12/03/2016 09:03 AM
CAPÍTULO 3. El camino se desvía.
El traqueteo de las ruedas contra la calzada era muy molesto, pensó. Por suerte, y pese a las calamidades del camino al fin había llegado y estaba en un estado presentable, con un moño de pelo blanco trenzado con exquisitez sobre la coronilla, y un vestido de tela y lino importados de las ciudades libres de Thamara que parecía centellear cuando lo alcanzaba un rayo de sol.
El carruaje se detuvo en un cruce con un camino bastante más angosto. Atravesaban un bosque frondoso, y aunque más allá los troncos eran pequeños y endebles y se entreveían las suaves colinas de la capital, los árboles aún se retorcían en formas imposibles, formando una bóveda de hojas que difuminaba la luz del cielo y daba cobijos a los pájaros cantores que mataban el silencio con sus agudas vocecitas.
A los pies de la pequeña puerta le aguardaba un hombre fornido que vestía cota de malla. Agria puso un pie fuera y se ayudó de su mano para bajar. No quería manchar los pliegues del vestido, así que se lo levantó hasta las rodillas y mandó a uno de los sirvientes que sostuviera la cola. Sí, allí era. Al final del sendero se erguía una casa de madera bastante vieja, casi decrépita en medio de un lodazal, acompañada del esqueleto de piedra de una antigua torre que vertía su sombra sobre las vallas torcidas que delimitaban la finca. Pudo distinguir una luz tras las ventanas ennegrecidas y caminó con determinación hacia el lejano porche.
Miró al cielo para adivinar el tiempo y descubrió el sol en lo alto, glorioso como si fuera oro fundido, indicando el mediodía. El funeral aún era a la mañana siguiente, de modo que si se daba prisa podría llegar para el anochecer.
De dentro venían unas voces. Aguardó unos segundos a que sus guardaespaldas la alcanzasen y entonces abrió la puerta, que crujió lentamente revelando un ambiente sobrio y cargado de alcohol. La luz del día vertió su sombra alargada sobre los tablones de madera enmohecida del suelo y un poco más allá entrevió el contorno de una barra repleta de jarras y botellas de cristal que centelleaban vacías. Había un tímido jaleo que se extinguió lentamente, al mismo tiempo que la puerta abierta permitía respirar al salón.
-¿Quién va? -las voces callaron y la pregunta resonó como una advertencia hueca de significado, pero Agria no vaciló y se adelantó un paso. A su derecha había varias mesas redondas bastante brutas en su forma y unas figuras amortajadas que se sentaban a ellas. Uno de sus hombres entró y llevó la mano al mango de la espada.
-Busco a Sarn Tres-dedos. Traigo una carta que ha de entregar, y un saco con dinero -alzó la voz en el crepitante silencio y su sonido de serpiente silbó en el aire unos segundos hasta extinguirse. Por un momento pensó que nadie hablaba su idioma. Entonces, un par de hombres se levantaron. Lo supo por el sonido de las sillas, pues acostumbrada a la luz del mediodía sus ojos azules apenas vislumbraban unas sombras maltrechas amontonadas en las esquinas. Aguzó la vista y vio que alguien más se incorporaba en silencio.
-¿Y quién es esta putilla? -roncó uno mientras se le acercaba a lady Agria. El guardaespaldas desenvainó la espada y la blandió frente al desconocido sin vacilar un ápice. Lady Agria lo miró con soberbia bajo las finas cejas canas.
Se hizo el silencio de nuevo y el rostro rulo del hombre se contrajo en una mueca de desagrado.
-No me gusta que entren hombres armados en mi posada -interrumpió otra voz mucho más clara y sonora. Lady Agria enarcó una ceja y la intensidad de su mirada escrutó las tinieblas alrededor de la barra, no hallando a nadie
-No me gusta que me llamen puta. Deberías controlar a estos miserables -silavó con desprecio.
-Sólo respondieron a vuestras provocaciones. ¿Quién sois?
-Una clienta, quién eres tu me temo que no me importa. Como dije, busco a Sarn Tres-dedos. ¿Está aquí o no?
La voz carraspeó y al poco apareció un hombre de mediana edad, cabello castaño y profundos ojos verdes cautivadores que vestía armadura de cuero y llevaba dos dagas al cinto y un arco a la espalda. Clavó en Agria su mirada y se cruzó de brazos. Ella le correspondió con un brillo de suficiencia.
-¿Eres tú? -inquirió de nuevo. El hombre negó con la cabeza y su rostro se endureció.
-No me gusta tu tono, vieja. Quizás esté aquí, quizás no ¿Por qué preguntáis por él?
Lady Agria suspiró lentamente y sacó algo del bolsillo. El hombre insinuó apenas una sonrisa y extendió la mano para que las monedas cayeran sobre su palma abierta. Cuando tuvo el dinero cerró el puño y sonrió ampliamente.
