los dioses muertos en el Osario, tras un velo helado que era imposible rozar sin consumirse. Allí depositó a los vencedores, pero de los cadáveres de sus enemigos únicamente se habían respetado siete y fueron enterrados en las entrañas de Aar, para evitar que su última obra se desvaneciera con ellos.
Dicen las leyendas que aquel dios se marchó, pero que antes tomó forma humana y que de ella y de su amor por una mujer, antes de perderse en las brumas del tiempo, nació una estirpe de celestiales que hizo del continente de Faro Are un lugar bendecido. Dicen también las leyendas que no todos los dioses enterrados en Aar estaban muertos y que uno surgió de la tierra eras más tarde, solo para ser asesinado. Las leyendas cuentan muchas cosas, ciertas o no. Y de otras, en cambio, nada dicen.
Lo único seguro es que ahora los velos se estremecen.
Faro Are, el continente bendecido, y todo el mundo de Aar con él, se ensombrece tras una guerra contra el linaje de celestiales que lo ha gobernado durante milenios. Los hombres se han alzado contra ellos borrando todo vestigio de su poder: los glifos tatuados que compartían sus dones con los mortales, sus inmemoriales y magníficas fortalezas. Sin embargo, nada puede sobrevivir sin la bendición de su presencia que alimenta la tierra y, por ello, algunos aún permanecen cautivos en las ciudades de los reyes que los traicionaron; en Anerhuin, los últimos vestigios de un continente antaño portentoso. Una ofensa imperdonable para los celestiales que todavía permanecen libres, padres, hermanos, exiliados más allá de las montañas, en los parajes donde se libró la Guerra de los Velos, donde nada crece y donde ni siquiera su poder puede revivirlos. El único lugar capaz de ocultar su presencia.
Parapetados tras el poder de un dios muerto, que guarda un viejo agravio contra los celestiales y cuya oscuridad ya ha devorado la mayor parte de Faro Are, los reyes de Anerhuin, reyes de hombres, empiezan a advertir que la tierra se muere y que las cuatro realidades de Aar se retuercen. Los velos se tensan. A veces incluso es posible entrever las sombras del otro lado a través de ellos. Los titanes enterrados que conforman las raíces de aquel mundo se agitan sin saber el motivo y los ojos de las tejedoras, ahora guardianas de los velos, de sus puertas y sus umbrales, se tiñen de oscuridad.
Y, en medio de este caos que se cierne, los celestiales aún luchan por liberar a los suyos, antes de enfrentarse a un dios asesinado, cuya titánica caída desgarró apenas el velo que envuelve el Bestiario, seiscientos Advenimientos atrás, atrayendo hasta los mortales horrores que los dioses nunca debieron alumbrar.




1 . La reina desvalida

El prisionero estaba de rodillas en medio de la sala, circundado de mesas y encadenado al suelo. La reina pubescente en cuyo honor se celebraba el banquete, ensordecida por las voces y las risas, no apartaba la mirada de él. Aquel hombre rubio llevaba una singular mordaza en la boca que le impedía hablar y tampoco apartaba los ojos de ella. Aquella mirada la estaba poniendo nerviosa. No había probado el jabalí de su plato ni el vino. Al notarlo, el temible anfitrión de su marido hizo un gesto y uno de los guardias abofeteó al prisionero. Lo golpeó varias veces hasta que este bajó el rostro. Ya no volvió a alzarlo. La ilustre invitada no comprendía por qué aquel hombre joven le prestaba tanta atención, no comprendía por qué estaba allí encadenado ni por qué lo golpeaban. Tampoco por qué lo sangraban cada mañana.
La estancia estaba casi desnuda, excepto por los amplios tapices que pendían de las paredes para ocultar la piedra, y no era, ni a los ojos del más necio, la estancia apropiada para un banquete. El suelo estaba cubierto de paja y no tenía ventanas de amplias vidrieras ni imponentes puertas dobles ni muebles torneados. En sus sólidos muros se abrían las elevadas aspilleras de un aposento fortificado y su puerta conducía a las armerías del castillo. Una llave enlazada en una cadena de oro colgaba a la espalda de la reina, diminuta, de una de las enormes lanzas cruzadas que adornaban el muro principal. El único aderezo dispuesto para el banquete junto con los tapices. Y la reina intuyó que la llave pertenecía a los grilletes cautivo.
Entonces su esposo la obligó levantarse, cogiéndole una mano y alzándosela por encima de la cabeza. La hizo girar como si fuera una dorada peonza, envuelta en brocado y perlas, jaleada por las cadenciosas voces de los comensales. Orgulloso de su belleza, la soltó en medio de la estancia y ella danzó envuelta de brisa. Con cada giro veía al prisionero que casi sin levantar la cabeza también la contemplaba. Y, en su expresión, la reina descubrió algo que no comprendió, pero que la hizo llorar mientras seguía bailando como un torbellino.
Su canoso esposo la atajó en medio de la estancia. La cogió por la cintura para inclinarla como a una flor y hundió el rostro en su incipiente escote, pero cuando se irguió no contemplaba a su pareja, sino al prisionero.
El hombre había intentado levantarse, aunque sus cadenas no se lo permitieron y los golpes que recibió lo derribaron de nuevo. La dama, en brazos de su rey, presenciaba la escena con sus ojos de niña muy abiertos. En apenas dos días se había convertido en esposa, reina y amante, pero solo había visto culminar trece Advenimientos y no entendía nada. El mundo era grande y extraño. Los hombres que manejaban sus entresijos eran tan poderosos como crueles y durante su viaje de nupcias no había encontrado bondad en ningún lugar ni en ningún rostro. En realidad, hubiera querido que se la tragara la tierra, pero siguió dócilmente a su rey hasta la cabecera de la mesa y ya no volvió a mirar al cautivo.
Sin embargo, aquella noche, después de satisfacer a su esposo y dejarlo dormido en el lecho, la reina regresó a oscuras por los desiertos corredores a la estancia donde se había celebrado el banquete. Se detuvo sin aliento en el último cruce, antes de llegar, al descubrir desde las sombras a los dos guerreros armados que custodiaban la puerta bajo la luz de las antorchas.
Sin hacer ruido, retrocedió y salió por la balaustrada, para tomar el aire, para pensar o, quizá, tan solo para no regresar a aquella cama que la aguardaba. 
Y alzó los ojos para contemplar el muro exterior de la sala. Las aspilleras eran tan estrechas que ningún hombre podría haberse deslizado a través de ellas. Sin embargo, su cuerpo era aún el de una niña. Una niña que había trepado a menudo por los recintos amurallados de Nydgaal hasta alturas vertiginosas, solo para huir de los golpes de su rey. Tan escurridiza y rápida como una lagartija. Y ese sobrenombre le habían dado. Contempló las angostas hendiduras, insegura. Quizá ni tan siquiera ella pasaría, pero a pesar de decirse eso en voz baja, dejó caer el manto a sus pies, entregándose a la fría noche, a su único deseo, como hacía a menudo, sin pensar en nada más. A aquel fuego que sentía en su interior y que apenas conseguía controlar cuando se ofuscaba con una idea. Una obcecación que despreciaba cualquier consideración o consecuencia y que le había valido más de una paliza Advenimientos atrás. Pero era la única forma de sentirse libre que conocía y, así, que fuera lo que los velos ocultaran. Empezó a trepar.
El joven rubio se incorporó al oírla asomarse por la aspillera, mientras la menuda intrusa se esforzaba por pasar sus hombros. Finalmente, se agarró a uno de los tapices y se descolgó hasta el suelo. Una larga vela ardía aún en uno de los candelabros, pero no la tomó para avanzar entre las sombras de la estancia. Veía en la oscuridad desde que tenía memoria, 
Se acercó al muro con el fino camisón ondeando y cogió la llave que pendía de la lanza. Luego se dirigió al centro de la sala y se arrodillo junta al cautivo, para abrirle los grilletes con ella, pero aquella llave tan pequeña no era para las cadenas. El prisionero hizo un gesto negativo y le señaló la mordaza. La reina se la quitó.
—¿Por qué has venido? —le preguntó él en voz baja y presurosa.
Pero la muchacha estaba absorta, contemplándolo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó como si no le hubiera oído.
—Férenwir. ¿Y tú?
—Briseyd.
—Briseyd es un nombre extraño para ti —dijo él—. Es un disfraz. Velos, lo he sabido en cuanto te he visto.
—¿El qué?
—Quién eres. Eres como yo. Ellos no me lo han dicho, pero sabían que yo lo presentiría. —Férenwir hizo un gesto de rabia—. Lo han hecho solo para hacer daño. Como todo lo que hacen.
La delicada reina no le comprendía. Permanecía silenciosa, como hechizada por su sola presencia. Férenwir le devolvió la mirada, pensativo. Parecía dudoso entre hablar o callarse.
—Eres tan joven... —murmuró él—. ¿Cómo ha podido Caens caer tan bajo?
—Solo se ha casado conmigo —suspiró Briseyd con melancolía, intentando asimilar ella misma lo que aquello significaba.
—No ha hecho solo eso. No debes confiar nunca en él ni debes perdonarle. —Aquellas palabras sonaron bajas y roncas, llenas de amargura—. A partir de ahora debes ser muy cuidadosa, Briseyd.
—¿Por qué?
Aunque quizá ya no volviera a tener la oportunidad de hablar con ella, Férenwir había decidido no revelárselo todo. Era aún demasiado joven. El mohín decidido que se adivinaba en sus labios casi infantiles revelaba un carácter demasiado ardiente y temía lo que pudiera ocurrirle.
—Porque eres una celestial. Como yo lo soy.
La reina había oído cuentos sobre ellos. Seres mitad humanos, mitad dioses, barridos de aquellas tierras por una guerra pavorosa. Meneó la cabeza, sorprendida. Y, sin embargo, sabía que era cierto. Deseaba acurrucarse entre los brazos de Férenwir y dormirse allí. Olvidarse de todo. Presentía lo que los unía y no podía explicar.
Entonces él alzó la mano y le rozó el cuello, con una expresión de pérdida que apagó toda luz en aquel rostro tan hermoso. Bryseid sabía lo que estaba intentando tocar, lo mismo que sus propios dedos nunca habían conseguido alcanzar desde que tenía memoria: la correa de cuero que le ceñía la garganta. Y solo en ese instante advirtió que Ferenwir llevaba también una igual en el cuello.
Las voces de los guardias se escucharon a través de la puerta. Férenwir retiró la mano de pronto.
—¡Debes irte! —siseó—. ¡De ninguna manera deben encontrarte aquí! No deben saber que te he dicho quién eres en realidad. Ponme la mordaza. Todo tiene que estar igual que cuando llegaste.
Se oyó un rumor tras la madera, como si alguien se apoyara sobre ella, y Briseyd se quedó sin aliento. Se apresuró a colocarle la mordaza de oro y cuero al prisionero. Al inclinarse para cerrar el candado en su nuca sintió su respiración como un soplo de brisa en su piel. Se estremeció. Era como si aquel leve roce borrara de golpe todas y cada una de las asquerosas caricias de su rey. Al recordarlo, se apretó contra aquel cuerpo tan cálido y cerró los ojos, buscando una protección que sabía imposible. Enseguida se irguió y le ajustó la mordaza, temerosa de la reacción del hombre. Férenwir había alzado las cejas y la miraba. Sonrió con tristeza, pero Briseyd no pudo advertirlo, porque aquella suave sonrisa quedó atrapada bajo la mordaza que le acababa de poner.
Sonrojada y con los ojos bajos la muchacha aún mantenía sus manos sobre los hombros de Férenwir. Él comprendía muy bien cómo se sentía. Intentó hablar, pero ya llevaba aquel dichoso artilugio. Apoyó la frente en el hombro de Briseyd. Ella hundió el rostro en aquellos cabellos tan rubios y sus quedos sollozos rompieron la pesada quietud del salón. Férenwir no sabía cómo consolarla y la abrazó con fuerza a pesar de las cadenas. Entonces oyeron un manojo de llaves tintinear al otro lado de la puerta. Haciendo un esfuerzo, Briseyd se deshizo de los brazos del cautivo y se levantó. Corrió a colgar la pequeña llave de la lanza y, al pasar junto al candelabro, apagó la única vela encendida con un gesto de su mano. Se giró un instante antes de aferrarse al tapiz y le pareció que los ojos de Férenwir, clavados en ella, brillaban como dos luciérnagas azules en la profunda oscuridad del salón. De inmediato, trepó hasta la aspillera y, antes de atravesarla, le dirigió una última y rápida mirada al cautivo desde las sombras que ocultaban el techo. Aún tenía las mejillas húmedas.
Férenwir apartó los ojos de ella, justo cuando se abría la puerta.

