Muchas gracias Haskoz y Anzu. Me alegra de que os picase el gusanillo ^^.
Buenas Landahor. Gracias a ti tambien. La verdad es que eso de las flechas, si que lo cambie muchas veces y ahora que lo vuelves a poner en mi mente, le veo bastante mejoria. Otro apunte para la revision final.
Y bueno, sigo con los siguientes capitulos.
Leth y Árzak habían llegado a Hulkend tras enterrar a Mientel según el rito castrense. Con las manos desnudas y la única ayuda de una roca plana, el cazador excavó la tumba en silencio e ignorando el cansancio y la sangre que manaba de sus propias heridas; las que había sufrido en la pelea, y las que se provocó después hundiendo los dedos en la dura tierra. Mientras, Árzak no se apartaba del amortajado cadáver, limitándose a velarlo sin más lágrimas que derramar. Cuando cubrieron el cuerpo, la primera parte del ritual quedaba cumplida: devolver la carne a la madre tierra. Después, los dos arrastraron una enorme roca y la insertaron en un orificio que habían dejado sin tapar con ese propósito. Con ello se completaba la segunda, permitiendo al espíritu trascender y reunirse con sus ancestros.
Ninguno tuvo palabras para dedicarle en ese momento. El único gesto que se le ocurrió a Árzak fue dejar junto al monolito la punta de flecha que le dio Mientel, pero Leth la recogió del suelo, la ató con una tira de cuero que desgarró de su chaqueta y la colgó del cuello del niño. Más tarde, después de atender sus propias heridas y descansar, empezaron a intercambiar anécdotas del Sajano. Lloraron y rieron, liberándose de la angustia que les atenazaba, dejando atrás el silencio que había predominado esos días. El último golpe fue terrible, pero sirvió para que despertaran y entendieran al fin lo que se estaban jugando: sus vidas. Ya nadie cuidaba de ellos ni les marcaba el camino, no podían permitirse estar eternamente abatidos. De seguir como hasta ahora, sobrevivir no merecería la pena.
Un día después del ataque abandonaron el claro y regresaron a la carretera. Leth se esforzó por amenizar el viaje con un sinfin de historias sobre sus cacerías. No se habían planteado ninguna etapa más allá de llegar al pueblo que divisase Mientel unos días atrás, y retrasaban cualquier conversación sobre el tema pues solo podían seguir esa dirección.
Hulkend era una boyante villa en continua expansión, al sur de la Cordillera del Firmamento. El asentamiento fue fundado doscientos años antes, alrededor de una posada situada en la ruta principal entre Estoria y Gallendia. El abundante tráfico animó a multitud de gente a asentarse en el lugar, atraídos por las múltiples oportunidades comerciales que ofrecía. Las casas eran en su mayoría unifamiliares, situadas en pequeños terrenos y dispersas alrededor de una colina de suaves pendientes. En el centro, edificaciones de varias plantas se amontonaban alrededor de una iglesia de colores sombríos. En lo alto del campanario ondeaba la bandera carmesí con el blasón de la calavera astada. Muchos de los edificios, como si tratasen de mantener controlado el influjo Narvinio, exhibían los estandartes de la República de Gallendia: una rueda de molino azul sobre campo amarillo, que hacía referencia a los orígenes agrarios del país. Dicho emblema contrastaba con los tonos oscuros del emblema Arzonita.
El pueblo no tenía muralla, por lo que entraron sin problema; nadie les dedicó más de una mirada al verlos pasear entre las pequeñas propiedades en dirección al centro, atravesando avenidas rebosantes de vida. Un gran número de puestos de mercaderes se situaban a lo largo del recorrido y trataban de atraer a los clientes gritando eslóganes llamativos. Los lugareños intercambiaban noticias al sol del verano, mientras sus hijos jugaban. Múltiples escenas de cotidianeidad, desmentidas por rostros serios y preocupados. Solo los niños reían ajenos a las palabras aciagas que se pronunciaban alrededor: guerra, invasión o muerte eran las más repetidas. Y, pese a ello, todos parecían seguir sus vidas con normalidad.
Árzak había nacido en una remota aldea y, para él, la actividad de una ciudad comercial, aunque fuese pequeña, suponía un sinfín de novedades. Los mostradores estaban repletos de objetos extraños, y el aroma de alimentos desconocidos llenaba sus fosas nasales. Le resultó curioso ver a muchas personas que parecían no tener un destino fijo al que ir, ni tampoco compraban; se limitaban a pasear. «En Norden nadie iba a ningún sitio si no tenía algo que hacer allí» pensó antes de centrar su atención en un grupo concreto de niños que jugaba en la carretera, entre el abundante tráfico ecuestre. En lugar de defender un castillo imaginario, el pasatiempo habitual de sus amigos, le daban patadas a un extraño objeto de cuero con forma esférica. Se detuvo a observarlos hasta que Leth le apremió para que no se quedase atrás, con lo que perdió la oportunidad de profundizar en los entresijos de aquella actividad.
No le dio importancia pues aún quedaban muchas cosas por descubrir. Su ruta pasó ante los expositores de decenas de seres no menos peculiares que sus mercancías. El mostrador de un ingeniero Nerb repleto de artilugios mecánicos, que giraban por sí solos, zumbaban y emitían lucecillas de colores, presumiblemente activados con la energía de la arcanita; un grez que ofrecía una gran variedad de armas de fina manufactura y aspecto temible. Un grupo de buhoneros behit, los habitantes del desierto, con su piel negra y las frescas vestimentas de hilo, le resultaron familiares; acostumbraban a parar en Norden en cada estación vendiendo especias y telas. Incluso le pareció que uno hacía amago de saludarle, por lo que aceleró el paso tras su compañero. Más adelante pasaron ante un grupo de jinetes talemos: humanos de tez morena y constitución menuda. Unas armaduras metálicas, que solo les cubrían las pantorrillas, les obligaban a caminar con las piernas ligeramente abiertas.