-Muchachos, llamad al Sarnoso y decidle que tiene "visita".
Alguien se movió y desapareció por una de las puertas de la pared del fondo y poco a poco volvió el jaleo y despertaron unas risas roncas que inundaron la sala. Agria seguía en el mismo sitio exacto, con el guardaespaldas a su vera todavía con la espada en mano.
-Esta escoria sólo se mueve por dinero -le susurró la anciana en un determinado momento. Él se limitó a asentir y miró en derredor suya, atento a cualquier posible amenaza. Sabían que su señora llevaba dinero encima y algún insensato aún podía intentar una temeridad. Tras unos minutos que se hicieron eternos, la misma figura que había desaparecido por la puerta salió acompañada de un joven que no debía tener más de treinta años: un muchacho larguirucho y de cabello rubio desgreñado que observaba con un brillo apagado sus propios pasos. Tenía una nariz afilada y una cicatriz bastante fea le surcaba la barbilla hasta el pómulo derecho. Uno de sus brazos se balanceaba mientras caminaba, pero con el otro aferraba el cinturón y Agria descubrió el porqué de su sobrenombre.
-¿Eres al que llaman Sarn Tres-dedos? -preguntó la anciana acercándose más para ver mejor sus facciones. Por toda respuesta, el muchacho alzó la mano izquierda, agitando los tres únicos dedos que le quedaban entre los muñones del pulgar y el meñique.
-Para servirle.
Lady Agria lo estudió con una mirada analítica y enarcó una ceja con gesto avieso.
-Tengo entendido que sabes donde se oculta Mano de Plata. Soy una vieja conocida suya, pero eso ahora no te importa. Le tienes que hacer llegar esta carta, toma.
El muchacho observó durante un segundo el sobre que le tendía la anciana y lo cogió rápidamente y lo guardó en una especie de bolsillo.
-No va a ser gratis -se limitó a decir con mirada felina. Agria esperaba precisamente esa misma respuesta y se permitió insinuar una sonrisa de medio lado.
-Saca el sobre y míralo. -Sarn obedeció y extrajo el sobre del bolsillo con un deje de escepticismo.
-Pálpalo.
Los cinco dedos de la mano sana se acomodaron entorno al sobre y empezaron a juguetear sobre su superficie. Dentro parecía haber una especie de moneda lo suficientemente ligera para que la primera vez no se diera cuenta, lo que le extrañó y arrancó una mueca de sorpresa. Lady Agria sonrió.
-Mira el sello -el joven le dio la vuelta y miró el deslumbrante sello azul. Había un emblema que no conocía, supuso que era el símbolo de la familia de aquella mujer, pero debajo reconoció una runa, diminuta y ardiente al tacto que apenas emitía un leve resplandor en la semipenumbra del local -. Sí, es lo que parece -le advirtió la vieja -: magia de espíritu. El sobre sólo lo puede abrir su destinatario.
-¿Y la moneda? -inquirió el chico -¿Qué garantías tengo de que es lo suficientemente valiosa para pagar mis servicios?
-Las mismas que yo tengo de que la carta llegará a su destino y de que controlarás esa gran bocaza que tienes. Y no es una moneda, es un medallón que pertenecía a la familia de mi esposo. Vale diez veces más que toda esta finca y la madera de los mugrientos árboles que la decoran -dijo con desprecio y lo miró intensamente. La mirada penetrante de la vieja pareció desnudarlo y dejarlo indefenso, y aunque quiso, no pudo sostenérsela y vaciló ante ella - ¿Aceptas el trato?
Asintió lentamente y volvió a guardar el material en el bolsillo. Aquella era una forma de pago muy sagaz, pensó. No cobraría el trabajo hasta completarlo, y aunque en cualquier caso iba a andar con cuidado, ahora que sabía que el sobre contenía su propia recompensa se andaría con mil ojos.
La mirada de Lady Agria Darne centelleó por el éxito.
-Quiero que la carta llegue lo antes posible. Hemos atado uno de los mejores sementales de mis establos ahí afuera. Ya está ensillado y me he preocupado de abastecerlo de víveres adecuadamente. Durante al menos tres días no pasarás ni hambre ni sed ni frio. Luego podrás quedártela.
Sarn Tres-dedos alzó un poco la cabeza sobre el hombro se la anciana y descubrió el maravilloso ejemplar que piafaba lejos, atado a uno de los postes de madera que marcaban la entrada a la finca. Era negro y poderoso como una noche tormentosa, pensó mientras se le ocurrían un par de ideas sobre como usarlo una vez no lo precisara.
-Me llevará menos de tres días si es rápido.
-Lo es.
Se miraron unos segundos y Sarn le tendió la mano sana.
-Acepto el trato.
