Como explicaba en mi presentación, ando trabajando en algunos relatos (es una deuda que tengo pendiente con mi yo de pequeño). Y, como siempre que me pongo a escribir un relato, me zambullo de lleno en la creación del mundo donde se desarrollan, hasta el punto de que al final acabo sin escribir nada porque el universo que intento crear me supera
Pero, bueno, intentaré que esta vez no suceda. Para ello, voy a ir mostrando aquí el mundo donde se desarrolla la acción. Así, podré ir organizando ideas y ponerlas presentables para el lector (de momento solo tengo un caos mental de cojones).
Por favor, sentíos libres de criticar, atacar, preguntar, matizar, recomendar y hacer cuanto queráis con lo que aquí se exponga.
Hubo un tiempo en el que el Comeráneo no era un mar, sino un gran lago. Las tierras de Liberria y Almuarizón estaban unidas por valles y montañas, y en el Estrecho de Zues se alzaba un gigantesco muro de roca contra el que chocaban las olas de las dos masas de agua que separaba.
Un tiempo en el que los hombres utilizaban armas de piedra, convivían con gigantes, y huían si los dragones surcaban los cielos. Un tiempo en el que los glifos aún no habían sido inventados, y ni tan siquiera los jeroglíficos.
Pero más allá del actual Puente de Oricalco, había una isla mayor en tamaño que la propia Isclavia. Y en aquella isla había prodigios asombrosos, que tardarían miles de años en recuperarse.
La gentes de Adiltania (como hoy se conoce a aquella isla -saben los Dioses cómo se llamaba entonces) dominaban las artes de la fundición de los metales, la navegación, la astronomía, la ingeniería, las matemáticas, la música y la poesía.
Miraban con desprecio a los hombres que trabajaban la piedra, aquellos hombres que habitaban en las tierras continentales y que parecían monos a dos pies. Pero en Adiltania eso no era sorprendente: También miraban con desprecio a los propios Dioses.
Aquellas gentes, que otrora adoraron a Krasenón, de quien aprendieron el arte de surcar los mares, se habían vuelto altivos y arrogantes, en su isla de marfil. Señores de las ciencias y de las artes, ya no necesitaban a ninguno de los Dioses, cuyo único papel era ofrecer la ilusión de seguridad en épocas de oscura ignorancia.
Y así fue como dejaron de orar a los poderes sobrenaturales. Fundieron sus estatuas divinas para hacer otras nuevas consagradas a los reyes. Quitaron las placas de mármol de los templos para decorar las casas solariegas de los ricos comerciantes.
Olvidaron cómo se contaban las historias, pues ya estaban escritas en papel. También olvidaron cómo se navegaba con la única guía de las estrellas, porque tenían mapas. Incluso olvidaron cómo medir el tiempo en base al sol.
Y aquello encolerizó a Krasenón.
Así fue como un día, sin previo aviso, el tiempo se detuvo por un instante. Los pájaros se mantuvieron suspendidos en el aire, y las olas del mar no avanzaron. Quien estaba riendo, rio infinitamente ese segundo. Y quien estaba llorando, fue condenado a los lamentos eternos.
Y, de repente, un profundo temblor sacudió la realidad, y todo volvió a la normalidad. Nunca sabremos si aquellas gentes notaron el temblor. Puede que no, porque la realidad se había parado. Puede que sí, pero hicieron caso omiso, porque habían olvidado lo que aquello significaba.
Solo tres familias, que habían mantenido el saber de las historias antiguas y la fe en Krasenón, se subieron a sus botes pesqueros, y se internaron en el océano mientras caía la noche. Una noche en la que la Luna no apareció en el cielo.
Entonces, amparado en la oscuridad más absoluta, Krasenón se vengó de aquellas gentes arrogantes, y en una sola noche el mar se hubo tragado la isla.
Adiltania desapareció.
De las tres familias, hablamos en la próxima ocasión
Pero, bueno, intentaré que esta vez no suceda. Para ello, voy a ir mostrando aquí el mundo donde se desarrolla la acción. Así, podré ir organizando ideas y ponerlas presentables para el lector (de momento solo tengo un caos mental de cojones).
Por favor, sentíos libres de criticar, atacar, preguntar, matizar, recomendar y hacer cuanto queráis con lo que aquí se exponga.
Hubo un tiempo en el que el Comeráneo no era un mar, sino un gran lago. Las tierras de Liberria y Almuarizón estaban unidas por valles y montañas, y en el Estrecho de Zues se alzaba un gigantesco muro de roca contra el que chocaban las olas de las dos masas de agua que separaba.
Un tiempo en el que los hombres utilizaban armas de piedra, convivían con gigantes, y huían si los dragones surcaban los cielos. Un tiempo en el que los glifos aún no habían sido inventados, y ni tan siquiera los jeroglíficos.
Pero más allá del actual Puente de Oricalco, había una isla mayor en tamaño que la propia Isclavia. Y en aquella isla había prodigios asombrosos, que tardarían miles de años en recuperarse.
La gentes de Adiltania (como hoy se conoce a aquella isla -saben los Dioses cómo se llamaba entonces) dominaban las artes de la fundición de los metales, la navegación, la astronomía, la ingeniería, las matemáticas, la música y la poesía.
Miraban con desprecio a los hombres que trabajaban la piedra, aquellos hombres que habitaban en las tierras continentales y que parecían monos a dos pies. Pero en Adiltania eso no era sorprendente: También miraban con desprecio a los propios Dioses.
Aquellas gentes, que otrora adoraron a Krasenón, de quien aprendieron el arte de surcar los mares, se habían vuelto altivos y arrogantes, en su isla de marfil. Señores de las ciencias y de las artes, ya no necesitaban a ninguno de los Dioses, cuyo único papel era ofrecer la ilusión de seguridad en épocas de oscura ignorancia.
Y así fue como dejaron de orar a los poderes sobrenaturales. Fundieron sus estatuas divinas para hacer otras nuevas consagradas a los reyes. Quitaron las placas de mármol de los templos para decorar las casas solariegas de los ricos comerciantes.
Olvidaron cómo se contaban las historias, pues ya estaban escritas en papel. También olvidaron cómo se navegaba con la única guía de las estrellas, porque tenían mapas. Incluso olvidaron cómo medir el tiempo en base al sol.
Y aquello encolerizó a Krasenón.
Así fue como un día, sin previo aviso, el tiempo se detuvo por un instante. Los pájaros se mantuvieron suspendidos en el aire, y las olas del mar no avanzaron. Quien estaba riendo, rio infinitamente ese segundo. Y quien estaba llorando, fue condenado a los lamentos eternos.
Y, de repente, un profundo temblor sacudió la realidad, y todo volvió a la normalidad. Nunca sabremos si aquellas gentes notaron el temblor. Puede que no, porque la realidad se había parado. Puede que sí, pero hicieron caso omiso, porque habían olvidado lo que aquello significaba.
Solo tres familias, que habían mantenido el saber de las historias antiguas y la fe en Krasenón, se subieron a sus botes pesqueros, y se internaron en el océano mientras caía la noche. Una noche en la que la Luna no apareció en el cielo.
Entonces, amparado en la oscuridad más absoluta, Krasenón se vengó de aquellas gentes arrogantes, y en una sola noche el mar se hubo tragado la isla.
Adiltania desapareció.
De las tres familias, hablamos en la próxima ocasión