29/01/2015 10:48 AM
(This post was last modified: 29/01/2015 10:52 AM by Geralt de Rivia.)
Inauguro este subforo con uno de los pocos (poquísimos) cuentos que escribí el año pasado. A ver si el personal se anima y pronto nos vemos llenos de docenas de relatos más.
I-Alba en rosa
El amanecer arranca destellos pálidos en la inmensidad del horizonte. La playa luce desierta, excepto por ellos dos, y la espuma besa el rastro de caracolas que ha dejado la marea. Tras la orilla, la brisa matutina mece las olas en una danza indolente y soñolienta.
—Te amo —dice ella descansando sobre su hombro. Hace frío y la arena mojada le humedece las largas piernas—. Te amo como nunca antes he amado y como no creo volver a amar.
Él asiente con tristeza, aunque ella no puede verlo. Tiene veinticuatro años, los mismos que James Dean, y el perfil de sus pómulos recuerda Al este del Edén. Sin embargo, hasta allí llega el parecido, aunque la muchacha se empecina en afirmar lo contrario.
—Te amo —insiste ella, sus ojos soñadores tan azules como el propio mar. Con los dedos delicados busca la suavidad de su piel—. Y eso es todo cuanto importa...
«O quizás no —piensa él, sumido en sus propias reflexiones—. Quizás nada importa en verdad». Pero permanece en silencio y corresponde la caricia con la tibieza áspera de su mano. Su gesto esconde la gris languidez de aquel que desayuna a diario con el fracaso. También la ama, claro está, o al menos cree hacerlo, pero en el fondo sabe que sólo dura para siempre aquello que está condenado a no durar.
—¿Tienes frío? —pregunta por decir algo, mientras la abraza con gesto protector.
—Siempre tengo frío —se ríe ella, asiéndose de su abrazo.
En el horizonte la marea se bate en retirada, llevándose consigo todas las promesas no formuladas.
—De veras te amo —repite luego, por tercera vez. Su sonrisa es inocente, o aparenta serlo al menos—. Te amaré siempre.
«El amor —piensa él— sólo es eterno mientras dura». Pero calla, se inclina sobre ella y buscan el rojo de sus labios. La besa en silencio, con el deseo exiliado en algún inhóspito y recóndito pasado. En el fondo, sabe bien, ciertos secretos resultan inconfesables.
—¿En qué piensas? —pregunta ella entonces, alertada, quizás, por la fragilidad de su caricia.
Las olas mueren tras la rompiente. El cielo es un pálido reflejo del mar.
—En nada —miente por fin, con la cobardía de quien ha vivido mil derrotas—. Sólo disfruto el momento... —y hunde el rostro en su cabello, deleitándose con la fragancia a jazmines orientales que emana de aquel cuerpo.
La brisa lleva hasta ellos un suspiro de sal.
—¿Lo dices de veras?
—Por supuesto —asiente, acariciando la sombra de su silueta.
—¿Me amas, entonces? —A sus ojos ella luce desvaída, tan necesitada de protección como una muñeca abandonada en un anaquel polvoriento.
—Te amo... —su nostalgia se acuna con la marea—. Deberíamos casarnos.
II-Pálido mediodía.
Ella lo observa mientras los niños corretean sobre la playa. Unas finas arrugas casi imperceptibles le surcan la mirada.
—Volvimos por fin.
—Volvimos —admite él, apagando el cigarrillo. Antes no fumaba, ahora sí—. Volvimos —insiste—, pero ya nada es lo mismo...
Bajo el cielo las gaviotas se baten a duelo con los rayos del sol.
—Por supuesto que no —responde ella rebelándose contra el fatalismo que emana de sus labios; esos labios que ya ha besado hasta el cansancio—. Ha pasado mucho desde entonces...
—Siete años —puntualiza él.
—Siete años, tres hijos, una hipoteca y quién sabe qué más —su voz emana tristeza—. Pero somos felices... —duda un instante—. ¿Somos felices, verdad?
—Somos felices —asiente él sosteniendo su mano.
Sobre la orilla los chicos juegan con las olas, sumidos en la dulce inocencia de la infancia.
—Se van a empapar —observa ella preocupada.
—No importa, tenemos toallas y ropa en el auto.
—Si importa —lo contradice—. No serás tú quien los cuide si se enferman. —Hace un intento de levantarse pero él la sujeta acariciando sus dedos.
—Son niños —dice—. Déjalos jugar...
