Muy buenas!
Con un poco de retraso pero aquí os dejo la siguiente parte de las andanzas de nuestro mercenario.
Que lo disfrutéis, y gracias por adelantado por los comentarios!
Con un poco de retraso pero aquí os dejo la siguiente parte de las andanzas de nuestro mercenario.
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CAPÍTULO II parte 1ª (REVISADO)
Despacio, Galed abrió los ojos. Un sol brillante en un cielo sin nubes le deslumbró y le hizo parpadear. Trató de recordar qué había sucedido, confuso; la cabeza le daba vueltas y le pitaban los oídos. Intentó incorporarse, pero un latigazo de dolor le recorrió todo el cuerpo y se desplomó de nuevo con un gemido ahogado. Realizó una segunda tentativa; al final consiguió apoyarse sobre los codos. Alzó la vista y se encontró con un chiquillo rubio con la cara sucia que le miraba con unos ojos azules muy abiertos; tendría unos nueve o diez años.
Miró a su alrededor. Se encontraba tumbado sobre un montón de paja, dentro de una especie de jaula que avanzaba traqueteante por un camino polvoriento. En el otro extremo de la jaula un anciano con el rostro surcado de arrugas le miró con unos ojos cansados, y enseguida regresó a su ocupación, que parecía ser frotar con insistencia un trozo de tela contra uno de los barrotes. Cerca de él, otro hombre más joven le observaba con franca curiosidad. El niño, que le seguía mirando fijamente, estaba acurrucado en un rincón, hecho un ovillo. Vestía con ropas que parecían buenas, pero que ahora estaban estropeadas y rotas. Las moscas zumbaban por todas partes, pegajosas, y un olor nauseabundo flotaba en el ambiente.
—Estupendo —masculló, dejándose caer pesadamente al suelo de nuevo.
El más joven de los dos hombres se acercó a él. Era más bien alto, y delgado, de ojos oscuros pero piel muy clara, casi pálida. Dos delgadas trenzas le enmarcaban el rostro y el resto del pelo, largo y negro como plumas de cuervo, le caía por la espalda. Estaba tan sucio como todo dentro de aquella jaula. Galed le lanzó una mirada que le hizo detenerse a una distancia prudencial. El joven se arrodilló y le preguntó algo en naalí, la lengua del Imperio.
—No te entiendo —dijo Galed con esfuerzo; notaba la boca pastosa e hinchada.
—Hola—intentó de nuevo el joven, esta vez en daryo, la lengua común en el Norte, y la misma que había usado Galed. Hablaba con el típico acento sureño, pero se expresaba correctamente—. Eres del Norte, ¿verdad? —dijo señalando su pelo rubio—. ¿Puedes entenderme?
El guerrero asintió levemente con la cabeza.
—Me llamo Shäl —dijo, e hizo una pausa, esperando que el otro dijera su nombre, pero Galed se limitó a mirarle, impasible, así que prosiguió al cabo de unos segundos—. Estabas herido, de hecho estabas bastante grave cuando te trajeron, y te he estado cuidando. Si no tienes inconveniente, querría acercarme para ver cómo estás.
Galed asintió de nuevo, y el otro se arrodilló junto a él. Le examinó los ojos y la cabeza, y le ladeó para observarle la espalda. El dolor hizo que el guerrero apretara los dientes.
—Gracias —susurró cuando Shäl dio por concluido el reconocimiento.
—No creas que he hecho gran cosa —replicó el otro—. La herida de la espalda te debe doler bastante, pero no es profunda. Y aparte de un golpe en la cabeza y otro en el hombro, que era el que más me preocupaba, sólo tienes moretones por todo el cuerpo—sonrió ligeramente—. A decir verdad, me has sorprendido, amigo; pensaba que tardarías bastante más en recuperarte.
—¿Cuánto… tiempo… ? —le costaba pronunciar las palabras.
—Te encontraron hace un par de días.
En ese momento otro hombre a caballo se acercó al carro y le gritó algo a Shäl, interrumpiendo la conversación. Éste se tensó visiblemente, y con gesto adusto se giró y ambos intercambiaron unas pocas frases. Galed los observó mientras hablaban, aunque no pudo entender lo que decían. El tipo ofrecía un aspecto amenazador, aunque no parecía tener muchas luces: era fuerte y grande, y una cicatriz le cruzaba la parte izquierda de la cara; vestía una protección ligera de cuero, una espada le colgaba del cinto y sujetaba un látigo en la mano.
Entonces Galed se percató de que Shäl llevaba unos grilletes en los tobillos, unidos por una cadena. Se miró. También él tenía las piernas encadenadas. Aquello no tenía sentido. Quiso levantarse para hablar con aquel hombre, pero de pronto la cabeza comenzó a darle vueltas de nuevo y se le nubló la vista. El calor del sol, las moscas, el traqueteo… todo se volvió más y más lejano, y Galed se desplomó inconsciente sobre el suelo de la carreta.
