Este relato de Nuc fue presentado en el Dragón Lector hace ya bastante tiempo, por simple despiste había olvidado corregirlo y subirlo.
A donde nos lleve la marea
Allí él era el Rey, la autoridad suprema, el Emperador.
No había otro modo de que un hombre alcanzara un puesto de relevancia en la sociedad Electa, sino era en el mar. Todos los puestos de responsabilidad recaían en las hembras. Tholkar escupió por la borda y los huesos pronunciados de su mentón y cejas se tensaron por el acto. Ninguna mujer Electa pondría un pie en un barco por tradición. Aunque se reservaran el alto mando de la flota, allí, solos en la mar, sobre la cubierta del Corriente Profunda, solo mandaba Tholkar.
Ser Capitán era el máximo escalafón que podía alcanzar un Electo.
Las mujeres de su raza habían recibido el don de la inteligencia y por tanto, la responsabilidad del mando… ellos en cambio habían sido escogidos para pasiones más terrenales, la fuerza, por tanto la lucha, el proveer y el arrebatar eran sus cometidos. El fuerte dimorfismo sexual de su especie ligaba el destino de hombres y mujeres Electos por igual… pero Tholkar no se consideraba estúpido, había conocido a muchos de sus iguales que sí lo eran: mentes simples, obedientes y disciplinados como buenos soldados electos. Él ambicionaba más. Su pequeño reino, el Corriente Profunda, se quedaba pequeño ante su codicia…
Pero si había algo que adormecía esa inconformidad era la batalla. La guerra, la sangre, el humo… Atoraban sus sentidos, estimulaban sus músculos y enardecían su pasión. Un hombre Electo no era verdaderamente un hombre hasta que arrancaba el alma de un ser inferior, no alcanzarían su potencial sino alimentaban su violencia. Tholkar era consciente que si el Imperio Electo no se encontrase en perpetua guerra con los países adyacentes ya se habría destruido a sí mismo, por mucha inteligencia que las mujeres electas hubiesen destinado a evitarlo.
Y allí estaba, en medio del revuelto Mar de los Antiguos, con su pesada armadura fijándolo al suelo como un monumento pétreo e imponente, al mando de una treintena de hombres con su mismo arrojo y entereza. Navegando sobre aguas plateadas en pos de un plan que no alcanzaba a comprender.
Ardenkia Anghanesisthonder, Emperatrix de los Electos, había enviado las órdenes sin explicación alguna, en un insulto encubierto para Tholkar. Como si su mente bruta y opaca no pudiese comprender las sutiles intenciones de la cabeza de todo un imperio.
No importaba. Las órdenes que enviaba bien podía cumplirlas. Ardenkia quería a los oficiales vivos sobre todo de haber algún Emisar. Lo había remarcado en un nuevo insulto a su inteligencia.
El desdichado buque, procedente de Meridian, fluía veloz como si avisados por los mismos dioses fueran conscientes del peligro. No importaba. No tendrían opción alguna de alejarse del Corriente Profunda. Los dos Catalizadores que se situaban en la popa de su nave servían para potenciar la velocidad en sustitución de las velas.
Solo tenían que esperar hasta encontrarse a la distancia adecuada.
Noridan había nacido en la Costa de los Imos hacía ya casi cien ciclos. Pero la vejez, maldición persistente en todo humano, no era la más dura de las pruebas a las que se enfrentaba su espíritu. Él era un Emisar de la Orden de los Verdaderos, y no uno cualquiera. Un hacedor de patrones y un poseedor de órdenes mentales, en definitiva, un experto en Ormántica. Diseñar patrones era extraño incluso entre los más versados Emisars, tan solo un puñado de individuos de entre toda la orden había alcanzado tal nivel de conocimiento… y todos y cada uno de ellos, habían pagado el mismo precio de Noridan. La demencia.
Sin embargo, los breves momentos en los que su mente se superponía a su enfermedad, eran los más bellos, por escasos, que experimentaba. En esos instantes podía observar con lucidez los hitos su pasado, embelesarse del paisaje, soñar con su familia. Ese era el premio que la Orden le había concedido tras más de una década implorándolo. El premio de regresar a los Territorios Acráticos, a su natal Costa de los Imos, al lugar donde todavía estaban establecidos sus sobrinos.
No podía sino lamentar la tardanza. Que en los últimos estertores de su ya larga vida, la orden hubiese concedido su tan anhelado deseo; no compensaba la interminable cadena de negativas que había obtenido por respuesta hasta entonces.
Lo entendía.
La gente como él, cuerda o no, era valiosa para la orden por los secretos que contenían.
Pero no lo aceptaba.
Tal vez en su juventud hubiese encontrado la energía necesaria para enfrentarse al consejo, pero ahora…
¿…Ahora qué?