El banquete con que la agasajaban ahora le recordaba a aquel otro, casi borrado por el paso de cuatro Advenimientos, cuando había visto a Férenwir por primera y última vez. Nunca lo había olvidado.
Briseyd paseó distraídamente su mirada por la abarrotada mesa buscando alguna señal de sus parientes, aunque sin demasiadas esperanzas de encontrarlos allí. No era un secreto que el rey Nérdegar de Ofraëm tenía a dos celestiales en sus tierras, pero tampoco era muy probable que los hubieran invitado a un banquete real. Todo el mundo hablaba de ellos, pero nadie les había visto las caras ni se sabía quiénes eran en realidad ni en que parte del reino los ocultaban. Se sintió desalentada. El resto de su estancia en la fortaleza de Ifrost la pasaría en compañía de Giandhel y sus apocadas damas de compañía, lo que significaba aún menos probabilidades de conseguir información sobre aquellos legendarios reclusos. A su alrededor los hombres gritaban pidiendo toneles de cerveza y los criados cargaban con pesadas bandejas de guisos humeantes. El ambiente era pegajoso, cargado de olor a carne de cerdo y a cera quemada y los gruñidos apagados de los perros se escuchaban bajo las largas mesas, mientras se disputaban los huesos que les arrojaban los comensales. Briseyd sorprendía de vez en cuando las miradas lascivas de los hombres deslizándose de su rostro hasta el nacimiento de sus pechos. Aquellas miradas siempre habían provocado una insana satisfacción en su marido. Quizá por eso la había llevado con él aquella noche al banquete. No había ninguna otra mujer en el salón. A ella le molestaban sobremanera y se concentró en su plato de estofado, mientras a su lado Caens y Nérdegar trataban asuntos del gobierno de sus tierras. Recordó otra vez a Férenwir y sintió que perdía el apetito por completo. Su cuchara se deslizó por el borde del plato, hasta desaparecer en el guiso. Ni siquiera lo advirtió. Se esforzó por reconstruir aquella mirada que la había reconfortado tanto y el fugaz roce de sus labios. Sólo con recordar el tacto de su piel sintió que un estremecimiento ardiente le subía por las entrañas y le erizaba el vello. Pero apenas nada más. El tiempo transcurrido hacía que aquel breve encuentro le pareciera vago y lejano, como si sólo lo hubiera soñado y él nunca hubiera existido en realidad. Lo único que le quedaba ahora era la hiriente certeza de que muy lejos de ella, en el sur, Férenwir seguía siendo desangrado cada día. Ensimismada, levantó su copa y tomó un poco de vino, aunque tenía el estómago revuelto. Tropezó con unos ojos cristalinos que la observaban desde el fondo del salón. El joven que se hallaba sentado sobre el suelo cubierto de paja, en un rincón de la estancia, apartó la mirada al verse descubierto. Briseyd dejó la copa sobre la mesa y lo contempló con interés. Iba ataviado con ropajes hermosos, pero sucios y desgarrados y que, era evidente, no le habían pertenecido antes de alcanzar aquel estado depauperado. Se abrazaba las largas piernas y descansaba la cabeza sobre las rodillas dobladas, con la cara vuelta ahora hacia la pared, como si pudiera olvidarse de donde se encontraba sólo por el hecho de no mirar el bullicioso salón. Briseyd sintió al instante una incontenible curiosidad. Aquel joven parecía fuera de lugar en aquel banquete.
—Veo que habeis descubierto a mi bufón —le dijo Nérdegar interrumpiendo su conversación con Caens.
Al escucharle, su esposo se volvió hacia ella. La tensión reprimida que adivinó en aquel gesto puso en guardia a Briseyd.
—¿Tenéis bufón? —se asombró la joven. No era una costumbre muy extendida.
Nérdegar le sonrió.
—Digamos que al menos lo intento. —Desvió los ojos hacia el joven y Briseyd advirtió un brillo acerado en sus iris fríos y velados como la niebla gris.
—Nunca he conocido a ninguno. ¿Me permitís que hable con él?
Los dos reyes intercambiaron una rápida mirada.
—A mí no me importa —le respondió Nérdegar con gentileza—, pero es a vuestro esposo a quien debéis pedirle permiso.
Briseyd solo había visto culminar diecisiete Advenimientos. Cuando se lo proponía podía parecer aún muy niña. Le dedicó una sonrisa a su esposo y tomó su mano.
—Por favor... —suplicó con voz melosa.
Pero la mano de su esposo permanecía inerte en la suya y supo que Caens se hubiera negado de forma tajante de no ser por la presencia de Nérdegar.
—¿Por qué te interesa tanto hablar con él, dama mía? —le preguntó con una dureza que contradecía aquel apelativo.
—Me aburro —suspiró la muchacha sin faltar demasiado a la verdad.
Apartó el plato de guiso y tomó un trozo de torta de miel y nueces. Entonces oyó la risa de Nérdegar, a espaldas de su esposo.
—Lo siento. No quería ser descortés ni menospreciar vuestra hospitalidad —dijo Briseyd volviéndose hacia su anfitrión y enrojeciendo de pronto.
—No os disculpéis, señora. Es cierto que este es un festín de hombres. Me temo que no he sido demasiado considerado con vos. Por favor, Caens, permite a tu deliciosa esposa levantarse de la mesa y acercarse al bufón. Así repararé en parte mi falta de previsión para proporcionarle diversiones.
A pesar del tono irónico de Nérdegar, Briseyd presintió algo más en sus palabras. Su esposo le había dicho una vez que el rey de Ofräem nunca hacía nada sin una intención más profunda.
—Está bien. Ve —accedió su esposo, pero era evidente que se lo concedía de mala gana.
El joven había levantado la cabeza otra vez. No alcanzaba a oírles debido a la algarabía que reinaba en la estancia, pero había advertido sus miradas y presentía que hablaban sobre él. Los contemplaba con rostro tenso. Al advertir que la joven reina se dirigía al lugar donde se encontraba se quedó rígido, desagradablemente sorprendido. Briseyd comprendió que lo que más deseaba en este mundo era pasar desapercibido tanto tiempo como le fuera posible. Parecía de su misma edad, quizá uno o dos Advenimientos mayor que ella. Mostraba un aspecto cansado y, sin embargo, debajo de los restos de pinturas de colores y los moratones, tenía un rostro muy hermoso. Briseyd nunca había visto a nadie tan rubio y de ojos tan azules.
Se acuclilló junto a él y le sonrió, intentando tranquilizarle.
—¿Cómo te llamas? —al tiempo que le daba un bocado a la torta.
El joven la miraba a los ojos, pero no le respondió.
—¿Es que no tienes lengua, estúpido? —le gritó uno de los capitanes que estaban más cerca—. ¿Voy a tener que levantarme para sacarte las palabras a golpes?
—No lo sé —le respondió el joven a Briseyd de inmediato.
—¿Cómo que no lo sabes? —les llegó la voz de Nérdegar desde la mesa—. Di la verdad, muchacho.
Varios soldados celebraron por adelantado la respuesta con broncas risas.
—Mi nombre es bufón —respondió el joven, como si la palabra le supiera amarga.
—Pero bufón no es un nombre —le replicó la reina intentando mantener la calma, a pesar de que empezaba a sentir una extraña opresión en el pecho.
El joven se encogió de hombros, con desgana. Apartó la mirada con la esperanza de que aquello diera la conversación por concluida, pero Briseyd ignoró aquel gesto.
—¿Cuántos Advenimientos has visto?
—No-lo-sé —le respondió él, remarcando cada sílaba.
—¿Cómo se llamaban tus padres? ¿Quiénes eran?
—No lo sé —repitió el bufón aún con más énfasis y sin mirarla. Intentaba contenerse, pero era evidente que, de no ser por la situación en que se hallaba y el temor a los golpes, se hubiera mostrado mucho más impaciente. Se mordió los labios. Briseyd intuyó que en aquel momento el joven debía odiarla, pero ella necesitaba saber más.
—¿Tampoco tienes hermanos? —le preguntó más esperanzada. Pensó que quizá eso sí lo recordaría.
El joven se tragó la apagada maldición que brotaba de sus labios. No le respondió. Sólo sacudió la cabeza. Briseyd hizo un mohín resignado y se quedó sin saber que más decir. Sus ojos castaños recorrieron los miembros largos y flexibles del bufón. Aun sentado, Briseyd se dio cuenta de que era muy alto.
—¿No eres demasiado grande para ser un bufón? —preguntó un tanto irreflexivamente.
El joven se volvió en un impulso.
—¿Y vos no sois demasiado joven para ser reina? —le replicó con aspereza.
Aquellas palabras la hirieron, por todo lo que representaban de su propia historia. Caens le había pegado durante toda su niñez y aún no había visto culminar trece Advenimientos cuando, recién descubierto su primer sangrado, la desposó y la hizo suya. Al recordarlo sintió nacer en ella un inquietante sentimiento de afinidad con el joven.
Tras ellos, Nérdegar hizo un gesto y uno de los soldados se acercó al bufón. Lo abofeteó con extremada rudeza.
—¿Es qué no te he enseñado cómo se le debe hablar a una dama? —le dijo el rey.
El joven había encajado los dos bofetones sin moverse apenas. Daba la impresión de estar acostumbrado.
—Os pido disculpas si os he ofendido, mi señora —murmuró casi entre dientes y con los ojos clavados en el suelo.
—No me has ofendido —respondió Briseyd después de tragar saliva para poder hablar. Se resistía a irse. A pesar de saber que empeoraba la situación del bufón con cada momento que permanecía junto a él. Recordó el trozo de torta de miel y nueces que llevaba en la mano. Estaba mordida, pero había advertido que el joven la había mirado un par de veces. Se la alargó—. Toma. Para ti.
El bufón levantó la cabeza en un gesto de incredulidad. Las marcas rojas de la mano del guardia le resaltaban en ambas mejillas. Si estuviera un poco aseado, sería majestuoso, pensó Briseyd. Le recordaba a Férenwir y le sonrió de nuevo. El joven parecía indeciso. Recorrió pensativamente la abarrotada estancia con los ojos, pero el hambre pudo más que la prudencia y tomó la torta. Se abrió el jubón y la guardó entre sus ropajes.
—No soy digno de tanta atención, señora —le dijo con inquietud, mirando más allá de Briseyd donde se sentaban los dos reyes. Sus ojos volvieron a fijarse en ella, en un gesto que intentaba hacerle comprender que después iba a pagar muy cara aquella gentileza.
La joven recorrió con los ojos el cuerpo esbelto y delgado del bufón, cubierto por completo de heridas y cardenales. No podían tener más de dos días y contó decenas. Decenas en tan solo dos días. Comprendió que aquel joven no podía hacer nada sin recibir a cada momento un duro castigo. El rostro del bufón la contemplaba con una reserva no exenta de extrañeza, pero sin conseguir apartar sus ojos de ella. Del mismo modo que la había estado contemplando como hechizado desde el inicio del banquete, sin poderlo evitar y durante largo tiempo, antes de que la joven reina se percatara de su presencia. El peso del postre le había abierto la pechera del jubón y la reina contempló con el estómago encogido el largo rasguño le subía hasta la clavícula. De repente Briseyd descubrió que el joven llevaba alrededor del cuello una tira de cuero, como ella. Desde que tenía memoria recordaba llevarla puesta. También la había visto en la garganta de Férenwir. Eran iguales. La del joven llevaba un enlace de oro. Un adorno demasiado ostentoso para un bufón, por muchas habilidades que este pudiera llegar a poseer, y precisamente aquel joven no parecía poseer ninguna en absoluto para el ejercicio de su cometido. Su respiración se aceleró. Como había intuido, era el más joven de los dos celestiales que Nérdegar tenía en su reino. Lo miró con fijeza y se acarició con el índice el lugar donde suponía que el cuero rodeaba su cuello. En realidad, no podía tocarlo. Aunque podía verlo, era como si no existiera para ella. Después de un momento, el bufón se dio cuenta de que aquella cinta de cuero era igual a la suya, pero su expresión no cambió. En lugar de eso le señaló el salón con un gesto mudo y apremiante. Sin volverse, la reina advirtió que ya nadie hablaba.