Agria la observó un momento pero no se la estrechó. Estaba mugrienta y huesuda, y ella era no era una dama cualquiera. Tras unos segundos en cortante silencio, Sarn guardó la mano y relajó la postura. Lady Agria lo dejó plantado con un frío adiós y volvió a ponerse en marcha hacia la ciudad. Habían perdido quizás una hora y el Sol ya empezaba a resbalarse por la bóveda celeste como si una mano invisible lo condujera por encima de las ramas y las nubes. Más temprano que tarde desapareció el hedor a alcohol, sudor y algo que no se atrevía a conjeturar y el intenso aroma de los pinos le penetró como una navaja por la nariz hasta los pulmones.
Apartó un poco la cortinilla y asomó la cabeza. Habían dejado muy atrás el bosque y una aldeucha bastante humilde que se asentaba a sus pies, y ahora el camino zigzagueaba por las verdes y desnudas colinas que brotaban de la tierra como hongos a ambos lados. Suspiró y pasó de nuevo la cortinilla, ensombreciendo su rostro y el de sus acompañantes.
-¿Nos acercamos? -quiso saber Arnus, su hijo. El joven de veinticuatro años vestía una almilla y una blanca camisa por debajo que parecía gris en la sombra, y la barba corta le oscurecía el mentón y las patillas bajo los ojos azules.
-En menos de tres hora surgirán las murallas de la capital y estaremos a otra hora de viaje hasta ella. Quizás lleguemos antes del ocaso.
Arnus se limitó a asentir en silencio y miró a su hermana de dieciséis años. La muchacha parecía abstraída en alguna cavilación profunda frente a él.
-¿Aburrida?
-Un tanto -sonrió tras unos segundos. El pelo rubio le caía sobre los hombros y llevaba el resto recogido en un moño como el de su madre, pero mucho más hermoso y radiante. Llevaba un vestido azul sencillo que le llegaba hasta los tobillos, y una tiara plateada decoraba su despejada frente.
-Tienes el porte de madre -le dijo él. Lady Agria alzó brevemente la mirada sin mucho entusiasmo y luego volvió a centrarse en el colgante que tenía en sus manos arrugadas. No. Ella a su edad era una muchacha mucho más resuelta y ya estaba casada, mientras que aquella no era más que una niña que no entendía de negocios ni de lealtades. Si de algo podía presumir, era de un rostro bonito que se arrugaría con los años. Pero lo cierto es que era su hija, y pese a todo, la quería.
Arnus sacudió la cabeza.
-¡Ah, madre! -se acordó de pronto. Lady Agria enarcó una ceja -. ¿Dijo Sarn Tres-dedos cuánto tardaría en entregar la carta?
-Le hemos dado un caballo muy rápido. Dijo que en menos de tres días.
-En ese caso... -continuó Arnus, pero calló de pronto.
El carruaje se detuvo en seco y aunque no iba muy rápido el frenazo fue suficiente para sacudirlos a todos. Agria se llevó las manos a la nuca con un deje de dolor y Arnus se arrodilló rápidamente junto a su hermana, que se había golpeado la cabeza contra la pared de madera.
-¡Pero bueno, exijo saber que sucede! -chilló la anciana asomando la cabeza por la ventanilla. Afuera los hombres de su guardia que iban a caballo se agrupaban alrededor del carruaje en actitud protectora, y vio el cadáver del valet tendido contra la calzada de grava. Allí, en lo alto de las grandes rocas que flanqueaban el camino vislumbró una figura solitaria más negra que una noche sin estrellas.
-Y al final la liebre asoma la cabeza afuera de la madriguera -exclamó la voz. Lady Agria lo miró más detenidamente y observó un hombre escuálido y demacrado, de piel enfermizamente pálida y nariz afilada. Una cola de caballo negra como sus vestiduras le caía por la espalda.
-¡¿Qué significa esto?!
El hombre dio un paso adelante y los caballos relincharon nerviosos y pusieron los ojos en blanco. Algunos jinetes cayeron de sus monturas y se arrastraron por el suelo, incapaces de levantarse como si de pronto sus cuerpos se hiciesen de plomo.
-Eres lista, pequeña -continuó el hombre dando otro paso -, pero te ha engañado fácilmente tu propio orgullo. Era sólo cuestión de tiempo que Sola y sus consejeros perfumados se diesen cuenta de que Vendal no tenía nada que ver en la muerte de los reyes, si no tú. Tu muerte les despejará cualquier futura duda.
Dentro del carro Daynella miró a su hermano. Su rostro se había oscurecido por la desesperación. Arnus la cogió del brazo y abrió la otra puerta de una patada. Al otro lado de la calzada no había nadie y se apresuró a bajar a hurtadillas mientras el hombre seguía hablando con su madre. Su voz era tan fría que se clavaba en los oídos. Pronto el cielo azul pareció encapotarse y volverse gris y melancólico.
-Cuidado -susurró Arnus mientras ayudaba a su hermana a bajar de un salto. La muchacha dio un paso y él la cogió por la cintura para luego dejarla en el suelo. La voz del hombre seguía sonando como una orquesta fantasmal.
