Buenas gente ! Después de incumplir mis propios plazos, como siempre , os dejo la primera parte del capítulo III. Hay personajes nuevos y un cambio de escenario...
Espero que os guste!!
Espero que os guste!!
CAPÍTULO III parte 1ª (REVISADO)
—Erd Stymon de Röil —anunció el soldado, y se hizo a un lado para dejar paso al hombre que entraba tras él. Erd Stymon atravesó el umbral y se quedó de pie junto a la puerta, intentando acostumbrarse a la oscuridad de la sala, débilmente iluminada por el fuego de una chimenea. Era grande y ancho de espaldas, y se adivinaba vigoroso, aunque la juventud hacía tiempo que le había abandonado. El día había sido húmedo y desapacible, el típico día de finales de otoño, y traía el pelo, gris y largo, sucio y revuelto del viaje. Una sombra de barba le cubría el rostro, curtido y surcado de arrugas. Los ojos grises se movían inquietos bajo unas gruesas cejas. Los dos hombres y la mujer que ocupaban la habitación, sentados en torno a una maciza mesa de roble, se volvieron hacia él.
—Llegáis el último, Stymon —le reprochó en tono cortante uno de ellos, el que estaba en medio de los tres, dejando la copa que tenía en la mano sobre la mesa. Desprendía una innegable sensación de autoridad; voz templada, barba cuidada, gesto firme y mirada penetrante.
—Un contratiempo en el camino me ha retenido más de lo esperado —respondió el noble con cierta incomodidad—. Ruego me disculpéis.
— ¿No llevaría faldas vuestro contratiempo? —preguntó la mujer con un tono suave pero incisivo.
El recién llegado enrojeció de arriba a abajo.
—Mi-mi señora, por favor, ¿qué estáis insinuando? —tartamudeó con torpeza, visiblemente azorado.
El hombre que le había hablado en primer lugar bufó.
—Por Naal todopoderoso, Stymon, dejad las excusas y sentaos —le espetó, impaciente. Hizo un gesto con la mano, y el guardia salió de la habitación y cerró la puerta, dejándolos solos—. Mientras esperábamos vuestra llegada hemos estado comentando ciertos rumores preocupantes que llegan desde los Reinos de la Alianza.
—Siempre hay rumores preocupantes, ¿qué ocurre esta vez? —preguntó Stymon, al tiempo que se acercaba a la mesa y se dejaba caer en la única silla vacía. No eran necesarias presentaciones, todos se conocían; en torno a aquella mesa estaban representadas cuatro de las familias más antiguas de Teringya. Todos ellos podían trazar su genealogía hasta la época de la conquista del Norte por los antiguos Emperadores, casi setecientos años atrás. A su izquierda se sentaba erd Häfna Prem, una mujer menuda, mayor incluso que Stymon, con unos ojillos y una nariz afilada que recordaban a un halcón; semejanza en absoluto desacertada, a decir de muchos. A su derecha se encontraba erd Hogen de Braag, el más joven de todos los presentes, retorciéndose nervioso en su silla. Y en medio de ambos, el caballero que le había invitado a sentarse, erd Sörosh, señor de Tir y anfitrión de todos ellos esa noche.
—El Consejo de los Reinos de la Alianza quiere reinstaurar la Orden de los Paladines del Akhra —explicó Häfna mientras le pasaba a Stymon la botella de vino que éste le señalaba con el dedo. El noble cogió un vaso y se sirvió él mismo. Agitó la copa, olió con delicadeza y a continuación apuró el contenido de un trago. Con aire complacido, se limpió con el dorso de la mano y volvió a dejar el vaso vacío sobre la mesa.
—Querréis decir que Ardarya quiere reinstaurar la Orden.
La anciana dama inclinó la cabeza con aquiescencia, admitiendo que invariablemente la voluntad del Consejo coincidía con los deseos del monarca ardaryano. Stymon cogió de nuevo la botella y se rellenó la copa.