Era una imagen que solía hacer gracia a Árzak, pero esta vez, ver a un grupo de comerciantes de caballos le produjo una fugaz recaída al recordar a su madre, conocida entre los habitantes de las praderas del norte como la “Serpiente de la Sabana”. Su padre siempre decía que era la mejor jinete de todo el Imperio Septentrional. Y al recordar a Eiden replicándole que en realidad era la mejor jinete de Geadia, una gota resbaló por su mejilla. Llevaba todo el día intentando reprimir sus sentimientos, pero el dolor por la pérdida afloró en contra de su voluntad. «Habías dicho que se acabaron las lágrimas», pensó limpiándose con la manga de la chaqueta. Decidido a dominarse, buscó otra cosa a la que desviar su atención.
Un grupo de alegres trasgos apareció en el momento preciso para ayudarle a conseguirlo. Iban encadenados tras un guardia que los conducía fuera del pueblo, en fila india, riendo y gritando como si les llevasen a una fiesta; todo ello habitual en casi cualquier población del continente de Geadia. Alguno no pudo esperar a llegar y decidió soltar sus grilletes y los de un de par de compañeros, situación también muy común. Una fiesta estaba bien, pero aquel lugar daba muchas opciones inmediatas para entretenerse. El primer perjudicado fue un rubio jinete sírdico que circulaba ajeno a lo que se le venía encima. Los trasgos cortaron las correas de la silla de montar, que se resbaló a un costado con una consecución de golpe, risas estridentes y maldiciones.
—Salgamos de aquí —casi gritó Leth, agarrándole del brazo y acelerando el paso—. Odio a esos bichos.
—¿Por qué, Leth? —consiguió preguntar Árzak, a trompicones tras el cazador—. A mí me parecen divertidos. —Una ojeada a su espalda le permitió ver al sírdico y los guardias intentando sin éxito atrapar a los ágiles duendecillos, mientras el resto aprovechaban para librarse de las cadenas y comprobaban la eficacia de un serrucho, sustraido del expositor de un Narvinio, sobre el poste que mantenía en pie una enorme tienda behit—. Jo, Leth déjame ver cómo acaba.
—No —dijo Leth sin aflojar el paso hasta llegar a una calle aledaña en la que se detuvo—. Mira, nunca hablo de ello, pero te lo contaré con tal de que no te acerques a esas cosas —pronunció la última palabra con desdén—. En una ocasión, tuve que descender con una cuerda a una sima en busca de un ciervo. Le había herido, pero al huir se despeñó dentro. Até la cuerda, bajé, amarré al ciervo y al tirar de ella para auparme, cayó sobre mí. Un trasgo que solo pasaba por ahí la había cortado, seguramente porque le pareció divertido. Y que más divertido sería dejarme allí unos días.
—¿Y cómo saliste?
—Prien me encontró dos días después. Sobreviví comiéndome el ciervo. Busquemos una posada.
Leth reanudó la marcha de nuevo. Ya habían alcanzado el centro del pueblo; las calles estaban empedradas y los edificios se apretaban unos contra otros, como en las grandes urbes. En una avenida lateral, un grupo de hombres con túnicas negras y la capucha calada cubriendo sus rostros llamaron la atención de Árzak. Llevaban espadas e iban acompañados por cuatros caballeros de imponentes armaduras negras y cascos similares a calaveras astadas. La curiosidad del chico fue en aumento, ya que detenían e interrogaban a todas las personas que se les cruzaban.
—Leth, ¿quién es esa gente? —señaló Árzak, justo cuando un sacerdote ordenaba a los caballeros prender a una mujer joven.
Vieron cómo la agarraban sin ninguna delicadeza entre auténticos gritos de terror. Nadie intervino y se la llevaron en dirección a la iglesia que sobresalía sobre los tejados que tenían detrás. Leth solo necesitó una ojeada rápida para entender qué pasaba. Tiró de nuevo del muchacho y apretó el paso más aún que con los trasgos.
—No hagas preguntas —Leth habló tan bajo que Árzak apenas le pudo oír, pero tampoco hubiese preguntado nada concentrado como estaba en intentar mantenerse tras él—. ¡Al fin! —Lanzó un suspiro aliviado—. Una posada.
Al doblar la última esquina desembocaron en una amplia plaza, ocupada por una construcción de dos pisos, totalmente fuera de lugar, rodeada por los edificios de apartamentos adosados. Si no se tratase de una simple posada, podría confundirse con un edificio importante, por lo bien que la había tratado el urbanismo de Hulkend. Pero el letrero que colgaba de la parte delantera no dejaba lugar a dudas. En él se leía con grandes letras verdes, "La Tortuga Hinchada" sobre el dibujo de un quelonio con una concha que se parecía más a una joroba. Leth echó a correr y solo aflojó el brazo de Árzak cuando la puerta se cerró tras ellos.
Se encontraban en una amplia sala llena de mesas y sillas, acomodadas alrededor de un gigantesco hogar apagado. Al otro lado de la habitación, se veían varias salidas alrededor de un enorme mostrador, tras el que se encontraba un hombre corpulento barriendo con desgana. Aún no era mediodía, por lo que no había ningún cliente.
—Hola, buenos días —dijo Leth, acercándose.
—Eso está por verse —respondió el posadero dejando a un lado la escoba. Al verlo de cerca comprobaron que la corpulencia se trataba más bien de obesidad. Árzak se fijó en la apatía que desprendía su cara; los labios caídos a los lados, la enorme nariz retraída hacia atrás y los ojos brillando pálidamente bajo los párpados ojerosos medio cerrados. Aquel hombre tenía el aspecto del que pasa las noches sirviendo alcohol y comida a la gente, y por como olía no se relajaba tras tan dura tarea con un baño. Y sus modales no eran mejores—. ¿Quieren algo a parte de compartir predicciones? ¿O acaso solo querían ver como barro?
—Una habitación. Individual si es posible —continuó Leth sin dar muestras de molestarse por la actitud impertinente del posadero—. Y en un rato, algo de comer en la habitación.