-...y si descubriera que la traición vino de dentro de su reino y no de fuera, ya no habría guerra razonable contra Vendal.
-¡Matadlo! ¡Matad a este demente! -bramó Agria, señalándolo con su huesudo índice desde su asiento. El rostro del hombre se endureció y sus ojos relampaguearon como si durmiera en ellos un poder muy antiguo.
-Así que aquí hemos llegado. Tus apenas diez soldados pulgosos y mis siglos de estudio y preparación para este momento. Que apropiado que nuestros caminos se entrelacen tan cerca de tu destino y tan lejos de tu fracaso. Como una mosca, has caído en mi red.
-¡Cortadle la cabeza! -chilló todavía más alto. La voz se le desgarró por el esfuerzo y pronto estalló en una tos sanguinolenta. Los hombres que aún no habían caído de sus monturas las azuzaron para que se movieran, pero los caballos permanecieron inmóviles como si un miedo sobrenatural los hubiese inmovilizado.
El hombre alzó el brazo y unas palabras tristes surcaron el viento gélido. Las bestias dudaron y se alejaron al galope, tirando a sus jinetes al suelo o arrastrándolos en dirección contraria contra rocas afiladas y barro. Los que cayeron desaparecieron en medio de una niebla pertinaz y antinatural que comenzó a surgir de los matojos de hierba. Lady Agria se volvió hacia sus hijos y vio que ya no estaban, pero vislumbró sus sombras encorvadas alejándose con sigilo al otro lado y suspiró, aliviada.
-¡Brujo malnacido! -escupió la anciana volviéndose hacia el hombre. Necesitaba ganar tiempo para que huyeran. Mientras, sus soldados se desvanecían como un eco en la tiniebla. Tras unos segundos volcó toda la furia de su mirada en los ojos oscuros de aquel hombre, pero chocó contra un muro impertérrito. Permaneció unos segundos así pero tuvo que apartarla. Todo el calor de su rabia se había desvanecido con la frialdad de aquellos ojos, toda su fuerza se había marchitado en aquella serenidad macabra. Tosió otra vez y conjuró una maldición al cielo.
-Brujo no, nigromante -la corrigió él. Agria vaciló y las piernas le flaquearon. Una fuerza la zarandeó y tendió de bruces contra la tierra, fuera del carro. El hombre se acercó hasta a ella.
-¿Sabes lo que va a pasar ahora?
Ella no contestó y le escupió en las botas haciendo acoplo de la poca fuerza que le quedaba. Selnalla hizo otro ademán con la mano y una luz negra y chillante surgió en torno a la palma abierta.
“Se ha acabado”, pensó, mientras intentaba levantar la cabeza para ver a su verdugo. El moño se había deshecho y el pelo cano parecía más lacio que nunca. También el vestido se había ensuciado con el polvo del camino, y una pequeña rozadura le decoraba la mejilla arrugada.
-Considérate aplastado, insecto -la energía abandonó la mano del nigromante y se lanzó contra Agria, que dejó escapar un último quejido antes de expirar y desplomarse sobre si misma. Entonces, Selnalla arrancó el vestido de Agria por la zona de los senos y clavó la uña cerca del esternón. Movió el dedo y brotó la sangre. Había hecho un símbolo, el de Vendal. Los que encontrasen el cadáver lo entenderían como la última afrenta de Vendal al reino, la última que se necesitaba para que estallase la guerra pertinente. Suspiró. La vieja estaba muerta y sus dos hijos no escaparían por mucho más tiempo. Los había visto deslizarse entre la maleza al otro lado del camino por el rabillo del ojo, pero estaban en medio de la nada, a muchos kilómetros de cualquier aldea.
-No veas esto como un asesinato -dijo el nigromante como si percibiese la esencia del alma de Agria en algún lugar junto a él -, míralo como un sacrificio necesario para salvar el mundo. Hay una guerra planeando sobre este planeta, ¿sabes? Tu ambición podría haber determinado sin que lo supieras el sino de muchas vidas.
El espíritu debió de replicar algo y Selnalla se permitió esbozar una sonrisa entre cómplice y cínica.
-Vete antes de que un demonio devore tu alma. Tus hijos estarán en buenas manos, pero yo he de quedarme a restaurar todo el daño de este mundo y encerrar a los hijos del infierno fuera de esta dimensión. ¿Irónico, no? Tú ni siquiera has entendido nada.
Una vara de metal se materializó en la mano izquierda del hombre. El cielo gris volvió poco a poco al azul radiante de antes.
El carruaje saltó por los aires y estalló en mil astillas a una palabra mental del nigromante.
Se escucharon unos gritos a lo lejos.
Levantó la mirada hacia el horizonte y las palabras de la vieja profecía resonaron en su mente, gravadas a fuego en su memoria. Sus cejas se contrajeron en una expresión grave y la sombra lo envolvió tan rápidamente como lo había traído.