¿Qué hacía en aquel barco? Que bella visión lo capturó cuando avistó a una inmensa mole de madera surcando el mar en su dirección. ¿Pero qué hacía él allí? El mar era precioso y salvaje, pero se sentía confuso sobre aquella cubierta. Descubrir y tratar de dominar el patrón de la pronosticación veinte años atrás había sacudido sus capacidades para siempre. En esos momentos cuando se sentía fuera de lugar, aprisionado por su estupidez y babeando como un infante, era contradictoriamente capaz de recordar aquel instante de descubrimiento con absurdo detallismo. Un patrón capaz de predecir y un bobo para dominarlo. Un bobo incapaz de transmitirlo, de enseñarlo.
Tal vez, de recuperar el momento de lucidez habría sido capaz de advertir a los tripulantes del enorme espolón que se dirigía hacia su buque. En cambio soltó un sonoro aplauso ante el espectáculo y profirió una carcajada.
Luego se escuchó el sonido de un martillo contra un yunque.
Un terremoto en alta mar.
El cielo sobre su cabeza.
Gritos de pánico ensordecieron el ambiente mientras un ejército tomaba el buque.
Algo valioso transportaban los meridians, el buque Toriena de Meridian (como indicaba en su costado), de casi el doble de tamaño que el Corriente Profunda, estaba bien defendido. Tholkar envío a todos sus guerreros, los cuales iban bien pertrechados, al abordaje. Todo soldado Electo portaba una poderosa armadura, no importaba que fuese en tierra o en el océano. Caer al mar significaría una muerte segura, pero era un precio que los bravos soldados Electos estaban dispuestos a pagar.
Un honor incluso.
Un honor del que el mismo Tholkar participaba.
No era como esos generales que observaban desde la retaguardia. Todo hombre Electo enfrentaría una batalla sin miedo alguno… y si alguno de los suyos titubeaba… el mismo lo pasaría por la espada. No era para menos, la gloria de la Emperatrix Ardenkia estaba en juego.
—¡Por los Anghanesisthonder! ¡Por la gloria de Supranath! ¡Por la Morada Perdida! —gritó Tholkar mientras avanzaba con paso seguro a la batalla.
Como respuesta se oyeron vítores, se oyó júbilo y pasión. La guerra era su medio natural y en él los electos estaban dispuestos a bañarse con la sangre de sus enemigos.
Desenfundó su mandoble, una bestia de acero de tres varas de longitud y tan ancho como su brazo. Lanzó un tajo contra el primero que osó levantar su enclenque lanza meridiana contra él. Su mandoble, en su trayectoria, astilló la madera arrancando la cabeza a la lanza y la del pobre infeliz que la sostenía. El cuerpo cayó sobre la cubierta y se deslizó a merced de los cabeceos que daba el buque en su lento hundimiento.
Otro ingenuo se le acercó.
Lo embistió con el hombro arrojándolo por la borda. Sin embargo, un tercero logró perforarle con su lanza bajo el omóplato. El frescor de la sangre deslizándose por el interior de la armadura le hizo estallar de júbilo.
¡Por fin un desafío!
Tocó el catalizador circular situado sobre el pecho de su armadura con el guantelete y lo presionó.
Su armadura se volvió ligera de repente.
Se sintió veloz. Potenciado.
Aunque su mandoble pesaba lo mismo, él ya no tenía que arrastrar los kilos de peso de su conjunto. Era el momento de que él y los suyos dieran por terminado aquel abordaje. No olvidó las exigencias de Ardenkia… después de todo él no era un bobo.
Arrancó de cuajo la cabeza del lancero que había osado herirlo y sintió cierta decepción ante la facilidad que supuso. Bajó el yelmo y avanzó como un ariete entre las filas de lanceros que protegían la mercancía y a los pasajeros que se ocultaban bajo las escotillas que conducían a la bodega.
Arremetió por el centro rompiendo sus filas… cercenando sus piernas. En cierto momento perdio su mandoble en un choque frontal y remató al enemigo reventándolo con sus propios guanteletes potenciados contra la cubierta.
Respiró hondo y observó orgulloso su armadura cubierta de sangre escarlata. Sus propios soldados lo miraban maravillados. Se regocijó en el ejemplo que supondría para los más nuevos entre sus filas. Aprovechó el impas para recargar de polvo de hueso el catalizador de la armadura, que se había consumido en la vorágine de su pasión…
Y recuperó su espada volviendo a la carga y destrozando a los pocos lanceros que resistían en pie, sin ceder ante el horror de la carnicería. Entonces reparó en un viejo enclenque que miraba sin ver sobre la cubierta. Ojos cansados que parecían no comprender. Pero su ropa… tenía los colores de la Orden de los Verdaderos.
