08/01/2017 05:24 PM
Hola Momo,
Yo planteo el tema de los combates de forma simple pero trabajosa. Para escribir, según creo, hay que vivir primero. De tal manera que para el tema de los combates hay que practicar esas artes marciales un mínimo para tener experiencia suficiente, si ya las practicas genial, sino hay asociaciones como la AEEA, Asociación Española de Esgrima Antigua, aunque hay otras, en dónde puedes practicar varias disciplinas de esgrima si tienes tiempo. Para el tiro con arco lo que hice yo fue un curso de tres meses en otra asociación (Arqueros de Mursiya), y así un largo etcétera de recursos que se pueden obtener de las asociaciones, que hay de todo tipo. Los escritores no debemos ser solo ratas de biblioteca, que también, sino vivir experiencias que luego podamos describir.
Te dejo un fragmento de un combate de mi primera novela, El Arquero de las Nueve Estrellas.
Los primeros rayos de sol despuntaban en el horizonte cuando los templarios de Vaddenheim, descendientes del mismísimo Fiorg, después de atravesar durante dos semanas los territorios de varios reinos, llegaban al campamento de los orcos. Glorlwin, el elfo, se habría encontrado con los pieles verdes por casualidad en medio del bosque y, al verlo solo, lo habían atacado por las rencillas que existían desde hacía miles de años entre elfos y orcos. Sin pensarlo dos veces, el elfo había huido; eran demasiados, pero se había topado con una pared de roca que le había cortado el paso. No le quedaba otra que luchar por defender su vida. Se había desenvuelto como un experimentado guerrero, y debía de serlo, porque en los tres mil años de vida que cargaba a sus espaldas había tenido tiempo de sobra para aprender a manejar una espada.
El primer atacante, una montaña de carne verde oscura con piernas más cortas que los brazos, la cabeza encajonada entre los hombros sin apenas cuello y unas mandíbulas enormes de las que brotaban los colmillos inferiores hacia arriba, le había lanzado un tajo sobre la cabeza, de arriba abajo. No había un golpe más instintivo ni más fácil de evitar. Estos orcos no debían de estar bien instruidos en el arte de la guerra. El elfo había desviado el golpe interponiendo la espada bastarda con el pomo en alto y apuntando con la hoja hacia el suelo, justo adonde había ido a parar la cimitarra enemiga al ser desviada. Acto seguido, había salido con un golpe a la sien, girando la espada por encima de su cabeza, la mano derecha agarrando la empuñadura con el pulgar sobre la base de la hoja para que le sirviera de centro a la hora de girarla, y la mano izquierda manejando el pomo suavemente para hacer que la hoja pivotara sobre ese centro. El desgraciado cayó al suelo con el cráneo hendido, y Glorlwin quedó protegido en la guardia de la ventana; esto es, la espada sobre el rostro y en posición horizontal, como el marco superior de una ventana. Al orco de nada le habían servido los ciento treinta kilos de musculatura frente a un enemigo mucho más enclenque pero diestro en el manejo de las armas. Además, esa panda de bandidos vestían harapos hechos jirones y alguna que otra piel de cordero para abrigarse. Ni un triste jubón de cuero endurecido para protegerse el pecho, ni una sola pieza de armadura. Su única defensa era su número: una treintena de orcos toscamente armados y mal entrenados.
El segundo atacante vino también con el brazo en alto, sujetando un garrote que fue desviado por Glorlwin con un molinete. La espada había girado trescientos sesenta grados sobre la cabeza del elfo, pivotando de nuevo sobre el pulgar pero en sentido contrario, golpeando el arma enemiga con el falso filo. Inmediatamente, le lanzó al orco una estocada alta que fue a parar al ojo izquierdo, arrancándole un sonoro grito, alertando a los templarios que se hallaban en los alrededores, que enseguida se encaminaron en esa dirección.
No era muy difícil seguir las pisadas de treinta orcos, pero un buen alarido ayudaba a encontrarlos definitivamente en la espesura de aquel bosque de pinos y matorral bajo a las afueras de Lurn.