—Tienes un nombre —le susurró al bufón en un suspiro, mientras se inclinaba sobre él al incorporarse—. Tus padres te llamaron Arjesen.
El joven frunció el ceño, sin comprender lo que le decía, pero enseguida se olvidó de eso, porque la sensación del aliento de la reina sobre su piel le recorrió el cuerpo como un súbito ramalazo de fuego. Tragó saliva, agitado.
Briseyd se volvió hacia la mesa de honor del salón. Un vago nerviosismo vibraba en el aire y tanto Caens como Nérdegar la observaban en silencio.
—Deberíamos tener un bufón en Nydgaal —exclamó con la mayor inocencia que pudo aparentar, dirigiéndose a su rey—. Pero debería ser mejor que este. Por los golpes que lleva encima no me parece que sea muy ingenioso.
Aquella observación hizo reír a Nérdegar una vez más, pero Briseyd empezaba a darse cuenta de que tras sus carcajadas sus ojos mantenían siempre la misma expresión fría y vigilante. Mientras tanto el rey Caens no había cambiado su semblante adusto.
—En efecto, es un desastre. ¿Os gustaría verle actuar, mi señora?  —le ofreció Nérdegar.
Al instante Briseyd se arrepintió de lo que había dicho. No quería hacer nada más que pusiera en un aprieto al joven bufón. Le dedicó una encantadora sonrisa al rey de Ofräem.
—Si es tan aburrido como su conversación, no es una propuesta que me resulte muy tentadora, señor. No sabe nada, no recuerda nada. Parece un recién nacido.
Un coro de risas escandalosas acompañó sus palabras.
Nérdegar le dedicó una gentil inclinación, aunque la obsequió con otra de aquellas miradas que parecían atravesarla y que tanto la inquietaban. Sin embargo, parecía dispuesto a olvidar aquel tema, hasta que su señor esposo intervino en la conversación.
—Yo sí quiero ver qué trucos le has enseñado, Nérdegar —dijo sin dejar de mirar a Briseyd.
La joven sintió que el corazón le subía hasta la garganta.
—Tampoco creas que he conseguido gran cosa de él —le respondió Nérdegar con un suspiro.
Esperaron hasta que ella hubo tomado asiento.
—Señora, creo que no habéis tomado postre —se interesó el rey de Ofräem solícito.
Por un momento la joven tuvo la esperanza de que el tema del bufón hubiera quedado olvidado.
—He cogido un pedazo de torta.
—Sí, pero en realidad se lo habéis dado al bufón. ¿No es cierto?
Briseyd empezó a temer lo que iba a resultar de aquella conversación. Hizo un gesto de asentimiento.
—Pues me temo que tendrá que corresponder a vuestra amabilidad. No voy a permitir que os levantéis de esta mesa sin postre.
Los presentes estallaron en risas y empezaron a golpear la mesa con las jarras al escucharle.
Con aquel estallido de gritos la expresión del bufón se ensombreció definitivamente. El rey hizo un gesto y los pajes salieron corriendo. Regresaron al punto con un montón de palos de madera oscura que fueron dejando junto a cada uno de los comensales.
— Bufón —exclamó Nérdegar.
Cuando el rey lo llamó, el joven se puso en pie como si lo hubiera estado esperando. Briseyd observó que se movía con extrema facilidad. Al mismo tiempo un arquero entró en la estancia con un arco corto de tejo y un carcaj repleto de flechas extrañas, de formas diversas. Las puertas fueron cerradas tras él. Al ver al arquero Briseyd se temió lo peor y palideció. El bufón se detuvo al pie del estrado que sostenía la mesa principal, frente al rey.
—El rey Caens quiere ver lo que sabes hacer, aunque me temo que no es mucho. Quizá lo que mejor se te da es el juego del postre. ¿No crees? —Sin esperar respuesta, Nérdegar se volvió a sus invitados de honor—. Se lo llama así porque se juega sobre la mesa del banquete, cuando la comida ya ha finalizado. Y el postre que servimos, evidentemente, es el bufón. La finalidad del juego es que el bufón se suba a la mesa y la recorra empezando desde un extremo y terminando en el opuesto.
—¿Cómo se juega? —preguntó Caens, mientras tomaba intrigado la larga porra de madera que habían dejado junto a él.
—Que el bufón os explique las reglas. Estoy seguro de que él las recuerda mejor que nadie —dijo Nérdegar girándose hacia el joven con una sonrisa irónica.
De todos los crueles juegos ideados por Nérdegar en su honor aquél había sido el primero y era también el que el bufón más detestaba. Le obligaron a probarlo cuando aún no era consciente de lo mucho que había cambiado su situación en el castillo. Entonces era casi un niño y pensó que se trataba de una broma absurda. Aunque las flechas de espina clavadas en hombros y piernas, varias brechas en la cabeza, los pies destrozados y los dedos torcidos le abrieron brutalmente los ojos a la realidad. Aquel día tuvo que arrastrarse como un gusano para poder terminar, aferrándose a la mesa con todas las fuerzas que le quedaban y dejando a su paso un rastro de sangre. Fue la última vez que sollozó como un niño. De eso hacía ya cinco Advenimientos. Con el tiempo mejoró mucho, pero nunca le había perdido del todo el miedo al juego después de aquella paliza. Sin embargo, no iba a proporcionarle al rey la satisfacción de verle amedrentado. Le dedicó una leve reverencia al rey Caens.
—La porra que tenéis en la mano es para golpearme mientras recorro la mesa —le explicó sin vacilar, siguiendo obedientemente la orden de Nérdegar y con una sangre fría que a Briseyd se le antojaba increíble. Aunque quizá la extrema palidez de su rostro contradecía en parte esto último—. Sólo podéis hacerlo dos veces cuando estoy avanzando, pero si me detengo, retrocedo o caigo sobre la mesa podéis golpearme cuantas veces os guste. Pero no podéis tocarme ni intentar agarrarme con las manos en ningún caso. Tampoco podéis subiros a la mesa. Yo por mi parte no puedo devolver ningún golpe en ningún caso. Ocurra lo que ocurra —parecía repetir una lección bien aprendida y miró a su rey, pero enseguida se volvió de nuevo hacia Caens. A Briseyd no la había mirado ni una vez y el rey de Ofraëm no dejó de advertirlo, con cierta diversión—. Tampoco puedo correr. Ni abandonar la mesa hasta llegar al final. Si lo hago —la voz le tembló apenas—, el arquero me dispara hasta que consigo encaramarme de nuevo. Aunque podéis intentar impedírmelo, si os place.
—¿Es que pensáis ofrecerme un bufón muerto como postre? —se escandalizó Briseyd.
—Mi señora, os aseguro que el arquero nunca dispara a matar. —Nérdegar tomó una de las flechas emplumadas de rojo del carcaj del arquero y la observó atentamente—. Además, para el bufón utilizamos flechas de espina. Difícilmente mortales, pero las más dolorosas que conozco. No es posible sacarlas por donde han entrado y dejan unas heridas horrorosas. Sin embargo, eso le da mayor interés al juego, ¿no os parece? —Entonces se volvió al bufón, al tiempo que le devolví la fecha al arquero—. ¿No queda algo por decir todavía? Resulta increíble que olvides tan a la ligera las reglas de un juego creado con tanto cariño y dedicación para ti.
Por un momento el bufón no pudo dominarse y le dirigió una mirada venenosa al rey. Briseyd se preguntó qué impulsaba a Nérdegar a humillarlo de aquella manera.
—¿Quizá que sería de agradecer por mi parte romper los menos platos y copas posibles cuando avanzo sobre la mesa, mi señor? —le preguntó con sarcasmo.
El rey se rio.
—No, no es eso. Aunque podríamos incluirlo la próxima vez. La vajilla es excelente. —Se volvió a Caens—. El bufón ha olvidado señalar que las zancadillas con el bastón también están permitidas. Tantas como os apetezcan.
—Un error imperdonable por mi parte —dijo el bufón dirigiéndole una inclinación de disculpa a Caens.
El bufón ya no parecía el mismo joven que había hablado con Briseyd. Ahora su voz tenía un deje caustico, como si no le importara nada de lo que iba a ocurrir a continuación. Briseyd entendió por fin por qué había tanta gente aquella noche en el banquete. La larguísima mesa en forma de u estaba repleta de nobles, guerreros de rango y cortesanos. En algunos sitios se daban codo con codo. Se dio cuenta de repente de que aquel juego había estado previsto desde el principio.
—No pienso quedarme para ser testigo de esta barbaridad —casi jadeó y se levantó.
Su marido la cogió de la mano. Se la estrujó con tanta fuerza que la joven sintió que se le saltaban las lágrimas. Las falanges le crujieron y la piel empezó a ponerse blanca bajo la presión de los dedos de Caens.
—No podemos desairar de esta forma a nuestros anfitriones, mi preciosa niña.
Al bufón no se le escapó el férreo apretón. Levantó la cabeza hacia Briseyd.
—Tranquilizaos, señora. No es la primera vez que juego. Ni será la última —le dijo mirándola por fin.
Briseyd se sentó
—De acuerdo —le concedió con la voz ahogada por el dolor.
—Empieza ya —le ordenó Nérdegar al joven con inesperada brusquedad.
El bufón se dirigió hacia el extremo izquierdo de la mesa. Desde el principio había temido que lo llamarían para jugar al postre. Demasiada gente en el salón y las mesas juntas, como siempre que lo obligaban a recorrerlas. Sin embargo, al ver a la reina de Nydgaal presidiendo el banquete se había sentido aliviado. Creía que no se atreverían a practicar una diversión tan brutal con una mujer tan joven y de alta alcurnia presente. Aun ahora ese hecho lo sorprendía.
Se detuvo frente al inicio de la mesa. Los comensales se habían puesto ya en pie a lo largo de ella. Por un momento sintió náuseas. Odiaba aquel juego con toda su alma. Nérdegar lo sabía y por eso lo había elegido. Los dos golpes permitidos se convertían en cuatro o cinco o seis. Las zancadillas sin límite se transformaban en bastonazos encubiertos a sus piernas. Más de una vez lo hacían caer agarrándolo con las manos por los tobillos para poder zurrarle a placer cuando estaba tendido. Las reglas eran muy elásticas, pero sólo en un sentido. Él había aprendido en sus propias carnes que no podía saltarse ni una sola de las suyas. Intentó no pensar en la exquisita reina que le observaba, avergonzado en cierto modo por su presencia. Intento no fijarse en el largo pasillo de rostros ansiosos que le aguardaba y concentrarse tan solo en los bastones de madera. Se sobrepuso y subió a la mesa de un ágil salto.
La segunda parte, por si alguien a sobrevivido a la primera  Tongue