Era un Viejo Emisar. La razón más que probable detrás de la orden de la Emperatrix.
Los últimos lanceros arrojaron sus armas y se arrodillaron. Rendidos. Tholkar ordenó a los suyos eliminarlos. Cercenaron sus gargantas y los arrojaron al mar. Cualquier soldado que se rindiese no merecía clemencia alguna. Los Electos eran una raza orgullosa, de guerreros, no tolerarían jamás el insulto de la rendición. En su lugar, Tholkar habría deseado lo mismo, una muerte rápida y clemente que limpiara con su sangre la vergüenza.
Sus soldados comenzaron a sacar de la bodega a los pasajeros. El terror de sus rostros, alimentó su victoria. Su miedo no era sino la más alta forma de respeto para la raza superior de los Electos.
En cambio el anciano lo desafió con la mirada. Una mirada boba con una boca babeante. ¿De verdad podía ser eso lo que buscará la Emperatrix de los Electos?
Que así fuera, no era problema suyo. Pero no permitiría que le faltasen al respeto delante de los suyos.
Cogió al viejo Emisar por el cuello de la toga y lo arrastró hasta el Corriente Profunda. Lo arrojó como el saco de huesos que era y algo se quebró en su caída.
Tholkar maldijo. Que delicados podían ser los humanos, incluso más que una mujer Electa. Lo sostuvo de nuevo y el hombre se agarró agonizante a su pecho.
De algún modo consiguió abrir el mecanismo de su catalizador.
De algún modo tocó el hueso.
De algún modo sus ojos se iluminaron como llamas azules.
De algún modo su voz habló gutural como proveniente de algún profundo abismo.
—Aquende de tu tierra la Emperatrix vierte veneno sobre sus propias hermanas. Allende de los mares la Emperatrix hunde su espada en tierras ajenas.
»Guerra, catástrofe y desgracia se sembraran para humanos y electos por igual. Muerte, sangre y enfermedad se cosecharan por siglos. Pero ninguno vencerá al hambre, solo aquellos del mundo ulterior pueden vencer a la muerte. Solo aquellos del mundo ulterior pueden sobrevivir a la desolación. La noche estrellada tiene la respuesta en su luz. Pero es la marea la que guía al héroe en su destino.
—¡Qué estás diciendo maldito demente! —dijo Tholkar ido de ira mientras apretaba la cabeza del anciano con sus guanteletes.
La voz se volvió más densa y profunda en respuesta.
—Habló del héroe. Habló del hombre que ha traicionado sus ideales por otros más altos. Habló del hombre que ha sellado el peor de los pecados por honor. Habló del hombre al que tú matarás. Tú, abominación, con tus actos condenarás al pueblo Electo. Tú, deshecho, condenarás al mundo de los hombres. Nos condenarás a todos, puesto que solo él puede evitar el destino aciago que viene del cielo. Solo él puede detener el advenimiento. Por lo que solo tú puedes…
La cabeza del viejo Emisar reventó entre los guanteletes de Tholkar… No había sido a propósito. Había entrado en pánico ante la voz profética del anciano. Los Electos eran un pueblo que tenía muy en cuenta las predicciones, una predicción había guiado a su pueblo a través del vasto océano desde la Morada Perdida hasta Almimuty… Pero las predicciones eran destino de mujeres… un hombre no podía ser objeto de ellas, era un mal augurio.
Todos sus soldados desde la borda del Toriena de Meridian lo miraron expectantes.
¡No! Se dijo Tholkar volviendo en sí.
No permitiría en un viejo demente humano guiara los designios de su pueblo o los de su Emperatrix, mucho menos los suyos propios. Se limpió los sesos de la armadura y arrojó el cuerpo del emisar a las profundidades.
Nunca nadie sabría lo que ocurrió en ese barco. Se acercó a los catalizadores de popa y los activó alejando al Corriente Profunda del buque moribundo ante la mirada incrédula de los suyos. Allí abandonó a los pasajeros del Toriena de Meridian y sus propios soldados por igual… a su nefasto destino.
Pronto las frías aguas los reclamarían.
Solo él regresaría al Golfo de los Invictos. Allí sería recogido a la deriva, puesto que era demasiado complicado pilotar un barco él solo. Debía conformarse con eso.
Allí explicaría a los suyos que un grupo de emisars bien entrenados rechazó el abordaje… Sería la primera vez que fallaba a su Emperatrix… y la última.
Nadie lo libraría de un castigo cruel, eso era seguro. Pero al menos nadie más habría oído la funesta y críptica profecía. Porque ningún marino desea ni debe saber a dónde lo lleva la marea. © Created by Miles.
Atrás solo quedan los errores, adelante en cambio hay... errores nuevos, pero imprevisibles y diversos. Disfrutaré y lamentaré cada uno de ellos a su debido tiempo.