14/02/2019 07:08 PM
¡Hola amigos!
Me animo a compartir con ustedes el inicio de mi primera novela.
Seguramente tenga decenas de errores (de todo tipo y color), pero quería saber si creen que es un comienzo que los motiva a continuar, o si debería replantearme volver a hacerlo. Y si tienen un ojo más crítico, que cosas debería mejorar en mi escritura (o tener en cuenta en la correción) para que sea más amena.
Si tienen ganas de leer un poco más, les dejo anexado el archivo del capítulo uno completo.
Gracias de antemano. ¡Saludos!
Las gotas de lluvia chocaban frenéticamente contra una lápida cristalina, la cual resplandecía en un tono azulado por la tenue luz de luna que se filtraba entre las nubes. Cael la miraba fijamente. No quitaba su vista de allí, perdido entre las letras de la inscripción que tenía grabada. Sus mechones de cabello negro chorreaban agua a montones, deslizándose por su cara y uniéndose con las lágrimas que caían de sus ojos verdes. Alzó su mirada y contempló el paisaje. Estaba en lo alto de una verde colina. El pasto mojado cubría cada centímetro del suelo, desprendiendo olor a tierra húmeda.
Ese era el lugar favorito de su madre Sarah. La belleza de la colina era impresionante. Desde ese lugar se podía ver tanto su pueblo Dremhaven, como también el río que los separaba de las ruinas de Gardehn. Además, la colina contaba con numerosas flores de diversos colores y formas, que transmitían paz y tranquilidad a quien las mirara. Pero ese no era el caso. No esa tarde.
Las hermosas flores estaban siendo pisoteadas por un montón personas que Cael tenía a su alrededor, gente de su pueblo. Rostros que veía todos los días, pero con los que él no tenía ningún tipo de vínculo. Tanta gente a su alrededor, ¿por lo menos conocían siquiera a su madre, o solo estaban allí por cordialidad?
Su madre Sarah, a pesar de haber sido hija de una familia importante en la capital Gran Nuage, había elegido al lejano pueblo de Dremhaven como el lugar donde establecer a su familia. Rápidamente se ganó el cariño de todos allí. Amable y servicial, siempre a disposición de los demás, generosa y alegre. Cael admitió al instante que en realidad toda esa gente realmente quería y apreciaba a su madre. Tanta gente allí, pero no estaba el, su padre. Cael cerró fuertemente su puño durante un instante, y luego alivió la tensión. Tampoco le sorprendía su ausencia. Su padre se había ido y nunca más había vuelto. Ni siquiera valía la pena perder el tiempo pensando en él.
Cael volvió sus ojos al cielo y contempló durante unos segundos las difuminadas nubes que formaban un gran plano de un asfixiante y sucio gris. Bajó su cabeza y analizó la uniforme cicatriz en su mano derecha. Le ardía, pero no le importó. Su mente vagaba en recuerdos del pasado.
Pensó en el último momento en que vio a su madre con vida. La imagen de ella postrada en su cama, con el brillo de sus ojos apagándose lentamente, pero con una sonrisa. Siempre con una sonrisa.
Sarah había intentado despedirse, pero el no quiso escucharla. En aquel momento estaba negado a dejar morir a su única familia, pero a su vez se veía sumido en la impotencia por no poder salvarla. ¿Porque él pudo curarse y ella tenía que morir? Volvió a ver su cicatriz. Aunque sabía que muy pocas personas eran capaces de sobrevivir a la mortal enfermedad de anezhar, él no quería escuchar a su madre, solo quería salvarla.
Volvió a mirar el cielo, lleno de dolor por no haber podido decir una palabra tan simple: adiós. ¿Seguiría su madre allí, vigilándolo desde alguna estrella, desde algún lugar más allá del cielo? O desde donde sea el lugar al que iban las almas de la gente bondadosa. Porque tenía que existir algún lugar así, su madre no podía haber dejado de existir para siempre.
Las heladas gotas impactaban suavemente en su rostro. Pero el no sentía frío, ni siquiera sentía la lluvia en su cuerpo. No sentía nada salvo dolor. Estaba vació por dentro, y el sentimiento de tristeza al haber desperdiciado el último momento con su madre lo llenaba. Se preguntaba constantemente que hubiera cambiado si él no hubiera escapado aquella tarde. Pero la respuesta era siempre la misma: hubiera tenido la posibilidad de decir adiós.