El elfo ya había abatido a dos pieles verdes, pero eran muchos más los bandidos a los que se enfrentaba. Por un momento, los orcos retrocedieron y se miraron unos a otros estupefactos. Después, al comprobar su número, se envalentonaron, y tres de ellos cargaron hacia él gritando algo en una lengua gutural y extraña. Su tercer atacante, que venía por la izquierda, recibió un tajo en la mano y soltó el arma con un grito de dolor. El giro de la espada continuó hasta balancearse tras la espalda de Glorlwin, al mismo tiempo que este daba un paso a la izquierda y se estiraba, flexionando la rodilla, para parar, de costado, el torpe golpe que le llegó por la derecha procedente del cuarto atacante. Enseguida soltó un revés al quinto, de arriba abajo y de izquierda a derecha, que fue bloqueado sin mucha dificultad. Invirtió entonces el movimiento de la espada y propinó otro golpe en la sien al que estaba a la derecha, que también lo bloqueó con su cimitarra. De cualquier forma, lo mejor que podía hacer era tomar la iniciativa y atacar para mantenerlos ocupados; eran demasiados, no podía perder ni un segundo pensando. Volvió a hacer girar la espada, esta vez con un golpe furtivo, de arriba abajo, que cogió desprevenido al que tenía enfrente, abriéndole en el cráneo una brecha no letal de la que empezó a manar una sangre espesa y oscura. Enseguida recupero la posición para protegerse del ataque del que quedaba, que le lanzó una estocada al pecho.
Las cimitarras de los orcos eran espadas delgadas, curvadas en la punta y con un solo filo, diseñadas para abrir tajos limpios y profundos y para atravesar a cualquier enemigo si acertaban con la punta; eran armas peligrosas.
El elfo desvió la punta hacia arriba, pero no pudo apartar la cara a tiempo y el filo curvo le abrió un corte en la mejilla derecha que le dejaría marca. Entonces, un sexto atacante le agarró el brazo izquierdo y él tuvo que soltar el pomo de la espada para defenderse de la siguiente estocada, que iba directa al vientre, con una sola mano.
La espada del elfo era una espada bastarda porque no tenía patrón; podía usarse tanto con una mano y un escudo como con las dos, empelando la zurda para sujetar el pomo y darle movimiento. Era de esta segunda manera como la empuñaba Glorlwin más a menudo; sin embargo, también sabía defenderse con una sola mano. Desvió la estocada hacia abajo de la mejor manera posible, pero su contrincante alcanzó a herirlo en el costado. Otro orco lo agarró del brazo derecho, inmovilizándole también la espada. Ahora estaba vendido. Había matado a uno y dejado fuera de combate a otros tres, demasiado bien le había ido contra treinta furiosos pieles verdes. Podía darse por muerto después de tres mil años de vida.
Entonces se oyeron unos cascos de caballos, y los orcos, que se sabían perseguidos, lo soltaron y huyeron. Uno cayó bajo las férreas pezuñas de un caballo de batalla y otro acabó con el cráneo aplastado bajo el martillo de guerra de Fenrir; las lanzas de caballería de dos de sus primos atravesaron por la espalda a otros tantos, que gritaron casi al mismo tiempo; una espada se agitó a la carrera de abajo arriba, cortando una cabeza verde de enormes orejas puntiagudas; flechas y dardos de ballesta silbaban, cortando el aire y alcanzando a los bandidos que huían despavoridos; un disparo de una tosca pistola de madera con cañón metálico provocó que Glorlwin se llevara las manos a la cabeza instintivamente. Nunca había oído un sonido como ese. Entre los primos de Fenrir, cada uno portaba su arma favorita, o la que mejor manejara, de la misma manera que cada uno llevaba a la espalda la piel de la fiera que hubiera cazado. Había cuatro capas de leopardos de las nieves, dos osos pardos, un oso blanco, tres lobos huargo, tres leones blancos de las cavernas y los más llamativos: una enorme hiena de la sabana de Karta y un lagarto gigante de la selva tropical próxima a Puerto Blanco. Los primos de Fenrir habían cazado esas bestias en un viaje de exploración al lejano sur.
De la treintena de orcos solo quedó un bandido que decía tener una importante información que podía dar a cambio de su vida. No hizo falta tirarle mucho de la lengua ni torturarlo para que hablara, simplemente se arrodillo y recitó un nombre y una suma de dinero: «Dedrom, trescientas piezas de oro». Esa información bastó para desenmascarar una conspiración que, según sospechaban Fenrir y sus primos, llevaba tiempo fraguándose.