Cuando recobró la conciencia ya estaba anocheciendo. La jaula se había detenido y desde la distancia llegaba el típico ajetreo de un campamento que se prepara para pasar la noche. Shäl estaba sentado en un extremo; al darse cuenta de que había despertado, se acercó y le ofreció un cuenco humeante que sostenía en las manos.
—Hola de nuevo —le dedicó otra de sus sonrisas—. Aquí tienes la cena. Intenta tomártela, te sentará bien.
El cuenco contenía una especie de puré que no parecía demasiado sabroso, pero aun así las tripas de Galed comenzaron a rugir nada más olerlo. El guerrero se incorporó y, con esfuerzo, se acomodó contra los barrotes. Cogió el cuenco y tras un instante de vacilación comenzó a comer con avidez, llevándose la comida a la boca directamente con la mano e intentando inútilmente alejar a las moscas.
—Despacio, amigo —le aconsejó Shäl—. No querrás vomitarlo luego.
Galed siguió engullendo el contenido del recipiente sin hacerle ningún caso. Al cabo de un rato se relajó un poco. Miró de reojo a su acompañante.
—¿Dónde estamos? ¿Qué me ha pasado? —preguntó sin dejar de comer—. ¿Y por qué estoy encadenado?
El interpelado se sentó a su lado con las piernas cruzadas y esbozó una triste sonrisa.
—Estás encadenado porque has caído en manos de unos tratantes de esclavos —explicó con su acento sureño—. Nos dirigimos a Puerto de Fares, para ser vendidos en el Mercado.
Galed le miró de hito en hito. Dejó de comer y apoyó lentamente el cuenco en el regazo. No era necesario preguntar a qué tipo de mercado se refería. Recordó al tipo que había visto hablando con Shäl; sí, sólo le faltaba la palabra esclavista tatuada en la frente.
—Cuando te encontraron estabas hecho un trapo —prosiguió Shäl—, te habían dado una buena paliza y habías perdido mucha sangre. Aun así supongo que pensaron que podrían ganar unas cuantas monedas contigo.
Hizo una pausa y observó a Galed, que intentaba asimilar la información con la mirada fija en el suelo.
—Dijeron… quiero decir, yo no lo vi, pero… —a Shäl le costaba encontrar las palabras adecuadas—. Había cadáveres por todas partes… todos muertos —le miró directamente a los ojos—. Excepto tú. ¿Qué pasó? ¿Qué hacías tú allí?
Galed dejó el cuenco sobre el suelo de la carreta y se recostó contra los barrotes.
—Si piensas que tuve algo que ver con la muerte de esa gente, estás equivocado —repuso, hablando con lentitud—. Nos habían contratado para cruzar las montañas hasta Sandaar. Eran comerciantes de telas y sedas. Nosotros teníamos que protegerlos.
—¿Nosotros?
El guerrero asintió.
—Formo… bueno, formaba parte de una compañía de espadas libres.
—Quieres decir mercenarios.
—No—Galed sacudió enérgicamente la cabeza—. Nuestro jefe era un hombre de honor, un erd; no era un mercenario. Se llamaba Olfgan, ¿has oído hablar de él? —Shäl negó en silencio, atento a sus palabras—. Habíamos acampado para pasar la noche. Nos atacaron por sorpresa. Justo en ese momento yo… no estaba en el campamento. Cuando oí los gritos volví corriendo, pero eran cinco o seis, y yo estaba solo. Intenté luchar, pero me atacaron por la espalda. Uno de ellos era un tipo enorme, me derribó y perdí las armas. Luego comenzaron a golpearme y… lo siguiente que recuerdo es despertarme encadenado en esta carreta.
Se hizo un incómodo silencio. Shäl se rascaba la barbilla, pensativo.
—Así que un mercenario con honor —dijo al cabo—. No es algo que se vea todos los días.
Galed le lanzó una mirada gélida.
—En cualquier caso, eres el único que quedaba con vida allí. ¿Por qué no te mataron? ¿Por qué te dejaron ahí tirado, en medio de toda esa carnicería?
Galed recordó la discusión con Donnarn y las últimas palabras que había oído antes de perder el sentido.
—No lo sé.
—¿Estás seguro? —insistió—. ¿No se te ocurre ningún motivo?
El guerrero se incorporó, haciendo caso omiso del dolor.
—Mira, lo que te he contado es cierto —replicó airado—. Yo no le hice nada a esa gente. Si no me crees, es tu problema. A mí me da igual lo que pienses.
Shäl levantó una mano en un gesto de disculpa.
