01/09/2015 06:03 PM
Buenas de nuevo, aquí os dejo la última parte de nuestro intrépido enano... Como siempre las críticas son más que bienvenidas!
Tomó una senda estrecha que ascendía serpenteando por la ladera de la montaña. Avanzaba todo lo rápido que le permitía el camino, intentando poner la mayor distancia entre las bestias y él. Cuando ya llevaba un buen rato subiendo se detuvo a tomar aliento. Jadeando, se apoyó en el tronco de un enorme abeto y escuchó con atención. Parecía que nadie le seguía. Suspiró y se relajó. Intentaría dar la vuelta y retroceder por la parte alta del valle; con un poco de suerte podría salir de allí sin enfrentarse de nuevo a aquellos engendros.
En ese momento oyó unos gruñidos que venían de más abajo. Se le heló la sangre en las venas. Habían descubierto su rastro y estaban tras su pista.
Leid miró hacia adelante. El sendero seguía subiendo y los árboles comenzaban a escasear. El sol ya había despuntado y la bruma se disipaba rápidamente. El enano se dio cuenta de que no tendría muchas oportunidades de esconderse si seguía por allí. Miró hacia todos los lados con desesperación. Junto a él había un peñasco enorme; vio una grieta estrecha, apenas suficiente para alguien de la estatura de un enano, en la sombra que se proyectaba sobre la roca. Parecía bastante profunda. Se acercó y miró el interior. Podría esconderse allí, pero si no tenía salida estaría encerrado dentro. Leid se volvió hacia el sendero. Las voces se oían cada vez más cerca. También podría ser que las bestias abandonaran la persecución si no encontraban su escondite. Leid observó de nuevo la grieta. El tiempo se agotaba, no tenía otra opción. Tomó aire y se introdujo por la abertura.
Sus ojos de enano pronto se acostumbraron a la oscuridad. Avanzó unos pasos y se encontró con que la grieta se ensanchaba bruscamente y al cabo de un rato desembocó en un espacio más amplio, como una cueva. Hacía siglos que los enanos habían tenido que abandonar sus hogares subterráneos, pero su instinto no había desaparecido, y Leid se dio cuenta inmediatamente de que aquello no era obra de la naturaleza.
La excitación creció en su interior. ¿Era posible que hubiera encontrado aquello que habían ido a buscar? No podía ser, según el mapa de Brunden aún tenían que cruzar esas montañas y llegar al siguiente valle. Además, no parecía obra de enanos. Si lo que se decía era cierto, ni siquiera un aprendiz de los tiempos antiguos habría hecho un trabajo tan tosco como lo que veía el joven cronista. No, debía tratarse de otra cosa.
De pronto le asaltó la sensación de que no estaba solo. Desenvainó la espada lentamente, sin hacer ruido, y aguzó el oído. No se oía nada, aparte de un débil murmullo de agua que se filtraba entre la roca. Se giró y miró por la grieta que le había conducido hasta allí. Al fondo se distinguía la claridad del día que entraba desde el exterior, como una cicatriz de luz en medio de la oscuridad, pero no había señales de las bestias. De todos modos, sería imposible que lo siguieran por un sitio tan angosto. No había nada que temer por ese lado.
Con la espada en alto, el enano dio unos pasos hacia el centro de la cueva. La sensación seguía presente, pero la sala parecía completamente vacía; de hecho daba la impresión de que nadie había estado allí en mucho tiempo. Descubrió lo que parecía la entrada de un pasadizo a su derecha, lo bastante grande para que dos humanos cupieran sin problemas, pero parecía igualmente desierto. Entonces algo a su izquierda atrajo su atención. La pared allí era más lisa, como si la hubieran pulido, y daba la impresión de que había algo grabado en ella.
Leid se acercó y se quedó boquiabierto por la sorpresa.
—¡Por el Gran Gusano! —susurró.
Aquello sin duda sí era obra de enanos: se trataba de una doble hilera de runas, encadenadas formando el contorno de una puerta. Resultaba evidente que eran muy antiguas, pero aun así se conservaban en excelente estado. De la línea externa salían otras runas que engarzaban con la interna en varios puntos, como si las cosieran. Leid apenas sabía de escritura rúnica, pero reconoció en seguida una disposición tan particular. Las runas intermedias eran sellos. Se trataba de una cámara sellada.