Yo planteo el tema de los combates de forma simple pero trabajosa. Para escribir, según creo, hay que vivir primero. De tal manera que para el tema de los combates hay que practicar esas artes marciales un mínimo para tener experiencia suficiente, si ya las practicas genial, sino hay asociaciones como la AEEA, Asociación Española de Esgrima Antigua, aunque hay otras, en dónde puedes practicar varias disciplinas de esgrima si tienes tiempo. Para el tiro con arco lo que hice yo fue un curso de tres meses en otra asociación (Arqueros de Mursiya), y así un largo etcétera de recursos que se pueden obtener de las asociaciones, que hay de todo tipo. Los escritores no debemos ser solo ratas de biblioteca, que también, sino vivir experiencias que luego podamos describir.
Te dejo un fragmento de un combate de mi primera novela, El Arquero de las Nueve Estrellas.
Los primeros rayos de sol despuntaban en el horizonte cuando los templarios de Vaddenheim, descendientes del mismísimo Fiorg, después de atravesar durante dos semanas los territorios de varios reinos, llegaban al campamento de los orcos. Glorlwin, el elfo, se habría encontrado con los pieles verdes por casualidad en medio del bosque y, al verlo solo, lo habían atacado por las rencillas que existían desde hacía miles de años entre elfos y orcos. Sin pensarlo dos veces, el elfo había huido; eran demasiados, pero se había topado con una pared de roca que le había cortado el paso. No le quedaba otra que luchar por defender su vida. Se había desenvuelto como un experimentado guerrero, y debía de serlo, porque en los tres mil años de vida que cargaba a sus espaldas había tenido tiempo de sobra para aprender a manejar una espada.
El primer atacante, una montaña de carne verde oscura con piernas más cortas que los brazos, la cabeza encajonada entre los hombros sin apenas cuello y unas mandíbulas enormes de las que brotaban los colmillos inferiores hacia arriba, le había lanzado un tajo sobre la cabeza, de arriba abajo. No había un golpe más instintivo ni más fácil de evitar. Estos orcos no debían de estar bien instruidos en el arte de la guerra. El elfo había desviado el golpe interponiendo la espada bastarda con el pomo en alto y apuntando con la hoja hacia el suelo, justo adonde había ido a parar la cimitarra enemiga al ser desviada. Acto seguido, había salido con un golpe a la sien, girando la espada por encima de su cabeza, la mano derecha agarrando la empuñadura con el pulgar sobre la base de la hoja para que le sirviera de centro a la hora de girarla, y la mano izquierda manejando el pomo suavemente para hacer que la hoja pivotara sobre ese centro. El desgraciado cayó al suelo con el cráneo hendido, y Glorlwin quedó protegido en la guardia de la ventana; esto es, la espada sobre el rostro y en posición horizontal, como el marco superior de una ventana. Al orco de nada le habían servido los ciento treinta kilos de musculatura frente a un enemigo mucho más enclenque pero diestro en el manejo de las armas. Además, esa panda de bandidos vestían harapos hechos jirones y alguna que otra piel de cordero para abrigarse. Ni un triste jubón de cuero endurecido para protegerse el pecho, ni una sola pieza de armadura. Su única defensa era su número: una treintena de orcos toscamente armados y mal entrenados.
El segundo atacante vino también con el brazo en alto, sujetando un garrote que fue desviado por Glorlwin con un molinete. La espada había girado trescientos sesenta grados sobre la cabeza del elfo, pivotando de nuevo sobre el pulgar pero en sentido contrario, golpeando el arma enemiga con el falso filo. Inmediatamente, le lanzó al orco una estocada alta que fue a parar al ojo izquierdo, arrancándole un sonoro grito, alertando a los templarios que se hallaban en los alrededores, que enseguida se encaminaron en esa dirección.
No era muy difícil seguir las pisadas de treinta orcos, pero un buen alarido ayudaba a encontrarlos definitivamente en la espesura de aquel bosque de pinos y matorral bajo a las afueras de Lurn.