El océano ruge en la lejanía. El cielo, una vez más, es un reflejo mortecino del mar.
—A veces los envidio... —confiesa al fin, los ojos pardos fijos en la inmensidad del mediodía que ha devorado todos sus sueños juveniles.
—¿A los niños?
—Si —admite. Luego guarda silencio y entierra los dedos sobre la arena húmeda.
—Es la edad... —Sugiere ella— Ya has cumplido los treinta.
—Quizás... —asiente él nostálgico, pensando en los cabellos dorados de su joven amante.
Ambos se miran, sin decir nada, y la tarde avanza en el horizonte. Los minutos se convierten en horas y las horas languidecen bajo un cielo que poco a poco comienza a adquirir una tonalidad plomiza.
—De todas formas aún te pareces a James Dean —dice por fin ella, astillando en mil fragmentos el silencio que se ha alzado entre ambos.
Él se ríe con amargura.
—Últimamente no me siento un Rebelde sin causa.
—Ni yo logro imaginarme como Pier Angeli.
—Tienes sus ojos... —Ojos azules, tan azules como el agua que besa la costa donde alguna vez se amaron.
—Y su sangre italiana, pero poco más...
La suave brisa marina lleva hasta ellos el recuerdo de lo que pudo haber sido. A lo lejos, diminutos barcos de pesca se mecen con la marejada y el paisaje se tiñe con los tonos ocres de la paleta de Monet.
—Ya es tarde —observa luego él, tras un largo instante silencio—. Iré buscar a los chicos. «Si regresamos temprano —piensa— quizás aún pueda visitar a Emily».
Ella lo detiene con el vuelo de su mano. Ya no es la muchacha que dibujara corazones en las tapas de sus cuadernos.
—Nadie nos dijo nunca que sería así —dice melancólica.
—Nadie nunca dice nada —corrobora él—. Es lo trágico de la vida.
—O lo mágico...
En el firmamento las nubes grises insinúan una tormenta que todavía no ha de llegar
—Aún te amo —dice entonces ella—. Lo sabes, ¿verdad? Creo que siempre voy a amarte….
«Sólo dura para siempre aquello que está condenado a no durar…» quiere decirle, pero la frase no nace, no viaja. Se aferra a su cerebro como el último tren de una estación en ruinas.
—Yo también —musita por fin sin saber cuánto tiene aquello de verdad—. Yo también...
El perfume salado de la brisa se lleva consigo el eco de las palabras no dichas, mientras la culpa echa raíces en el interior de las caracolas. El mismo sitio, adivina él, donde mueren los recuerdos.
III-Crepúsculo en sombra de gris.
—Es el final, entonces —sus ojos azules desprovistos del brillo de antaño. El peso del tiempo y el centenar de lágrimas nunca derramadas han consumido su mirada.
Él no dice nada. La nostalgia, comienza a comprender, no es más que la idealización del pasado. El murmullo del mar trae hasta ellos el recuerdo de tiempos más felices. La nostalgia, comprenden ambos, no es más que la idealización del pasado.
—¿Qué les diremos a los niños? —pregunta ella ignorando su silencio. Sus palabras saben a súplica y a ruego. Han pasado quince años y aún sigue necesitando de su protección.
—La verdad, supongo —responde él por fin. Trata de encogerse de hombros, pretendiendo una indiferencia que no siente, pero fracasa en su empeño.
—¿Qué me dejas por una rubia diez años menor? —No llora. Ya ha llorado demasiado.
Ahora sí consigue encogerse de hombres.
—Pues sí. Es cierto, después de todo... —luego se vuelve hacia el horizonte y su mirada se pierde en la superficie del mar. Una densa niebla gris comienza a cernirse sobre el océano y a lo lejos, más allá del horizonte que observa su despedida, el cielo sangra un atardecer que se disfraza de eterno—. Dime la verdad —pide entonces, dándose vuelta y mirándola a los ojos —. ¿Tú nunca me has engañado?
Ella se estremece imperceptiblemente y sus ojos amenazan con lágrimas. Hace tanto ya que no llora que ni siquiera recuerda cómo hacerlo.
—Una vez —admite por fin, con el labio inferior temblado incontrolable. Siempre ha pensando que se sentirá mejor luego de decirlo, pero la confesión no parece liberarla del peso que ha arrastrado durante tantos años—. Sólo una vez, pero te juro que lo he lamentado todo este tiempo.