El traqueteo de las ruedas contra la calzada era muy molesto, pensó. Por suerte, y pese a las calamidades del camino al fin había llegado y estaba en un estado presentable, con un moño de pelo blanco trenzado con exquisitez sobre la coronilla, y un vestido de tela y lino importados de las ciudades libres de Thamara que parecía centellear cuando lo alcanzaba un rayo de sol.
El carruaje se detuvo en un cruce con un camino bastante más angosto. Atravesaban un bosque frondoso, y aunque más allá los troncos eran pequeños y endebles y se entreveían las suaves colinas de la capital, los árboles aún se retorcían en formas imposibles, formando una bóveda de hojas que difuminaba la luz del cielo y daba cobijos a los pájaros cantores que mataban el silencio con sus agudas vocecitas.
A los pies de la pequeña puerta le aguardaba un hombre fornido que vestía cota de malla. Agria puso un pie fuera y se ayudó de su mano para bajar. No quería manchar los pliegues del vestido, así que se lo levantó hasta las rodillas y mandó a uno de los sirvientes que sostuviera la cola. Sí, allí era. Al final del sendero se erguía una casa de madera bastante vieja, casi decrépita en medio de un lodazal, acompañada del esqueleto de piedra de una antigua torre que vertía su sombra sobre las vallas torcidas que delimitaban la finca. Pudo distinguir una luz tras las ventanas ennegrecidas y caminó con determinación hacia el lejano porche.
Miró al cielo para adivinar el tiempo y descubrió el sol en lo alto, glorioso como si fuera oro fundido, indicando el mediodía. El funeral aún era a la mañana siguiente, de modo que si se daba prisa podría llegar para el anochecer.
De dentro venían unas voces. Aguardó unos segundos a que sus guardaespaldas la alcanzasen y entonces abrió la puerta, que crujió lentamente revelando un ambiente sobrio y cargado de alcohol. La luz del día vertió su sombra alargada sobre los tablones de madera enmohecida del suelo y un poco más allá entrevió el contorno de una barra repleta de jarras y botellas de cristal que centelleaban vacías. Había un tímido jaleo que se extinguió lentamente, al mismo tiempo que la puerta abierta permitía respirar al salón.
-¿Quién va? -las voces callaron y la pregunta resonó como una advertencia hueca de significado, pero Agria no vaciló y se adelantó un paso. A su derecha había varias mesas redondas bastante brutas en su forma y unas figuras amortajadas que se sentaban a ellas. Uno de sus hombres entró y llevó la mano al mango de la espada.
-Busco a Sarn Tres-dedos. Traigo una carta que ha de entregar, y un saco con dinero -alzó la voz en el crepitante silencio y su sonido de serpiente silbó en el aire unos segundos hasta extinguirse. Por un momento pensó que nadie hablaba su idioma. Entonces, un par de hombres se levantaron. Lo supo por el sonido de las sillas, pues acostumbrada a la luz del mediodía sus ojos azules apenas vislumbraban unas sombras maltrechas amontonadas en las esquinas. Aguzó la vista y vio que alguien más se incorporaba en silencio.
-¿Y quién es esta putilla? -roncó uno mientras se le acercaba a lady Agria. El guardaespaldas desenvainó la espada y la blandió frente al desconocido sin vacilar un ápice. Lady Agria lo miró con soberbia bajo las finas cejas canas.
Se hizo el silencio de nuevo y el rostro rulo del hombre se contrajo en una mueca de desagrado.
-No me gusta que entren hombres armados en mi posada -interrumpió otra voz mucho más clara y sonora. Lady Agria enarcó una ceja y la intensidad de su mirada escrutó las tinieblas alrededor de la barra, no hallando a nadie
-No me gusta que me llamen puta. Deberías controlar a estos miserables -silavó con desprecio.
-Sólo respondieron a vuestras provocaciones. ¿Quién sois?
-Una clienta, quién eres tu me temo que no me importa. Como dije, busco a Sarn Tres-dedos. ¿Está aquí o no?
La voz carraspeó y al poco apareció un hombre de mediana edad, cabello castaño y profundos ojos verdes cautivadores que vestía armadura de cuero y llevaba dos dagas al cinto y un arco a la espalda. Clavó en Agria su mirada y se cruzó de brazos. Ella le correspondió con un brillo de suficiencia.
-¿Eres tú? -inquirió de nuevo. El hombre negó con la cabeza y su rostro se endureció.
-No me gusta tu tono, vieja. Quizás esté aquí, quizás no ¿Por qué preguntáis por él?
Lady Agria suspiró lentamente y sacó algo del bolsillo. El hombre insinuó apenas una sonrisa y extendió la mano para que las monedas cayeran sobre su palma abierta. Cuando tuvo el dinero cerró el puño y sonrió ampliamente.
-Muchachos, llamad al Sarnoso y decidle que tiene "visita".
