Holas! Os dejo la continuación del primer capítulo. En unos pocos días colgaré el segundo, creo que también en dos partes para no saturar demasiado.
Espero que os guste!
Espero que os guste!
CAPÍTULO I parte 2ª (REVISADO)
Galed frenó la carrera antes de llegar al claro donde habían montado el campamento y pegó la espalda al tronco de un enorme roble.
Desenvainó su espada sin hacer ruido y asomó la cabeza con cautela. Nadie parecía haberse ocupado del fuego que habían encendido hacía unas horas, porque había menguado hasta casi extinguirse y apenas se distinguía nada entre las sombras del bosque. Aguzó el oído y oyó a los caballos agitarse en la oscuridad, intranquilos.
Todos sus instintos de guerrero le gritaban que algo iba mal.
Comprobó mecánicamente sus armas, tal y como le había enseñado Olfgan, y abandonó la protección de los árboles con todos los sentidos alerta, sin saber todavía a qué se enfrentaba. Entonces las nubes se abrieron al fin, la luna derramó su luz plateada sobre el claro, y Galed se detuvo.
El suelo estaba cubierto de cadáveres. Había sangre por todas partes, negra bajo la luz de la luna. Galed reconoció a algunos de sus compañeros de armas y también a varios mercaderes. Caminó despacio entre los cuerpos, intentado comprender qué había sucedido; algunos empuñaban sus armas pero la mayoría habían sido atacados mientras dormían. Era evidente que habían sido cogidos por sorpresa. Oyó un gemido ahogado a su izquierda y se giró; el corazón le dio un vuelco al reconocer a la figura tendida boca arriba sobre la hierba. Era Olfgan.
Rápidamente se acercó hasta él. Tenía los ojos cerrados pero todavía respiraba. Un corte profundo, del que manaba de forma abundante una sangre roja y brillante, le atravesaba la barriga de parte a parte. Galed se arrodilló a su lado e intentó restañarle la hemorragia, pero los dedos le resbalaban sobre la herida. Arrancó un trozo de tela de su camisa e intentó taponar el corte, pero era inútil. El anciano erd notó su presencia y abrió los ojos; al verlo se le iluminó el rostro y le tendió una mano temblorosa. Galed la cogió entre las suyas y apretó con fuerza, mientras observaba impotente cómo la vida le abandonaba poco a poco. Una solitaria lágrima le resbaló por la mejilla. Quiso hablarle, decir algo, pero no le salían las palabras.
Tardó un rato en darse cuenta de que había muerto.
Se inclinó y le cerró los ojos con suavidad, al tiempo que musitaba una corta plegaria a los dioses. De pronto advirtió un movimiento a sus espaldas y se levantó con rapidez. Edric, el otro de los nuevos que había reclutado Donnarn, se encontraba a unos pasos de distancia y le observaba con recelo. Llevaba un jubón mugriento y en su mano sostenía una espada ancha y corta, de las que solían usarse en el Norte. Estaba manchada de sangre.
—¿Qué ha pasado? —le susurró Galed, acercándose—. ¿Dónde estabas? ¡Olfgan está muerto! ¡Todos están muertos!
El otro retrocedió.
—¿Dónde está Donnarn? —preguntó él a su vez, estrechando los ojos—. ¿No te ha explicado nada?
—¿Donnarn? ¿De qué estás hablando, por todos los dioses? —exclamó Galed, exasperado—. ¿Quieres decirme qué es lo que…?
De repente calló. Tres hombres más habían surgido de entre las sombras. Uno de ellos era enorme, debía de sobrepasar los siete pies de altura; llevaba una espada al costado y blandía una enorme y gruesa vara de sólida madera tan larga como una pica. Los otros dos llevaban sendas espadas cortas, como la de Edric. Oyó un ruido detrás de él y se volvió. Allí estaba Svar, mirándole con su sonrisa burlona, junto a un chaval flacucho y desgarbado que empuñaba un hacha. Nadie dijo nada, no hacía falta. Galed desenvainó con la izquierda la daga que guardaba en la espalda y giró despacio sobre sí mismo, con un arma en cada mano. Notaba la sangre hirviéndole en las venas y todo el cuerpo tenso, listo para el combate.
Los hombres le rodearon, pero ninguno se acercaba. Galed los miró alternativamente. ¿Quién de ellos habría asesinado a Olfgan? Sujetaba los aceros con tanta fuerza que los nudillos se le habían vuelto blancos.