Él asiente, distante, y acaricia su mano adivinando que ya nunca lo podrá volver a hacer. Su piel sabe a jazmines orientales, descubre con la emoción de la primera vez, y en un destello de lucidez comprende que va a extrañarla como nunca antes extrañó a nadie. Tras ellos, el cielo es sólo el reflejo plomizo de un mar que vaticina tormentas.
—Lo siento —dice entonces—. Lo siento por todo, pequeña...
Ella alza el rostro, estupefacta, y luego inclina la barbilla sobre su pecho. Las lágrimas han desbordado por fin el dique de sus párpados.
—Has cambiado —lo acusa entre sollozos, sin poder poner en palabras esa angustia que la carcome por dentro—. Has cambiado demasiado...
—Los dos lo hicimos.
—Lo sé... —su mano se desliza por las mejillas, secando el surco de plata que se ha abierto sobre el maquillaje—. Y sin embargo aún te amo. Creo que voy a amarte siempre, maldita sea, pese a todo el daño que nos hemos causado.
Él sacude la cabeza. Ni siquiera ahora se atreve a decir aquello que piensa. «Sólo dura para siempre aquello que está condenando a no durar».
—Supongo que este es el final, entonces —repite ella. La bruma avanza sobre la costa con la envolvente tristeza de una melodía de Chopin.
—No —responde él, volviéndole la espalda, con el mismo ademán de James Dean que ella tanto amara. Las primeras gotas de lluvia caen sobre ambos—. Tal vez sea sólo un nuevo comienzo...
IV-Negra noche.
—Querías verme —sus palabras suenan a afirmación, no a pregunta. El frío del reproche anida en la cornisa afilada de su voz.
—Así es —admite él. Es de noche y está oscuro, pero pese a ello puede oír el suspiro del mar batiéndose con cansancio en la lejanía.
—¿Por qué? —la violencia de la pregunta lo coge por sorpresa. Su animosidad le duele incluso más que la oscura enfermedad que lo devora por dentro.
—No sé —miente entonces. En el fondo sabe que jamás se atreverá a confesarle el oscuro augurio que le ha dado el médico—. Quería verte, supongo.
Ella sacude la cabeza en silencio, tratando de desentrañar aquello que él no dice, y sus cabellos grises se derraman por el rostro como una cascada de plata mortecina.
—¿Después de todos estos años…? —pregunta por fin, dejando la frase a medio acabar.
—Después de todos estos años... —asiente él, sabiendo que ya nada podrá ser como antes—. Me cuesta tanto olvidarte.
Las estrellas se apagan con el peso de su confesión.
—Creo que lo entiendo. Siempre hay un recuerdo que nos llene los ojos de lágrimas...
—Pero... —completa él.
—Pero es demasiado tarde ya. Ciertas cosas, como bien sabes, no pueden remediarse.
Él la mira a los ojos, esos ojos azules con promesas de océano, y se sienta sobre la arena empapada de la costa. A lo lejos, tras las penumbras que amenazan con engullirlo todo, el cielo es sólo un reflejo velado del oscuro mar.
—Lo sé —acepta—. Siempre lo he sabido —tiene tanto frío que comienza a desear que todo aquello acabe cuanto antes—. Saluda a los chicos de mi parte cuando los veas...
Ella lo mira un instante en silencio. Luego, conmovida por la fragilidad que emana de su figura, se sienta a su lado. Es la primera vez en años que no necesita de su protección.
—Están grandes ya —dice acariciando su brazo con un cariño no exento de tristeza—. Pero les diré que te has acordado...
El roce de aquella piel sobre la suya despierta en él recuerdos que creía olvidados. Intenta decirle algo, una última confesión, pero no se resuelve a hacerlo, y antes de que pueda darse cuenta la oportunidad ya ha pasado.
—Adiós —dice ella besándolo por última vez—. Adiós y hasta siempre...
Un suspiro de sal encanece sus mejillas y la brisa nocturna ahoga el eco de su confidencia.
«Sólo dura para siempre aquello que está condenado a no durar».
—Adiós —responde. Una lágrima solitaria se desliza por su rostro marchito.
Poco a poco la marea comienza a subir, devorando a su paso las dunas mortecinas y finalmente llega hasta él. El anciano no se mueve, las olas besan su cuerpo vencido y la espuma le cierra los ojos permitiéndole descansar por fin.