En cuanto cayó sobre ella empezó a recibir golpes. No podía evitarlos todos, así que más que nada prestaba atención a los que se dirigían a sus pies, para evitar tropezar, y a los que intentaban darle en la entrepierna. Afortunadamente era demasiado alto para que le alcanzaran en la cabeza, a no ser que le derribaran antes o que el comensal se subiera a la silla para hacerlo. Eso ya era una indicación clara de sus intenciones y le permitía anticiparse. Apenas había dado seis pasos y ya le ardían los muslos y las costillas. Se deslizó entre tres golpes seguidos, casi con la fluidez de una anguila. Al mismo tiempo alguien lo empujó violentamente con el extremo del bastón, intentando lanzarlo por el borde de la mesa. Lo había visto venir, pero entre tanto bastón yendo y viniendo, solo consiguió evitarlo a medias. Recuperó el equilibrio por muy poco. Eludiendo otros dos bastonazos volvió al centro del pasillo que formaban los comensales. Lo que más temía, aun más que caer sobre la mesa, era que lo sacarán de ella y lo dejaran a merced del arquero. No lo miró al hombre, pero sabía que ya tendría el arco tenso, apuntando hacia él. Lo que Nérdegar había contado sobre las flechas de espina apenas se acercaba a lo que realmente podían llegar a ser. Era evidente que a él no le habían disparado nunca con una de ellas, pensó amargamente. Saltó sobre el golpe bajo que llegaba desde atrás y que intentaba darle en los tobillos para hacerle caer. Al mismo tiempo recibió un impacto en el costado. Cayó sobre una mano y una rodilla, rompiendo varios platos. Los agudos bordes le cortaron la piel. El soldado que tenía justo al lado intentó golpearle en la cara con fuerza, pero ya se había levantado como un resorte y sólo le alcanzó en la cadera. Comenzaba a tener el cuerpo dolorido, pero sabía que si no iba con cuidado podía ser mucho peor.
—Lo están golpeando más de dos veces —le recriminó Briseyd a su anfitrión sin poderse contener.
—¿Estáis segura? Es difícil llevar la cuenta —respondió Nérdegar con suavidad. Era evidente que no pensaba hacer nada al respecto.
—Es demasiado rápido... —murmuró Caens casi con un deje de temor en la voz que su reina no alcanzó a comprender. Su esposo tenía los ojos clavados en el joven y parecía incapaz de apartarlos.
Era cierto. Briseyd también lo había advertido. El bufón se movía con una velocidad y una gracia felinas. Poseía unos reflejos tan asombrosos que parecía presentir los golpes aún antes de que los hombres que le rodeaban los hubieran iniciado. Incluso los que le llegaban desde atrás. Había algo de irreal en aquel fascinante despliegue de destreza. Briseyd observó el rostro fuertemente concentrado del joven. Adivinó que el único que ignoraba lo extraordinario que era verle en aquellos momentos sobre la mesa, era él mismo. Nunca se había visto jugando al postre y posiblemente no era consciente de estar haciendo nada que otro no pudiera haber hecho en su lugar. Pero nadie podía hacer lo que él estaba haciendo.
—Sí. Es un hermoso espectáculo, ¿verdad? —asintió Nérdegar, por una vez con cierto calor en la voz.
Más adelante sentado en el lado izquierdo de aquella mesa, el bufón reconoció a Wriem, con quien había jugado de niño. Ahora era uno de los capitanes de Nérdegar. Desvió la mirada hacia el palo que se dirigía como una centella hacia su pie izquierdo y  apartó la pierna, al tiempo que saltaba hacia delante. Aterrizó cuidadosamente entre las jarras y las bandejas, inclinado para evitar un golpe alto. Pero cuando se irguió ya le estaban esperando. Evitó un golpe a su cabeza, pero no pudo eludir los que se dirigían a su estómago. Los impactos le hicieron doblarse y otra vez intentaron echarle fuera de la mesa. Pero se ladeó en el último instante para evitar el empujón. Saltó de nuevo hacia delante, manteniendo a duras penas el equilibrio. Cuando pasó cerca de Wriem, el capitán que se hallaba a su lado intentó golpearle en el tobillo para hacerle caer del todo. Wriem alzó su palo y desvió el golpe de su compañero, como por accidente. El bufón se zafó, pero hubiera preferido que Wriem no lo hiciera. Nada escapaba a los ojos de Nérdegar. Se había erguido de nuevo y había alcanzado casi el final del brazo izquierdo de la mesa. Entonces alguien se levantó tras él y se estiró cuan largo era por encima de ella. Ni siquiera empuñaba una porra. El bufón pensó que el hombre debía estar borracho y se sobresaltó cuando lo agarró con todo el brazo por la cintura y tiró de él hacia atrás. Era fuerte. El bufón trastabilló y como retrocedía una lluvia de golpes lo alcanzó por todas partes. Se protegió como pudo con los brazos y se volvió a medias. El capitán corpulento, de rostro enrojecido, volvió a hacerlo retroceder de un tirón. Quería derribarlo, pero él no oponía resistencia y se dejaba arrastrar hacia atrás para no quedar tumbado. La vajilla se rompía a su paso. Ahora los bastonazos eran constantes y estaba inmovilizado. De buena gana le hubiera aplastado la nariz a aquel bastardo de una patada. Le habían alcanzado en la cara varias veces y sentía que la sangre le corría por la mejilla. Después del segundo tirón, el joven se giró bruscamente por el lado contrario al que lo tenían sujeto y consiguió soltarse. Sin embargo se encontró con varias manos que lo empujaron de nuevo hacia aquel hombre. Por lo visto a los demás también les divertía mucho aquello y no consentían que se librara de su captor con tanta facilidad. Con un quiebro casi increíble, el joven encaró la dirección correcta y se lanzó hacia delante, dio una voltereta y quedó sobre una rodilla. Las astillas de porcelana se le habían clavado por todas partes. Se puso en pie de un salto y retrocedió al mismo tiempo para evitar otro golpe a su estómago. Alguien le estrelló un bastón en los tobillos desde atrás y le hizo perder el equilibrio. Aún así no cayó. Lo agarraron con las manos y tiraron de él hacia abajo, para evitar que recuperara pie. Pensó que no era justo, pero sabía que sería inútil quejarse. Por fin cayó de espaldas. Se golpeó la cabeza contra una jarra y, por un instante, quedó aturdido. Entonces el capitán de la cara enrojecida lo asió por el cabello y lo arrastró por encima de la mesa. El bufón sentía los trozos de porcelana rota como agujas en su espalda. El hombre se colocó mirándolo de frente y lo inmovilizó, colocando su mano en su garganta. Con la otra lo aferró por los genitales, hasta hacerle sentir dolor. El joven se dio cuenta de que no estaba borracho en absoluto. Ya nadie lo golpeaba, anticipando un interesante forcejeo. El bufón se sentía desorientado. El juego ya no parecía seguir ninguna regla conocida para él.
—Eres una preciosidad. Quizá yo podría encontrar alguna otra ocupación para ti.
Aquello no lo esperaba. Algunas veces lo habían llamado muchachita, cara bonita y cosas parecidas, pero nunca antes se lo habían dicho de esa manera. Enrojeció. Disparó su pie desnudo hacia el rostro del capitán y se desasió con inusitada furia. Se levantó de un salto, retrocediendo. El capitán había caído sobre su silla con el empujón, pero se levantó de inmediato con toda la intención de encaramarse a la mesa. El bufón se detuvo a esperarle. Los comensales que se interponían entre ellos se apartaron. Inesperadamente el bufón entrelazó los dedos y utilizando ambas manos unidas golpeó al capitán en la sien, con tanta fuerza que lo hizo caer al suelo Él mismo quedó de rodillas por el impulso, pero se puso en pie enseguida, dándose cuenta de que los acontecimientos se precipitaban. Los comensales estaban tan sorprendidos como él mismo y se habían olvidado de utilizar sus porras. El corpulento capitán se levantó con la rapidez de una serpiente. Se había partido el labio contra una silla. El bufón comprendió que de nada le valdría correr. Las puertas del salón estaban cerradas y nadie iba a ayudarle. El arquero seguía junto a Nérdegar con el arco dispuesto y apuntando hacia él. No se atrevió a abandonar la mesa sin un gesto explicito del rey. Le dirigió una mirada acorralada esperando su intervención, pero Nérdegar lo contemplaba con aire enigmático. Se encontró con los ojos de Briseyd. La reina hacía un esfuerzo sobrehumano por no llorar. Todavía tenía su mano entre las de su esposo, con los dedos crispados, y no podía ocultar el espanto y el asco que se le desbordaban por los ojos. El capitán apartó a las sillas vacías que tenía delante y se subió a la mesa de un brinco, decidido a cobrarse su herida. Nadie hizo nada para impedirlo. El bufón retrocedió, casi sin aliento, sorteando las manos que se tendían hacia él, hasta que uno de los comensales le colocó una espada envainada por detrás de las piernas. Cayó hacia atrás y de inmediato sintió el cuerpo del hombre, a horcajas sobre él, cortándole la respiración. Y entonces un cuchillo apareció ante sus ojos. El bufón consiguió arquearse y levantar el enorme cuerpo que lo aprisionaba al presentir como la hoja se acercaba a su cuello, sabiendo sin embargo que sería demasiado tarde para evitarla. Justo entonces se escuchó un inesperado grito y el cuchillo cayó sobre la mesa, rojo como una brasa y humeando. Al mismo tiempo se escuchó un chasquido y cuando el joven levantó la mirada, la punta de una flecha surgía del cuello del capitán que lo tenía sujeto. Y no era una flecha de espina. La sangre de su atacante le cayó sobre la cara, mientras el rostro enrojecido le observaba en un gesto helado de incredulidad. De golpe el cuerpo se desplomó sobre su pecho.
El silencio era como un cristal a punto de quebrarse.
—Tienes un marcado por el fuego… —murmuró por fin la voz del Caens desde la alta mesa. Bajo su férrea contención latía una nota de asombro. El cuchillo al rojo vivo se enfriaba lentamente ante los ojos de los presentes. Entre la vajilla quebrada.
Junto a Nérdegar, el arquero apoyó el arco en el suelo.
—Puedes apostar tu reino a que éste es el único de todo Faro Are —le respondió Nérdegar, apartando tan solo cuando ya hacía unos segundos que había terminado de hablar sus ojos de la escena que se acababa de desarrollar para volverse a su huésped.
A su lado Caens estudiaba el abarrotado salón. Era imposible saber de quién se trataba. Después de todo no eran más que hombres y mujeres corrientes a los que una vez uno de los cuatro grandes Artesanos habían tocado por capricho o por agradecimiento. A él le repugnaba todo aquello que se apartara de lo simplemente humano. No tenía ningún marcado en su corte ni los buscaba.
—De vez en cuando aún se oye hablar de algún marcado por la tierra o el aire —continuó Caens lentamente—. Los de agua son mucho más raros, pero podría haberlos. Sin embargo el gran Artesano del fuego partió de Faro Are hace casi un milenio. ¿Cómo es posible que tu tengas uno de fuego?
—A este hombre no lo tocó Aubron en persona, Caens. Olvidas que uno de sus hijos regresó brevemente durante la última guerra.
—Ya veo — musitó Caens, escrutando aún a los presentes.
Nérdegar sabía perfectamente que el rey de Nydgaal se preguntaba ahora si aquel marcado por el fuego le estaba sirviendo por el oro o si bien había sido "lavado". Desde luego podían conseguirse marcados previamente lavados, desprovistos de todo recuerdo. Incluso algunos marcados de agua lavados por otros con su mismo don. Eso se hacía cuando eran reacios a abandonar sus vidas para servir a grandes señores. Pero también era posible que el reino de Ofraëm poseyera su propio marcado por el agua para tales menesteres y otros incluso aún más detestables teniendo en cuenta cuáles eran sus habilidades más apreciadas. Caens entornó los párpados. Eso sería muy propio de Nérdegar. Le encantaba jugar con ventaja.
El rey de Ofräem sonrió apenas al advertir como los ojos de su huésped se volvían hacía él. Y lo cierto era que no le resultaba desagradable arrastrar a la incertidumbre a un hombre de carácter tan recio y firme como Caens.
A su espalda los ojos de Arjesen, aún tendido, se cruzaron con los de Briseyd. La reina apenas había prestado atención a lo que se decía a su alrededor, aunque el salón permanecía todavía en un silencio casi reverente, esperando la reacción del rey. Nérdegar la vislumbró apenas tras su esposo y su expresión se enfrió. Volvió de nuevo a lo que tenía en mente.
—No me juzgues erróneamente, Caens. No lo he hecho venir para hacer ostentación—. Nerdegar se levantó con extraña lentitud y dirigió su atención a la mesa donde Arjesen, después de haberse desembarazado del cadáver que tenía encima, se secaba ahora la sangre de la cara—. Si no para asegurarme que no habrán consecuencias desafortunadas en este tipo de juegos. Cosa que, como has podido ver, puede darse.
El rey de Ofraëm descendió del estrado.
—Os he dicho cientos de veces que podéis golpearlo tanto como queráis, pero jamás matarlo —tronó. El silencio en la sala era impresionante—. Traedle —ordenó, mirando al bufón.
El joven contuvo el aliento. Sabía muy bien lo que le esperaba. Durante aquella breve conversación Briseyd había rogado interiormente para que la distracción de los marcados de alguna manera diera por finalizado el tema del bufón después de aquel sangriento desenlace. Instintivamente comprendió que no sería así y se agarró con fuerza a la mano de su esposo. No conocía nada más, así que tampoco conocía ningún otro lugar donde agarrarse cuando se sentía perdida, a pesar de los golpes que había recibido de aquella mano en el pasado. Pero la gélida voz de Nérdegar le daba más pavor que el cuchillo del capitán y los golpes de su rey. Se preguntó por qué Nérdegar había tardado tanto en intervenir. ¿Por qué había esperado hasta que se había hecho imprescindible matar a su capitán? Si es que realmente había sido necesario matarlo, reflexionó de repente. De hecho ya había soltado el cuchillo candente cuando el arquero había disparado. Y recordó una vez más lo que Caens le había dicho sobre el rey de Ofräem. Nunca hacia nada innecesariamente. Si matar a aquel hombre no había sido innecesario, ¿qué finalidad tenía su muerte? Empezaba descubrir que aquel banquete no era lo que aparentaba.
—¿Qué te pasa, niña? —le preguntó Caens con cierta dulzura por primera vez en toda la noche. Le apretó la mano hasta casi hacerle daño, pero en esa ocasión aquel dolor la calmó un poco.
—No entiendo lo que ocurre —murmuró ella.
De un tirón dos hombres bajaron al bufón de la mesa y lo llevaron ante el rey cogiéndolo por los brazos. El joven no se resistió. Nérdegar abandonó su silla y se detuvo frente a él. Desenvainó la espada. Por un momento Briseyd temió que él mismo lo mataría.
—Colocad la mesa —dijo el rey sin dejar de mirarlo.
Uno de los capitanes despejó una mesa con su espada y la vajilla cayó al suelo con estrépito, haciéndose añicos. Dos soldados la levantaron por un extremo y la empujaron hasta dejarla apoyada de pie, con las patas contra el muro. Briseyd tuvo la desagradable sensación de que no era la primera vez que lo hacían. El joven fue colocado contra la mesa, de espaldas al rey. Los soldados tiraron con tanta fuerza de sus brazos, para mantenerlo inmóvil, que casi se oyó el crujir de las articulaciones. Era evidente que culpaban al bufón de la muerte de su compañero. Nérdegar acarició la espalda del prisionero con el filo de su espada.
—Sabes que tienes prohibido golpear a nadie —dijo—. Pero tú continuas haciéndolo.
El rey de Ofräém se giró.
—Thanagad, ya sabes lo que hay que hacer. No uses el látigo esta vez.
Un hombre alto y de miembros largos y fibrosos, coronados por un rostro y un cráneo pequeños y lleno de pelo gris e hirsuto, se acercó con la espada en la mano. Nérdegar volvió a sentarse en su trono.
El comandante de la guardia levantó la espada y golpeó al prisionero brutalmente en los riñones, con la hoja plana. La reina de Nydgaal cerró los ojos con fuerza para no verlo. Thanagad era un hombre enérgico y no se contenía en absoluto. Todo el cuerpo del joven se estremeció en silencio. Los golpes continuaron. Apenas habían llegado a la media docena cuando el joven no pudo tragarse ya sus quejidos. Poco después las ropas y la espada empezaron a mancharse de sangre. Briseyd empezó a dar un respingo cada vez que la hoja de la espada descendía. El sonido sordo y rítmico de cada golpe y las ahogadas exclamaciones de dolor que los seguían, eran lo único que se escuchaba en el salón. El comandante prosiguió con sistemática dureza hasta que el joven dejó de tenerse en pie por sí mismo. Si los soldados no lo hubieran tenido aferrado por los brazos, hubiera caído de rodillas al suelo.