—Eso serán veinte drekegs —dijo apoyado inmóvil en la barra, pues no esperaba que unos vagabundos dispusieran de esa cantidad. Leth sacó una bolsita de cuero, contó las monedas y se las entregó intentando no tocar la mano grasienta que extendió el sorprendido hombre. Comprobó extrañado varias veces que la cantidad era adecuada y el acuñamiento legal y lo guardó en un bolso esbozando una leve sonrisa de dientes amarillos. Buscó la llave bajo el mostrador y con un gesto de la mano les pidió que le siguieran por un acceso lateral—. Siento la desconfianza, pero es que tienen aspecto de refugiados.
—¿Y qué aspecto es ese si se puede saber? —preguntó Leth en un tono que hizo tragar saliva al posadero.
—No me malentienda. —El hombre cambió de pronto su actitud, volviéndose más atento y cortés tras ver la mano del cazador posarse sobre la empuñadura de la daga que llevaba colgando a la diestra—. Quiero decir que tienen aspecto de haber emprendido un largo viaje con lo puesto. Por eso dudé de que tuvieran el dinero. Pero veo que me equivoqué. Pido que me disculpen.
—¿Han venido más refugiados? —volvió a preguntar Leth con la intención de obtener noticias. El pasillo que seguían terminaba en unas escaleras, por las que empezó a subir el posadero intentando no dar la espalda al cazador.
—No. Aún no, pero los esperamos pronto. —Arriba llegaron a un pasillo con varias puertas a cada lado. El posadero avanzó sin parar de girar la cabeza hacia aquel hombre armado de aspecto rudo, con los ojos muy abiertos y pendientes de cualquier movimiento brusco. La expresión de Leth le dejaba claro que no era suficiente, pero el hombre al no entender sus motivaciones, temía decir algo inadecuado—. Las noticias que llegan del norte hablan de guerra en Estoria. Según parece son los Narvinios. Los refugiados no tardarán en llegar.
Árzak iba a decir algo que Leth acalló dándole un ligero toque en el hombro. El posadero se detuvo, abrió una puerta a su izquierda y les invitó a entrar, manteniendo las distancias cuando pasaron junto a él.
—En dos horas les subirán la comida. Espero que descansen —dijo justo antes de cerrar; y a juzgar por el sonido que les llegó desde el otro lado, se fue corriendo.
El cuarto era pequeño, sin ventanas, y la única luz la daba un candil que colgaba del techo. Era la habitación perfecta para dormir durante el día. Apenas había muebles; solo una mesa con un par de sillas en el centro y, contra las paredes laterales, sendas camas sobre las que cayeron rendidos.
—Leth —dijo Árzak, mirando el techo. El cazador murmuró algo incomprensible con la cara enterrada en la almohada—. ¿Quiénes eran esos monjes de antes?
El hombre soltó un profundo suspiro y se sentó en la cama apoyado contra la pared.
—Siempre andas devorando libros, chico. ¿Nunca has odio hablar de los Arzonitas? —Árzak se limitó a negar con la cabeza—. ¿Nada? ¿Y si te hablo de Arzon Kholler´ar?
—¿Es algún familiar mío? —preguntó Árzak encogiéndose de hombros.
—Sí... No... Algo así...aaarrggh... No lo sé, la verdad. —Se masajeó las sienes. Buscaba una forma de plantear un tema sobre lo que sabía lo justo—. Para ser sincero, esperaba que pudieses explicarme tú por qué tenéis el mismo apellido.
—Ni idea. En mi casa siempre evitaban nombrarlo. —La pesadumbre, reticente a desaparecer, provocaron que la voz se le quebrase al hablar—. Una vez se lo pregunté a mi madre; yo no entendía por qué si no podíamos usar ese apellido, no lo cambiábamos por otro. Creo que todo sería más sencillo.
—¿Y qué te respondió?
—Me miró fijamente... —Un nudo en la garganta le detuvo. Se tragó las ganas de llorar y lo volvió a intentar—: Me miró y me dijo muy seria: “Para no olvidar”. —Seguía intentando reprimir su sufrimiento, pero no era fácil. Sin darse cuenta se encontró apretando con fuerza el fardo que le entregó Mientel. Notó extrañado que aquel objeto le traía una profunda calma.
—Ya veo —asintió Leth, sin entender a qué se refería en realidad. Nunca comprendió para qué tanto secreto. Él, como todos los habitantes de Norden, sabía que el apellido Kholler era tabú, en especial ante los extranjeros. Cuantas más vueltas le daba más razonable le parecía la idea del cambio de apellido—. Mi hermano tampoco me contaba muchas cosas. Por ejemplo qué pasó con nuestros padres. Él fue el que me crió y cuando le preguntaba sobre ello me evitaba. Ahora que ya no está esas preguntas jamás tendrán respuesta... Pero algo me dice que tú no tendrás el mismo problema.
—Espero que tengas razón —murmuró el chico—. ¿Sabes? Creo que mi madre me dijo algo que hoy no entiendo, pero que cuando sea mayor entenderé.
—Y yo intentaré ayudarte en lo que pueda con ello —sentenció Leth sacudiendo la cabeza con energía para apartar el recuerdo de Prien—. No sé mucho de religión, pero hay algo que sabe todo el mundo en Devafonte: Arzon Kholler´ar era un cazador de demonios.
—¿Como mi padre?
—Sí, algo así. Pero Arzon es probablemente el cazador más famoso de la historia. Murió durante la Guerra del Fin. ¿Sabes lo que fue?
—Mientel siempre me decía que ya me hablaría de esa guerra cuando fuese mayor —Árzak empezaba a sentirse frustrado. No podía hacer alusión o pensar en un conocido sin que éste estuviese muerto o en paradero desconocido—. Que tendría que estar preparado para tomar una decisión o algo así, no recuerdo bien.
—Pues yo no tengo ni idea de lo que pasó en esa guerra. Lo que sí sé es que había una especie de demonio muy poderoso, que casi se carga el mundo. Según la leyenda, Arzon le hizo frente en una batalla que duró semanas y destruyó continentes. Pero al final, consiguió matarlo y tras salvar Devafonte se convirtió en un dios.
—¿Así sin más? No eres el mejor contando historias.
—Ya te he dicho que no sé mucho sobre religión —rió Leth, encogiéndose de hombros—. Esos tipos, los Sacerdotes de Arzon y los Caballeros Tenues, te los vas a encontrar en la mayoría de ciudades castrenses. A veces te hacen preguntas por la calle y si no les gusta tu respuesta te encierran, te llevan ante un juez y de ahí, si tienes suerte, a lo que llaman curso de re-educación.