Dio un paso atrás involuntariamente. Una puerta siempre se sellaba por una buena razón, y el cronista no estaba seguro de querer averiguar el motivo que había llevado a la construcción de una cámara sellada en las profundidades de las montañas del norte. Pero entonces se le ocurrió que quizá hubiera algo de valor detrás de la puerta. Animado por la idea, se acercó de nuevo a la pared para examinar las runas con más atención, y al hacerlo rozó uno de los sellos. De pronto, la sensación de que había alguien más en la estancia le golpeó con tanta intensidad que se quedó sin respiración y cayó de rodillas, jadeando. La espada golpeó en el suelo con un estruendo metálico y llenó de ecos la sala.
Levantó la mirada hacia la puerta, aterrorizado. La puerta no ocultaba algo, sino a alguien. Casi a rastras, se alejó de la pared y se incorporó, temblando. Se dirigió corriendo hacia el pasadizo, al otro lado de la sala, preso de un miedo irracional. El suelo estaba resbaladizo por la humedad y estuvo a punto de perder el equilibrio varias veces, pero no aflojó el paso. Quería alejarse lo más rápido posible de aquel lugar. A medida que avanzaba por el túnel comenzó a serenarse y observó a su alrededor con más calma. El túnel era largo y descendía con una pendiente suave. Cambiaba bruscamente de dirección de tanto en tanto, como si tuviera que ir esquivando determinadas zonas.
Al girar uno de los recodos se encontró de pronto frente a otra pared que le cerraba el paso. Nervioso, se dio la vuelta y recorrió mentalmente el camino que había seguido; era imposible que hubiera pasado por alto alguna bifurcación. Sin embargo el pasadizo conducía hasta allí, no tenía sentido que terminara sin más.
Cada vez más angustiado, se acercó a examinar la roca. No quería ni pensar en la idea de volver atrás. La pared era rugosa, con algunas pequeñas grietas, pero aparte de eso nada fuera de lo común. Tras una meticulosa inspección sin hallar nada relevante, se alejó unos pasos, abatido, y lanzó a la pared una mirada cargada de reproche. Entonces se fijó en unas marcas que había pasado por alto porque estaban más arriba, fuera de su alcance. Eran dos runas, situadas una al lado de la otra.
Leid casi lloró de alegría. En la pared había una puerta oculta, y esas runas eran la cerradura.
Con renovadas fuerzas, empujó una roca hasta la pared y se subió a ella. Ahora las runas quedaban a la altura de sus ojos; es decir, a la altura del pecho de un humano. Con cuidado, colocó una mano sobre cada una de las runas. La pared estaba fría y áspera, y notaba los trazos de las runas clavados en su palma. Se concentró y casi inmediatamente la piedra comenzó a calentarse. Unas líneas de suave luz blanquecina aparecieron en la pared, conformando un portal. Leid retiró las manos y se bajó de su improvisado pedestal. Poco a poco, la sólida roca comenzó a disolverse ante sus ojos y la luz del sol inundó el pasadizo.
Entonces se acordó de las bestias que lo perseguían. Buscó su espada y al no encontrarla, recordó que la había dejado olvidada junto a la cámara sellada. Miró atrás, hacia la oscuridad del túnel. No tenía ninguna intención de volver a buscarla.
Salió al exterior y miró a un lado y a otro. No se veía a nadie. Miró hacia arriba. El sol estaba alto en el cielo, pero ya había comenzado a descender; había pasado más tiempo bajo tierra de lo que había pensado. Entonces observó el valle y se dio cuenta de que no era el mismo. El túnel debía atravesar la montaña de parte a parte. Se giró, asombrado, y vio que la puerta había desaparecido. La roca parecía completamente normal, nada hacía sospechar el túnel que escondía detrás. Leid buscó concienzudamente, pero allí no había ninguna runa, la puerta no se podía abrir desde este lado.
Sin duda, quienquiera que hubiera construido aquella cámara quería que se mantuviera en el más absoluto secreto. Con una sonrisa, pensó que debía ser una señal de los dioses que justamente hubiera sido él, un cronista, quien lo descubriera.