—Tranquilízate, amigo. No creo que mataras a esa gente, aunque me parece que no me estás contando todo. Perdona si te he ofendido, sólo quería asegurarme de que no había estado preocupándome por un asesino.
Galed gruñó pero dijo nada.
—Mañana llegaremos a Puerto de Fares —Shäl se arrastró de vuelta hasta su rincón de la jaula para dormir y le lanzó una manta deshilachada—. Intenta descansar, lo necesitarás.
Miró a su alrededor. Se encontraba tumbado sobre un montón de paja, dentro de una especie de jaula que avanzaba traqueteante por un camino polvoriento. En el otro extremo de la jaula un anciano con el rostro surcado de arrugas le miró con unos ojos cansados, y enseguida regresó a su ocupación, que parecía ser frotar con insistencia un trozo de tela contra uno de los barrotes. Cerca de él, otro hombre más joven le observaba con franca curiosidad. El niño, que le seguía mirando fijamente, estaba acurrucado en un rincón, hecho un ovillo. Vestía con ropas que parecían buenas, pero que ahora estaban estropeadas y rotas. Las moscas zumbaban por todas partes, pegajosas, y un olor nauseabundo flotaba en el ambiente.
—Estupendo —masculló, dejándose caer pesadamente al suelo de nuevo.
El más joven de los dos hombres se acercó a él. Era más bien alto, y delgado, de ojos oscuros pero piel muy clara, casi pálida. Dos delgadas trenzas le enmarcaban el rostro y el resto del pelo, largo y negro como plumas de cuervo, le caía por la espalda. Estaba tan sucio como todo dentro de aquella jaula. Galed le lanzó una mirada que le hizo detenerse a una distancia prudencial. El joven se arrodilló y le preguntó algo en naalí, la lengua del Imperio.
—No te entiendo —dijo Galed con esfuerzo; notaba la boca pastosa e hinchada.
—Hola—intentó de nuevo el joven, esta vez en daryo, la lengua común en el Norte, y la misma que había usado Galed. Hablaba con el típico acento sureño, pero se expresaba correctamente—. Eres del Norte, ¿verdad? —dijo señalando su pelo rubio—. ¿Puedes entenderme?
El guerrero asintió levemente con la cabeza.
—Me llamo Shäl —dijo, e hizo una pausa, esperando que el otro dijera su nombre, pero Galed se limitó a mirarle, impasible, así que prosiguió al cabo de unos segundos—. Estabas herido, de hecho estabas bastante grave cuando te trajeron, y te he estado cuidando. Si no tienes inconveniente, querría acercarme para ver cómo estás.
Galed asintió de nuevo, y el otro se arrodilló junto a él. Le examinó los ojos y la cabeza, y le ladeó para observarle la espalda. El dolor hizo que el guerrero apretara los dientes.
—Gracias —susurró cuando Shäl dio por concluido el reconocimiento.
—No creas que he hecho gran cosa —replicó el otro—. La herida de la espalda te debe doler bastante, pero no es profunda. Y aparte de un golpe en la cabeza y otro en el hombro, que era el que más me preocupaba, sólo tienes moretones por todo el cuerpo—sonrió ligeramente—. A decir verdad, me has sorprendido, amigo; pensaba que tardarías bastante más en recuperarte.
—¿Cuánto… tiempo… ? —le costaba pronunciar las palabras.
—Te encontraron hace un par de días.
En ese momento otro hombre a caballo se acercó al carro y le gritó algo a Shäl, interrumpiendo la conversación. Éste se tensó visiblemente, y con gesto adusto se giró y ambos intercambiaron unas pocas frases. Galed los observó mientras hablaban, aunque no pudo entender lo que decían. El tipo ofrecía un aspecto amenazador, aunque no parecía tener muchas luces: era fuerte y grande, y una cicatriz le cruzaba la parte izquierda de la cara; vestía una protección ligera de cuero, una espada le colgaba del cinto y sujetaba un látigo en la mano.
Entonces Galed se percató de que Shäl llevaba unos grilletes en los tobillos, unidos por una cadena. Se miró. También él tenía las piernas encadenadas. Aquello no tenía sentido. Quiso levantarse para hablar con aquel hombre, pero de pronto la cabeza comenzó a darle vueltas de nuevo y se le nubló la vista. El calor del sol, las moscas, el traqueteo… todo se volvió más y más lejano, y Galed se desplomó inconsciente sobre el suelo de la carreta.
* * *
Cuando recobró la conciencia ya estaba anocheciendo. La jaula se había detenido y desde la distancia llegaba el típico ajetreo de un campamento que se prepara para pasar la noche. Shäl estaba sentado en un extremo; al darse cuenta de que había despertado, se acercó y le ofreció un cuenco humeante que sostenía en las manos.