Una mano se apoyó en su hombro y Cael giró la cabeza para ver quien lo estaba tocando. Pero allí no había nadie. De hecho se percató en que no había nadie más en todo el lugar. ¿Y la gente que hasta hace un instante estaba junto a él? Miró a los alrededores, pero no había ni una persona.
—Cael. —Una conocida y melodiosa voz sonó a sus espaldas.
Cael volvió su vista al sitio en que estaba la lápida, pero esta había desaparecido. Ahora en su lugar se encontraba de pie una mujer con un sencillo vestido de un amarillo apastelado con ribetes blancos. Era una mujer de rasgos delicados, con finos cabellos dorados e intensos ojos verdes. El mismo verde de los ojos de su hijo.
El joven quedó petrificado, pero rápidamente su rostro se transformó en una gran sonrisa.
—¡Mama! —dijo con un nudo en la garganta que le impedía hablar con claridad. Alzó sus brazos, intentando llegar a ella, pero a medio camino se detuvo horrorizado con lo que estaba viendo. Su sonrisa desapareció en un instante.
Los ojos de la mujer empezaron a soltar lágrimas. Pero no eran transparentes como las de cualquier persona, eran lágrimas de sangre. Caían en su rostro mezclándose con la lluvia y dejando un rastró carmesí allí por donde pasaban.
Sarah sonrió, y levantó un brazo hacia su hijo.
Cael, entre dudas y horror, se dejó llevar por su corazón. Con o sin lágrimas de sangre, ella era su madre. Por fin podría despedirse.
—Madre… —dijo alzando el brazo para tomar su mano—. Adi…
Antes de pueda terminar la palabra, en el instante en que sus dedos rozaron a los de su madre, un rayo impactó en el lugar donde ella estaba situada, produciendo un fuerte estruendo acompañado de una luz cegadora.
Cael despertó agitado y transpirado, con la cicatriz de su mano derecha ardiendo suavemente. De nuevo volvía a revivir aquella secuencia de su vida, otra vez con un nuevo final. ¿Cuantas veces más iba a tener que volver a vivir esa pesadilla?
Se sentó en su cama, y con una parte de la sábana secó el sudor de su rostro. Respiró profundamente tratando de despejar su cabeza de aquellas imágenes horribles, pero el ardor en su mano era cada vez más intenso. El dolor aumentaba a cada segundo, produciendo un escozor que hacía a Cael sujetarla con su otra mano fuertemente.
Cael odiaba cada vez más aquella cicatriz, el ardor que le producía, y los recuerdos que le traía. Aunque a veces recapacitaba y llegaba a la misma conclusión: simplemente era una estúpida marca como secuela del Anezhar, considerada la peor enfermedad mortal. No conocía muy bien el tipo de consecuencias que tenían otros pocos afortunados como el, pero sabía que eran muchas de ellas eran peores que una cicatriz. ¿Algún día el mundo encontraría una cura para la maldita enfermedad? No lo sabía, ni tampoco era su mayor preocupación.
El dolor disminuyó a un nivel aceptable. Desde el día que se curó nunca había desaparecido ese ardor. Tuvo que aprender a vivir con el.
Cael tomó un cuadro colocado en una mesita a un lado de su cama, y observó la imagen del mismo. La fotografía estaba tomada en la misma colina en donde había sido enterrada su madre, un campo lleno de flores coloridas y césped verde, iluminados por la anaranjada luz del atardecer. Allí estaba Sarah junto a un niño en cada lado. Uno de ellos era un pequeño Cael de ocho años, quien tenía una tímida sonrisa en sus labios. Y el otro chiquillo, de tez bronceada, cabellos dorados y chispeantes ojos violetas, era su mejor amigo Kommet, quien al contrario de Cael, tenía una sonrisa tan amplia que mostraba todos sus perlados dientes. Así era el, siempre de buen humor.
Ambos estaban abrazados a ella, ambos la querían por igual. Cael recordaba perfectamente aquel día. El viento llevando consigo el perfume de las flores, la comida hecha por su madre para ellos. No tenían mucho dinero para grandes banquetes, pero no lo necesitaban. Eran felices con poco.
—Falta poco para volver a verte madre, solo espérame… —susurró suavemente mientras dejaba el cuadro en su lugar. El día que tanto estaba esperado había llegado.