—Me parece una estupidez —dijo tras una pausa. Con un rápido gesto, su vaso quedó vacío por segunda vez, y se volvió a limpiar con el dorso de la mano—. ¿Y que más? ¿También van a organizar una expedición para buscar dragones en el Norte Blanco?
—No es asunto para tomarse a broma, mi señor —terció Hogen con gesto ceñudo. Stymon se volvió hacia él.
—Vamos, chico, no me digas que te crees todos esos cuentos sobre los Paladines del Akhra. ¿Que leían el pensamiento? ¿Que podían controlar el fuego y el hielo? —Stymon chasqueó la lengua y se sirvió una tercera copa de vino—. No son más que leyendas de viejas —el señor de Röil se reclinó en la silla, sosteniendo su copa—. Los Paladines y toda esa secta de fanáticos del akhra hace siglos que desaparecieron.
—Al joven de Braag no le falta razón, Stymon —intervino Sörosh. Se incorporó para coger la botella de vino y ponerla fuera del alcance de su interlocutor, que la siguió con la mirada, pero no dijo nada—. No sé si los antiguos Paladines tenían los poderes que se les atribuyen, y francamente, no me importa. Pero el populacho es supersticioso y crédulo. Esta nueva Orden causará temor y respeto sólo por su nombre; es algo simbólico, algo que hace recordar épocas pasadas, y eso no nos conviene en absoluto en los tiempos que corren.
Stymon se removió en su silla y cogió la copa que estaba sobre la mesa.
—En cualquier caso, ¿por qué debería preocuparnos a nosotros? —bebió un largo trago—. No veo dónde está el problema.
—El Consejo quiere abrir sedes en todas las ciudades importantes de los Reinos Aliados —dijo Häfna—, y según parece también quieren tener una en Teringya, en Sandaar.
—Teringya no pertenece a la Alianza —Stymon golpeó la mesa con el puño cerrado—. El Consejo no puede abrir ninguna sede en Sandaar, ni en ninguna otra ciudad de Teringya, si nos negamos.
Sörosh suspiró.
—Ése es el problema, Stymon. La Reina conseguirá que la Asamblea de Nobles acepte la petición de la Alianza —se quitó uno de los anillos que llevaba en su mano derecha y comenzó a darle vueltas sobre la mesa—. Desde que el Rey está ausente de las Asambleas a causa de esa extraña enfermedad, la Reina ya no se molesta en disimular. Sus partidarios crecen día a día, y cada vez son menos los que se atreven a oponerse a ella abiertamente—torció el gesto—, así que me temo que tendremos a esos Paladines de la Alianza metiendo las narices en los asuntos de Teringya más pronto que tarde.
—El oro compra más voluntades que la Fe —gruñó Stymon en voz baja.
—¿Cómo se encuentra el Rey, por cierto? —intervino Hogen—. ¿Pudisteis finalmente hablar con él, Sörosh?
El aludido dejó de juguetear con el anillo y cogió su copa; dio un pequeño sorbo y la volvió a dejar sobre la mesa con suavidad.
—Ni siquiera me permitieron verlo —explicó—. La Reina ha prohibido cualquier visita, según me dijeron para evitar que su salud empeore. Y además, estando allí me enteré de que ha mandado traer desde Ardarya a sus propios clérigos para que recen por la recuperación del Rey, visto el escaso éxito que están teniendo los faladahs de Naal Zahar.
—¡Esa bruja pagana! —Häfna bufó y se revolvió en su asiento, hecha una furia—. ¡Aprovecha cualquier oportunidad para meter a sus dioses de por medio!
—Hablando de dioses paganos —continuó Sörosh tras la explosión verbal de la anciana erd—, también se ha decidido la ubicación del nuevo templo dedicado a los antiguos Dioses para los comerciantes y visitantes extranjeros. Finalmente se levantará en el mismo sitio que ocupaba el antiguo Gran Templo, en los Días Antiguos.
Stymon frunció el entrecejo.