De repente el rey de Ofräem hizo un gesto hacia su comandante y le detuvo. Se giró hacia sus huéspedes, como si solo entonces cayera en la cuenta de la presencia de Briseyd. Sin embargo a esas alturas la joven ya empezaba a sospechar que Nérdegar no era un hombre al que se le pasara nada por alto. Ni siquiera lo más insignificante. Se había  percatado de inmediato de su interés por el bufón y después había recordado muy oportunamente el detalle de la manzana. Aunque aún no comprendía el motivo, Briseyd presentía que debía ser extremadamente prudente en todo lo que hiciera o dijera. Por eso no había abierto la boca durante el castigo de su pariente.
—Mi señora, disculpadme. Me he dejado llevar por la ira—. Briseyd dudó que tal cosa pudiera llegar a ser posible. Hubiera apostado su vida a que Nérdegar poseía la fría rapidez de una serpiente, pero en absoluto era apasionado en nada de lo que emprendía.
—Estáis en vuestro castillo, señor —le replicó sin apartar la mirada—. Podéis hacer lo que os plazca.
—¿No os incomoda que imparta justicia a mis súbditos en vuestra presencia? Soy un juez severo.
—¿Cómo habría de incomodarme si, como decís, lo que hacéis es justo?
—¿No os mueve al menos la misericordia?
Fue como si un grueso velo se desplomara a los pies de Briseyd y comenzó a ver todo lo que la rodeaba con otros ojos. La reina de Nydgaal supo que toda aquella horripilante escena había sido preparada única y exclusivamente en su honor, con la involuntaria participación de su pariente. Ese era el motivo de que ella fuera la única mujer presente. Y Nérdegar tenía las entrañas de una víbora. Había sacrificado a uno de sus propios hombres con el fin de obtener una excusa para golpear a Arjesen sin clemencia ante su ilustre invitada. Posiblemente el capitán había seguido las indicaciones de su rey al provocar al bufón. Lo que no sabía es que iba a pagar su obediencia con la vida, en el momento en que al rey le fuera más provechosa su muerte.
—No siento ni más ni menos compasión por vuestro bufón de la que sentiría por un perro callejero —le respondió Briseyd despectivamente—. No me agrada lo que hacéis, rey Nérdegar, pero es vuestro cautivo. ¿Por qué habría de intervenir yo?
—Porque sois casi una niña —le replicó el rey, mirándola como si quisiera leer en sus ojos—. Los niños tienen el corazón tierno.
—Soy una niña que sabe muy bien lo tremendamente dura que es la vida —le replicó con voz firme.
No miró a su esposo, pero apartó su mano de las suyas.
—Está bien. Si no tenéis nada que decir al respecto, terminaré lo que he empezado —dijo Nérdegar, dedicándole una leve inclinación.
Eso era más de lo que Briseyd podía soportar.
—Y si yo dijera algo al respecto, ¿os detendrías?
—Quizá.
—Entonces deteneos.
—Dadme un motivo, hermosa señora.
—Que yo os le he pedido. ¿No os basta eso?
—Sabéis que ayer fueron azotados diez hombres. ¿Por qué no me detuvisteis entonces?
—Vos me lo habéis preguntado ahora, no me lo pregustasteis ayer. Y pronunciar una sola palabra para daros respuesta no me cuesta nada.
—No me dais un motivo muy poderoso. Una palabra que no cuesta nada.
—¿Qué queréis que os diga? —le preguntó Briseyd, sabiendo que su única defensa ante Nérdegar era justamente no caer en su juego y esquivarle en todo momento.
—La verdad ni más ni menos —le dijo con repentina dureza.
La joven sabía perfectamente a que se refería. El rey de Ofraëm y su esposo le habían tendido una trampa en la que el cebo era Arjesen y ella había mordido el anzuelo con toda la boca. Ya esperaban que le reconociera al instante en el caso de saber más de lo debido. Ahora Nérdegar tiraba del sedal con todas sus fuerzas. Si quería salvarle debía darle un motivo y el motivo era que sabía quién era en realidad aquel bufón. Sintió ganas de llorar por su increíble ceguera. Por arrastrar con ella a Arjesen a aquel desastre de una manera tan infantil. Ya no podía echarse atrás, pero por puro instinto también sabía que no debía doblegarse.
—Os he dicho la verdad, ni más ni menos. Si eso no os basta, me temo que tendréis que seguir azotando a vuestro reo, me guste a mí o no —respondió, en tono indiferente.
—Podría ofreceros otra opción —murmuró Nérdegar, arrugando sus sensuales labios en un gesto reflexivo. Su rostro delgado y atractivo sonrió casi para sí mismo.
A la joven no le gustó el tono de aquella proposición.
—Podríais elegir a otro para que ocupe su lugar. Un paje quizá —dijo el rey, despreocupadamente.
Hizo una seña y dos soldados aferraron al paje más cercano.  El muchacho se dejó caer al suelo, aterrorizado. Mientras lo arrastraban ante ella, no cesaba de gemir en voz baja, demasiado intimidado ante la presencia de su señor como para gritar sin permiso. Briseyd palideció mortalmente. Era monstruoso. Ni siquiera pudo responder. Por la forma en que el rey sonrió, Bryseid supo que era justamente en aquella elección donde residía la verdadera celada. Trajeron a rastras a su pariente y lo obligaron también a arrodillarse a sus pies, sin dejar de sujetarlo por los brazos. Arjesen levantó la vista y miró a su alrededor, con aspecto dolorido. La sangre le caía por la espalda. No sabía muy bien lo que ocurría. Junto a él el paje sollozaba y se retorcía entre las férreas manos de los soldados. Su pariente se volvió a mirarlo sin comprender que pintaba aquel chico allí.
—¿Y bien? —le dijo el rey a Briseyd, de su rostro había desaparecido toda amabilidad—. Ahora no podéis echaros a atrás. Si no elegís a ninguno, me veré obligado a matarlos a los dos.
—¿Matarlos? —balbuceó Briseyd por completo estupefacta—. No ibais a matarlos antes. ¿Por qué habíais de hacerlo ahora?
—Piedad, mi señora —gimió el muchacho. Lo repitía casi como una oración—. Elegidme a mí. No permitáis que me hagan daño. Por favor… Por favor…
—Acabo de cambiar las reglas de nuestro trato —le dijo Nérdegar.
Bryseid empezó a respirar agitadamente. Aquello trastocaba por completo el signo de aquel juego. Nérdegar había hecho matar a uno de sus propios capitanes y no dudada de que cumpliría lo que decía. Se volvió hacia su esposo, pero lo único que encontró en él fue una máscara imperturbable. Se sintió terriblemente sola.
Intentó pensar con frialdad, como hacía Nérdegar.
—Podría pensar que pretendéis jugar conmigo, señor. Antes habéis matado a uno de vuestros propios capitanes, porque vos mismo habéis dado orden de respetar la vida del bufón. Si es tan valioso para vos como parece, es que en realidad no pensáis matarlo y quizá al elegir al paje los salve a los dos —dijo buscando desesperadamente una manera de eludir la elección.
El rey sonrió con cierta impaciencia.
—Olvidáis que el rey puede quebrantar las leyes del rey —le hizo un gesto a Thanagad, pasándose el pulgar por el cuello—. ¿Y si yo os dijera que este bufón es ciertamente muy valioso para mí, pero en ningún caso imprescindible? Y no deberíais dudar de mis palabras, señora.
Thanagad agarró a su pariente por los cabellos, le levantó la cabeza y le puso la afilada espada bajo la barbilla, sin dejar de mirar a su rey. Éste alzó apenas la mano y le detuvo en el último momento. Un hilo de sangre empezó a deslizarse por el cuello de Arjesen. Briseyd se sentía atrapada en una ratonera. Sabía que Arjesen tenía un hermano mayor que también estaba en poder del rey de Ofräem. Si Nérdegar lo mataba, siempre le quedaría Kerrar. Quizá cumpliera lo que decía.
—¿Mato al bufón, entonces?
Thanagad con una sonrisa torva presionó más la espada contra el cuello de Arjesen. El joven cerró los ojos y apretó los dientes, intentando no tragar saliva. El hilo de sangre que se deslizaba ahora por su cuello era más abundante.
Briseyd creyó que iba a desmayarse. Por un momento, las palabras que el rey Nérdegar esperaba estuvieron a punto de escaparse entre sus labios. Elegir al paje salvaría a éste, o podía salvar a Arjesen escogiéndolo a él, pero reconocer que el bufón era su pariente detendría aquella pantomima y los salvaría a ambos. Sin embargo no podía permitirse ser débil en aquel momento. Intentó adivinar dónde estaba el engaño. Intentó ponerse en el lugar de Nérdegar. Recordar lo que quería saber. Quería saber si ella conocía su origen y el origen de aquel bufón por el que tan indiscretamente había mostrado interés. ¿Cómo hubiera reaccionado ella si no lo hubiera sabido? Pero ahora ya le era imposible volver atrás. Sin embargo ellos no sabían que había hablado con Férenwir. Sólo sabían que había leído el libro de las estirpes de los señores de Faro Are. No estaba segura de si eso le concedía alguna ventaja. ¿Qué era exactamente lo que había leído? No lo recordaba. Le costaba concentrarse. De pronto se echó a llorar. Y fue entonces, cuando comprendió que justamente todo lo que sabía y no debía saber era la baza que jugaba a favor de Nérdegar y en contra suya. Tenía que olvidarlo todo por completo.
—Matadle de una vez si os place —exclamó entre un furioso estallido de sollozos—. Estoy harta de tantas tonterías. Y, después de todo, esto ha empezado a causa del bufón. El paje no tiene nada que ver. Me pedís decisiones que me dan dolor de cabeza. ¡Y qué tengo que ver yo con vuestros asuntos de justicia!
Cada vez la voz le salía más aguda y chillona. Por un momento había olvidado que acababa de cumplir diecisiete años y que esa era justamente la respuesta correcta. Debía comportarse como una chiquilla de su edad, que aún no había madurado ni sabía nada de dioses ni de guerras antiguas. Que había estaba leyendo el libro que habían encontrado en su habitación como quien lee un cuento de hadas. No debía comportarse como una persona inteligente, sino como una niña. Se dirigió corriendo hacia la puerta con el corazón en un puño, sabiendo que estaba arriesgando más de lo que nunca había arriesgado antes. La vida de su pariente. Si se equivocaba.... Su elección debía parecer tan poco valiosa, una decisión tan irreflexiva e infantil, que no valiera la pena pagar por ella un precio tan elevado. La vida de uno de los descendientes de Umruhre.
—Esperad, señora —la llamó Nérdegar. Thanagad había retirado la espada de la garganta de Arjesen.
Ella se volvió desde la puerta cerrada, con los ojos todavía húmedos.
—No me quedaré para ver cómo le cortáis la cabeza —le dijo más serena, pero con voz inflexible.
—Ahora os concedo el deseo que os negué antes. Si os quedáis y me otorgáis vuestro perdón.
—Tendréis que conformaros con mi presencia —le dijo Briseyd con ojos ardientes—. Aun no entiendo porque me habéis hecho pasar por todo esto. Así que no pienso perdonar algo que desconozco.
El rey le dirigió una reverencia.
—Ya que vos me concedéis sólo media petición, yo os concederé solo medio deseo. No mataré al bufón, pero cumplirá su castigo hasta el final.
Una vez más el rey de Ofräem demostraba su verdadera naturaleza.
Muy a su pesar Briseyd regresó a la mesa con la sensación de que había vuelto a equivocarse. Poco sabía que su impetuosa respuesta había sido la que finalmente había disipado por completo las dudas de Nérdegar. Si se hubiera apresurado demasiado en aceptar la oferta del rey, sólo con que hubiera demostrado un poco más de interés por el joven prisionero, Nérdegar hubiera sospechado de nuevo. Mientras se lo llevaban para finalizar el castigo, Arjesen le dirigió una fugaz mirada de reproche. A Briseyd le dolió enormemente.
Briseyd rezó para que su pariente perdiera el conocimiento, pero se daba cuenta de que seguía consciente por cómo se encogía apenas con cada golpe, aunque ya ni siquiera se quejaba. Aquella paliza se le hizo eterna y le dolió como si la estuviera recibiendo ella, pero el rey de Ofräem no la detuvo hasta que al mismo comandante de su guardia le dolió tanto el brazo que ya no pudo levantar más la espada. Los soldados, que habían mantenido tenso al joven, soltaron a su prisionero. Tenían los rostros sudorosos por el esfuerzo. El bufón se desplomó a los pies de Nérdegar y se quedó inmóvil.
—A ver si te queda claro de una vez que tú no tienes derecho a devolver ningún golpe. Por tu culpa he perdido a uno de mis mejores hombres —le dijo el rey de mal humor, mientras Thanagad se masajeaba el hombro. El joven no dio muestras de haberle oído. El rey se dirigió a los soldados—. Bajadlo al pozo para que se le enfríen los ánimos. Cuatro días. Sin comida ni agua.
La joven reina nunca antes había visto azotar a nadie con una espada. Al principio se había sentido aliviada al escuchar que Nérdegar descartaba el látigo, pero después golpe a golpe ese alivio se había desvanecido por completo. Un hombre hubiera muerto a poco de empezar los golpes. Reventado por dentro. Era cierto que el libro que había encontrado hablaba sobre la increíble resistencia de los descendientes de Urmuhre, pero para ella en aquel momento eran solo palabras escritas en un viejo papel amarillento. Se le humedecieron los ojos. El bufón podía estar muerto. Quizá lo estaba y todos sus esfuerzos habían sido en vano. Al escuchar como el rey mandaba a su prisionero al pozo se estremeció. Si no estaba muerto, seguro que allí lo estaría en poco tiempo. No sabía ya que pensar. Intentó no mirar con demasiada atención, pero cuando arrastraban a su pariente fuera del salón vio que tenía los ojos cerrados y la espalda empapada de sangre y estaba tan pálido e inerte como un cadáver. Briseyd no se atrevió a decir nada. Ahora que había desaparecido la tensión, recordaba otra vez que Nérdegar le provocaba verdadero pánico. Hubiera deseado esconderse en cualquier agujero para que no pudiera mirarla a los ojos. Temía lo que pudiera ver en ellos.
Al verla tan temblorosa, su esposo se inclinó hacia ella para besarla.
—No te preocupes, pequeña, todo está bien. Ahora todo volverá a ser como antes —le susurró.
Lo odió. Nada volvería a ser como antes. Después de sus esponsales, había aceptado la inesperada benevolencia de su reciente marido con entregado agradecimiento. Después de trece años de golpes no estaba acostumbrada a sentirse protegida, aunque fuera por el mismo hombre que la había maltratado. Se entregó a sus cuidados como un perro abandonado busca un lugar donde refugiarse. Y no miró atrás. Al principio incluso ignoró el descubrimiento sobre sus orígenes. Y si poco tiempo atrás había cogido aquel maldito libro de la biblioteca, había sido más por simple curiosidad que por un verdadero deseo de cambiar su situación. Pero ahora comprendía que no tenía nada que agradecer. Ahora comprendía. Lo que había ocurrido esa noche en ese salón, el motivo mismo de aquel viaje, había sido a causa del libro sobre la genealogía de su familia que habían descubierto en su aposento. La habían puesto a prueba tentándola con la presencia de su pariente, para averiguar que sabía en realidad. Ella había dicho que solo había leído aquel libro tan viejo porque narraba historias bonitas. Todo el mundo sabía que le gustaba leer. Pero evidentemente no la habían creído. Para llegar hasta aquel libro había tenido que llegar hasta lo más recóndito de la biblioteca de Nydgaal, burlar las puertas cerradas, los acechantes ojos de los bibliotecarios. No apartó el rostro del beso de su esposo. ¿Dioses, que había hecho? Había sido una niña irreflexiva y caprichosa y Arjesen había pagado las consecuencias en su lugar. Ella debería haber sido la castigada y no él. Quizá estaba muerto por su estupidez, por su falta de cuidado. Férenwir había intentado advertírselo. No es tan sencillo escapar del lugar que nos ha señalado el destino. No es tan fácil luchar contra eso sin provocar grandes cambios a nuestro alrededor y enredarnos en el destino de otros. No era como en los cuentos que había leído a escondidas, de niña. Ella apenas había tentado su suerte y casi había provocado un daño irreparable.
Permaneció erguida y silenciosa, con los ojos perdidos en medio del aquel salón que atronaba de voces a su alrededor. Hasta entonces había sido una niña, pero aquel día aprendió a temblar por dentro de ira y de pena, mientras sonreía lánguidamente a las atenciones de su esposo. Tenía solo diecisiete años y se había convertido de golpe en una mujer. Pero por el mero hecho de verse sometida a semejante prueba, Briseyd adivinó también que, de alguna manera, aquel rey anciano y aguerrido que la había desposado la temía. Temía el poder de la sangre que latía en ella. Y eso le dio aliento en medio de su desesperación.
Buenas Momo,