—¿Te pasó alguna vez?
—Sí. Hace unos años en Vesteria. —Leth se tumbó boca arriba con las manos en la nuca—. En aquella ocasión tuve suerte. Me condenaron a dos semanas aguantando la verborrea de un sacerdote. Pero al hombre que estaban juzgando cuando entré en la sala del tribunal lo condenaron a muerte por herejía. Y, chico, si quieres que te de un consejo, si alguna vez te cruzas con ellos, evítalos. Y si no te es posible, sígueles la corriente.
—Mmm, gracias por el consejo.
Ambos se quedaron durante un rato con la mirada perdida en el techo, hasta que Árzak expuso la pregunta que llevaba rato rumiando:
—Leth. —El cazador giro la cabeza hacia él—. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué voy a hacer?
—Bueno, no quería pensar en ello, pero imagino que lo mejor será seguir, como hasta ahora, los planes de Mientel. —Árzak le lanzó una mirada inquisitiva. Leth buscaba la forma de decirle a donde iban sin utilizar la palabra demonio—. Tenía planeado llevarte a vivir con un amigo de tu padre.
—Ya veo —asintió el niño pensativo, consciente de que su compañero no le contaba todo lo que sabía—. ¿Y tú qué harás? ¿Te quedarás con nosotros?
—No creo que sea conveniente. —Leth no tenía intención de estar con aquel individuo más de lo necesario. Y le preocupaba aún más tener que dejarlo con ese ser, «¿qué otra opción tengo?». Él entrenaría al niño de buena gana, pero no se creía capaz de tener éxito donde Mientel y Sallen habían fracasado—. Imagino que viajaré una temporada. Si de verdad sigue la guerra en Estoria, iré al norte a ayudar. Y si no, tal vez aproveche para conocer mundo.
—El mundo es fascinante, pero da miedo —dijo Árzak, con los acontecimientos de los últimos días muy presentes en sus cávalas. De pronto se le alegró la cara y una sonrisa ensanchó sus labios—. Oye Leth. Quizá cuando yo sea mayor, podamos viajar juntos.
—Claro chico. Búscame dentro de unos años —musitó el cazador con los ojos ya cerrados, justo antes de dormirse.
Árzak siguió tumbado un rato, pensando. Recordar a su madre, de la que no se pudo despedir, le había entristecido, pero en parte le ayudó a tomar una determinación.
Cogió el fardo y se lo puso en las rodillas. No necesitaba abrirlo para saber de qué se trataba, ni su origen. Lo había visto infinidad de veces en su casa, aunque no siempre estaba envuelto; eso se debía a una costumbre de su padre, al que en muchas ocasiones le gustaba ocultar el hecho de ir armado. Con mucho cuidado, fue quitando los distintos pliegues que lo cubrían, hasta dejar a la vista una espada.
De una primera ojeada no destacaba por nada en especial. Estaba en una vaina de cuero negro sin adornos, diseñada para llevarla a la espalda mediante un arnés. La empuñadura era de hierro, oscurecida y arañada por el impacto de miles de ataques. Varias tiras de cuero recubrían el mango, para mayor comodidad de quien la esgrimiese.
Árzak la desenvainó con dificultad debido al peso, pero en cuanto lo consiguió un destello rojo iluminó la habitación. En sus manos tenía una espada larga de doble filo fabricada con un material similar al cristal. No era transparente; el alma de la hoja era negra como el carbón: si se miraba a través de ella uno intuía una neblina opaca flotando en el interior. Los filos y los laterales eran nítidos, y se podía ver el otro lado de la habitación teñida de rojo.
Se trataba de Askhar, “La indestructible”. Por lo que sabía, el arma había permanecido durante generaciones en su familia, pasando de padres a hijos cuando estos alcanzaban la mayoría de edad. Sallen le había contado que la espada estaba hecha de un extraño metal que no existía en Devafonte. Fue traída a este mundo por un poderoso demonio hacía más de diez mil años y en la actualidad era el legado más importante de los Kholler. Se trataba de un objeto imbuido de una magia poderosa y antigua. Mientel le explicó durante una clase que era más dura que el diamante y más resistente que el mejor de los aceros y que de ahí venía el apodo.
Árzak la devolvió a la funda. Una y otra vez escuchaba la voz de su madre diciéndole aquellas palabras: «para no olvidar». Seguía sin saber a qué se refería exactamente; daba igual, para él, desde ese momento, aquella frase tuvo un significado.
El olor a comida despertó a Leth. El aroma no era apetitoso, pero un gruñido de su estómago le recordó que estaba muerto de hambre. Llevaba sin probar bocado desde la noche del ataque al claro. Se desperezó aún con los ojos cerrados y aguardó a que la vista se habituase a la escasa luz de la sala.
—Buenos días —la voz de Árzak tenía un tono alegre, que junto a la comodidad del lecho y la promesa de alimento caliente, le hizo creer durante un segundo que todo había sido un mal sueño—. Hay algo que el posadero llamó sopa de guisantes y que yo llamaría olla de agua sucia caliente. Y unos supuestos muslos de pollo con más hueso que carne.
El cazador abrió un ojo y lo que vio le dejó perplejo. La comida humeaba sobre la mesa. Incluso desde la cama, la escualidez de los muslos de pollo era evidente, pero lo que de verdad le había dejado sin palabras era Árzak.
De pie, al lado de la mesa, con una sonrisa de oreja a oreja y a su espalda, una larga espada. Tan larga que iba arrastrándola por el suelo. Además, pese a que había ajustado las cinchas, el arnés de la funda le quedaba grande, con lo que continuamente se le resbalaba por el hombro y tenía que recolocarlo. Leth no dijo nada. Que el niño hubiese recuperado la sonrisa era suficiente.
La alegría que sentía se reflejó en su cara. Él también sonreía. Y de pronto sintió una punzada al ser consciente de que en un par de días, se despedirían.