—Justo en el centro de Sandaar. La Reina se sale con la suya otra vez.
—El enviado del Consejo de la Alianza ha prometido que ellos correrán con todos los costes de las obras —el anfitrión se encogió de hombros—. Incluso si no hubieran contado con el respaldo de la Reina, la Asamblea tenía pocos argumentos para negarse. Ese templo ya era una reivindicación en tiempos de mi padre. Al fin y al cabo, no sólo los extranjeros acudirán a ese templo; muchos sandaarienses todavía veneran a los antiguos Dioses.
—Y cada vez son más —abundó Hogen, interviniendo de nuevo—. El número de infieles va en aumento. Se saben fuertes, apoyados por la Alianza, y han perdido el miedo. La Fe retrocede; si no hacemos algo pronto, pasará en Teringya como en los demás reinos del Norte y la Palabra del Profeta se extinguirá.
—La culpa es de nuestros antepasados —señaló Sörosh—. Si los primeros emperadores, cuando conquistaron el Norte, no hubieran permitido la libertad de culto, ahora no tendríamos estos problemas. Deberían haber quemado los templos y asesinado a todos los clérigos. Ahora, en cambio, casi setecientos años después, la mayoría del pueblo sigue viéndonos como extranjeros.
Todos callaron. Stymon paseó la vista por la habitación, pensativo. Su mirada se posó en los enormes tapices que colgaban de las paredes. En uno de ellos se veía a Yfreïn el Conquistador presenciando desde un brioso corcel blanco la toma de Sandaar, rendida por él mismo, el fundador de la dinastía que reinaría en el Norte durante los siguientes cinco siglos. Enfrente, en otro de los tapices, se representaba el momento en que Naal Zahar, el Único, insuflaba su Palabra Divina al profeta Iashed mientras éste dormía. No era la única referencia religiosa que se podía ver en el castillo; los señores de Tir siempre habían destacado por ser fervientes devotos y defensores de la Fe. Stymon dio un nuevo sorbo a su copa y abrió la boca para hablar, pero de Braag se le adelantó.
—El asunto es ciertamente preocupante —Hogen apoyó ambas manos sobre la mesa— pero creo que deberíamos centrarnos en el motivo que nos ha traído aquí hoy.
—Estoy de acuerdo —apoyó Häfna—. Cada cosa a su tiempo, y no es momento ahora para discutir sobre esos Paladines del Akhra y los errores pasados de nuestras familias. Contadnos, Sörosh, por qué nos habéis reunido.
fin de la primera parte del capítulo...—Llegáis el último, Stymon —le reprochó en tono cortante uno de ellos, el que estaba en medio de los tres, dejando la copa que tenía en la mano sobre la mesa. Desprendía una innegable sensación de autoridad; voz templada, barba cuidada, gesto firme y mirada penetrante.
—Un contratiempo en el camino me ha retenido más de lo esperado —respondió el noble con cierta incomodidad—. Ruego me disculpéis.
— ¿No llevaría faldas vuestro contratiempo? —preguntó la mujer con un tono suave pero incisivo.
El recién llegado enrojeció de arriba a abajo.
—Mi-mi señora, por favor, ¿qué estáis insinuando? —tartamudeó con torpeza, visiblemente azorado.
El hombre que le había hablado en primer lugar bufó.
—Por Naal todopoderoso, Stymon, dejad las excusas y sentaos —le espetó, impaciente. Hizo un gesto con la mano, y el guardia salió de la habitación y cerró la puerta, dejándolos solos—. Mientras esperábamos vuestra llegada hemos estado comentando ciertos rumores preocupantes que llegan desde los Reinos de la Alianza.