Antes que nada, me leí el relato hace días pero no he podido encontrar un rato para contestarte antes, disculpa el retraso.

Bueno, sobre el relato (que es muuuy largo, por cierto), en general, la narración es muy buena, bien llevada, no hay repeticiones ni palabras que desentonen. Sobre la historia, me gusta mucho el principio, despierta interés y el personaje principal, la Reina, también está bien conseguido.

Como parte negativa, te diría que veo el fragmento demasiado largo, aunque como bien dices, no sabría donde cortarlo. Yo pondria el texto en cursiva en un capítulo aparte, como introducción, y quizá recortaría la parte de la conversación de la manzana.

De todas formas son cuestiones menores, aparte de la parte en cursiva que ya he mencionado, me ha gustado la conversación de la Reina con el Rey Nerdegar y el extraño juego del Celestial brincando por las mesas.

¿No vas a seguir colgando más? Me gustaría saber cómo sigue!

Un saludo, nos leemos!
Buenas, Momo!

Recuerdo que ya había leído el principio del primer capítulo, pero en otro hilo. Me alegro de haber podido leer la continuación!

La historia por el momento está muy bien contada, las frases tienen ritmo y se lee bien.

He ido apuntando algunas ideas o comentarios que se me pasaban por la cabeza, por supuesto del todo subjetivos. Ahí van:

- El juego: aunque por lo general las frases son fluidas y la narración no llega realmente a ser pesada, me pareció que requería mucha concentración por mi parte representarme tanta acción seguida. Y el caso es que, como digo, está bien contado. Tal vez tan sólo añadiendo o quitando algo se aligeraría.

- El hecho de que se llame «niña» a una joven de diecisiete años me pareció un poco forzado, sobre todo en un ambiente medieval.

- Ahora la historia del libro, que es mi opinión más subjetiva Smile El detalle es bueno, pero me dejó un poco confusa por cómo se introducía a trozos. Poco a poco se va entendiendo que los reyes están castigando a la muchacha porque ella ha leído el libro sobre la historia de su familia, o al menos es lo que he entendido yo. Lo único que me extraña un poco es que se tomen tantas molestias por montar todo ese espectáculo por ella, sobre todo porque no sé qué es lo que ganan amedrentando a la reina de Nydgaal: si realmente tienen miedo de ella por alguna razón, más lógico sería intentar convencerla de que la gente como ella son los “malos” en vez de darle todas las razones de pensar lo contrario. Por supuesto, visto cómo se presentan, está claro que ambos reyes prefieren la violencia a la diplomacia, pero eché en falta una justificación a las acciones del rey Nérdegar. Aunque Briseyd no conociese esa justificación, podría intentar averigüarla: pensar que ese hombre está loco o que, si no lo está, debe de tener una muy buen razón para impedirle que aprenda nada sobre su familia (y en tal caso lo que podría hacer también es quemar todos los libros en la biblioteca que hablasen de ella).

- Hay unos cuantos elementos que me han gustado, como el conflicto que creas entre los «descendientes de Urmuhre» y los demás —da ganas de saber por qué los odian tanto y particularmente cómo Arjesen ha acabado así y por qué Nérdegar no quiere que muera.  Me gustó el detalle que la reina llamase a Arjesen «pariente». Y también me llamó mucho la atención que se juntasen piezas con el capítulo posterior que leí en el otro hilo y ese espadachín que desvelaba su naturaleza parando una flecha tan rápido… En definitiva, en su conjunto, da ganas de más!

Sólo vi una pequeña errata: «debía estar borracho» -> debía “de” estar

Como Aljamar, espero que sigas subiendo por aquí la continuación Smile

Saludos, compañera!
Hola de nuevo,
Solamente señalar, después de leer el comentario de Kaoseto, q a mí también me llamó la atención que llamaran niña a una chica de 17 años. Hasta 13 o 14 , bien, pero ni hoy en día una chica de esa edad la consideraría niña. Si lo q buscas es resaltar su inocencia o algo así, creo q queda bastante claro de todas formas.

PD: lo de seguir colgando ya es un clamor popular Smile
Buenas y muchas gracias a los dos por leerme. Sé que ha sido una tarea hercúlea  Big Grin

Siento el parón, pero en octubre murió mi perra. Tenía dos: un boxer y una mil leches, ambos recogidos de la calle, y los dos han muerto este año. Estaba bastante decaída. Justo ahora he terminado con el proceso de adopción de un monstruito de 45 kg en una protectora. El bicharraco pesa casi lo mismo que yo y me ha tenido liada con todo el papeleo y la adaptación.

También he escrito bastante, pero me costaba meterme en el foro y coger otra vez el ritmo. Ahora ya estoy otra vez más metida en terminar mi historia y realmente agradezco mucho vuestros comentarios.

Quote:Como parte negativa, te diría que veo el fragmento demasiado largo, aunque como bien dices, no sabría donde cortarlo. Yo pondria el texto en cursiva en un capítulo aparte, como introducción, y quizá recortaría la parte de la conversación de la manzana.

Es el único capítulo que he escrito que transcurre en una sola escena ininterrumpida y realmente es una escena muy larga. Siempre he temido que este hecho espante a los posibles lectores nada más iniciar la historia. Pero es un riesgo que quiero correr, ya que el capítulo me gusta tal y como está. Hay que pulir aún el estilo y quizá aligerar algunos párrafos, pero en esencia no va a cambiar. Los siguientes capítulos están fragmentados en varias escenas y por ello supongo que son mucho más manejables para el lector.

Por cierto la reina no es el personaje principal del libro. Es una historia coral y los personajes se van alternando.

Quote:El juego: aunque por lo general las frases son fluidas y la narración no llega realmente a ser pesada, me pareció que requería mucha concentración por mi parte representarme tanta acción seguida. Y el caso es que, como digo, está bien contado. Tal vez tan sólo añadiendo o quitando algo se aligeraría.

Es una de las partes a pulir. De hecho corregí un poco a todo correr antes de colgarlo porque yo también notaba lo que comentas, pero aún le falta.

Quote:El hecho de que se llame «niña» a una joven de diecisiete años me pareció un poco forzado, sobre todo en un ambiente medieval

Estoy de acuerdo. De hecho di por sentado que nadie se escandalizaría porque un hombre mayor desposara a una niña de 13 años, ya que esas prácticas eran normales en el medievo. Cuando uso el término niña, me refiero más a un aspecto de inmadurez intelectual y personal que a una edad. Pero está claro que tengo que encontrar otro modo más ajustado de expresarlo.

Quote:Ahora la historia del libro, que es mi opinión más subjetiva Smile El detalle es bueno, pero me dejó un poco confusa por cómo se introducía a trozos

Yo adoro esa opción. Desvelar solo retazos, ocultar piezas, dar pistas falsas, aunque es un poco complicado hacerlo y puedes llegar a confundir. Para mí funciona como un juego de engranajes. A veces no sabes para que sirve la información que tienes y de repente en un capitulo posterior aparece esa pieza que falta y que le da sentido a lo que sabes. Esa en mi idea, pero otra cosa es que el lector lo entienda bien. Hay que tener en cuenta que yo lo sé ya todo de antemano y a veces es difícil discernir que es lo que ve el lector realmente a través de tus juegos malabares.

Quote:Poco a poco se va entendiendo que los reyes están castigando a la muchacha porque ella ha leído el libro sobre la historia de su familia, o al menos es lo que he entendido yo. Lo único que me extraña un poco es que se tomen tantas molestias por montar todo ese espectáculo por ella, sobre todo porque no sé qué es lo que ganan amedrentando a la reina de Nydgaal: si realmente tienen miedo de ella por alguna razón, más lógico sería intentar convencerla de que la gente como ella son los “malos” en vez de darle todas las razones de pensar lo contrario. Por supuesto, visto cómo se presentan, está claro que ambos reyes prefieren la violencia a la diplomacia, pero eché en falta una justificación a las acciones del rey Nérdegar. Aunque Briseyd no conociese esa justificación, podría intentar averigüarla: pensar que ese hombre está loco o que, si no lo está, debe de tener una muy buen razón para impedirle que aprenda nada sobre su familia (y en tal caso lo que podría hacer también es quemar todos los libros en la biblioteca que hablasen de ella)

Quemar los libros de la biblioteca sería demasiado simple para mis retorcidísimos personajes Big Grin. El fin de la pantomima no es ni el castigo, ni atemorizar, sino averiguar si el personaje de la reina sabe que es una celestial. No pueden preguntárselo directamente, porque si no lo sabe esa misma pregunta se lo desvelaría o al menos la haría sopechar, y si lo sabe tampoco ganan nada con preguntarlo, porque sabiendo el peligro que los celestiales corren en la tierras de esos reyes ella solo tiene que negarlo. Es todo muy enrevesado, pero es que ese es un rasgo primordial del personaje de Nérdegar. Y la buena razón para impedirle que aprenda nada sobre su familia creo que queda perfectamente? desvelada en el final del texto que colgaré en cuanto vuelva de pasear a mi oso, perdón, quiero decir perro.




Quote:¿No vas a seguir colgando más? Me gustaría saber cómo sigue!

