MERCENARIO
INTRODUCCIÓN (REVISADO)
Las botas del hombre golpeaban con fuerza las losas del sendero, levantando ecos en el oscuro y solitario jardín que atravesaba. La noche era agradable y las estrellas relucían brillantes en un cielo despejado y sin luna. Una fuente situada en mitad del camino inundaba la atmósfera con su murmullo incesante, y una suave brisa hacía susurrar las hojas de los naranjos.
El hombre caminaba deprisa, lanzando miradas furtivas a ambos lados, nervioso. En su mano derecha sujetaba con fuerza un pequeño cilindro de metal recubierto de inscripciones e intrincados dibujos; con la izquierda se agarraba la elegante capa negra que llevaba, tratando de disimular la espada que le colgaba del cinto.
Llegó al final del jardín, y tras cruzar un arco, entró en un patio porticado, como un claustro, mucho más pequeño que el recinto anterior pero igualmente oscuro. Un silencioso estanque de forma octogonal ocupaba la parte central abierta al cielo nocturno. Desde allí ya se distinguía, flotando en el aire perfumado de azahar, el rumor de la música, las conversaciones y las risas de los invitados del Emperador. El Príncipe de los Fieles, como le gustaba ser llamado, cumplía cincuenta años, y unas celebraciones como no se recordaban en mucho tiempo se habían preparado para agasajar a familiares, nobles y toda clase de personajes importantes; sin olvidar los Juegos Extraordinarios programados para los próximos días en el anfiteatro. Sin duda, una ocasión perfecta para demostrar la riqueza y el esplendor del Imperio gobernado con puño de hierro por Akhsan II.
El hombre rodeó el patio y divisó en el otro extremo una figura menuda y envuelta en una capa oscura, una sombra entre las sombras. Sonrió y lanzó un quedo suspiro de alivio. Allí estaba su hija, tal y como habían acordado.
El capitán de la Guardia de Palacio aguardaba de pie en una de las terrazas exteriores de los jardines privados de la familia imperial. La espera se alargaba. En el interior, los invitados seguían disfrutando de la fiesta del Emperador, que debía estar en pleno apogeo. Inquieto, el capitán cambió el peso de un pie al otro. A pesar de que el ambiente en los jardines era fresco, sudaba copiosamente bajo la armadura, plenamente consciente de la gravedad de las noticias que debía transmitir. Dirigió su mirada hacia las numerosas fuentes y cascadas que salpicaban la sucesión de terrazas ajardinadas a lo largo de la ladera, pero el dulce murmullo del agua no calmó su ánimo.
Finalmente, una figura pequeña y encorvada apareció en el pórtico que daba acceso al jardín, seguido de cerca por dos guardaespaldas de aspecto temible. El suave crujido de sus sandalias sobre la fina arena le acompañó mientras se dirigía con pasos calmados hacia donde aguardaba el capitán, que hizo una profunda reverencia cuando llegó a su altura. La escolta se quedó de pie un poco más atrás, aunque sin apartar la vista ni un instante de su protegido.
—¿Y bien? —inquirió con voz suave Ybaïn Dulakh, Gran Khezel del Imperio y mano derecha de Akhsan II desde hacía casi dos décadas—. ¿Cómo ha ido? ¿Sabemos quién es el contacto del traidor?
El capitán miró al enjuto consejero del Emperador. A simple vista, Ybaïn tenía el aspecto de un hombre frágil, casi enfermizo: era extremadamente delgado, con una piel pálida y llena de manchas oscuras, y numerosas arrugas recorrían su rostro, donde destacaba una barba blanca perfectamente recortada. Pero las apariencias, como en tantas ocasiones, diferían bastante de la realidad; el anciano Khezel poseía una vitalidad fuera de lo común para su edad, y sus ojos, negros y profundos, observaban todo lo que sucedía a su alrededor sin descanso, analizando, evaluando, registrando; esos mismos ojos que ahora se clavaban en el capitán, aguardando su respuesta. Éste tragó saliva antes de responder.
—Ha ocurrido un imprevisto, Gran Khezel.
—¡Irne!
—¡Padre!
Ambos se fundieron en un fuerte abrazo.
—Estaba preocupada —dijo ella cuando se separaron. Era una chica de unos catorce o quince años, más bien alta y delgada. Una ondulada melena trigueña le caía sobre los hombros, enmarcando un rostro pecoso de rasgos suaves—. Has tardado mucho.