Me animo a compartir con ustedes el inicio de mi primera novela.
Seguramente tenga decenas de errores (de todo tipo y color), pero quería saber si creen que es un comienzo que los motiva a continuar, o si debería replantearme volver a hacerlo. Y si tienen un ojo más crítico, que cosas debería mejorar en mi escritura (o tener en cuenta en la correción) para que sea más amena.
Si tienen ganas de leer un poco más, les dejo anexado el archivo del capítulo uno completo.
Gracias de antemano. ¡Saludos!
1.
Liberi Fatali
Las gotas de lluvia chocaban frenéticamente contra una lápida cristalina, la cual resplandecía en un tono azulado por la tenue luz de luna que se filtraba entre las nubes. Cael la miraba fijamente. No quitaba su vista de allí, perdido entre las letras de la inscripción que tenía grabada. Sus mechones de cabello negro chorreaban agua a montones, deslizándose por su cara y uniéndose con las lágrimas que caían de sus ojos verdes. Alzó su mirada y contempló el paisaje. Estaba en lo alto de una verde colina. El pasto mojado cubría cada centímetro del suelo, desprendiendo olor a tierra húmeda.
Ese era el lugar favorito de su madre Sarah. La belleza de la colina era impresionante. Desde ese lugar se podía ver tanto su pueblo Dremhaven, como también el río que los separaba de las ruinas de Gardehn. Además, la colina contaba con numerosas flores de diversos colores y formas, que transmitían paz y tranquilidad a quien las mirara. Pero ese no era el caso. No esa tarde.
Las hermosas flores estaban siendo pisoteadas por un montón personas que Cael tenía a su alrededor, gente de su pueblo. Rostros que veía todos los días, pero con los que él no tenía ningún tipo de vínculo. Tanta gente a su alrededor, ¿por lo menos conocían siquiera a su madre, o solo estaban allí por cordialidad?
Su madre Sarah, a pesar de haber sido hija de una familia importante en la capital Gran Nuage, había elegido al lejano pueblo de Dremhaven como el lugar donde establecer a su familia. Rápidamente se ganó el cariño de todos allí. Amable y servicial, siempre a disposición de los demás, generosa y alegre. Cael admitió al instante que en realidad toda esa gente realmente quería y apreciaba a su madre. Tanta gente allí, pero no estaba el, su padre. Cael cerró fuertemente su puño durante un instante, y luego alivió la tensión. Tampoco le sorprendía su ausencia. Su padre se había ido y nunca más había vuelto. Ni siquiera valía la pena perder el tiempo pensando en él.
Cael volvió sus ojos al cielo y contempló durante unos segundos las difuminadas nubes que formaban un gran plano de un asfixiante y sucio gris. Bajó su cabeza y analizó la uniforme cicatriz en su mano derecha. Le ardía, pero no le importó. Su mente vagaba en recuerdos del pasado.
Pensó en el último momento en que vio a su madre con vida. La imagen de ella postrada en su cama, con el brillo de sus ojos apagándose lentamente, pero con una sonrisa. Siempre con una sonrisa.
Sarah había intentado despedirse, pero el no quiso escucharla. En aquel momento estaba negado a dejar morir a su única familia, pero a su vez se veía sumido en la impotencia por no poder salvarla. ¿Porque él pudo curarse y ella tenía que morir? Volvió a ver su cicatriz. Aunque sabía que muy pocas personas eran capaces de sobrevivir a la mortal enfermedad de anezhar, él no quería escuchar a su madre, solo quería salvarla.
Volvió a mirar el cielo, lleno de dolor por no haber podido decir una palabra tan simple: adiós. ¿Seguiría su madre allí, vigilándolo desde alguna estrella, desde algún lugar más allá del cielo? O desde donde sea el lugar al que iban las almas de la gente bondadosa. Porque tenía que existir algún lugar así, su madre no podía haber dejado de existir para siempre.
Las heladas gotas impactaban suavemente en su rostro. Pero el no sentía frío, ni siquiera sentía la lluvia en su cuerpo. No sentía nada salvo dolor. Estaba vació por dentro, y el sentimiento de tristeza al haber desperdiciado el último momento con su madre lo llenaba. Se preguntaba constantemente que hubiera cambiado si él no hubiera escapado aquella tarde. Pero la respuesta era siempre la misma: hubiera tenido la posibilidad de decir adiós.