Buenas Landahor. Gracias a ti tambien. La verdad es que eso de las flechas, si que lo cambie muchas veces y ahora que lo vuelves a poner en mi mente, le veo bastante mejoria. Otro apunte para la revision final.
Y bueno, sigo con los siguientes capitulos.
5. ASKHAR
Hulkend, Gallendia, 13 de xunetu del 520 p.F.
Hulkend, Gallendia, 13 de xunetu del 520 p.F.
Leth y Árzak habían llegado a Hulkend tras enterrar a Mientel según el rito castrense. Con las manos desnudas y la única ayuda de una roca plana, el cazador excavó la tumba en silencio e ignorando el cansancio y la sangre que manaba de sus propias heridas; las que había sufrido en la pelea, y las que se provocó después hundiendo los dedos en la dura tierra. Mientras, Árzak no se apartaba del amortajado cadáver, limitándose a velarlo sin más lágrimas que derramar. Cuando cubrieron el cuerpo, la primera parte del ritual quedaba cumplida: devolver la carne a la madre tierra. Después, los dos arrastraron una enorme roca y la insertaron en un orificio que habían dejado sin tapar con ese propósito. Con ello se completaba la segunda, permitiendo al espíritu trascender y reunirse con sus ancestros.
Ninguno tuvo palabras para dedicarle en ese momento. El único gesto que se le ocurrió a Árzak fue dejar junto al monolito la punta de flecha que le dio Mientel, pero Leth la recogió del suelo, la ató con una tira de cuero que desgarró de su chaqueta y la colgó del cuello del niño. Más tarde, después de atender sus propias heridas y descansar, empezaron a intercambiar anécdotas del Sajano. Lloraron y rieron, liberándose de la angustia que les atenazaba, dejando atrás el silencio que había predominado esos días. El último golpe fue terrible, pero sirvió para que despertaran y entendieran al fin lo que se estaban jugando: sus vidas. Ya nadie cuidaba de ellos ni les marcaba el camino, no podían permitirse estar eternamente abatidos. De seguir como hasta ahora, sobrevivir no merecería la pena.
Un día después del ataque abandonaron el claro y regresaron a la carretera. Leth se esforzó por amenizar el viaje con un sinfin de historias sobre sus cacerías. No se habían planteado ninguna etapa más allá de llegar al pueblo que divisase Mientel unos días atrás, y retrasaban cualquier conversación sobre el tema pues solo podían seguir esa dirección.
***
Hulkend era una boyante villa en continua expansión, al sur de la Cordillera del Firmamento. El asentamiento fue fundado doscientos años antes, alrededor de una posada situada en la ruta principal entre Estoria y Gallendia. El abundante tráfico animó a multitud de gente a asentarse en el lugar, atraídos por las múltiples oportunidades comerciales que ofrecía. Las casas eran en su mayoría unifamiliares, situadas en pequeños terrenos y dispersas alrededor de una colina de suaves pendientes. En el centro, edificaciones de varias plantas se amontonaban alrededor de una iglesia de colores sombríos. En lo alto del campanario ondeaba la bandera carmesí con el blasón de la calavera astada. Muchos de los edificios, como si tratasen de mantener controlado el influjo Narvinio, exhibían los estandartes de la República de Gallendia: una rueda de molino azul sobre campo amarillo, que hacía referencia a los orígenes agrarios del país. Dicho emblema contrastaba con los tonos oscuros del emblema Arzonita.
El pueblo no tenía muralla, por lo que entraron sin problema; nadie les dedicó más de una mirada al verlos pasear entre las pequeñas propiedades en dirección al centro, atravesando avenidas rebosantes de vida. Un gran número de puestos de mercaderes se situaban a lo largo del recorrido y trataban de atraer a los clientes gritando eslóganes llamativos. Los lugareños intercambiaban noticias al sol del verano, mientras sus hijos jugaban. Múltiples escenas de cotidianeidad, desmentidas por rostros serios y preocupados. Solo los niños reían ajenos a las palabras aciagas que se pronunciaban alrededor: guerra, invasión o muerte eran las más repetidas. Y, pese a ello, todos parecían seguir sus vidas con normalidad.
Árzak había nacido en una remota aldea y, para él, la actividad de una ciudad comercial, aunque fuese pequeña, suponía un sinfín de novedades. Los mostradores estaban repletos de objetos extraños, y el aroma de alimentos desconocidos llenaba sus fosas nasales. Le resultó curioso ver a muchas personas que parecían no tener un destino fijo al que ir, ni tampoco compraban; se limitaban a pasear. «En Norden nadie iba a ningún sitio si no tenía algo que hacer allí» pensó antes de centrar su atención en un grupo concreto de niños que jugaba en la carretera, entre el abundante tráfico ecuestre. En lugar de defender un castillo imaginario, el pasatiempo habitual de sus amigos, le daban patadas a un extraño objeto de cuero con forma esférica. Se detuvo a observarlos hasta que Leth le apremió para que no se quedase atrás, con lo que perdió la oportunidad de profundizar en los entresijos de aquella actividad.
No le dio importancia pues aún quedaban muchas cosas por descubrir. Su ruta pasó ante los expositores de decenas de seres no menos peculiares que sus mercancías. El mostrador de un ingeniero Nerb repleto de artilugios mecánicos, que giraban por sí solos, zumbaban y emitían lucecillas de colores, presumiblemente activados con la energía de la arcanita; un grez que ofrecía una gran variedad de armas de fina manufactura y aspecto temible. Un grupo de buhoneros behit, los habitantes del desierto, con su piel negra y las frescas vestimentas de hilo, le resultaron familiares; acostumbraban a parar en Norden en cada estación vendiendo especias y telas. Incluso le pareció que uno hacía amago de saludarle, por lo que aceleró el paso tras su compañero. Más adelante pasaron ante un grupo de jinetes talemos: humanos de tez morena y constitución menuda. Unas armaduras metálicas, que solo les cubrían las pantorrillas, les obligaban a caminar con las piernas ligeramente abiertas.