—Siempre hay rumores preocupantes, ¿qué ocurre esta vez? —preguntó Stymon, al tiempo que se acercaba a la mesa y se dejaba caer en la única silla vacía. No eran necesarias presentaciones, todos se conocían; en torno a aquella mesa estaban representadas cuatro de las familias más antiguas de Teringya. Todos ellos podían trazar su genealogía hasta la época de la conquista del Norte por los antiguos Emperadores, casi setecientos años atrás. A su izquierda se sentaba erd Häfna Prem, una mujer menuda, mayor incluso que Stymon, con unos ojillos y una nariz afilada que recordaban a un halcón; semejanza en absoluto desacertada, a decir de muchos. A su derecha se encontraba erd Hogen de Braag, el más joven de todos los presentes, retorciéndose nervioso en su silla. Y en medio de ambos, el caballero que le había invitado a sentarse, erd Sörosh, señor de Tir y anfitrión de todos ellos esa noche.
—El Consejo de los Reinos de la Alianza quiere reinstaurar la Orden de los Paladines del Akhra —explicó Häfna mientras le pasaba a Stymon la botella de vino que éste le señalaba con el dedo. El noble cogió un vaso y se sirvió él mismo. Agitó la copa, olió con delicadeza y a continuación apuró el contenido de un trago. Con aire complacido, se limpió con el dorso de la mano y volvió a dejar el vaso vacío sobre la mesa.
—Querréis decir que Ardarya quiere reinstaurar la Orden.
La anciana dama inclinó la cabeza con aquiescencia, admitiendo que invariablemente la voluntad del Consejo coincidía con los deseos del monarca ardaryano. Stymon cogió de nuevo la botella y se rellenó la copa.
—Me parece una estupidez —dijo tras una pausa. Con un rápido gesto, su vaso quedó vacío por segunda vez, y se volvió a limpiar con el dorso de la mano—. ¿Y que más? ¿También van a organizar una expedición para buscar dragones en el Norte Blanco?
—No es asunto para tomarse a broma, mi señor —terció Hogen con gesto ceñudo. Stymon se volvió hacia él.
—Vamos, chico, no me digas que te crees todos esos cuentos sobre los Paladines del Akhra. ¿Que leían el pensamiento? ¿Que podían controlar el fuego y el hielo? —Stymon chasqueó la lengua y se sirvió una tercera copa de vino—. No son más que leyendas de viejas —el señor de Röil se reclinó en la silla, sosteniendo su copa—. Los Paladines y toda esa secta de fanáticos del akhra hace siglos que desaparecieron.
—Al joven de Braag no le falta razón, Stymon —intervino Sörosh. Se incorporó para coger la botella de vino y ponerla fuera del alcance de su interlocutor, que la siguió con la mirada, pero no dijo nada—. No sé si los antiguos Paladines tenían los poderes que se les atribuyen, y francamente, no me importa. Pero el populacho es supersticioso y crédulo. Esta nueva Orden causará temor y respeto sólo por su nombre; es algo simbólico, algo que hace recordar épocas pasadas, y eso no nos conviene en absoluto en los tiempos que corren.
Stymon se removió en su silla y cogió la copa que estaba sobre la mesa.
—En cualquier caso, ¿por qué debería preocuparnos a nosotros? —bebió un largo trago—. No veo dónde está el problema.
—El Consejo quiere abrir sedes en todas las ciudades importantes de los Reinos Aliados —dijo Häfna—, y según parece también quieren tener una en Teringya, en Sandaar.
—Teringya no pertenece a la Alianza —Stymon golpeó la mesa con el puño cerrado—. El Consejo no puede abrir ninguna sede en Sandaar, ni en ninguna otra ciudad de Teringya, si nos negamos.
Sörosh suspiró.
—Ése es el problema, Stymon. La Reina conseguirá que la Asamblea de Nobles acepte la petición de la Alianza —se quitó uno de los anillos que llevaba en su mano derecha y comenzó a darle vueltas sobre la mesa—. Desde que el Rey está ausente de las Asambleas a causa de esa extraña enfermedad, la Reina ya no se molesta en disimular. Sus partidarios crecen día a día, y cada vez son menos los que se atreven a oponerse a ella abiertamente—torció el gesto—, así que me temo que tendremos a esos Paladines de la Alianza metiendo las narices en los asuntos de Teringya más pronto que tarde.