El hombre torció el gesto.
—Efrem se ha retrasado, pero ha cumplido su parte —agitó el cilindro de metal que sostenía en la mano—. ¿Y tú? ¿Has podido escabullirte de la fiesta sin llamar la atención?
Su hija asintió con una sonrisa.
—Sí, padre, no ha sido difícil —sus ojos azules chispearon, divertidos, y soltó una risita—. A estas horas el vino ya ha hecho su efecto.
—Bien hecho —la atrajo hacia sí y le dio un suave beso en la frente—. Vámonos de aquí, al alba quiero estar lo más lejos posible de este Palacio y del Emperador.
El hombre echó a andar con paso firme por el pasillo porticado hacia una de las salidas del patio, seguido por la muchacha. De pronto, dos guardias surgieron de entre las sombras del pasadizo al que se dirigían. Caminaban directamente hacia ellos. El hombre agarró a su hija por el brazo y se dieron la vuelta con presteza.
—Ven, iremos por el otro lado —susurró con voz tensa, mirando de reojo a los guardias.
Comenzaron a desandar el camino, rodeando el claustro, hacia otra salida que se abría en su extremo opuesto. Las pisadas metálicas de los soldados reverberaban en el silencio de la galería abovedada, cada vez más cerca. Apretaron el paso. Dejaron atrás unas escaleras que descendían en la oscuridad, a su derecha, y giraron al llegar a una de las esquinas del patio para encarar el último tramo de pasillo. En ese momento, dos guardias más aparecieron frente a ellos y se plantaron en medio del corredor, bloqueando el paso.
Padre e hija se miraron un instante.
—¡Corre! —gritó el hombre.
—El contacto del traidor es un comerciante terinio, Gran Khezel. Según hemos podido averiguar, posee varios negocios aquí, en Darim, y en otras ciudades del Imperio. Principalmente sedas y otros tejidos. Es muy conocido.
El consejero asintió lentamente.
—Interesante. ¿Estaba en la lista de sospechosos, capitán?
—No, Gran Khezel.
Ybaïn arrugó el entrecejo. El soldado notó cómo una gota de sudor le resbalaba por la cara, pero reprimió el impulso de secársela y permaneció firme.
—Y el traidor, ese escriba… ¿cuál es su nombre?
—Efrem Badädi, Gran Khezel. No hemos podido apresarlo con vida. Al verse rodeado, sacó este frasco y se tomó su contenido.
El rostro del consejero se ensombreció todavía más. El capitán de la Guardia se apresuró a mostrarle una pequeña botella de cristal, de forma esférica. Los restos de una sustancia viscosa aún podían verse adheridos en el fondo. Ybaïn la miró con atención, pero sin tocarla.
—Antes de que la Guardia pudiera reaccionar comenzó a convulsionar y a echar sangre por la boca. Estaba muerto en cuestión de segundos —prosiguió el capitán—. El elfo cree que es un derivado de la cicuta.
El Gran Khezel cerró sus arrugados ojos con gesto irritado.
—Ciertamente es un contratiempo —musitó, pensativo—. Pensaba obtener información valiosa de ese desgraciado. Habrá que conseguirla por otros medios.
Abrió los ojos de nuevo y se percató de que el soldado le miraba nervioso, buscando su permiso para continuar hablando. Aquél no era el imprevisto al que se había referido. De pronto, un terrible presentimiento se abrió paso en la mente de Ybaïn. El rostro del consejero se tornó lívido.
—¿Dónde están los documentos?
Ambos se detuvieron al doblar la esquina, exhaustos. Estaban en los subterráneos de la zona más antigua del Palacio, una maraña de pasadizos viejos y húmedos apenas iluminados por unas pocas antorchas. El hombre se limpió el sudor del rostro con el dorso de la mano. Estaba seguro de que conocía esos túneles mejor que el mismísimo Gran Khezel, pero a pesar de todos sus intentos no había conseguido despistar a sus perseguidores. Miró a su hija con preocupación. Se le notaba cansada, no podría seguir el ritmo que estaban llevando por mucho más tiempo.
—Están demasiado cerca—dijo el hombre, con la respiración agitada—. Y ya casi hemos llegado al portal. No pueden descubrirlo; nos seguirían hasta el exterior y nos atraparían allí.