Era una imagen que solía hacer gracia a Árzak, pero esta vez, ver a un grupo de comerciantes de caballos le produjo una fugaz recaída al recordar a su madre, conocida entre los habitantes de las praderas del norte como la “Serpiente de la Sabana”. Su padre siempre decía que era la mejor jinete de todo el Imperio Septentrional. Y al recordar a Eiden replicándole que en realidad era la mejor jinete de Geadia, una gota resbaló por su mejilla. Llevaba todo el día intentando reprimir sus sentimientos, pero el dolor por la pérdida afloró en contra de su voluntad. «Habías dicho que se acabaron las lágrimas», pensó limpiándose con la manga de la chaqueta. Decidido a dominarse, buscó otra cosa a la que desviar su atención.
Un grupo de alegres trasgos apareció en el momento preciso para ayudarle a conseguirlo. Iban encadenados tras un guardia que los conducía fuera del pueblo, en fila india, riendo y gritando como si les llevasen a una fiesta; todo ello habitual en casi cualquier población del continente de Geadia. Alguno no pudo esperar a llegar y decidió soltar sus grilletes y los de un de par de compañeros, situación también muy común. Una fiesta estaba bien, pero aquel lugar daba muchas opciones inmediatas para entretenerse. El primer perjudicado fue un rubio jinete sírdico que circulaba ajeno a lo que se le venía encima. Los trasgos cortaron las correas de la silla de montar, que se resbaló a un costado con una consecución de golpe, risas estridentes y maldiciones.
—Salgamos de aquí —casi gritó Leth, agarrándole del brazo y acelerando el paso—. Odio a esos bichos.
—¿Por qué, Leth? —consiguió preguntar Árzak, a trompicones tras el cazador—. A mí me parecen divertidos. —Una ojeada a su espalda le permitió ver al sírdico y los guardias intentando sin éxito atrapar a los ágiles duendecillos, mientras el resto aprovechaban para librarse de las cadenas y comprobaban la eficacia de un serrucho, sustraido del expositor de un Narvinio, sobre el poste que mantenía en pie una enorme tienda behit—. Jo, Leth déjame ver cómo acaba.
—No —dijo Leth sin aflojar el paso hasta llegar a una calle aledaña en la que se detuvo—. Mira, nunca hablo de ello, pero te lo contaré con tal de que no te acerques a esas cosas —pronunció la última palabra con desdén—. En una ocasión, tuve que descender con una cuerda a una sima en busca de un ciervo. Le había herido, pero al huir se despeñó dentro. Até la cuerda, bajé, amarré al ciervo y al tirar de ella para auparme, cayó sobre mí. Un trasgo que solo pasaba por ahí la había cortado, seguramente porque le pareció divertido. Y que más divertido sería dejarme allí unos días.
—¿Y cómo saliste?
—Prien me encontró dos días después. Sobreviví comiéndome el ciervo. Busquemos una posada.
Leth reanudó la marcha de nuevo. Ya habían alcanzado el centro del pueblo; las calles estaban empedradas y los edificios se apretaban unos contra otros, como en las grandes urbes. En una avenida lateral, un grupo de hombres con túnicas negras y la capucha calada cubriendo sus rostros llamaron la atención de Árzak. Llevaban espadas e iban acompañados por cuatros caballeros de imponentes armaduras negras y cascos similares a calaveras astadas. La curiosidad del chico fue en aumento, ya que detenían e interrogaban a todas las personas que se les cruzaban.
—Leth, ¿quién es esa gente? —señaló Árzak, justo cuando un sacerdote ordenaba a los caballeros prender a una mujer joven.
Vieron cómo la agarraban sin ninguna delicadeza entre auténticos gritos de terror. Nadie intervino y se la llevaron en dirección a la iglesia que sobresalía sobre los tejados que tenían detrás. Leth solo necesitó una ojeada rápida para entender qué pasaba. Tiró de nuevo del muchacho y apretó el paso más aún que con los trasgos.
—No hagas preguntas —Leth habló tan bajo que Árzak apenas le pudo oír, pero tampoco hubiese preguntado nada concentrado como estaba en intentar mantenerse tras él—. ¡Al fin! —Lanzó un suspiro aliviado—. Una posada.
Al doblar la última esquina desembocaron en una amplia plaza, ocupada por una construcción de dos pisos, totalmente fuera de lugar, rodeada por los edificios de apartamentos adosados. Si no se tratase de una simple posada, podría confundirse con un edificio importante, por lo bien que la había tratado el urbanismo de Hulkend. Pero el letrero que colgaba de la parte delantera no dejaba lugar a dudas. En él se leía con grandes letras verdes, "La Tortuga Hinchada" sobre el dibujo de un quelonio con una concha que se parecía más a una joroba. Leth echó a correr y solo aflojó el brazo de Árzak cuando la puerta se cerró tras ellos.
Se encontraban en una amplia sala llena de mesas y sillas, acomodadas alrededor de un gigantesco hogar apagado. Al otro lado de la habitación, se veían varias salidas alrededor de un enorme mostrador, tras el que se encontraba un hombre corpulento barriendo con desgana. Aún no era mediodía, por lo que no había ningún cliente.
—Hola, buenos días —dijo Leth, acercándose.
—Eso está por verse —respondió el posadero dejando a un lado la escoba. Al verlo de cerca comprobaron que la corpulencia se trataba más bien de obesidad. Árzak se fijó en la apatía que desprendía su cara; los labios caídos a los lados, la enorme nariz retraída hacia atrás y los ojos brillando pálidamente bajo los párpados ojerosos medio cerrados. Aquel hombre tenía el aspecto del que pasa las noches sirviendo alcohol y comida a la gente, y por como olía no se relajaba tras tan dura tarea con un baño. Y sus modales no eran mejores—. ¿Quieren algo a parte de compartir predicciones? ¿O acaso solo querían ver como barro?
—Una habitación. Individual si es posible —continuó Leth sin dar muestras de molestarse por la actitud impertinente del posadero—. Y en un rato, algo de comer en la habitación.