Una mano se apoyó en su hombro y Cael giró la cabeza para ver quien lo estaba tocando. Pero allí no había nadie. De hecho se percató en que no había nadie más en todo el lugar. ¿Y la gente que hasta hace un instante estaba junto a él? Miró a los alrededores, pero no había ni una persona.
—Cael. —Una conocida y melodiosa voz sonó a sus espaldas.
Cael volvió su vista al sitio en que estaba la lápida, pero esta había desaparecido. Ahora en su lugar se encontraba de pie una mujer con un sencillo vestido de un amarillo apastelado con ribetes blancos. Era una mujer de rasgos delicados, con finos cabellos dorados e intensos ojos verdes. El mismo verde de los ojos de su hijo.
El joven quedó petrificado, pero rápidamente su rostro se transformó en una gran sonrisa.
—¡Mama! —dijo con un nudo en la garganta que le impedía hablar con claridad. Alzó sus brazos, intentando llegar a ella, pero a medio camino se detuvo horrorizado con lo que estaba viendo. Su sonrisa desapareció en un instante.
Los ojos de la mujer empezaron a soltar lágrimas. Pero no eran transparentes como las de cualquier persona, eran lágrimas de sangre. Caían en su rostro mezclándose con la lluvia y dejando un rastró carmesí allí por donde pasaban.
Sarah sonrió, y levantó un brazo hacia su hijo.
Cael, entre dudas y horror, se dejó llevar por su corazón. Con o sin lágrimas de sangre, ella era su madre. Por fin podría despedirse.
—Madre… —dijo alzando el brazo para tomar su mano—. Adi…
Antes de pueda terminar la palabra, en el instante en que sus dedos rozaron a los de su madre, un rayo impactó en el lugar donde ella estaba situada, produciendo un fuerte estruendo acompañado de una luz cegadora.
Cael despertó agitado y transpirado, con la cicatriz de su mano derecha ardiendo suavemente. De nuevo volvía a revivir aquella secuencia de su vida, otra vez con un nuevo final. ¿Cuantas veces más iba a tener que volver a vivir esa pesadilla?
Se sentó en su cama, y con una parte de la sábana secó el sudor de su rostro. Respiró profundamente tratando de despejar su cabeza de aquellas imágenes horribles, pero el ardor en su mano era cada vez más intenso. El dolor aumentaba a cada segundo, produciendo un escozor que hacía a Cael sujetarla con su otra mano fuertemente.
Cael odiaba cada vez más aquella cicatriz, el ardor que le producía, y los recuerdos que le traía. Aunque a veces recapacitaba y llegaba a la misma conclusión: simplemente era una estúpida marca como secuela del Anezhar, considerada la peor enfermedad mortal. No conocía muy bien el tipo de consecuencias que tenían otros pocos afortunados como el, pero sabía que eran muchas de ellas eran peores que una cicatriz. ¿Algún día el mundo encontraría una cura para la maldita enfermedad? No lo sabía, ni tampoco era su mayor preocupación.
El dolor disminuyó a un nivel aceptable. Desde el día que se curó nunca había desaparecido ese ardor. Tuvo que aprender a vivir con el.
Cael tomó un cuadro colocado en una mesita a un lado de su cama, y observó la imagen del mismo. La fotografía estaba tomada en la misma colina en donde había sido enterrada su madre, un campo lleno de flores coloridas y césped verde, iluminados por la anaranjada luz del atardecer. Allí estaba Sarah junto a un niño en cada lado. Uno de ellos era un pequeño Cael de ocho años, quien tenía una tímida sonrisa en sus labios. Y el otro chiquillo, de tez bronceada, cabellos dorados y chispeantes ojos violetas, era su mejor amigo Kommet, quien al contrario de Cael, tenía una sonrisa tan amplia que mostraba todos sus perlados dientes. Así era el, siempre de buen humor.
Ambos estaban abrazados a ella, ambos la querían por igual. Cael recordaba perfectamente aquel día. El viento llevando consigo el perfume de las flores, la comida hecha por su madre para ellos. No tenían mucho dinero para grandes banquetes, pero no lo necesitaban. Eran felices con poco.
—Falta poco para volver a verte madre, solo espérame… —susurró suavemente mientras dejaba el cuadro en su lugar. El día que tanto estaba esperado había llegado.