En cuanto vuelva colgaré dos escenas de segundo capitulo. La media de mis capítulos es de 21 páginas (y los tengo aún más largos). Como ves me salen aún más enormes que el primero, pero como he dicho son escenas independientes. Así que no temais  grimacing

Nos leemos.
2 . El bufón (1)


Aquella vez no pudo descender al pozo por su propio pie con la escalerilla descolgada y decidieron bajarlo atado a una cuerda. No había ninguna tan larga y lo dejaron tendido en el suelo mientras la buscaban. No podía moverse. Ni siquiera abrió los ojos. Sentía lágrimas de dolor y de rabia en ellos y no quería que nadie las advirtiera. Desde que habían jugado al postre con él la primera vez el bufón no recordaba haber sufrido nunca un castigo tan duro. En medio de aquella niebla de dolor que lo envolvía lo asaltó la idea de que la razón de todo había sido la reina de Nydgaal. Finalmente no habían encontrado una cuerda lo suficientemente larga y tuvieron que empalmar dos. Se la pasaron por debajo de los brazos y se la anudaron en el pecho. Después lo arrojaron al pozo sin demasiados miramientos. El tirón de la cuerda contra su espalda le arrancó un gemido.
—Pues está vivo —dijo alguien por encima de su cabeza.
Tardaron bastante en hacerlo bajar. Cuando notaron que habían llegado al final del pozo, dejaron caer la cuerda sobre él. Casi le cubrió el rostro, pero le daba igual.
Bastante después se dijo que debía moverse para quedar boca abajo. Tener la espalda contra el suelo era una verdadera tortura. Pero aquel pensamiento se hizo eterno y no se movió. Por fin se obligó a volverse. No podía ser peor que las piedras y la cuerda contra su espalda. Pero sí que lo era. El esfuerzo lo hizo vomitar. Cuando terminó aquel simple movimiento, no sabía cuánto tiempo había transcurrido. Le ardía la espalda. En realidad le palpitaba todo el cuerpo con el intenso dolor. Cada vez que respiraba creía morir. Y al mismo tiempo sentía que se ahogaba, porque no se atrevía apenas a respirar. Pero no podía hacer nada. Sólo esperar a que aquello pasara. Como había hecho tantas otras veces. Deseo perder el conocimiento, pero era algo que nunca le había ocurrido por completo. Desgraciadamente. Al final solo el puro cansancio consiguió vencer aquel dolor omnipresente y llevarle hasta un sueño inquieto. Pero eso fue muchas horas después.
Cuando despertó quiso levantar un brazo para colocar la mano bajo su mejilla, que sentía entumecida contra la piedra húmeda. Pero no pudo y tuvo que quedarse como estaba. Notaba algo extraño bajo el pecho, además del nudo de la cuerda. Le pareció percibir cierto olor a manzana.
La siguiente vez que despertó consiguió moverse un poco. Ahora también le atormentaba el hambre confundiéndose con el latir de las heridas. Buscó entre los pliegues del jubón deslizando su mano entre su pecho y el suelo, pero sin alzarse. Como esperaba encontró una manzana aplastada. Luchando desesperadamente contra los rebeldes pliegues de ropa, consiguió tras tres tentativas, entre las que tuvo que intercalar prolongados descansos, sacar un trozo. Mientras tragaba casi a la fuerza, recordó vagamente detalles del banquete que le parecían incongruentes. Todo el episodio se le antojaba una pesadilla. Pero le costaba concentrarse a causa del sufrimiento que lo dominaba y no podía mantener el pensamiento fijo en un solo tema. Se mareaba y veía una confusión de imágenes. Se dio por vencido. Prefirió concentrase en algo más práctico, como recuperar uno a uno los pedazos de manzana de su jubón.
Lo despertó un estremecimiento de frío. El pozo estaba encharcado. A pesar del latigazo de dolor que sentía en la espalda, el bufón se acurrucó en el suelo intentando retener el calor de su cuerpo. Sentía como el agua le corría por la espalda y le goteaba de los cabellos. En el exterior debía estar lloviendo. El pozo era tan profundo que incluso de día la oscuridad era absoluta. No sabía cuánto tiempo llevaba ya allí. Podían ser días, podían ser años enteros. No tenía la menor idea. Quizá se habían olvidado de él. En aquella soledad impenetrable sólo existía un torbellino de pensamientos incoherentes. Tanteó a ciegas con su mano sobre la piedra húmeda, hasta que dio con los trozos de la manzana que había amontonado en el suelo después de haberlos separado cuidadosamente del jubón. Cogió un pedazo de piel. Lo apretó contra su rostro y aspiró el perfume ácido. Temía comérselo demasiado pronto, pero el hambre se le retorcía en el estómago como una culebra. Mordió un poco. Después se lo metió todo en la boca. Le dio unas cuantas vueltas con la lengua antes de tragarlo, mientras recordaba a la joven que le había dado la manzana. ¿Qué podían tener en común la reina de Nydgaal y el bufón del rey de Ofräem? Si no hubiera estado tan aterido de frío aquella pregunta le habría arrancado una sonrisa. O si recordara como era sonreír. No recordaba la última vez que lo había hecho. En lugar de una sonrisa su boca se torció en una mueca agria. Quizá todo aquello era una nueva burla del rey. Se acarició el lugar donde debía estar el dogal. Una vez había intentado quitárselo, pero era imposible porque ni siquiera podía tocarlo. Sus dedos no encontraban nada alrededor de su cuello. Brujería quizá. Seguramente se lo habían puesto cuando era aún muy pequeño, porque no lo recordaba. En realidad tenía la impresión de no recordar absolutamente nada. Como si jamás hubiera poseído un pasado. ¿Cómo había dicho ella...? Como si fuera un eterno recién nacido. Jamás le habían revelado su nombre ni su origen. En tiempos mejores sus compañeros de juego lo habían llamado Freyn, por llamarlo de alguna manera. El nombre lo había elegido él mismo, pero el rey le prohibía usar nombre alguno y sólo lo usaban sus amigos cuando nadie podía oírles. El resto de habitantes de castillo lo habían llamado siempre muchacho. Ahora lo llamaban bufón. Pero ella lo había llamado Arjesen. Frunció el ceño. Ese nombre no significaba nada para él. Se esforzó en recordar, en aquel lugar sin tiempo, repitiéndolo en su mente una y otra vez. Pero por fin solo consiguió que le sonara familiar de tanto pensar en él. La reina de Nydgaal y el bufón de Nérdegar, el dogal compartido, el nombre. ¿Cómo se relacionaban cosas tan dispares? Se sumió en un sueño inquieto, pensando en todo aquello.
Se despertó sobresaltado. No recordaba donde estaba. Creía haber abierto los ojos, pero no veía absolutamente nada. Una agónica contracción en la espalda al incorporarse se lo recordó de pronto. Volvió a caer al suelo. Sin embargo las molestias ya no eran tan insoportables. Conocía bien su cuerpo y pensó esperanzado que quizá ya habrían pasado unos cuatro días. La sensación de hambre sí que se había convertido en un constante tormento. No podía soportarlo más. Alargó la mano y se terminó uno a uno todos los trocitos de la manzana. Allí la humedad era espantosa, pero no podía beberse las piedras. Los charcos del suelo habían desaparecido. A rastras se acercó hasta la pared y pasó las manos sobre el muro circular intentando dar con alguna gota de agua. Cómo recordaba de estancias anteriores, contra el muro descansaban varios esqueletos. Aquellos que no habían tenido las fuerzas suficientes para volver a subir por la escalera de cuerda y se habían quedado allí para siempre. Después de un tiempo que le pareció interminable encontró un hilillo que caía desde un saliente de la piedra. Apartó una calavera de tacto grimoso. Se colocó debajo del lento goteo y se humedeció los labios hasta que se le agotó la paciencia. Le molestaba el cuello. Se sentía pegajoso, sucio y envarado. En realidad como se sentía la mayor parte del tiempo que estaba fuera de allí. De repente sintió que le abandonaban las fuerzas y se dejó caer otra vez al suelo. ¿Qué importaba estar dentro o fuera del pozo? En realidad era lo mismo. Sin embargo la reina de Nydgaal había querido ayudarlo. Una reina que parecía tan desvalida como él. Le había dado una manzana y un nombre. Se frotó el rostro con una mano, irritado. Los pensamientos se confundían en su mente y nada tenía sentido. Porque también lo había comparado con un perro callejero, aunque de eso ya no estaba tan seguro. En ese momento lo estaban azotando. Y casi había conseguido que lo mataran. O eso creía. La cabeza empezó a darle vueltas. Un día enloquecería allí abajo. De repente le pareció que sí había escuchado antes el nombre que ella había pronunciado. Pero no cuando era niño. No hacía tanto tiempo. Él estaba en el patio de armas. Lo habían sacado allí a la fuerza y dos mozos de cuadra le estaban propinando una buena tunda. Sabían que no podía defenderse. El rey se lo había repetido cientos de veces. No tenía derecho a devolver ningún golpe. No entendía a que venía aquella norma tan extraña. Como no entendía casi nada de lo que le pasaba. Hasta el último porquerizo de la fortaleza podía azotarlo si le apetecía. Y si se revolvía solo conseguía una paliza aún más brutal de la guardia real y que lo metieran otra vez en el pozo. De vez en cuando los jóvenes ociosos lo acusaban falsamente de haberse defendido, cuando ni siquiera se había acercado a molestarlos, sólo para disfrutar con el espectáculo de la zurra que le propinaban los soldados. No recordaba haber hecho nada para merecer ese trato. ¿O sí? Se hizo un ovillo. Una vez había intentado escapar. Todo había cambiado después de ese día. Fue cuando el rey lo convirtió en bufón o lo que fuera aquello que era, porque él consideraba que no se había hecho merecedor de tal nombre. En realidad su único mérito consistía en esquivar los golpes tan bien como podía y en caerse bastante a menudo. Antes de aquello su existencia había sido bastante agradable. No recibía más pescozones de los que recibe un pinche de cocina, aunque le habían dejado bien claro desde niño que era un prisionero en el castillo. Pero un día había intentado huir. Se preguntó si, de haber podido volver atrás, lo hubiera intentado otra vez, a pesar de todo lo que había ocurrido después. Pero en aquellos momentos se sentía incapaz de decidirlo. Estaba demasiado agotado. Se durmió con la sensación de que olvidaba algo importante.
Abrió los ojos. Tenía la mejilla helada. Había oído ese nombre antes. Arjesen. Hacía dos otoños. Él estaba en el patio y alguien había gritado ese nombre, casi como un rugido. Los mozos de cuadra dejaron de pegarle y se volvieron con curiosidad hacia la pequeña ventana a ras de suelo que se abría al nivel superior de las mazmorras. Era diminuta y oscura, pero de sus entrañas surgía el fragor de una lucha encarnizada y entre las voces de alarma alguien repetía ese nombre sin parar. De pronto el bufón comprendió que lo habían estado llamando a él. Se sintió aún más perdido, con los ojos abiertos en la oscuridad. Después suspiró. Ahora lamentaba haberse comido toda la manzana de golpe la última vez. No podía dejar de pensar en esa manzana y en el sabor que tenía. La boca se le llenó de saliva. Supuso que estaba muy mareado, porque el suelo del pozo oscilaba sin parar bajo él como si lo estuviera acunando.
2 . El bufón (2)