Alguien se movió y desapareció por una de las puertas de la pared del fondo y poco a poco volvió el jaleo y despertaron unas risas roncas que inundaron la sala. Agria seguía en el mismo sitio exacto, con el guardaespaldas a su vera todavía con la espada en mano.
-Esta escoria sólo se mueve por dinero -le susurró la anciana en un determinado momento. Él se limitó a asentir y miró en derredor suya, atento a cualquier posible amenaza. Sabían que su señora llevaba dinero encima y algún insensato aún podía intentar una temeridad. Tras unos minutos que se hicieron eternos, la misma figura que había desaparecido por la puerta salió acompañada de un joven que no debía tener más de treinta años: un muchacho larguirucho y de cabello rubio desgreñado que observaba con un brillo apagado sus propios pasos. Tenía una nariz afilada y una cicatriz bastante fea le surcaba la barbilla hasta el pómulo derecho. Uno de sus brazos se balanceaba mientras caminaba, pero con el otro aferraba el cinturón y Agria descubrió el porqué de su sobrenombre.
-¿Eres al que llaman Sarn Tres-dedos? -preguntó la anciana acercándose más para ver mejor sus facciones. Por toda respuesta, el muchacho alzó la mano izquierda, agitando los tres únicos dedos que le quedaban entre los muñones del pulgar y el meñique.
-Para servirle.
Lady Agria lo estudió con una mirada analítica y enarcó una ceja con gesto avieso.
-Tengo entendido que sabes donde se oculta Mano de Plata. Soy una vieja conocida suya, pero eso ahora no te importa. Le tienes que hacer llegar esta carta, toma.
El muchacho observó durante un segundo el sobre que le tendía la anciana y lo cogió rápidamente y lo guardó en una especie de bolsillo.
-No va a ser gratis -se limitó a decir con mirada felina. Agria esperaba precisamente esa misma respuesta y se permitió insinuar una sonrisa de medio lado.
-Saca el sobre y míralo. -Sarn obedeció y extrajo el sobre del bolsillo con un deje de escepticismo.
-Pálpalo.
Los cinco dedos de la mano sana se acomodaron entorno al sobre y empezaron a juguetear sobre su superficie. Dentro parecía haber una especie de moneda lo suficientemente ligera para que la primera vez no se diera cuenta, lo que le extrañó y arrancó una mueca de sorpresa. Lady Agria sonrió.
-Mira el sello -el joven le dio la vuelta y miró el deslumbrante sello azul. Había un emblema que no conocía, supuso que era el símbolo de la familia de aquella mujer, pero debajo reconoció una runa, diminuta y ardiente al tacto que apenas emitía un leve resplandor en la semipenumbra del local -. Sí, es lo que parece -le advirtió la vieja -: magia de espíritu. El sobre sólo lo puede abrir su destinatario.
-¿Y la moneda? -inquirió el chico -¿Qué garantías tengo de que es lo suficientemente valiosa para pagar mis servicios?
-Las mismas que yo tengo de que la carta llegará a su destino y de que controlarás esa gran bocaza que tienes. Y no es una moneda, es un medallón que pertenecía a la familia de mi esposo. Vale diez veces más que toda esta finca y la madera de los mugrientos árboles que la decoran -dijo con desprecio y lo miró intensamente. La mirada penetrante de la vieja pareció desnudarlo y dejarlo indefenso, y aunque quiso, no pudo sostenérsela y vaciló ante ella - ¿Aceptas el trato?
Asintió lentamente y volvió a guardar el material en el bolsillo. Aquella era una forma de pago muy sagaz, pensó. No cobraría el trabajo hasta completarlo, y aunque en cualquier caso iba a andar con cuidado, ahora que sabía que el sobre contenía su propia recompensa se andaría con mil ojos.
La mirada de Lady Agria Darne centelleó por el éxito.
-Quiero que la carta llegue lo antes posible. Hemos atado uno de los mejores sementales de mis establos ahí afuera. Ya está ensillado y me he preocupado de abastecerlo de víveres adecuadamente. Durante al menos tres días no pasarás ni hambre ni sed ni frio. Luego podrás quedártela.
Sarn Tres-dedos alzó un poco la cabeza sobre el hombro se la anciana y descubrió el maravilloso ejemplar que piafaba lejos, atado a uno de los postes de madera que marcaban la entrada a la finca. Era negro y poderoso como una noche tormentosa, pensó mientras se le ocurrían un par de ideas sobre como usarlo una vez no lo precisara.
-Me llevará menos de tres días si es rápido.
-Lo es.
Se miraron unos segundos y Sarn le tendió la mano sana.
-Acepto el trato.