—Hola de nuevo —le dedicó otra de sus sonrisas—. Aquí tienes la cena. Intenta tomártela, te sentará bien.
El cuenco contenía una especie de puré que no parecía demasiado sabroso, pero aun así las tripas de Galed comenzaron a rugir nada más olerlo. El guerrero se incorporó y, con esfuerzo, se acomodó contra los barrotes. Cogió el cuenco y tras un instante de vacilación comenzó a comer con avidez, llevándose la comida a la boca directamente con la mano e intentando inútilmente alejar a las moscas.
—Despacio, amigo —le aconsejó Shäl—. No querrás vomitarlo luego.
Galed siguió engullendo el contenido del recipiente sin hacerle ningún caso. Al cabo de un rato se relajó un poco. Miró de reojo a su acompañante.
—¿Dónde estamos? ¿Qué me ha pasado? —preguntó sin dejar de comer—. ¿Y por qué estoy encadenado?
El interpelado se sentó a su lado con las piernas cruzadas y esbozó una triste sonrisa.
—Estás encadenado porque has caído en manos de unos tratantes de esclavos —explicó con su acento sureño—. Nos dirigimos a Puerto de Fares, para ser vendidos en el Mercado.
Galed le miró de hito en hito. Dejó de comer y apoyó lentamente el cuenco en el regazo. No era necesario preguntar a qué tipo de mercado se refería. Recordó al tipo que había visto hablando con Shäl; sí, sólo le faltaba la palabra esclavista tatuada en la frente.
—Cuando te encontraron estabas hecho un trapo —prosiguió Shäl—, te habían dado una buena paliza y habías perdido mucha sangre. Aun así supongo que pensaron que podrían ganar unas cuantas monedas contigo.
Hizo una pausa y observó a Galed, que intentaba asimilar la información con la mirada fija en el suelo.
—Dijeron… quiero decir, yo no lo vi, pero… —a Shäl le costaba encontrar las palabras adecuadas—. Había cadáveres por todas partes… todos muertos —le miró directamente a los ojos—. Excepto tú. ¿Qué pasó? ¿Qué hacías tú allí?
Galed dejó el cuenco sobre el suelo de la carreta y se recostó contra los barrotes.
—Si piensas que tuve algo que ver con la muerte de esa gente, estás equivocado —repuso, hablando con lentitud—. Nos habían contratado para cruzar las montañas hasta Sandaar. Eran comerciantes de telas y sedas. Nosotros teníamos que protegerlos.
—¿Nosotros?
El guerrero asintió.
—Formo… bueno, formaba parte de una compañía de espadas libres.
—Quieres decir mercenarios.
—No—Galed sacudió enérgicamente la cabeza—. Nuestro jefe era un hombre de honor, un erd; no era un mercenario. Se llamaba Olfgan, ¿has oído hablar de él? —Shäl negó en silencio, atento a sus palabras—. Habíamos acampado para pasar la noche. Nos atacaron por sorpresa. Justo en ese momento yo… no estaba en el campamento. Cuando oí los gritos volví corriendo, pero eran cinco o seis, y yo estaba solo. Intenté luchar, pero me atacaron por la espalda. Uno de ellos era un tipo enorme, me derribó y perdí las armas. Luego comenzaron a golpearme y… lo siguiente que recuerdo es despertarme encadenado en esta carreta.
Se hizo un incómodo silencio. Shäl se rascaba la barbilla, pensativo.
—Así que un mercenario con honor —dijo al cabo—. No es algo que se vea todos los días.
Galed le lanzó una mirada gélida.
—En cualquier caso, eres el único que quedaba con vida allí. ¿Por qué no te mataron? ¿Por qué te dejaron ahí tirado, en medio de toda esa carnicería?
Galed recordó la discusión con Donnarn y las últimas palabras que había oído antes de perder el sentido.
—No lo sé.
—¿Estás seguro? —insistió—. ¿No se te ocurre ningún motivo?
El guerrero se incorporó, haciendo caso omiso del dolor.
—Mira, lo que te he contado es cierto —replicó airado—. Yo no le hice nada a esa gente. Si no me crees, es tu problema. A mí me da igual lo que pienses.
Shäl levantó una mano en un gesto de disculpa.
—Tranquilízate, amigo. No creo que mataras a esa gente, aunque me parece que no me estás contando todo. Perdona si te he ofendido, sólo quería asegurarme de que no había estado preocupándome por un asesino.
Galed gruñó pero dijo nada.
—Mañana llegaremos a Puerto de Fares —Shäl se arrastró de vuelta hasta su rincón de la jaula para dormir y le lanzó una manta deshilachada—. Intenta descansar, lo necesitarás.
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