Lo último que sueña, antes de que el mar lo reclame para siempre en su seno, es que tiene veinticuatro años y una muchacha tan hermosa como la vida le dice que se parece a James Dean.
Donde mueren los recuerdos
I-Alba en rosa
El amanecer arranca destellos pálidos en la inmensidad del horizonte. La playa luce desierta, excepto por ellos dos, y la espuma besa el rastro de caracolas que ha dejado la marea. Tras la orilla, la brisa matutina mece las olas en una danza indolente y soñolienta.
—Te amo —dice ella descansando sobre su hombro. Hace frío y la arena mojada le humedece las largas piernas—. Te amo como nunca antes he amado y como no creo volver a amar.
Él asiente con tristeza, aunque ella no puede verlo. Tiene veinticuatro años, los mismos que James Dean, y el perfil de sus pómulos recuerda Al este del Edén. Sin embargo, hasta allí llega el parecido, aunque la muchacha se empecina en afirmar lo contrario.
—Te amo —insiste ella, sus ojos soñadores tan azules como el propio mar. Con los dedos delicados busca la suavidad de su piel—. Y eso es todo cuanto importa...
«O quizás no —piensa él, sumido en sus propias reflexiones—. Quizás nada importa en verdad». Pero permanece en silencio y corresponde la caricia con la tibieza áspera de su mano. Su gesto esconde la gris languidez de aquel que desayuna a diario con el fracaso. También la ama, claro está, o al menos cree hacerlo, pero en el fondo sabe que sólo dura para siempre aquello que está condenado a no durar.
—¿Tienes frío? —pregunta por decir algo, mientras la abraza con gesto protector.
—Siempre tengo frío —se ríe ella, asiéndose de su abrazo.
En el horizonte la marea se bate en retirada, llevándose consigo todas las promesas no formuladas.
—De veras te amo —repite luego, por tercera vez. Su sonrisa es inocente, o aparenta serlo al menos—. Te amaré siempre.
«El amor —piensa él— sólo es eterno mientras dura». Pero calla, se inclina sobre ella y buscan el rojo de sus labios. La besa en silencio, con el deseo exiliado en algún inhóspito y recóndito pasado. En el fondo, sabe bien, ciertos secretos resultan inconfesables.
—¿En qué piensas? —pregunta ella entonces, alertada, quizás, por la fragilidad de su caricia.
Las olas mueren tras la rompiente. El cielo es un pálido reflejo del mar.
—En nada —miente por fin, con la cobardía de quien ha vivido mil derrotas—. Sólo disfruto el momento... —y hunde el rostro en su cabello, deleitándose con la fragancia a jazmines orientales que emana de aquel cuerpo.
La brisa lleva hasta ellos un suspiro de sal.
—¿Lo dices de veras?
—Por supuesto —asiente, acariciando la sombra de su silueta.
—¿Me amas, entonces? —A sus ojos ella luce desvaída, tan necesitada de protección como una muñeca abandonada en un anaquel polvoriento.
—Te amo... —su nostalgia se acuna con la marea—. Deberíamos casarnos.
II-Pálido mediodía.
Ella lo observa mientras los niños corretean sobre la playa. Unas finas arrugas casi imperceptibles le surcan la mirada.
—Volvimos por fin.
—Volvimos —admite él, apagando el cigarrillo. Antes no fumaba, ahora sí—. Volvimos —insiste—, pero ya nada es lo mismo...
Bajo el cielo las gaviotas se baten a duelo con los rayos del sol.
—Por supuesto que no —responde ella rebelándose contra el fatalismo que emana de sus labios; esos labios que ya ha besado hasta el cansancio—. Ha pasado mucho desde entonces...
—Siete años —puntualiza él.
—Siete años, tres hijos, una hipoteca y quién sabe qué más —su voz emana tristeza—. Pero somos felices... —duda un instante—. ¿Somos felices, verdad?
—Somos felices —asiente él sosteniendo su mano.
Sobre la orilla los chicos juegan con las olas, sumidos en la dulce inocencia de la infancia.
—Se van a empapar —observa ella preocupada.
—No importa, tenemos toallas y ropa en el auto.
—Si importa —lo contradice—. No serás tú quien los cuide si se enferman. —Hace un intento de levantarse pero él la sujeta acariciando sus dedos.
—Son niños —dice—. Déjalos jugar...
El océano ruge en la lejanía. El cielo, una vez más, es un reflejo mortecino del mar.