Agria la observó un momento pero no se la estrechó. Estaba mugrienta y huesuda, y ella era no era una dama cualquiera. Tras unos segundos en cortante silencio, Sarn guardó la mano y relajó la postura. Lady Agria lo dejó plantado con un frío adiós y volvió a ponerse en marcha hacia la ciudad. Habían perdido quizás una hora y el Sol ya empezaba a resbalarse por la bóveda celeste como si una mano invisible lo condujera por encima de las ramas y las nubes. Más temprano que tarde desapareció el hedor a alcohol, sudor y algo que no se atrevía a conjeturar y el intenso aroma de los pinos le penetró como una navaja por la nariz hasta los pulmones.
Apartó un poco la cortinilla y asomó la cabeza. Habían dejado muy atrás el bosque y una aldeucha bastante humilde que se asentaba a sus pies, y ahora el camino zigzagueaba por las verdes y desnudas colinas que brotaban de la tierra como hongos a ambos lados. Suspiró y pasó de nuevo la cortinilla, ensombreciendo su rostro y el de sus acompañantes.
-¿Nos acercamos? -quiso saber Arnus, su hijo. El joven de veinticuatro años vestía una almilla y una blanca camisa por debajo que parecía gris en la sombra, y la barba corta le oscurecía el mentón y las patillas bajo los ojos azules.
-En menos de tres hora surgirán las murallas de la capital y estaremos a otra hora de viaje hasta ella. Quizás lleguemos antes del ocaso.
Arnus se limitó a asentir en silencio y miró a su hermana de dieciséis años. La muchacha parecía abstraída en alguna cavilación profunda frente a él.
-¿Aburrida?
-Un tanto -sonrió tras unos segundos. El pelo rubio le caía sobre los hombros y llevaba el resto recogido en un moño como el de su madre, pero mucho más hermoso y radiante. Llevaba un vestido azul sencillo que le llegaba hasta los tobillos, y una tiara plateada decoraba su despejada frente.
-Tienes el porte de madre -le dijo él. Lady Agria alzó brevemente la mirada sin mucho entusiasmo y luego volvió a centrarse en el colgante que tenía en sus manos arrugadas. No. Ella a su edad era una muchacha mucho más resuelta y ya estaba casada, mientras que aquella no era más que una niña que no entendía de negocios ni de lealtades. Si de algo podía presumir, era de un rostro bonito que se arrugaría con los años. Pero lo cierto es que era su hija, y pese a todo, la quería.
Arnus sacudió la cabeza.
-¡Ah, madre! -se acordó de pronto. Lady Agria enarcó una ceja -. ¿Dijo Sarn Tres-dedos cuánto tardaría en entregar la carta?
-Le hemos dado un caballo muy rápido. Dijo que en menos de tres días.
-En ese caso... -continuó Arnus, pero calló de pronto.
El carruaje se detuvo en seco y aunque no iba muy rápido el frenazo fue suficiente para sacudirlos a todos. Agria se llevó las manos a la nuca con un deje de dolor y Arnus se arrodilló rápidamente junto a su hermana, que se había golpeado la cabeza contra la pared de madera.
-¡Pero bueno, exijo saber que sucede! -chilló la anciana asomando la cabeza por la ventanilla. Afuera los hombres de su guardia que iban a caballo se agrupaban alrededor del carruaje en actitud protectora, y vio el cadáver del valet tendido contra la calzada de grava. Allí, en lo alto de las grandes rocas que flanqueaban el camino vislumbró una figura solitaria más negra que una noche sin estrellas.
-Y al final la liebre asoma la cabeza afuera de la madriguera -exclamó la voz. Lady Agria lo miró más detenidamente y observó un hombre escuálido y demacrado, de piel enfermizamente pálida y nariz afilada. Una cola de caballo negra como sus vestiduras le caía por la espalda.
-¡¿Qué significa esto?!
El hombre dio un paso adelante y los caballos relincharon nerviosos y pusieron los ojos en blanco. Algunos jinetes cayeron de sus monturas y se arrastraron por el suelo, incapaces de levantarse como si de pronto sus cuerpos se hiciesen de plomo.
-Eres lista, pequeña -continuó el hombre dando otro paso -, pero te ha engañado fácilmente tu propio orgullo. Era sólo cuestión de tiempo que Sola y sus consejeros perfumados se diesen cuenta de que Vendal no tenía nada que ver en la muerte de los reyes, si no tú. Tu muerte les despejará cualquier futura duda.
Dentro del carro Daynella miró a su hermano. Su rostro se había oscurecido por la desesperación. Arnus la cogió del brazo y abrió la otra puerta de una patada. Al otro lado de la calzada no había nadie y se apresuró a bajar a hurtadillas mientras el hombre seguía hablando con su madre. Su voz era tan fría que se clavaba en los oídos. Pronto el cielo azul pareció encapotarse y volverse gris y melancólico.
-Cuidado -susurró Arnus mientras ayudaba a su hermana a bajar de un salto. La muchacha dio un paso y él la cogió por la cintura para luego dejarla en el suelo. La voz del hombre seguía sonando como una orquesta fantasmal.