La chica había apoyado las manos contra la pared y jadeaba, intentando recuperar el aliento. El corazón le latía desbocado en el pecho y le ardían los pulmones del esfuerzo de la carrera. Un estruendo de ecos metálicos le reveló que los soldados habían entrado en el corredor. Se le encogió el corazón. Era cierto, estaban demasiado cerca.
—Toma—dijo su padre bruscamente, entregándole el cilindro que había llevado consigo todo el tiempo. Ella lo cogió, desconcertada—. ¿Tienes la llave? —la muchacha asintió, incapaz de hablar—. Huye tú. Ya sabes el camino. Cierra la puerta detrás de ti y corre, enseguida te buscarán por toda la ciudad.
—Pero, padre… tú… —comenzó su hija, mirándole fijamente con ojos asustados.
El hombre la envolvió entre sus brazos y la abrazó con fuerza. Le dio un beso en la frente, y luego se separó de ella.
—¡Corre! —exclamó, empujándola hacia adelante.
Pero ella no se movió. Estaba paralizada, bloqueada. Notaba en el pecho un dolor frío, agudo, que no tenía nada que ver con el esfuerzo de la carrera. Su padre iba a decirle algo más, pero en ese momento aparecieron los soldados, con sus capas rojas ondeando por la carrera. Se frenaron en seco al verles. El hombre se dio la vuelta y se encaró hacia ellos con gesto sereno, decidido. Se desabrochó la capa y la tiró al suelo. Se giró una última vez para mirar a su hija.
—¡Corre! —repitió, al tiempo que desenvainaba la espada.
La joven reaccionó por fin y echó a correr por el túnel, intentando no tropezar en la oscuridad y sin hacer caso de las punzadas de dolor en las costillas. Oyó cómo los guardias desenvainaban también sus armas.
Con lágrimas en los ojos, giró por el primer pasillo a la derecha.
—El espía ha intentado huir por una ruta que no teníamos prevista, Gran Khezel —dijo el capitán—, pero finalmente la Guardia lo ha acorralado en los subterráneos del Palacio Viejo.
—¿En el Palacio Viejo? —el anciano consejero enarcó una ceja.
—Sí, Gran Khezel. Hemos localizado un acceso secreto en los subterráneos.
—¿Un acceso secreto? ¿Al Palacio del Emperador? —Ybaïn alzó la voz por primera vez en toda la conversación—. ¿Desde cuando existe ese acceso?
—No lo sabemos, Gran Khezel.
—¡Es decir, que podrían haber estado utilizándolo durante meses! —bramó—. ¡Años!
—Así es, Gran Khezel.
El consejero inspiró profundamente, intentando controlar su ira. Tras unos instantes, indicó al capitán con un gesto de la mano que prosiguiera con su informe.
—La Guardia ha apresado al extranjero, pero no ha sido nada fácil; ha luchado hasta el final. Dos hombres han muerto y otros dos están heridos. Ahora mismo lo están trasladando a las celdas del ala este para el interrogatorio. Está malherido, pero me han asegurado que vivirá.
—Bien. Que se ocupe el elfo, él sabe manejar estos asuntos. Ese hombre va a decirnos todo lo que sabe y más aún. Y tendremos que preparar una historia convincente para justificar su desaparición, si es alguien tan conocido como parece —el consejero miró de reojo al capitán, que seguía inmóvil, sudando bajo la armadura—. ¿Qué más, por Naal Zahar?
—El extranjero no estaba solo, Gran Khezel.
Irne atravesó corriendo el pasadizo. El aire estaba viciado, pesado, y el olor a humedad y podredumbre era intenso. En ambas paredes se sucedían unas aberturas a intervalos regulares, como unos nichos; antiguamente aquello debía haber sido una prisión o algo parecido. Algunas conservaban las rejas, otras estaban tapiadas, y otras simplemente estaban abiertas, vacías, como las cuencas de una calavera. No había casi luz y apenas podía ver por donde iba; tropezó y cayó al suelo. Lanzó un gemido de dolor. Por detrás de ella llegaban ruidos de lucha y el entrechocar de acero. Las lágrimas volvieron a asomarle a los ojos. Agitando la cabeza, se puso en pie de nuevo; tenía que salir de allí como fuera.
De pronto llegó a una bifurcación en forma de T; iba tan deprisa que apenas tuvo tiempo de ver el muro que le impedía avanzar y estuvo a punto de chocar contra él. Jadeando, se apartó el pelo de la cara y miró hacia los dos lados. Sendos pasillos se abrían en ambas direcciones. Se llevó las manos a la cabeza, angustiada. ¿Izquierda o derecha? No conseguía recordar cuál era la dirección correcta.