—A veces los envidio... —confiesa al fin, los ojos pardos fijos en la inmensidad del mediodía que ha devorado todos sus sueños juveniles.
—¿A los niños?
—Si —admite. Luego guarda silencio y entierra los dedos sobre la arena húmeda.
—Es la edad... —Sugiere ella— Ya has cumplido los treinta.
—Quizás... —asiente él nostálgico, pensando en los cabellos dorados de su joven amante.
Ambos se miran, sin decir nada, y la tarde avanza en el horizonte. Los minutos se convierten en horas y las horas languidecen bajo un cielo que poco a poco comienza a adquirir una tonalidad plomiza.
—De todas formas aún te pareces a James Dean —dice por fin ella, astillando en mil fragmentos el silencio que se ha alzado entre ambos.
Él se ríe con amargura.
—Últimamente no me siento un Rebelde sin causa.
—Ni yo logro imaginarme como Pier Angeli.
—Tienes sus ojos... —Ojos azules, tan azules como el agua que besa la costa donde alguna vez se amaron.
—Y su sangre italiana, pero poco más...
La suave brisa marina lleva hasta ellos el recuerdo de lo que pudo haber sido. A lo lejos, diminutos barcos de pesca se mecen con la marejada y el paisaje se tiñe con los tonos ocres de la paleta de Monet.
—Ya es tarde —observa luego él, tras un largo instante silencio—. Iré buscar a los chicos. «Si regresamos temprano —piensa— quizás aún pueda visitar a Emily».
Ella lo detiene con el vuelo de su mano. Ya no es la muchacha que dibujara corazones en las tapas de sus cuadernos.
—Nadie nos dijo nunca que sería así —dice melancólica.
—Nadie nunca dice nada —corrobora él—. Es lo trágico de la vida.
—O lo mágico...
En el firmamento las nubes grises insinúan una tormenta que todavía no ha de llegar
—Aún te amo —dice entonces ella—. Lo sabes, ¿verdad? Creo que siempre voy a amarte….
«Sólo dura para siempre aquello que está condenado a no durar…» quiere decirle, pero la frase no nace, no viaja. Se aferra a su cerebro como el último tren de una estación en ruinas.
—Yo también —musita por fin sin saber cuánto tiene aquello de verdad—. Yo también...
El perfume salado de la brisa se lleva consigo el eco de las palabras no dichas, mientras la culpa echa raíces en el interior de las caracolas. El mismo sitio, adivina él, donde mueren los recuerdos.
III-Crepúsculo en sombra de gris.
—Es el final, entonces —sus ojos azules desprovistos del brillo de antaño. El peso del tiempo y el centenar de lágrimas nunca derramadas han consumido su mirada.
Él no dice nada. La nostalgia, comienza a comprender, no es más que la idealización del pasado. El murmullo del mar trae hasta ellos el recuerdo de tiempos más felices. La nostalgia, comprenden ambos, no es más que la idealización del pasado.
—¿Qué les diremos a los niños? —pregunta ella ignorando su silencio. Sus palabras saben a súplica y a ruego. Han pasado quince años y aún sigue necesitando de su protección.
—La verdad, supongo —responde él por fin. Trata de encogerse de hombros, pretendiendo una indiferencia que no siente, pero fracasa en su empeño.
—¿Qué me dejas por una rubia diez años menor? —No llora. Ya ha llorado demasiado.
Ahora sí consigue encogerse de hombres.
—Pues sí. Es cierto, después de todo... —luego se vuelve hacia el horizonte y su mirada se pierde en la superficie del mar. Una densa niebla gris comienza a cernirse sobre el océano y a lo lejos, más allá del horizonte que observa su despedida, el cielo sangra un atardecer que se disfraza de eterno—. Dime la verdad —pide entonces, dándose vuelta y mirándola a los ojos —. ¿Tú nunca me has engañado?
Ella se estremece imperceptiblemente y sus ojos amenazan con lágrimas. Hace tanto ya que no llora que ni siquiera recuerda cómo hacerlo.
—Una vez —admite por fin, con el labio inferior temblado incontrolable. Siempre ha pensando que se sentirá mejor luego de decirlo, pero la confesión no parece liberarla del peso que ha arrastrado durante tantos años—. Sólo una vez, pero te juro que lo he lamentado todo este tiempo.