-...y si descubriera que la traición vino de dentro de su reino y no de fuera, ya no habría guerra razonable contra Vendal.
-¡Matadlo! ¡Matad a este demente! -bramó Agria, señalándolo con su huesudo índice desde su asiento. El rostro del hombre se endureció y sus ojos relampaguearon como si durmiera en ellos un poder muy antiguo.
-Así que aquí hemos llegado. Tus apenas diez soldados pulgosos y mis siglos de estudio y preparación para este momento. Que apropiado que nuestros caminos se entrelacen tan cerca de tu destino y tan lejos de tu fracaso. Como una mosca, has caído en mi red.
-¡Cortadle la cabeza! -chilló todavía más alto. La voz se le desgarró por el esfuerzo y pronto estalló en una tos sanguinolenta. Los hombres que aún no habían caído de sus monturas las azuzaron para que se movieran, pero los caballos permanecieron inmóviles como si un miedo sobrenatural los hubiese inmovilizado.
El hombre alzó el brazo y unas palabras tristes surcaron el viento gélido. Las bestias dudaron y se alejaron al galope, tirando a sus jinetes al suelo o arrastrándolos en dirección contraria contra rocas afiladas y barro. Los que cayeron desaparecieron en medio de una niebla pertinaz y antinatural que comenzó a surgir de los matojos de hierba. Lady Agria se volvió hacia sus hijos y vio que ya no estaban, pero vislumbró sus sombras encorvadas alejándose con sigilo al otro lado y suspiró, aliviada.
-¡Brujo malnacido! -escupió la anciana volviéndose hacia el hombre. Necesitaba ganar tiempo para que huyeran. Mientras, sus soldados se desvanecían como un eco en la tiniebla. Tras unos segundos volcó toda la furia de su mirada en los ojos oscuros de aquel hombre, pero chocó contra un muro impertérrito. Permaneció unos segundos así pero tuvo que apartarla. Todo el calor de su rabia se había desvanecido con la frialdad de aquellos ojos, toda su fuerza se había marchitado en aquella serenidad macabra. Tosió otra vez y conjuró una maldición al cielo.
-Brujo no, nigromante -la corrigió él. Agria vaciló y las piernas le flaquearon. Una fuerza la zarandeó y tendió de bruces contra la tierra, fuera del carro. El hombre se acercó hasta a ella.
-¿Sabes lo que va a pasar ahora?
Ella no contestó y le escupió en las botas haciendo acoplo de la poca fuerza que le quedaba. Selnalla hizo otro ademán con la mano y una luz negra y chillante surgió en torno a la palma abierta.
“Se ha acabado”, pensó, mientras intentaba levantar la cabeza para ver a su verdugo. El moño se había deshecho y el pelo cano parecía más lacio que nunca. También el vestido se había ensuciado con el polvo del camino, y una pequeña rozadura le decoraba la mejilla arrugada.
-Considérate aplastado, insecto -la energía abandonó la mano del nigromante y se lanzó contra Agria, que dejó escapar un último quejido antes de expirar y desplomarse sobre si misma. Entonces, Selnalla arrancó el vestido de Agria por la zona de los senos y clavó la uña cerca del esternón. Movió el dedo y brotó la sangre. Había hecho un símbolo, el de Vendal. Los que encontrasen el cadáver lo entenderían como la última afrenta de Vendal al reino, la última que se necesitaba para que estallase la guerra pertinente. Suspiró. La vieja estaba muerta y sus dos hijos no escaparían por mucho más tiempo. Los había visto deslizarse entre la maleza al otro lado del camino por el rabillo del ojo, pero estaban en medio de la nada, a muchos kilómetros de cualquier aldea.
-No veas esto como un asesinato -dijo el nigromante como si percibiese la esencia del alma de Agria en algún lugar junto a él -, míralo como un sacrificio necesario para salvar el mundo. Hay una guerra planeando sobre este planeta, ¿sabes? Tu ambición podría haber determinado sin que lo supieras el sino de muchas vidas.
El espíritu debió de replicar algo y Selnalla se permitió esbozar una sonrisa entre cómplice y cínica.
-Vete antes de que un demonio devore tu alma. Tus hijos estarán en buenas manos, pero yo he de quedarme a restaurar todo el daño de este mundo y encerrar a los hijos del infierno fuera de esta dimensión. ¿Irónico, no? Tú ni siquiera has entendido nada.
Una vara de metal se materializó en la mano izquierda del hombre. El cielo gris volvió poco a poco al azul radiante de antes.
El carruaje saltó por los aires y estalló en mil astillas a una palabra mental del nigromante.
Se escucharon unos gritos a lo lejos.
Levantó la mirada hacia el horizonte y las palabras de la vieja profecía resonaron en su mente, gravadas a fuego en su memoria. Sus cejas se contrajeron en una expresión grave y la sombra lo envolvió tan rápidamente como lo había traído.