Se sentó en el suelo y respiró profundamente, tratando de acallar la vocecilla interior que le apremiaba, insistente, y cerró los ojos. Tenía que relajarse. Inspiró una vez, dos veces. Tres veces. Abrió los ojos de nuevo. Por la izquierda.
Reanudó la carrera, pero al cabo de un corto tramo otra pared le volvió a cerrar el paso. Observó detenidamente a su alrededor, pero esta vez no había otros pasillos, ni puertas. No podía continuar. Se apoyó en el muro con ambas manos, exhausta. Estaba a punto de desfallecer; la cabeza le daba vueltas y le flaqueaban las piernas. Ya no podía más.
De repente oyó ruidos y aguzó el oído. Pisadas, muchas pisadas, se acercaban por el pasadizo que había dejado atrás. Se giró y creyó ver el débil resplandor de una antorcha.
Con movimientos apresurados desató una bolsa que llevaba colgada del cinturón y extrajo un objeto de su interior. Era un disco de piedra muy delgado, del tamaño de una moneda, con una runa grabada en una de las caras. Lo acercó a la pared e inmediatamente comenzó a resplandecer con un fulgor azulado; lentamente, una hilera de runas apareció en la pared, brillando con el mismo color. Formaban el contorno de una puerta.
Ante los ojos de la muchacha la piedra se disolvió, convirtiéndose en aire, y un nuevo corredor se abrió ante ella. Sin perder un instante, cruzó el portal y ya en el otro lado, se alejó unos pasos y volvió a guardar el disco en la bolsa. La magia comenzó a disiparse y poco a poco la piedra volvió a tomar consistencia sólida. Justo en ese momento uno de los guardias apareció por la galería, portando una antorcha en una mano y una espada en la otra. Se abalanzó contra la puerta, pero era ya demasiado tarde; sólo consiguió golpearse con fuerza contra el muro en medio de un estrépito metálico. Se cruzaron las miradas por un instante, y luego la roca se tornó completamente sólida.
Irne se apoyó contra la pared y lanzó un profundo y tembloroso suspiro. Cerró los ojos y se dejó resbalar, poco a poco, hasta quedar sentada en el frío suelo de piedra.
Lo había conseguido, había escapado.
El Gran Khezel guardaba silencio. Lentamente, caminó hasta una balaustrada de piedra que formaba un pequeño mirador sobre el jardín y se apoyó en ella, dando la espalda al capitán, que ya había concluido su informe.
—He ordenado avisar a la guardia en todos los accesos al Palacio y también en las puertas de la muralla. La extranjera no escapará—añadió el soldado, pero Ybaïn pareció ignorarle, perdido en sus pensamientos. El silencio se adueñó de la terraza. El capitán miró a la escolta del consejero, pero los guardias no le prestaron atención, indiferentes al desarrollo de la conversación.
—Hay formas de salir de la ciudad sin cruzar las puertas, si se sabe cómo—habló al fin el Gran Khezel, aunque sin volverse—, y no me cabe la menor duda de que alguien que ha sido capaz de crear un portal de runas ante nuestras narices tiene ese conocimiento —el anciano apretó los puños—. Es muy posible que esa chica ya haya salido de la ciudad. Quiero que salgan patrullas en todas direcciones y rastreen los alrededores sin descanso hasta dar con ella. Hay que recuperar esos documentos como sea.
—Como ordenéis, Gran Khezel —el consejero no podía ver el gesto, pero el capitán se inclinó igualmente. Ybaïn se volvió por fin.
—Informaré al Emperador de este incidente mañana a primera hora; no voy a interrumpir su celebración ahora —clavó en el capitán sus ojos negros—. Espero haber recibido para entonces la noticia de que esa chica ya ha sido apresada y que esta desastrosa operación ha tenido un final satisfactorio.
El capitán asintió, sin ánimo para decir nada más, y se apresuró a cumplir las órdenes de su superior, más que aliviado de poder abandonar el jardín. El Gran Khezel le observó alejarse mientras los ecos de sus pasos se apagaban en la distancia. De nuevo, la terraza volvió a sumirse en el silencio, sólo roto por el viento que, de vez en cuando, traía el rumor de risas y música que todavía se prolongarían durante varias horas más. Ybaïn Dulakh, Gran Khezel del Imperio y mano derecha de Akhsan II, permaneció allí de pie, pensativo, con la mirada perdida en la oscuridad que se extendía a los pies del Palacio.