El elfo ya había abatido a dos pieles verdes, pero eran muchos más los bandidos a los que se enfrentaba. Por un momento, los orcos retrocedieron y se miraron unos a otros estupefactos. Después, al comprobar su número, se envalentonaron, y tres de ellos cargaron hacia él gritando algo en una lengua gutural y extraña. Su tercer atacante, que venía por la izquierda, recibió un tajo en la mano y soltó el arma con un grito de dolor. El giro de la espada continuó hasta balancearse tras la espalda de Glorlwin, al mismo tiempo que este daba un paso a la izquierda y se estiraba, flexionando la rodilla, para parar, de costado, el torpe golpe que le llegó por la derecha procedente del cuarto atacante. Enseguida soltó un revés al quinto, de arriba abajo y de izquierda a derecha, que fue bloqueado sin mucha dificultad. Invirtió entonces el movimiento de la espada y propinó otro golpe en la sien al que estaba a la derecha, que también lo bloqueó con su cimitarra. De cualquier forma, lo mejor que podía hacer era tomar la iniciativa y atacar para mantenerlos ocupados; eran demasiados, no podía perder ni un segundo pensando. Volvió a hacer girar la espada, esta vez con un golpe furtivo, de arriba abajo, que cogió desprevenido al que tenía enfrente, abriéndole en el cráneo una brecha no letal de la que empezó a manar una sangre espesa y oscura. Enseguida recupero la posición para protegerse del ataque del que quedaba, que le lanzó una estocada al pecho.
Las cimitarras de los orcos eran espadas delgadas, curvadas en la punta y con un solo filo, diseñadas para abrir tajos limpios y profundos y para atravesar a cualquier enemigo si acertaban con la punta; eran armas peligrosas.
El elfo desvió la punta hacia arriba, pero no pudo apartar la cara a tiempo y el filo curvo le abrió un corte en la mejilla derecha que le dejaría marca. Entonces, un sexto atacante le agarró el brazo izquierdo y él tuvo que soltar el pomo de la espada para defenderse de la siguiente estocada, que iba directa al vientre, con una sola mano.
La espada del elfo era una espada bastarda porque no tenía patrón; podía usarse tanto con una mano y un escudo como con las dos, empelando la zurda para sujetar el pomo y darle movimiento. Era de esta segunda manera como la empuñaba Glorlwin más a menudo; sin embargo, también sabía defenderse con una sola mano. Desvió la estocada hacia abajo de la mejor manera posible, pero su contrincante alcanzó a herirlo en el costado. Otro orco lo agarró del brazo derecho, inmovilizándole también la espada. Ahora estaba vendido. Había matado a uno y dejado fuera de combate a otros tres, demasiado bien le había ido contra treinta furiosos pieles verdes. Podía darse por muerto después de tres mil años de vida.
Entonces se oyeron unos cascos de caballos, y los orcos, que se sabían perseguidos, lo soltaron y huyeron. Uno cayó bajo las férreas pezuñas de un caballo de batalla y otro acabó con el cráneo aplastado bajo el martillo de guerra de Fenrir; las lanzas de caballería de dos de sus primos atravesaron por la espalda a otros tantos, que gritaron casi al mismo tiempo; una espada se agitó a la carrera de abajo arriba, cortando una cabeza verde de enormes orejas puntiagudas; flechas y dardos de ballesta silbaban, cortando el aire y alcanzando a los bandidos que huían despavoridos; un disparo de una tosca pistola de madera con cañón metálico provocó que Glorlwin se llevara las manos a la cabeza instintivamente. Nunca había oído un sonido como ese. Entre los primos de Fenrir, cada uno portaba su arma favorita, o la que mejor manejara, de la misma manera que cada uno llevaba a la espalda la piel de la fiera que hubiera cazado. Había cuatro capas de leopardos de las nieves, dos osos pardos, un oso blanco, tres lobos huargo, tres leones blancos de las cavernas y los más llamativos: una enorme hiena de la sabana de Karta y un lagarto gigante de la selva tropical próxima a Puerto Blanco. Los primos de Fenrir habían cazado esas bestias en un viaje de exploración al lejano sur.
De la treintena de orcos solo quedó un bandido que decía tener una importante información que podía dar a cambio de su vida. No hizo falta tirarle mucho de la lengua ni torturarlo para que hablara, simplemente se arrodillo y recitó un nombre y una suma de dinero: «Dedrom, trescientas piezas de oro». Esa información bastó para desenmascarar una conspiración que, según sospechaban Fenrir y sus primos, llevaba tiempo fraguándose.
El miedo es la cárcel del alma.