—Eso serán veinte drekegs —dijo apoyado inmóvil en la barra, pues no esperaba que unos vagabundos dispusieran de esa cantidad. Leth sacó una bolsita de cuero, contó las monedas y se las entregó intentando no tocar la mano grasienta que extendió el sorprendido hombre. Comprobó extrañado varias veces que la cantidad era adecuada y el acuñamiento legal y lo guardó en un bolso esbozando una leve sonrisa de dientes amarillos. Buscó la llave bajo el mostrador y con un gesto de la mano les pidió que le siguieran por un acceso lateral—. Siento la desconfianza, pero es que tienen aspecto de refugiados.
—¿Y qué aspecto es ese si se puede saber? —preguntó Leth en un tono que hizo tragar saliva al posadero.
—No me malentienda. —El hombre cambió de pronto su actitud, volviéndose más atento y cortés tras ver la mano del cazador posarse sobre la empuñadura de la daga que llevaba colgando a la diestra—. Quiero decir que tienen aspecto de haber emprendido un largo viaje con lo puesto. Por eso dudé de que tuvieran el dinero. Pero veo que me equivoqué. Pido que me disculpen.
—¿Han venido más refugiados? —volvió a preguntar Leth con la intención de obtener noticias. El pasillo que seguían terminaba en unas escaleras, por las que empezó a subir el posadero intentando no dar la espalda al cazador.
—No. Aún no, pero los esperamos pronto. —Arriba llegaron a un pasillo con varias puertas a cada lado. El posadero avanzó sin parar de girar la cabeza hacia aquel hombre armado de aspecto rudo, con los ojos muy abiertos y pendientes de cualquier movimiento brusco. La expresión de Leth le dejaba claro que no era suficiente, pero el hombre al no entender sus motivaciones, temía decir algo inadecuado—. Las noticias que llegan del norte hablan de guerra en Estoria. Según parece son los Narvinios. Los refugiados no tardarán en llegar.
Árzak iba a decir algo que Leth acalló dándole un ligero toque en el hombro. El posadero se detuvo, abrió una puerta a su izquierda y les invitó a entrar, manteniendo las distancias cuando pasaron junto a él.
—En dos horas les subirán la comida. Espero que descansen —dijo justo antes de cerrar; y a juzgar por el sonido que les llegó desde el otro lado, se fue corriendo.
El cuarto era pequeño, sin ventanas, y la única luz la daba un candil que colgaba del techo. Era la habitación perfecta para dormir durante el día. Apenas había muebles; solo una mesa con un par de sillas en el centro y, contra las paredes laterales, sendas camas sobre las que cayeron rendidos.
—Leth —dijo Árzak, mirando el techo. El cazador murmuró algo incomprensible con la cara enterrada en la almohada—. ¿Quiénes eran esos monjes de antes?
El hombre soltó un profundo suspiro y se sentó en la cama apoyado contra la pared.
—Siempre andas devorando libros, chico. ¿Nunca has odio hablar de los Arzonitas? —Árzak se limitó a negar con la cabeza—. ¿Nada? ¿Y si te hablo de Arzon Kholler´ar?
—¿Es algún familiar mío? —preguntó Árzak encogiéndose de hombros.
—Sí... No... Algo así...aaarrggh... No lo sé, la verdad. —Se masajeó las sienes. Buscaba una forma de plantear un tema sobre lo que sabía lo justo—. Para ser sincero, esperaba que pudieses explicarme tú por qué tenéis el mismo apellido.
—Ni idea. En mi casa siempre evitaban nombrarlo. —La pesadumbre, reticente a desaparecer, provocaron que la voz se le quebrase al hablar—. Una vez se lo pregunté a mi madre; yo no entendía por qué si no podíamos usar ese apellido, no lo cambiábamos por otro. Creo que todo sería más sencillo.
—¿Y qué te respondió?
—Me miró fijamente... —Un nudo en la garganta le detuvo. Se tragó las ganas de llorar y lo volvió a intentar—: Me miró y me dijo muy seria: “Para no olvidar”. —Seguía intentando reprimir su sufrimiento, pero no era fácil. Sin darse cuenta se encontró apretando con fuerza el fardo que le entregó Mientel. Notó extrañado que aquel objeto le traía una profunda calma.
—Ya veo —asintió Leth, sin entender a qué se refería en realidad. Nunca comprendió para qué tanto secreto. Él, como todos los habitantes de Norden, sabía que el apellido Kholler era tabú, en especial ante los extranjeros. Cuantas más vueltas le daba más razonable le parecía la idea del cambio de apellido—. Mi hermano tampoco me contaba muchas cosas. Por ejemplo qué pasó con nuestros padres. Él fue el que me crió y cuando le preguntaba sobre ello me evitaba. Ahora que ya no está esas preguntas jamás tendrán respuesta... Pero algo me dice que tú no tendrás el mismo problema.
—Espero que tengas razón —murmuró el chico—. ¿Sabes? Creo que mi madre me dijo algo que hoy no entiendo, pero que cuando sea mayor entenderé.
—Y yo intentaré ayudarte en lo que pueda con ello —sentenció Leth sacudiendo la cabeza con energía para apartar el recuerdo de Prien—. No sé mucho de religión, pero hay algo que sabe todo el mundo en Devafonte: Arzon Kholler´ar era un cazador de demonios.
—¿Como mi padre?
—Sí, algo así. Pero Arzon es probablemente el cazador más famoso de la historia. Murió durante la Guerra del Fin. ¿Sabes lo que fue?
—Mientel siempre me decía que ya me hablaría de esa guerra cuando fuese mayor —Árzak empezaba a sentirse frustrado. No podía hacer alusión o pensar en un conocido sin que éste estuviese muerto o en paradero desconocido—. Que tendría que estar preparado para tomar una decisión o algo así, no recuerdo bien.
—Pues yo no tengo ni idea de lo que pasó en esa guerra. Lo que sí sé es que había una especie de demonio muy poderoso, que casi se carga el mundo. Según la leyenda, Arzon le hizo frente en una batalla que duró semanas y destruyó continentes. Pero al final, consiguió matarlo y tras salvar Devafonte se convirtió en un dios.
—¿Así sin más? No eres el mejor contando historias.
—Ya te he dicho que no sé mucho sobre religión —rió Leth, encogiéndose de hombros—. Esos tipos, los Sacerdotes de Arzon y los Caballeros Tenues, te los vas a encontrar en la mayoría de ciudades castrenses. A veces te hacen preguntas por la calle y si no les gusta tu respuesta te encierran, te llevan ante un juez y de ahí, si tienes suerte, a lo que llaman curso de re-educación.