El hombre caminaba deprisa, lanzando miradas furtivas a ambos lados, nervioso. En su mano derecha sujetaba con fuerza un pequeño cilindro de metal recubierto de inscripciones e intrincados dibujos; con la izquierda se agarraba la elegante capa negra que llevaba, tratando de disimular la espada que le colgaba del cinto.
Llegó al final del jardín, y tras cruzar un arco, entró en un patio porticado, como un claustro, mucho más pequeño que el recinto anterior pero igualmente oscuro. Un silencioso estanque de forma octogonal ocupaba la parte central abierta al cielo nocturno. Desde allí ya se distinguía, flotando en el aire perfumado de azahar, el rumor de la música, las conversaciones y las risas de los invitados del Emperador. El Príncipe de los Fieles, como le gustaba ser llamado, cumplía cincuenta años, y unas celebraciones como no se recordaban en mucho tiempo se habían preparado para agasajar a familiares, nobles y toda clase de personajes importantes; sin olvidar los Juegos Extraordinarios programados para los próximos días en el anfiteatro. Sin duda, una ocasión perfecta para demostrar la riqueza y el esplendor del Imperio gobernado con puño de hierro por Akhsan II.
El hombre rodeó el patio y divisó en el otro extremo una figura menuda y envuelta en una capa oscura, una sombra entre las sombras. Sonrió y lanzó un quedo suspiro de alivio. Allí estaba su hija, tal y como habían acordado.
* * *
El capitán de la Guardia de Palacio aguardaba de pie en una de las terrazas exteriores de los jardines privados de la familia imperial. La espera se alargaba. En el interior, los invitados seguían disfrutando de la fiesta del Emperador, que debía estar en pleno apogeo. Inquieto, el capitán cambió el peso de un pie al otro. A pesar de que el ambiente en los jardines era fresco, sudaba copiosamente bajo la armadura, plenamente consciente de la gravedad de las noticias que debía transmitir. Dirigió su mirada hacia las numerosas fuentes y cascadas que salpicaban la sucesión de terrazas ajardinadas a lo largo de la ladera, pero el dulce murmullo del agua no calmó su ánimo.
Finalmente, una figura pequeña y encorvada apareció en el pórtico que daba acceso al jardín, seguido de cerca por dos guardaespaldas de aspecto temible. El suave crujido de sus sandalias sobre la fina arena le acompañó mientras se dirigía con pasos calmados hacia donde aguardaba el capitán, que hizo una profunda reverencia cuando llegó a su altura. La escolta se quedó de pie un poco más atrás, aunque sin apartar la vista ni un instante de su protegido.
—¿Y bien? —inquirió con voz suave Ybaïn Dulakh, Gran Khezel del Imperio y mano derecha de Akhsan II desde hacía casi dos décadas—. ¿Cómo ha ido? ¿Sabemos quién es el contacto del traidor?
El capitán miró al enjuto consejero del Emperador. A simple vista, Ybaïn tenía el aspecto de un hombre frágil, casi enfermizo: era extremadamente delgado, con una piel pálida y llena de manchas oscuras, y numerosas arrugas recorrían su rostro, donde destacaba una barba blanca perfectamente recortada. Pero las apariencias, como en tantas ocasiones, diferían bastante de la realidad; el anciano Khezel poseía una vitalidad fuera de lo común para su edad, y sus ojos, negros y profundos, observaban todo lo que sucedía a su alrededor sin descanso, analizando, evaluando, registrando; esos mismos ojos que ahora se clavaban en el capitán, aguardando su respuesta. Éste tragó saliva antes de responder.
—Ha ocurrido un imprevisto, Gran Khezel.
* * *
—¡Irne!
—¡Padre!
Ambos se fundieron en un fuerte abrazo.
—Estaba preocupada —dijo ella cuando se separaron. Era una chica de unos catorce o quince años, más bien alta y delgada. Una ondulada melena trigueña le caía sobre los hombros, enmarcando un rostro pecoso de rasgos suaves—. Has tardado mucho.
El hombre torció el gesto.
—Efrem se ha retrasado, pero ha cumplido su parte —agitó el cilindro de metal que sostenía en la mano—. ¿Y tú? ¿Has podido escabullirte de la fiesta sin llamar la atención?