Aquella noche Caens y Nérdegar se habían reunido en el pequeño refectorio de la torre sur. La chimenea estaba encendida y el resplandor de las llamas se reflejaba en los largos cortinajes de terciopelo granate.
—¿Cuándo tiempo lleva allí? —le preguntó Caens a su anfitrión, algo extrañado. Realmente había perdido la cuenta.
—Cinco días —le respondió Nérdegar—. No lo sacaré del pozo hasta que tú y tu esposa os hayáis marchado de Ofräem. Si es cierto que ella no sabe nada, es mejor que no vuelvan a verse.
Caens elevó las cejas.
—Afortunadamente para él, he decidido partir mañana o quizá al día siguiente—. Por un momento el rey de Nydgaal pareció dudar—. ¿No estás forzando demasiado la resistencia de ese muchacho? Después de todo lleva el dogal. Podría morir de hambre.
—He llegado a tenerle un mes en el pozo y no ha muerto —le dijo el rey de Ofráëm con tranquilidad—. No me he atrevido a dejarlo más tiempo, pero sospecho que también lo resistiría.
Caens frunció apenas el ceño. Acarició con sus dedos el brazalete de hierro blanco que rodeaba su muñeca derecha. Nérdegar leyó claramente el estado de ánimo de su huésped en aquel gesto involuntario.
—A veces me pregunto si esos dogales son realmente tan infalibles para inhibir sus poderes. Tú lo viste moverse sobre la mesa del banquete, Nérdegar. Igual que yo.
—Creo que ciertas características ya las poseen de nacimiento —le respondió Nérdegar que no parecía en absoluto preocupado. Sonrió—. Y dicen que la necesidad es un gran maestro. No te preocupes por como se mueve Arjesen en el juego. Sé a ciencia cierta que él mismo no es consciente de lo bien que lo hace.
—Pero el caso es que, lo sepa o no lo sepa, lo hace demasiado bien —insistió Caens sin dejarse convencer por las palabras de su anfitrión.
—Lo realmente importante para nosotros es que ellos no descubran su verdadero origen. Como tú dices, no conocemos hasta que punto los contienen sus dogales. Pero si no saben quienes son, no intentarán dominar poderes que no saben que poseen.
—Eso es válido para Arjesen y para Briseyd. Pero ¿qué me dices de Kerrar?
Nérdegar frunció el ceño y sus labios se fruncieron en un gesto de desagrado.
—Kerrar es intratable. Es tan grande como su padre y posee la fuerza y el genio de un león. Te juro, Caens, que nunca he visto a nadie tan alto. Sólo por eso ya resulta peligroso y me veo obligado a tenerlo siempre cargado de cadenas, en lo más profundo de las mazmorras. Además, al contrario que su hermano, él recuerda muchas cosas.
—Era de esperar, Nérdegar. Cuando los cogimos Arjesen apenas había cumplido los dos años y Briseyd era una recién nacida, pero Kerrar ya tenía casi diez —murmuró Caens—. Era muy protector con su hermano menor.
—No ha cambiado. Cada vez que lo veo me pregunta por Arjesen y se enfurece porque no le permito verlo. Hace dos otoños lo hice sacar de las mazmorras para trasladarlo. Distinguió de lejos a su hermano a través de una diminuta ventana enrejada que daba al patio de armas. Aún no me explico cómo lo reconoció después de tanto tiempo. Pareció enloquecer. Necesitamos a más de diez guardias para contenerle, encadenado y todo como estaba.
Durante un rato se quedaron callados, al calor de la chimenea.
—La última vez que vine Arjesen no era tu bufón —le comentó Caens a su anfitrión.
—La última vez que viniste tú tampoco estabas casado con Briseyd —le replicó Nérdegar con sorna.
Caens ignoró el comentario.
—Sin embargo recuerdo que el chico te agradaba.
Nérdegar le lanzó una mirada algo extraña.
—Hubo una época en que sentí cierta debilidad por él. Era un niño muy risueño. Y dulce. Al contrario que su hermano, siempre estaba sonriendo—. Nérdegar se recostó contra la silla y se quedó abstraído por unos momentos—. Me gustaba verlo corretear por la fortaleza. Hasta di orden de que nadie podía ponerle una mano encima, salvo yo. Una actitud muy poco propia en mí. Iba bien vestido, comía como era debido y creo que incluso llegó a tomarme cariño. Pero poco después de cumplir catorce años intentó escapar —. Nérdegar arrugó el ceño, pero no había realmente enojo en aquel gesto sino una terrible gelidez.
—Un muchacho desagradecido —dijo el rey de Nydgaal, aunque no sabía muy bien a donde iba a parar Nérdegar.
—No esperaba que fuera agradecido, Caens. Esperaba que fuera inteligente. No lo fue. Así que después de eso le cambié por completo las reglas. Lo convertí en un bufón al que todo aquél que quisiera podía golpear sin temer ninguna represalia. Y él en cambio tiene prohibido devolver ni un solo golpe. Darle comida o ropa está castigado con perder una mano. Lo conozco. Si alguien le ofreciera ayuda, él no la aceptaría para no poner en peligro a su benefactor. Por lo tanto se ve obligado a vivir de lo que encuentra. Con un poco de esfuerzo personal por mi parte conseguí incluso que se olvidara de lo que era sonreír.
Caens elevó las cejas.
—¡Por todos los dioses, Nérdegar!.
—Supongo que es bastante cruel —le dijo el rey de Ofräem con frialdad—. Pero puedo permitírmelo.
—¿No temes que intente escapar otra vez?
—Le hice saber con toda claridad que si lo intentaba de nuevo le cortaría la cabeza a todos los amigos de su infancia y a sus familias—. La mirada de Nérdegar se fijó en su invitado con un brillo amenazador en sus ojos grises y almendrados —. Como te he dicho era un niño encantador. Hizo muchos y muy buenos amigos.
—Realmente lo habrías matado el día del banquete —reflexionó el rey de Nydgaal un tanto sombrío.
El rey de Ofräem se rió con desgana.
—¿Me tomas por idiota? Tú te metiste en esto por venganza y quizá por eso crees que aún te queda honor, Caens. Pero yo soy sólo fiel a mis intereses. Si traicioné a los mismos señores de Faro Are, ¿qué me había de impedir traicionar a una niña de diecisiete años? Si llega el caso cumpliré mi palabra y mataré a todos y cada uno de los amigos de Arjesen. Y el día del banquete, sin ir más lejos, hubiera matado al paje sin pestañear siquiera. Pero no a él. Cuando y como lo mate, si algún día llego a hacerlo, será sólo decisión mía—. Esbozó una mueca desagradable—. Nunca obligado por la decisión de una niña, aunque esa niña sea tu reina y tu esposa.
—Realmente a veces me sorprendes —murmuró Caens.
—Engañar a una muchacha de diecisiete años no tiene nada de extraordinario.
—A mí también me engañaste, Nérdegar. Realmente creí que ibas a matar a Arjesen.
—Lo tomaré como un cumplido —se rió el rey de Ofräem.
—¿Dónde se encuentra ahora Kerrar? —le preguntó Caens para cambiar de tema. A veces aquel rey le inquietaba.
—En la torre de Trhomuwn. Nunca pensé que fuera buena idea tenerlos a los dos en el mismo lugar. Es ponérselo demasiado fácil a los señores de Pernmar. Durante estos últimos años he fortificado esa torre con el único objeto de poder acoger a Kerrar con garantías de que no podrá ser liberado.
—Trhomuwn está cerca de mi ciudad de Ressena. Entonces su presencia es el motivo de que las enfermedades hayan disminuido y las cosechas no hayan sido tan malas este último año en mis tierras del norte.
—Me temo que sí.
El rey de Nydgaal se levantó.
—¿Hiciste lo que te aconsejé?
—Sí. Kerrar debería estarte agradecido. Tiene a todas las mujeres que desea. Sin embargo sigo pensando que son demasiado jóvenes aún para tener descendencia. La estirpe de Umruhre nunca ha sido muy prolífica.
—Inténtalo de todas formas también con Arjesen. Si pudiéramos hacerlos criar, tendríamos muchos menos problemas.
Nérdegar contempló el brazo de su sillón, mientras lo acariciaba.
—Sabes que cuando la Ascensión se presenta la mayoría de los celestiales se desvanecen. Y, con el destino que les reservamos ahora, dudo que ninguno de los que pudieran nacer a partir de este momento recibiera una impronta tan honda de nuestro mundo como para quedar anclado aquí. Sin dogales, los perderíamos a todos y no creo que el dios muerto nos ceda ni un palmo más de la correa que aún le queda.
Caens se detuvo ante el fuego. Luego se volvió a mirarle.
—Sin embargo algunos no pudieron irse. ¿Por qué? Tú los conocías bien. ¿Qué les impidió desligarse de este mundo y de su cuerpo mortal?
—No lo sé. De hecho creo que ni siquiera ellos lo saben con certeza. Simplemente sucede. Alcanzan los quince o dieciséis años, la edad de la Ascensión, pero antes reciben una impronta de forma inesperada —Nérdegar arrugó el ceño, recordando—. Un árbol centenario en medio de un bosque que les impresiona profundamente, como le ocurrió a Aggar de Rhee. O un animal singularmente majestuoso. Un genio de las tormentas. Se dice incluso que Isambard de Ise recibió la impronta de su propia espada, porque el metal que le daba forma respiraba y estaba vivo— De repente el rey de Ofraëm parecía extrañamente distante—. Aunque conocí a un celestial al que le impidieron ascender de forma violenta hasta el punto de casi matarlo —murmuró—. Es la única excepción. La norma es un aspecto de nuestro mundo que les atrae poderosamente y ya no pueden irse. La Ascensión nunca les llega.
Caens meditó sobre lo que acababa de escuchar.
—El celestial del que hablas quizá estaba demasiado débil para ascender. Ese podría ser un camino, mantenerlos al borde de la muerte cuando llegan a la edad de la Ascensión.
—Puede —le concedió Nérdegar, mirándole—. Sin embargo eso solo solucionaría una parte del problema: sigue siendo un riesgo tener celestiales sin dogal a nuestro alrededor, por débiles que estén y por mucho que desconozcan su propia naturaleza.
—Podemos arriesgarnos mientras aún sean niños. Eso nos da tiempo. ¿Y no se cuenta acaso que Fërngàel de Nerhu aún conserva la otra mitad de la correa de Sheran?
—Sería más fácil arrancársela de la boca a un lobo hambriento —le señaló Nérdegar.
Caens dudó un instante.
—Pero no imposible. No, si tú pones tus cinco sentidos en ello —dijo al fin.
Nérdegar no sonrió. Ni siquiera el halago de un hombre severo, que no solía dispensarlos con facilidad, hacía mella en él.
—Tu fe en mí es excesiva —respondió simplemente.
—Nunca he tenido fama de ser excesivo en mis apreciaciones —respondió Caens con cierta rudeza—. Y necesitamos más celestiales, Nérdegar. Lo sabes. La tierra languidece sin ellos.
Nérdegar sopesó aquella respuesta antes de hablar de nuevo.
—¿Y qué hay de Férenwir?
—Férenwir no es tan fácil de manejar. Sabe perfectamente lo que pretendemos y se niega a tomar a ninguna mujer. Y no se le puede obligar si no accede por propia voluntad. Conoces a Hroan tan bien como yo, pero ni siquiera él ha conseguido forzarle a hacerlo hasta el momento. Quizá deberías aconsejarle —le sugirió Caens.
—Lo haré, si te complace —le concedió Nérdegar con un gesto lánguido. Lo contempló repentinamente interesado—. ¿Y qué pasaría si tú tuvieras un hijo con Briseyd?
—Yo sólo tuve dos hijos, Nérdegar. Valeim y Niens Arjone. Y a los dos me los arrebató Irta de Rhee. Briseyd es la hija de su hermano. Ella podrá ser mi esposa, pero sus hijos nunca podrán ser mis hijos.
Buenas Momo,

Por fin la tan esperada continuación!!

Primero, como impresión general, me ha parecido muy bien: a nivel narrativo no se hace pesado y se lee bien; la trama se desarrolla lo justo para mantener la intriga y querer saber cómo avanza la historia; la ortografía y gramática evidentemente correctas, nada que suene raro. La segunda parte me gusta más que la primera, no sabría decirte bien por qué.

Pero...   Big Grin

Big Grin
Big Grin
Big Grin
Big Grin
Big Grin

Te comento ahora algunas cuestiones que son bastante subjetivas:

- la primera parte tiene demasiadas frases cortas encadenadas para mi gusto. Me daba al sensación que iba "tropezando" al leer. A mí me gusta esa forma de escribir si es un pasaje más reducido. Para dejarme contento (a mí, claro) bastaría con algún punto y coma o puntos suspensivos.

- la segunda parte me parece muy bien como llevas el diálogo para explicar el tema de los celestiales sin caer en la tipica parrafada de wikipedia, la conversación suena muy natural. También la forma en que se le explica al lector las preguntas que se hace Arjesen sobre su nombre en la primera parte. Lo único es que al final me perdí un poco con tantos nombres nuevos de repente, pero en el momento en que lo leí no me podía concentrar mucho, así que quizá fue eso.

- Siguiendo con la segunda parte, quizá faltaría un poco de ambientación, veo la conversación muy "desnuda". ¿Alguno de ellos se levanta y se rellena la copa? ¿rebulle inquieto? Creo que con un par de frases así el lector se introduciría más en la escena.

- Finalmente, lo único que me suena algo raro es que la reina se invente un nombre para el bufón y precisamente sea el suyo. Da a entender que lo sabe de forma inconsciente, pero entonces ¿no deberían sorprenderse los reyes? o quizá no lo escuchan porque están lejos. No sé, ese punto me queda algo extraño, como que falta alguna frase explicativa. Por ejemplo: "Bryseid pensó en un nombre y Arjesen le vino a la mente. No sabía por qué, pero encajaba perfectamente con el chico, como si ese fuera su nombre en realidad, y no otro." Algo así  Wink

Creo que nada más... La historia tiene muy buena pinta! Sigue subiendo!

Un saludo!
Buenas, Momo, me leí los capítulos el año pasado y al fin aterrizo por aquí a comentarlos Tongue Feliz año!

La impresión que tuve al leerlos fue buena, lo cierto es que, como dice Aljamar, se lee bien. Creo que me leí con más facilidad la primera parte, con Arjensen en el pozo, y es que a mí me van más las escenas donde hay muchos pensamientos y reacciones. La segunda parte explica lo que decías y que yo criticaba en el otro post, así que estupendo. La verdad que los celestiales son criaturas intrigantes y el hecho de que los humanos los necesiten y al mismo tiempo los teman puede dar lugar a situaciones interesantes.

Lo único… Sigue sin convencerme el que Nérdegar actúe de manera tan cruel con la joven para atraerse su enemistad, sobre todo que luego parece ser algo estratégico y tal, pero bueno, tampoco digo nada, seguramente poco a poco se irá desarrollando este personaje y se entenderán más sus acciones.

Espero que sigas posteando pues!

Lástima por tu perra Sad Yo tuve a un pastor vasco con el que crecí durante toda mi infancia, con el tiempo se vuelven miembros de la familia, pero bueno, la vida no es eterna y cuando toca, toca.

Saludos!
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