—¿Te pasó alguna vez?
—Sí. Hace unos años en Vesteria. —Leth se tumbó boca arriba con las manos en la nuca—. En aquella ocasión tuve suerte. Me condenaron a dos semanas aguantando la verborrea de un sacerdote. Pero al hombre que estaban juzgando cuando entré en la sala del tribunal lo condenaron a muerte por herejía. Y, chico, si quieres que te de un consejo, si alguna vez te cruzas con ellos, evítalos. Y si no te es posible, sígueles la corriente.
—Mmm, gracias por el consejo.
Ambos se quedaron durante un rato con la mirada perdida en el techo, hasta que Árzak expuso la pregunta que llevaba rato rumiando:
—Leth. —El cazador giro la cabeza hacia él—. ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué voy a hacer?
—Bueno, no quería pensar en ello, pero imagino que lo mejor será seguir, como hasta ahora, los planes de Mientel. —Árzak le lanzó una mirada inquisitiva. Leth buscaba la forma de decirle a donde iban sin utilizar la palabra demonio—. Tenía planeado llevarte a vivir con un amigo de tu padre.
—Ya veo —asintió el niño pensativo, consciente de que su compañero no le contaba todo lo que sabía—. ¿Y tú qué harás? ¿Te quedarás con nosotros?
—No creo que sea conveniente. —Leth no tenía intención de estar con aquel individuo más de lo necesario. Y le preocupaba aún más tener que dejarlo con ese ser, «¿qué otra opción tengo?». Él entrenaría al niño de buena gana, pero no se creía capaz de tener éxito donde Mientel y Sallen habían fracasado—. Imagino que viajaré una temporada. Si de verdad sigue la guerra en Estoria, iré al norte a ayudar. Y si no, tal vez aproveche para conocer mundo.
—El mundo es fascinante, pero da miedo —dijo Árzak, con los acontecimientos de los últimos días muy presentes en sus cávalas. De pronto se le alegró la cara y una sonrisa ensanchó sus labios—. Oye Leth. Quizá cuando yo sea mayor, podamos viajar juntos.
—Claro chico. Búscame dentro de unos años —musitó el cazador con los ojos ya cerrados, justo antes de dormirse.
Árzak siguió tumbado un rato, pensando. Recordar a su madre, de la que no se pudo despedir, le había entristecido, pero en parte le ayudó a tomar una determinación.
Cogió el fardo y se lo puso en las rodillas. No necesitaba abrirlo para saber de qué se trataba, ni su origen. Lo había visto infinidad de veces en su casa, aunque no siempre estaba envuelto; eso se debía a una costumbre de su padre, al que en muchas ocasiones le gustaba ocultar el hecho de ir armado. Con mucho cuidado, fue quitando los distintos pliegues que lo cubrían, hasta dejar a la vista una espada.
De una primera ojeada no destacaba por nada en especial. Estaba en una vaina de cuero negro sin adornos, diseñada para llevarla a la espalda mediante un arnés. La empuñadura era de hierro, oscurecida y arañada por el impacto de miles de ataques. Varias tiras de cuero recubrían el mango, para mayor comodidad de quien la esgrimiese.
Árzak la desenvainó con dificultad debido al peso, pero en cuanto lo consiguió un destello rojo iluminó la habitación. En sus manos tenía una espada larga de doble filo fabricada con un material similar al cristal. No era transparente; el alma de la hoja era negra como el carbón: si se miraba a través de ella uno intuía una neblina opaca flotando en el interior. Los filos y los laterales eran nítidos, y se podía ver el otro lado de la habitación teñida de rojo.
Se trataba de Askhar, “La indestructible”. Por lo que sabía, el arma había permanecido durante generaciones en su familia, pasando de padres a hijos cuando estos alcanzaban la mayoría de edad. Sallen le había contado que la espada estaba hecha de un extraño metal que no existía en Devafonte. Fue traída a este mundo por un poderoso demonio hacía más de diez mil años y en la actualidad era el legado más importante de los Kholler. Se trataba de un objeto imbuido de una magia poderosa y antigua. Mientel le explicó durante una clase que era más dura que el diamante y más resistente que el mejor de los aceros y que de ahí venía el apodo.
Árzak la devolvió a la funda. Una y otra vez escuchaba la voz de su madre diciéndole aquellas palabras: «para no olvidar». Seguía sin saber a qué se refería exactamente; daba igual, para él, desde ese momento, aquella frase tuvo un significado.
***
El olor a comida despertó a Leth. El aroma no era apetitoso, pero un gruñido de su estómago le recordó que estaba muerto de hambre. Llevaba sin probar bocado desde la noche del ataque al claro. Se desperezó aún con los ojos cerrados y aguardó a que la vista se habituase a la escasa luz de la sala.
—Buenos días —la voz de Árzak tenía un tono alegre, que junto a la comodidad del lecho y la promesa de alimento caliente, le hizo creer durante un segundo que todo había sido un mal sueño—. Hay algo que el posadero llamó sopa de guisantes y que yo llamaría olla de agua sucia caliente. Y unos supuestos muslos de pollo con más hueso que carne.
El cazador abrió un ojo y lo que vio le dejó perplejo. La comida humeaba sobre la mesa. Incluso desde la cama, la escualidez de los muslos de pollo era evidente, pero lo que de verdad le había dejado sin palabras era Árzak.
De pie, al lado de la mesa, con una sonrisa de oreja a oreja y a su espalda, una larga espada. Tan larga que iba arrastrándola por el suelo. Además, pese a que había ajustado las cinchas, el arnés de la funda le quedaba grande, con lo que continuamente se le resbalaba por el hombro y tenía que recolocarlo. Leth no dijo nada. Que el niño hubiese recuperado la sonrisa era suficiente.
La alegría que sentía se reflejó en su cara. Él también sonreía. Y de pronto sintió una punzada al ser consciente de que en un par de días, se despedirían.
Enlace a mí primera obra completa: Los Diarios del Falso Dios