Su hija asintió con una sonrisa.
—Sí, padre, no ha sido difícil —sus ojos azules chispearon, divertidos, y soltó una risita—. A estas horas el vino ya ha hecho su efecto.
—Bien hecho —la atrajo hacia sí y le dio un suave beso en la frente—. Vámonos de aquí, al alba quiero estar lo más lejos posible de este Palacio y del Emperador.
El hombre echó a andar con paso firme por el pasillo porticado hacia una de las salidas del patio, seguido por la muchacha. De pronto, dos guardias surgieron de entre las sombras del pasadizo al que se dirigían. Caminaban directamente hacia ellos. El hombre agarró a su hija por el brazo y se dieron la vuelta con presteza.
—Ven, iremos por el otro lado —susurró con voz tensa, mirando de reojo a los guardias.
Comenzaron a desandar el camino, rodeando el claustro, hacia otra salida que se abría en su extremo opuesto. Las pisadas metálicas de los soldados reverberaban en el silencio de la galería abovedada, cada vez más cerca. Apretaron el paso. Dejaron atrás unas escaleras que descendían en la oscuridad, a su derecha, y giraron al llegar a una de las esquinas del patio para encarar el último tramo de pasillo. En ese momento, dos guardias más aparecieron frente a ellos y se plantaron en medio del corredor, bloqueando el paso.
Padre e hija se miraron un instante.
—¡Corre! —gritó el hombre.
* * *
—El contacto del traidor es un comerciante terinio, Gran Khezel. Según hemos podido averiguar, posee varios negocios aquí, en Darim, y en otras ciudades del Imperio. Principalmente sedas y otros tejidos. Es muy conocido.
El consejero asintió lentamente.
—Interesante. ¿Estaba en la lista de sospechosos, capitán?
—No, Gran Khezel.
Ybaïn arrugó el entrecejo. El soldado notó cómo una gota de sudor le resbalaba por la cara, pero reprimió el impulso de secársela y permaneció firme.
—Y el traidor, ese escriba… ¿cuál es su nombre?
—Efrem Badädi, Gran Khezel. No hemos podido apresarlo con vida. Al verse rodeado, sacó este frasco y se tomó su contenido.
El rostro del consejero se ensombreció todavía más. El capitán de la Guardia se apresuró a mostrarle una pequeña botella de cristal, de forma esférica. Los restos de una sustancia viscosa aún podían verse adheridos en el fondo. Ybaïn la miró con atención, pero sin tocarla.
—Antes de que la Guardia pudiera reaccionar comenzó a convulsionar y a echar sangre por la boca. Estaba muerto en cuestión de segundos —prosiguió el capitán—. El elfo cree que es un derivado de la cicuta.
El Gran Khezel cerró sus arrugados ojos con gesto irritado.
—Ciertamente es un contratiempo —musitó, pensativo—. Pensaba obtener información valiosa de ese desgraciado. Habrá que conseguirla por otros medios.
Abrió los ojos de nuevo y se percató de que el soldado le miraba nervioso, buscando su permiso para continuar hablando. Aquél no era el imprevisto al que se había referido. De pronto, un terrible presentimiento se abrió paso en la mente de Ybaïn. El rostro del consejero se tornó lívido.
—¿Dónde están los documentos?
* * *
Ambos se detuvieron al doblar la esquina, exhaustos. Estaban en los subterráneos de la zona más antigua del Palacio, una maraña de pasadizos viejos y húmedos apenas iluminados por unas pocas antorchas. El hombre se limpió el sudor del rostro con el dorso de la mano. Estaba seguro de que conocía esos túneles mejor que el mismísimo Gran Khezel, pero a pesar de todos sus intentos no había conseguido despistar a sus perseguidores. Miró a su hija con preocupación. Se le notaba cansada, no podría seguir el ritmo que estaban llevando por mucho más tiempo.
—Están demasiado cerca—dijo el hombre, con la respiración agitada—. Y ya casi hemos llegado al portal. No pueden descubrirlo; nos seguirían hasta el exterior y nos atraparían allí.
La chica había apoyado las manos contra la pared y jadeaba, intentando recuperar el aliento. El corazón le latía desbocado en el pecho y le ardían los pulmones del esfuerzo de la carrera. Un estruendo de ecos metálicos le reveló que los soldados habían entrado en el corredor. Se le encogió el corazón. Era cierto, estaban demasiado cerca.