—Le ha dicho que no, Brald —dijo Svar dirigiéndose al gigantón, y escupió en el suelo—. Te lo dije. El otro no es mal tipo, pero éste es un imbécil. Es como el viejo.
Galed dio un respingo y se giró hacia Svar. La alusión a Olfgan le había revuelto el estómago; notaba una cólera sorda, ardiente, inundándole por dentro.
—Ven aquí y veremos quién es el imbécil —replicó, apretando los dientes.
El tal Brald, que a todas luces era el jefe, observaba a Galed en silencio, como evaluando qué hacer con él.
—Tira tus armas, mercenario —dijo al fin el gigantón.
Galed le lanzó una mirada torva.
—Ven a buscarlas.
Brald emitió un quedo suspiro y sin previo aviso cargó directamente contra él. Galed separó los pies y se inclinó ligeramente hacia delante, preparándose para la embestida, pero de repente oyó una especie de silbido por detrás de él. Intentó agacharse pero no fue lo bastante rápido; sintió como algo se le clavaba profundamente en la espalda al tiempo que se maldecía por ser tan estúpido. Un dolor agudo le recorrió la columna y le dejó sin aliento. Estuvo a punto de caer al suelo, pero recuperó el equilibrio justo a tiempo para desviar con la espada el formidable golpe que le había lanzado el gigantón. Contraatacó con una estocada casi a ciegas, intentando ganar algo de tiempo y alejarse de su rival, pero el otro esquivó su ataque con facilidad y volvió a descargar su bastón con una fuerza demoledora. El arma le dio de lleno en el hombro con un escalofriante crujido y el impacto lo lanzó contra el suelo; antes de que pudiera ni siquiera levantar la vista otro golpe le alcanzó en el rostro, y otro más en las costillas. Se derrumbó y soltó las armas. Notó la hierba húmeda contra la cara y el sabor metálico de su propia sangre en la boca. Intentó incorporarse, pero el hombro le falló y cayó de nuevo. La espalda le ardía, y la cabeza le palpitaba de forma insoportable. Un coro de gritos y risas le rodeó y comenzaron a lloverle patadas desde todas partes. Sintió cómo se deslizaba lentamente hacia una oscuridad cálida y agradable, y entonces entrevió la figura de Donnarn, que se acercaba corriendo hacia ellos.
—¿Pero qué hacéis? ¡Dejadlo! ¡Esto no es lo que habíamos acordado! —fue lo último que oyó antes de hundirse en la negrura.
Desenvainó su espada sin hacer ruido y asomó la cabeza con cautela. Nadie parecía haberse ocupado del fuego que habían encendido hacía unas horas, porque había menguado hasta casi extinguirse y apenas se distinguía nada entre las sombras del bosque. Aguzó el oído y oyó a los caballos agitarse en la oscuridad, intranquilos.
Todos sus instintos de guerrero le gritaban que algo iba mal.
Comprobó mecánicamente sus armas, tal y como le había enseñado Olfgan, y abandonó la protección de los árboles con todos los sentidos alerta, sin saber todavía a qué se enfrentaba. Entonces las nubes se abrieron al fin, la luna derramó su luz plateada sobre el claro, y Galed se detuvo.
El suelo estaba cubierto de cadáveres. Había sangre por todas partes, negra bajo la luz de la luna. Galed reconoció a algunos de sus compañeros de armas y también a varios mercaderes. Caminó despacio entre los cuerpos, intentado comprender qué había sucedido; algunos empuñaban sus armas pero la mayoría habían sido atacados mientras dormían. Era evidente que habían sido cogidos por sorpresa. Oyó un gemido ahogado a su izquierda y se giró; el corazón le dio un vuelco al reconocer a la figura tendida boca arriba sobre la hierba. Era Olfgan.
Rápidamente se acercó hasta él. Tenía los ojos cerrados pero todavía respiraba. Un corte profundo, del que manaba de forma abundante una sangre roja y brillante, le atravesaba la barriga de parte a parte. Galed se arrodilló a su lado e intentó restañarle la hemorragia, pero los dedos le resbalaban sobre la herida. Arrancó un trozo de tela de su camisa e intentó taponar el corte, pero era inútil. El anciano erd notó su presencia y abrió los ojos; al verlo se le iluminó el rostro y le tendió una mano temblorosa. Galed la cogió entre las suyas y apretó con fuerza, mientras observaba impotente cómo la vida le abandonaba poco a poco. Una solitaria lágrima le resbaló por la mejilla. Quiso hablarle, decir algo, pero no le salían las palabras.
