Tuvieron que pasar seiscientos días hasta que pudieran ver al primer hombre primitivo. Algunos de aquellos hombres atrasados habían sobrevivido en las cumbres de las montañas durante el maremoto.
Los primeros contactos fueron cautos y recelosos por ambas partes, pero no pasó mucho tiempo hasta que unos -la estirpe de Trigión- y otros -los hombres primitivos- compartieran comida y bebida.
Trigión trató de enseñarles el bello arte de la poesía, los secretos de la escritura, y las nociones básicas de astronomía. Pero aquellos seres inferiores parecían no comprender nada.
Hastiado, se dirigió al sur. Allí permaneció durante quinientos años sentado en una roca escarpada sobre un acantilado, y divisó la nueva lengua de agua que separaba Isclavia de Almuarizón.
A su izquierda, el otrora Gran Lago, ahora muriendo por la entrada de las aguas marinas. A su derecha, el océano donde en algún momento estuvo su patria. Y, frente a él, un vasto continente que jamás volvería a estar conectado a la verde y fértil Isclavia.
Sentado en aquella roca, año tras año, pudo ver cómo a su derecha se iba formando un archipiélago de piedra negra. Sin hacer grandes alardes, pero sin cesar en sus planes, Maizre iba escupiendo fuego desde el fondo marino, que se solidificaba al entrar en contacto con el agua.
Y así fue como, quinientos años después de que Trigión se sentara en aquella roca sobre el acantilado, se formaron las islas de Guancharia, con Guaya, la montaña de fuego, en el centro.
Y cuando Maizre dejó de temblar para formar aquellas islas, Trigión se levantó de la roca, y volvió con su familia.
Allí encontró que su familia se había multiplicado. Sus hijas se habían mezclado con los hombres de la piedra, y sus hijos habían formado harenes enteros con las mujeres de las cavernas.
Las criaturas nacidas de esa mezcla ya no tenían tres torsos, como Trigión y sus hijos, pero tampoco tenían la apariencia de mono tosco que tenían los primeros hombres a los que había intentado enseñar poesía y astronomía -ya muertos, dada su escasa longevidad.
Aquellos nuevos hombres eran seres de apariencia esbelta y facciones proporcionadas, como las gentes de Adiltania, pero que contaban con un solo torso, una sola cabeza, y solo dos brazos.
Y, para su sorpresa, eran capaces de mantener conversaciones, orientarse bajo las estrellas, y practicar la alfarería.
A su regreso, sus hijos le recibieron con cantos de alegría y los nuevos hombres con respeto reverencial, como si de un Dios se tratara.
Comunicó a su familia que había visto la última creación de Maizre, y que ahora la obra estaba completa. Les explicó que había que formar un nuevo linaje para ese nuevo mundo. Un linaje que mantuviera la herencia de Adiltania, pero que compartiera la esencia de los hombres.
Sus hijos escucharon con atención, y aconsejaron a su padre que engendrara al primer rey de ese nuevo reino, mitad hombre, mitad adiltano. Ellos, con los respectivos linajes que habían fundado en ausencia de su padre, se mantendrían a su lado, como merece un patriarca, y jamás mostrarían interés por el trono.
Así hizo Trigión, y así nació Kalnoris.
Los primeros contactos fueron cautos y recelosos por ambas partes, pero no pasó mucho tiempo hasta que unos -la estirpe de Trigión- y otros -los hombres primitivos- compartieran comida y bebida.
Trigión trató de enseñarles el bello arte de la poesía, los secretos de la escritura, y las nociones básicas de astronomía. Pero aquellos seres inferiores parecían no comprender nada.
Hastiado, se dirigió al sur. Allí permaneció durante quinientos años sentado en una roca escarpada sobre un acantilado, y divisó la nueva lengua de agua que separaba Isclavia de Almuarizón.
A su izquierda, el otrora Gran Lago, ahora muriendo por la entrada de las aguas marinas. A su derecha, el océano donde en algún momento estuvo su patria. Y, frente a él, un vasto continente que jamás volvería a estar conectado a la verde y fértil Isclavia.
Sentado en aquella roca, año tras año, pudo ver cómo a su derecha se iba formando un archipiélago de piedra negra. Sin hacer grandes alardes, pero sin cesar en sus planes, Maizre iba escupiendo fuego desde el fondo marino, que se solidificaba al entrar en contacto con el agua.
Y así fue como, quinientos años después de que Trigión se sentara en aquella roca sobre el acantilado, se formaron las islas de Guancharia, con Guaya, la montaña de fuego, en el centro.
Y cuando Maizre dejó de temblar para formar aquellas islas, Trigión se levantó de la roca, y volvió con su familia.
Allí encontró que su familia se había multiplicado. Sus hijas se habían mezclado con los hombres de la piedra, y sus hijos habían formado harenes enteros con las mujeres de las cavernas.
Las criaturas nacidas de esa mezcla ya no tenían tres torsos, como Trigión y sus hijos, pero tampoco tenían la apariencia de mono tosco que tenían los primeros hombres a los que había intentado enseñar poesía y astronomía -ya muertos, dada su escasa longevidad.
Aquellos nuevos hombres eran seres de apariencia esbelta y facciones proporcionadas, como las gentes de Adiltania, pero que contaban con un solo torso, una sola cabeza, y solo dos brazos.
Y, para su sorpresa, eran capaces de mantener conversaciones, orientarse bajo las estrellas, y practicar la alfarería.
A su regreso, sus hijos le recibieron con cantos de alegría y los nuevos hombres con respeto reverencial, como si de un Dios se tratara.
Comunicó a su familia que había visto la última creación de Maizre, y que ahora la obra estaba completa. Les explicó que había que formar un nuevo linaje para ese nuevo mundo. Un linaje que mantuviera la herencia de Adiltania, pero que compartiera la esencia de los hombres.
Sus hijos escucharon con atención, y aconsejaron a su padre que engendrara al primer rey de ese nuevo reino, mitad hombre, mitad adiltano. Ellos, con los respectivos linajes que habían fundado en ausencia de su padre, se mantendrían a su lado, como merece un patriarca, y jamás mostrarían interés por el trono.
Así hizo Trigión, y así nació Kalnoris.