—Toma—dijo su padre bruscamente, entregándole el cilindro que había llevado consigo todo el tiempo. Ella lo cogió, desconcertada—. ¿Tienes la llave? —la muchacha asintió, incapaz de hablar—. Huye tú. Ya sabes el camino. Cierra la puerta detrás de ti y corre, enseguida te buscarán por toda la ciudad.
—Pero, padre… tú… —comenzó su hija, mirándole fijamente con ojos asustados.
El hombre la envolvió entre sus brazos y la abrazó con fuerza. Le dio un beso en la frente, y luego se separó de ella.
—¡Corre! —exclamó, empujándola hacia adelante.
Pero ella no se movió. Estaba paralizada, bloqueada. Notaba en el pecho un dolor frío, agudo, que no tenía nada que ver con el esfuerzo de la carrera. Su padre iba a decirle algo más, pero en ese momento aparecieron los soldados, con sus capas rojas ondeando por la carrera. Se frenaron en seco al verles. El hombre se dio la vuelta y se encaró hacia ellos con gesto sereno, decidido. Se desabrochó la capa y la tiró al suelo. Se giró una última vez para mirar a su hija.
—¡Corre! —repitió, al tiempo que desenvainaba la espada.
La joven reaccionó por fin y echó a correr por el túnel, intentando no tropezar en la oscuridad y sin hacer caso de las punzadas de dolor en las costillas. Oyó cómo los guardias desenvainaban también sus armas.
Con lágrimas en los ojos, giró por el primer pasillo a la derecha.
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—El espía ha intentado huir por una ruta que no teníamos prevista, Gran Khezel —dijo el capitán—, pero finalmente la Guardia lo ha acorralado en los subterráneos del Palacio Viejo.
—¿En el Palacio Viejo? —el anciano consejero enarcó una ceja.
—Sí, Gran Khezel. Hemos localizado un acceso secreto en los subterráneos.
—¿Un acceso secreto? ¿Al Palacio del Emperador? —Ybaïn alzó la voz por primera vez en toda la conversación—. ¿Desde cuando existe ese acceso?
—No lo sabemos, Gran Khezel.
—¡Es decir, que podrían haber estado utilizándolo durante meses! —bramó—. ¡Años!
—Así es, Gran Khezel.
El consejero inspiró profundamente, intentando controlar su ira. Tras unos instantes, indicó al capitán con un gesto de la mano que prosiguiera con su informe.
—La Guardia ha apresado al extranjero, pero no ha sido nada fácil; ha luchado hasta el final. Dos hombres han muerto y otros dos están heridos. Ahora mismo lo están trasladando a las celdas del ala este para el interrogatorio. Está malherido, pero me han asegurado que vivirá.
—Bien. Que se ocupe el elfo, él sabe manejar estos asuntos. Ese hombre va a decirnos todo lo que sabe y más aún. Y tendremos que preparar una historia convincente para justificar su desaparición, si es alguien tan conocido como parece —el consejero miró de reojo al capitán, que seguía inmóvil, sudando bajo la armadura—. ¿Qué más, por Naal Zahar?
—El extranjero no estaba solo, Gran Khezel.
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Irne atravesó corriendo el pasadizo. El aire estaba viciado, pesado, y el olor a humedad y podredumbre era intenso. En ambas paredes se sucedían unas aberturas a intervalos regulares, como unos nichos; antiguamente aquello debía haber sido una prisión o algo parecido. Algunas conservaban las rejas, otras estaban tapiadas, y otras simplemente estaban abiertas, vacías, como las cuencas de una calavera. No había casi luz y apenas podía ver por donde iba; tropezó y cayó al suelo. Lanzó un gemido de dolor. Por detrás de ella llegaban ruidos de lucha y el entrechocar de acero. Las lágrimas volvieron a asomarle a los ojos. Agitando la cabeza, se puso en pie de nuevo; tenía que salir de allí como fuera.
De pronto llegó a una bifurcación en forma de T; iba tan deprisa que apenas tuvo tiempo de ver el muro que le impedía avanzar y estuvo a punto de chocar contra él. Jadeando, se apartó el pelo de la cara y miró hacia los dos lados. Sendos pasillos se abrían en ambas direcciones. Se llevó las manos a la cabeza, angustiada. ¿Izquierda o derecha? No conseguía recordar cuál era la dirección correcta.