Aquella historia tenía que ser contada.
PARTE III
Tomó una senda estrecha que ascendía serpenteando por la ladera de la montaña. Avanzaba todo lo rápido que le permitía el camino, intentando poner la mayor distancia entre las bestias y él. Cuando ya llevaba un buen rato subiendo se detuvo a tomar aliento. Jadeando, se apoyó en el tronco de un enorme abeto y escuchó con atención. Parecía que nadie le seguía. Suspiró y se relajó. Intentaría dar la vuelta y retroceder por la parte alta del valle; con un poco de suerte podría salir de allí sin enfrentarse de nuevo a aquellos engendros.
En ese momento oyó unos gruñidos que venían de más abajo. Se le heló la sangre en las venas. Habían descubierto su rastro y estaban tras su pista.
Leid miró hacia adelante. El sendero seguía subiendo y los árboles comenzaban a escasear. El sol ya había despuntado y la bruma se disipaba rápidamente. El enano se dio cuenta de que no tendría muchas oportunidades de esconderse si seguía por allí. Miró hacia todos los lados con desesperación. Junto a él había un peñasco enorme; vio una grieta estrecha, apenas suficiente para alguien de la estatura de un enano, en la sombra que se proyectaba sobre la roca. Parecía bastante profunda. Se acercó y miró el interior. Podría esconderse allí, pero si no tenía salida estaría encerrado dentro. Leid se volvió hacia el sendero. Las voces se oían cada vez más cerca. También podría ser que las bestias abandonaran la persecución si no encontraban su escondite. Leid observó de nuevo la grieta. El tiempo se agotaba, no tenía otra opción. Tomó aire y se introdujo por la abertura.
Sus ojos de enano pronto se acostumbraron a la oscuridad. Avanzó unos pasos y se encontró con que la grieta se ensanchaba bruscamente y al cabo de un rato desembocó en un espacio más amplio, como una cueva. Hacía siglos que los enanos habían tenido que abandonar sus hogares subterráneos, pero su instinto no había desaparecido, y Leid se dio cuenta inmediatamente de que aquello no era obra de la naturaleza.
La excitación creció en su interior. ¿Era posible que hubiera encontrado aquello que habían ido a buscar? No podía ser, según el mapa de Brunden aún tenían que cruzar esas montañas y llegar al siguiente valle. Además, no parecía obra de enanos. Si lo que se decía era cierto, ni siquiera un aprendiz de los tiempos antiguos habría hecho un trabajo tan tosco como lo que veía el joven cronista. No, debía tratarse de otra cosa.
De pronto le asaltó la sensación de que no estaba solo. Desenvainó la espada lentamente, sin hacer ruido, y aguzó el oído. No se oía nada, aparte de un débil murmullo de agua que se filtraba entre la roca. Se giró y miró por la grieta que le había conducido hasta allí. Al fondo se distinguía la claridad del día que entraba desde el exterior, como una cicatriz de luz en medio de la oscuridad, pero no había señales de las bestias. De todos modos, sería imposible que lo siguieran por un sitio tan angosto. No había nada que temer por ese lado.
Con la espada en alto, el enano dio unos pasos hacia el centro de la cueva. La sensación seguía presente, pero la sala parecía completamente vacía; de hecho daba la impresión de que nadie había estado allí en mucho tiempo. Descubrió lo que parecía la entrada de un pasadizo a su derecha, lo bastante grande para que dos humanos cupieran sin problemas, pero parecía igualmente desierto. Entonces algo a su izquierda atrajo su atención. La pared allí era más lisa, como si la hubieran pulido, y daba la impresión de que había algo grabado en ella.
Leid se acercó y se quedó boquiabierto por la sorpresa.
—¡Por el Gran Gusano! —susurró.
Aquello sin duda sí era obra de enanos: se trataba de una doble hilera de runas, encadenadas formando el contorno de una puerta. Resultaba evidente que eran muy antiguas, pero aun así se conservaban en excelente estado. De la línea externa salían otras runas que engarzaban con la interna en varios puntos, como si las cosieran. Leid apenas sabía de escritura rúnica, pero reconoció en seguida una disposición tan particular. Las runas intermedias eran sellos. Se trataba de una cámara sellada.