—El oro compra más voluntades que la Fe —gruñó Stymon en voz baja.
—¿Cómo se encuentra el Rey, por cierto? —intervino Hogen—. ¿Pudisteis finalmente hablar con él, Sörosh?
El aludido dejó de juguetear con el anillo y cogió su copa; dio un pequeño sorbo y la volvió a dejar sobre la mesa con suavidad.
—Ni siquiera me permitieron verlo —explicó—. La Reina ha prohibido cualquier visita, según me dijeron para evitar que su salud empeore. Y además, estando allí me enteré de que ha mandado traer desde Ardarya a sus propios clérigos para que recen por la recuperación del Rey, visto el escaso éxito que están teniendo los faladahs de Naal Zahar.
—¡Esa bruja pagana! —Häfna bufó y se revolvió en su asiento, hecha una furia—. ¡Aprovecha cualquier oportunidad para meter a sus dioses de por medio!
—Hablando de dioses paganos —continuó Sörosh tras la explosión verbal de la anciana erd—, también se ha decidido la ubicación del nuevo templo dedicado a los antiguos Dioses para los comerciantes y visitantes extranjeros. Finalmente se levantará en el mismo sitio que ocupaba el antiguo Gran Templo, en los Días Antiguos.
Stymon frunció el entrecejo.
—Justo en el centro de Sandaar. La Reina se sale con la suya otra vez.
—El enviado del Consejo de la Alianza ha prometido que ellos correrán con todos los costes de las obras —el anfitrión se encogió de hombros—. Incluso si no hubieran contado con el respaldo de la Reina, la Asamblea tenía pocos argumentos para negarse. Ese templo ya era una reivindicación en tiempos de mi padre. Al fin y al cabo, no sólo los extranjeros acudirán a ese templo; muchos sandaarienses todavía veneran a los antiguos Dioses.
—Y cada vez son más —abundó Hogen, interviniendo de nuevo—. El número de infieles va en aumento. Se saben fuertes, apoyados por la Alianza, y han perdido el miedo. La Fe retrocede; si no hacemos algo pronto, pasará en Teringya como en los demás reinos del Norte y la Palabra del Profeta se extinguirá.
—La culpa es de nuestros antepasados —señaló Sörosh—. Si los primeros emperadores, cuando conquistaron el Norte, no hubieran permitido la libertad de culto, ahora no tendríamos estos problemas. Deberían haber quemado los templos y asesinado a todos los clérigos. Ahora, en cambio, casi setecientos años después, la mayoría del pueblo sigue viéndonos como extranjeros.
Todos callaron. Stymon paseó la vista por la habitación, pensativo. Su mirada se posó en los enormes tapices que colgaban de las paredes. En uno de ellos se veía a Yfreïn el Conquistador presenciando desde un brioso corcel blanco la toma de Sandaar, rendida por él mismo, el fundador de la dinastía que reinaría en el Norte durante los siguientes cinco siglos. Enfrente, en otro de los tapices, se representaba el momento en que Naal Zahar, el Único, insuflaba su Palabra Divina al profeta Iashed mientras éste dormía. No era la única referencia religiosa que se podía ver en el castillo; los señores de Tir siempre habían destacado por ser fervientes devotos y defensores de la Fe. Stymon dio un nuevo sorbo a su copa y abrió la boca para hablar, pero de Braag se le adelantó.
—El asunto es ciertamente preocupante —Hogen apoyó ambas manos sobre la mesa— pero creo que deberíamos centrarnos en el motivo que nos ha traído aquí hoy.
—Estoy de acuerdo —apoyó Häfna—. Cada cosa a su tiempo, y no es momento ahora para discutir sobre esos Paladines del Akhra y los errores pasados de nuestras familias. Contadnos, Sörosh, por qué nos habéis reunido.
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