Se sentó en el suelo y respiró profundamente, tratando de acallar la vocecilla interior que le apremiaba, insistente, y cerró los ojos. Tenía que relajarse. Inspiró una vez, dos veces. Tres veces. Abrió los ojos de nuevo. Por la izquierda.
Reanudó la carrera, pero al cabo de un corto tramo otra pared le volvió a cerrar el paso. Observó detenidamente a su alrededor, pero esta vez no había otros pasillos, ni puertas. No podía continuar. Se apoyó en el muro con ambas manos, exhausta. Estaba a punto de desfallecer; la cabeza le daba vueltas y le flaqueaban las piernas. Ya no podía más.
De repente oyó ruidos y aguzó el oído. Pisadas, muchas pisadas, se acercaban por el pasadizo que había dejado atrás. Se giró y creyó ver el débil resplandor de una antorcha.
Con movimientos apresurados desató una bolsa que llevaba colgada del cinturón y extrajo un objeto de su interior. Era un disco de piedra muy delgado, del tamaño de una moneda, con una runa grabada en una de las caras. Lo acercó a la pared e inmediatamente comenzó a resplandecer con un fulgor azulado; lentamente, una hilera de runas apareció en la pared, brillando con el mismo color. Formaban el contorno de una puerta.
Ante los ojos de la muchacha la piedra se disolvió, convirtiéndose en aire, y un nuevo corredor se abrió ante ella. Sin perder un instante, cruzó el portal y ya en el otro lado, se alejó unos pasos y volvió a guardar el disco en la bolsa. La magia comenzó a disiparse y poco a poco la piedra volvió a tomar consistencia sólida. Justo en ese momento uno de los guardias apareció por la galería, portando una antorcha en una mano y una espada en la otra. Se abalanzó contra la puerta, pero era ya demasiado tarde; sólo consiguió golpearse con fuerza contra el muro en medio de un estrépito metálico. Se cruzaron las miradas por un instante, y luego la roca se tornó completamente sólida.
Irne se apoyó contra la pared y lanzó un profundo y tembloroso suspiro. Cerró los ojos y se dejó resbalar, poco a poco, hasta quedar sentada en el frío suelo de piedra.
Lo había conseguido, había escapado.
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El Gran Khezel guardaba silencio. Lentamente, caminó hasta una balaustrada de piedra que formaba un pequeño mirador sobre el jardín y se apoyó en ella, dando la espalda al capitán, que ya había concluido su informe.
—He ordenado avisar a la guardia en todos los accesos al Palacio y también en las puertas de la muralla. La extranjera no escapará—añadió el soldado, pero Ybaïn pareció ignorarle, perdido en sus pensamientos. El silencio se adueñó de la terraza. El capitán miró a la escolta del consejero, pero los guardias no le prestaron atención, indiferentes al desarrollo de la conversación.
—Hay formas de salir de la ciudad sin cruzar las puertas, si se sabe cómo—habló al fin el Gran Khezel, aunque sin volverse—, y no me cabe la menor duda de que alguien que ha sido capaz de crear un portal de runas ante nuestras narices tiene ese conocimiento —el anciano apretó los puños—. Es muy posible que esa chica ya haya salido de la ciudad. Quiero que salgan patrullas en todas direcciones y rastreen los alrededores sin descanso hasta dar con ella. Hay que recuperar esos documentos como sea.
—Como ordenéis, Gran Khezel —el consejero no podía ver el gesto, pero el capitán se inclinó igualmente. Ybaïn se volvió por fin.
—Informaré al Emperador de este incidente mañana a primera hora; no voy a interrumpir su celebración ahora —clavó en el capitán sus ojos negros—. Espero haber recibido para entonces la noticia de que esa chica ya ha sido apresada y que esta desastrosa operación ha tenido un final satisfactorio.
El capitán asintió, sin ánimo para decir nada más, y se apresuró a cumplir las órdenes de su superior, más que aliviado de poder abandonar el jardín. El Gran Khezel le observó alejarse mientras los ecos de sus pasos se apagaban en la distancia. De nuevo, la terraza volvió a sumirse en el silencio, sólo roto por el viento que, de vez en cuando, traía el rumor de risas y música que todavía se prolongarían durante varias horas más. Ybaïn Dulakh, Gran Khezel del Imperio y mano derecha de Akhsan II, permaneció allí de pie, pensativo, con la mirada perdida en la oscuridad que se extendía a los pies del Palacio.
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