Dio un paso atrás involuntariamente. Una puerta siempre se sellaba por una buena razón, y el cronista no estaba seguro de querer averiguar el motivo que había llevado a la construcción de una cámara sellada en las profundidades de las montañas del norte. Pero entonces se le ocurrió que quizá hubiera algo de valor detrás de la puerta. Animado por la idea, se acercó de nuevo a la pared para examinar las runas con más atención, y al hacerlo rozó uno de los sellos. De pronto, la sensación de que había alguien más en la estancia le golpeó con tanta intensidad que se quedó sin respiración y cayó de rodillas, jadeando. La espada golpeó en el suelo con un estruendo metálico y llenó de ecos la sala.
Levantó la mirada hacia la puerta, aterrorizado. La puerta no ocultaba algo, sino a alguien. Casi a rastras, se alejó de la pared y se incorporó, temblando. Se dirigió corriendo hacia el pasadizo, al otro lado de la sala, preso de un miedo irracional. El suelo estaba resbaladizo por la humedad y estuvo a punto de perder el equilibrio varias veces, pero no aflojó el paso. Quería alejarse lo más rápido posible de aquel lugar. A medida que avanzaba por el túnel comenzó a serenarse y observó a su alrededor con más calma. El túnel era largo y descendía con una pendiente suave. Cambiaba bruscamente de dirección de tanto en tanto, como si tuviera que ir esquivando determinadas zonas.
Al girar uno de los recodos se encontró de pronto frente a otra pared que le cerraba el paso. Nervioso, se dio la vuelta y recorrió mentalmente el camino que había seguido; era imposible que hubiera pasado por alto alguna bifurcación. Sin embargo el pasadizo conducía hasta allí, no tenía sentido que terminara sin más.
Cada vez más angustiado, se acercó a examinar la roca. No quería ni pensar en la idea de volver atrás. La pared era rugosa, con algunas pequeñas grietas, pero aparte de eso nada fuera de lo común. Tras una meticulosa inspección sin hallar nada relevante, se alejó unos pasos, abatido, y lanzó a la pared una mirada cargada de reproche. Entonces se fijó en unas marcas que había pasado por alto porque estaban más arriba, fuera de su alcance. Eran dos runas, situadas una al lado de la otra.
Leid casi lloró de alegría. En la pared había una puerta oculta, y esas runas eran la cerradura.
Con renovadas fuerzas, empujó una roca hasta la pared y se subió a ella. Ahora las runas quedaban a la altura de sus ojos; es decir, a la altura del pecho de un humano. Con cuidado, colocó una mano sobre cada una de las runas. La pared estaba fría y áspera, y notaba los trazos de las runas clavados en su palma. Se concentró y casi inmediatamente la piedra comenzó a calentarse. Unas líneas de suave luz blanquecina aparecieron en la pared, conformando un portal. Leid retiró las manos y se bajó de su improvisado pedestal. Poco a poco, la sólida roca comenzó a disolverse ante sus ojos y la luz del sol inundó el pasadizo.
Entonces se acordó de las bestias que lo perseguían. Buscó su espada y al no encontrarla, recordó que la había dejado olvidada junto a la cámara sellada. Miró atrás, hacia la oscuridad del túnel. No tenía ninguna intención de volver a buscarla.
Salió al exterior y miró a un lado y a otro. No se veía a nadie. Miró hacia arriba. El sol estaba alto en el cielo, pero ya había comenzado a descender; había pasado más tiempo bajo tierra de lo que había pensado. Entonces observó el valle y se dio cuenta de que no era el mismo. El túnel debía atravesar la montaña de parte a parte. Se giró, asombrado, y vio que la puerta había desaparecido. La roca parecía completamente normal, nada hacía sospechar el túnel que escondía detrás. Leid buscó concienzudamente, pero allí no había ninguna runa, la puerta no se podía abrir desde este lado.
Sin duda, quienquiera que hubiera construido aquella cámara quería que se mantuviera en el más absoluto secreto. Con una sonrisa, pensó que debía ser una señal de los dioses que justamente hubiera sido él, un cronista, quien lo descubriera.
Aquella historia tenía que ser contada.
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