Él asiente, distante, y acaricia su mano adivinando que ya nunca lo podrá volver a hacer. Su piel sabe a jazmines orientales, descubre con la emoción de la primera vez, y en un destello de lucidez comprende que va a extrañarla como nunca antes extrañó a nadie. Tras ellos, el cielo es sólo el reflejo plomizo de un mar que vaticina tormentas.
—Lo siento —dice entonces—. Lo siento por todo, pequeña...
Ella alza el rostro, estupefacta, y luego inclina la barbilla sobre su pecho. Las lágrimas han desbordado por fin el dique de sus párpados.
—Has cambiado —lo acusa entre sollozos, sin poder poner en palabras esa angustia que la carcome por dentro—. Has cambiado demasiado...
—Los dos lo hicimos.
—Lo sé... —su mano se desliza por las mejillas, secando el surco de plata que se ha abierto sobre el maquillaje—. Y sin embargo aún te amo. Creo que voy a amarte siempre, maldita sea, pese a todo el daño que nos hemos causado.
Él sacude la cabeza. Ni siquiera ahora se atreve a decir aquello que piensa. «Sólo dura para siempre aquello que está condenando a no durar».
—Supongo que este es el final, entonces —repite ella. La bruma avanza sobre la costa con la envolvente tristeza de una melodía de Chopin.
—No —responde él, volviéndole la espalda, con el mismo ademán de James Dean que ella tanto amara. Las primeras gotas de lluvia caen sobre ambos—. Tal vez sea sólo un nuevo comienzo...
IV-Negra noche.
—Querías verme —sus palabras suenan a afirmación, no a pregunta. El frío del reproche anida en la cornisa afilada de su voz.
—Así es —admite él. Es de noche y está oscuro, pero pese a ello puede oír el suspiro del mar batiéndose con cansancio en la lejanía.
—¿Por qué? —la violencia de la pregunta lo coge por sorpresa. Su animosidad le duele incluso más que la oscura enfermedad que lo devora por dentro.
—No sé —miente entonces. En el fondo sabe que jamás se atreverá a confesarle el oscuro augurio que le ha dado el médico—. Quería verte, supongo.
Ella sacude la cabeza en silencio, tratando de desentrañar aquello que él no dice, y sus cabellos grises se derraman por el rostro como una cascada de plata mortecina.
—¿Después de todos estos años…? —pregunta por fin, dejando la frase a medio acabar.
—Después de todos estos años... —asiente él, sabiendo que ya nada podrá ser como antes—. Me cuesta tanto olvidarte.
Las estrellas se apagan con el peso de su confesión.
—Creo que lo entiendo. Siempre hay un recuerdo que nos llene los ojos de lágrimas...
—Pero... —completa él.
—Pero es demasiado tarde ya. Ciertas cosas, como bien sabes, no pueden remediarse.
Él la mira a los ojos, esos ojos azules con promesas de océano, y se sienta sobre la arena empapada de la costa. A lo lejos, tras las penumbras que amenazan con engullirlo todo, el cielo es sólo un reflejo velado del oscuro mar.
—Lo sé —acepta—. Siempre lo he sabido —tiene tanto frío que comienza a desear que todo aquello acabe cuanto antes—. Saluda a los chicos de mi parte cuando los veas...
Ella lo mira un instante en silencio. Luego, conmovida por la fragilidad que emana de su figura, se sienta a su lado. Es la primera vez en años que no necesita de su protección.
—Están grandes ya —dice acariciando su brazo con un cariño no exento de tristeza—. Pero les diré que te has acordado...
El roce de aquella piel sobre la suya despierta en él recuerdos que creía olvidados. Intenta decirle algo, una última confesión, pero no se resuelve a hacerlo, y antes de que pueda darse cuenta la oportunidad ya ha pasado.
—Adiós —dice ella besándolo por última vez—. Adiós y hasta siempre...
Un suspiro de sal encanece sus mejillas y la brisa nocturna ahoga el eco de su confidencia.
«Sólo dura para siempre aquello que está condenado a no durar».
—Adiós —responde. Una lágrima solitaria se desliza por su rostro marchito.
Poco a poco la marea comienza a subir, devorando a su paso las dunas mortecinas y finalmente llega hasta él. El anciano no se mueve, las olas besan su cuerpo vencido y la espuma le cierra los ojos permitiéndole descansar por fin.
Lo último que sueña, antes de que el mar lo reclame para siempre en su seno, es que tiene veinticuatro años y una muchacha tan hermosa como la vida le dice que se parece a James Dean.