Tardó un rato en darse cuenta de que había muerto.
Se inclinó y le cerró los ojos con suavidad, al tiempo que musitaba una corta plegaria a los dioses. De pronto advirtió un movimiento a sus espaldas y se levantó con rapidez. Edric, el otro de los nuevos que había reclutado Donnarn, se encontraba a unos pasos de distancia y le observaba con recelo. Llevaba un jubón mugriento y en su mano sostenía una espada ancha y corta, de las que solían usarse en el Norte. Estaba manchada de sangre.
—¿Qué ha pasado? —le susurró Galed, acercándose—. ¿Dónde estabas? ¡Olfgan está muerto! ¡Todos están muertos!
El otro retrocedió.
—¿Dónde está Donnarn? —preguntó él a su vez, estrechando los ojos—. ¿No te ha explicado nada?
—¿Donnarn? ¿De qué estás hablando, por todos los dioses? —exclamó Galed, exasperado—. ¿Quieres decirme qué es lo que…?
De repente calló. Tres hombres más habían surgido de entre las sombras. Uno de ellos era enorme, debía de sobrepasar los siete pies de altura; llevaba una espada al costado y blandía una enorme y gruesa vara de sólida madera tan larga como una pica. Los otros dos llevaban sendas espadas cortas, como la de Edric. Oyó un ruido detrás de él y se volvió. Allí estaba Svar, mirándole con su sonrisa burlona, junto a un chaval flacucho y desgarbado que empuñaba un hacha. Nadie dijo nada, no hacía falta. Galed desenvainó con la izquierda la daga que guardaba en la espalda y giró despacio sobre sí mismo, con un arma en cada mano. Notaba la sangre hirviéndole en las venas y todo el cuerpo tenso, listo para el combate.
Los hombres le rodearon, pero ninguno se acercaba. Galed los miró alternativamente. ¿Quién de ellos habría asesinado a Olfgan? Sujetaba los aceros con tanta fuerza que los nudillos se le habían vuelto blancos.
—Le ha dicho que no, Brald —dijo Svar dirigiéndose al gigantón, y escupió en el suelo—. Te lo dije. El otro no es mal tipo, pero éste es un imbécil. Es como el viejo.
Galed dio un respingo y se giró hacia Svar. La alusión a Olfgan le había revuelto el estómago; notaba una cólera sorda, ardiente, inundándole por dentro.
—Ven aquí y veremos quién es el imbécil —replicó, apretando los dientes.
El tal Brald, que a todas luces era el jefe, observaba a Galed en silencio, como evaluando qué hacer con él.
—Tira tus armas, mercenario —dijo al fin el gigantón.
Galed le lanzó una mirada torva.
—Ven a buscarlas.
Brald emitió un quedo suspiro y sin previo aviso cargó directamente contra él. Galed separó los pies y se inclinó ligeramente hacia delante, preparándose para la embestida, pero de repente oyó una especie de silbido por detrás de él. Intentó agacharse pero no fue lo bastante rápido; sintió como algo se le clavaba profundamente en la espalda al tiempo que se maldecía por ser tan estúpido. Un dolor agudo le recorrió la columna y le dejó sin aliento. Estuvo a punto de caer al suelo, pero recuperó el equilibrio justo a tiempo para desviar con la espada el formidable golpe que le había lanzado el gigantón. Contraatacó con una estocada casi a ciegas, intentando ganar algo de tiempo y alejarse de su rival, pero el otro esquivó su ataque con facilidad y volvió a descargar su bastón con una fuerza demoledora. El arma le dio de lleno en el hombro con un escalofriante crujido y el impacto lo lanzó contra el suelo; antes de que pudiera ni siquiera levantar la vista otro golpe le alcanzó en el rostro, y otro más en las costillas. Se derrumbó y soltó las armas. Notó la hierba húmeda contra la cara y el sabor metálico de su propia sangre en la boca. Intentó incorporarse, pero el hombro le falló y cayó de nuevo. La espalda le ardía, y la cabeza le palpitaba de forma insoportable. Un coro de gritos y risas le rodeó y comenzaron a lloverle patadas desde todas partes. Sintió cómo se deslizaba lentamente hacia una oscuridad cálida y agradable, y entonces entrevió la figura de Donnarn, que se acercaba corriendo hacia ellos.
—¿Pero qué hacéis? ¡Dejadlo! ¡Esto no es lo que habíamos acordado! —fue lo último que oyó antes de hundirse en la negrura.
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