28/02/2018 11:11 AM
(This post was last modified: 28/02/2018 12:21 PM by Cabromagno.)
Era una noche tranquila. Las estrellas empezaban a brillar en el cielo mientras el suave viento de poniente mecía las hojas de los árboles. La luz de una antorcha se filtraba entre los troncos de los árboles, las pisadas del individuo resonaban por el bosque acompañadas del esporádico ulular de los búhos. Al llegar junto a un pequeño puente de piedra que atravesaba un riachuelo, se sentó sobre la barandilla. «Parece que soy el primero en llegar» pensó, acomodándose sobre la piedra. De pronto oyó un ruido tras unos arbustos cercanos y, rápidamente, se levantó espada en mano.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
Un enano salió a rastras de la espesura balbucenado escusas e improperios.
—¿Qué narices hacías ahí escondido, Demetrio? —inquirió de nuevo mientras guardaba la espada.
—Oí tus pisadas y pensé que podía tratarse de un salteador… ¿Cómo sé que eres Oinkos? —preguntó el enano con suspicacia.
El individuo señaló su nariz y, dándose la vuelta, señaló también una pequeña cola rizada que tenía en la espalda.
—¿Conoces algún otro semicerdo, enano cobarde y desconfiado? —inquirió con una sonrisa.
El enano gruño con aprobación y alzó su mano con intención de estrechar la de Oinkos, pero el semicerdo se agachó y le dio un fuerte abrazo. Habían pasado muchos años desde la última vez que se habían visto.
En ese momento, un resplandor apareció por el camino acompañado del sonido de unas voces. Oinkos sujetó al enano justo cuando se dirigía de nuevo hacia los arbustos. Poco después llegaban hasta ellos un mago y un elfo. El semicerdo les dio sendos abrazos y, pese a los intentos del enano por seguir estrechando manos, no pudo evitar recibir otro abrazo del mago. El elfo, por su parte, había abrazado a un arbusto cercano.
—¡Ay! Como te ha crecido la barba Demetrio… —comentó el elfo al pincharse con las hojas del arbusto.
—¿Sigues negándote a comprarte unas gafas, Elcegat? —preguntó Oinkos con una sonrisa.
—¡Los elfos tenemos una vista envidiable! —se jactó Elcegat, dirigiéndose a un ciervo que casualmente pasaba por allí.
—Para un topo, quizá… —musitó Demetrio.
Tras el reencuentro, los cuatro se encaminaron hacia una aldea cercana donde tomarían algo juntos al calor del fuego de la taberna y se pondrían al día. Bactrio, el mago, había pasado los últimos años en el colegio Mispociones de Magia y Hechicería. Tras graduarse unos meses atrás, estaba intentado reunir dinero para abrir una tiendecita de pociones mágicas en la ciudad de Maginepta. Elcegat, trabajaba con su tío Eldelbar en la taberna que este tenía en la aldea del bosque de Blindelfwood, y esperaba algún día poder abrir su propia taberna. Demetrio, el enano, había abierto una pequeña mina en la montaña de Deilosnanos, pero hasta ahora no había tenido mucha suerte y apenas encontraba material útil. Oinkos, el semicerdo, se había alistado en una compañía de mercenarios, había viajado por todo el continente durante años y ahora era veterano de cuatro guerras. Además, hacía yogures.
—… Y por eso os he reunido hoy aquí —explicaba Oinkos—, durante todos estos viajes siempre estuve alerta ante cualquier indicio o pista... ¿Recordáis lo que hablábamos siempre de pequeños? —preguntó mirándoles a los ojos uno a uno—. Siempre decíamos que de mayores correríamos aventuras, buscaríamos tesoros y rescataríamos princesas… Pues bien, he reunido una serie de pistas que nos podrían llevar hasta un tesoro. Tenemos la oportunidad de cumplir nuestros sueños, tanto los infantiles, como los que tenéis ahora de sacar adelante vuestros negocios.
Se hizo el silencio. El crepitar del fuego era lo único que se oía en la pequeña taberna, la cual tenían para ellos solos aquella noche.
—Bueno, no tengo ninguna idea mejor para financiar mi tienda así que… me apunto —dijo Bactrio.
—Yo también, me vendrá bien conseguir algo de oro para mi proyecto de taberna —apuntó Elcegat.
—No pienso ser menos que este par de patanes, además mi mina no da muchos dividendos… —gruñó el enano.
Oinkos sonrió.
—Bien, pues si os parece vamos a dormir. ¡Mañana empieza la aventura!
Recuperaron fuerzas durante la noche y, con buen ánimo, empezaron la marcha al día siguiente. Durante dos jornadas, el grupo de amigos viajó hacia el este, hacia las montañas Lesiplen. Una vez en la zona, Oinkos necesitó otra jornada más para dar con la cueva indicada.
Frente a ellos, una pequeña abertura que se adentraba en la montaña. A sus espaldas, un precioso valle boscoso, salpicado aquí y allá de algún claro, atravesado por un río que serpenteaba entre pequeños prados que lindaban con el bosque, se extendía hasta el horizonte.
—¿Estáis listos? —inquirió Oinkos, entregándoles una antorcha a cada uno de ellos.
Sus compañeros asintieron y, uno a uno, fueron introduciéndose en la cueva. Tras caminar durante una hora, el túnel rocoso dio paso a una especie de cámara. Unos extraños dibujos y letras adornaban las paredes de la sala. Algunos dibujos representaban animales conocidos, pero otros representaban bestias de las que nunca habían tenido conocimiento. El techo abovedado, por su parte, estaba vacío. Demetrio se acercó a uno de los dibujos y empezó a pasar la mano por el relieve.
—¡Cuidado! —Le advirtió Oinkos—. Podrías activar alguna trampa oculta.
El enano retiró rápidamente la mano de la pared.
—Aquí no hay salida —señaló Bactrio.
—Hay una puerta secreta, en alguna parte… —dijo Oinkos mientras miraba con atención todos los relieves.
—¿Y sabes encontrarla?
—Sí, solo necesito encontrar el dibujo adecuado.
De pronto a Oinkos se le iluminó la cara. Posó su mano sobre uno de los relieves y empujó. El relieve se deslizó hacia atrás e inmediatamente, con un ruido ensordecedor, una puerta secreta se abrió en la pared contraria. Un túnel, perfectamente labrado en la roca, se abrió ante ellos.
Oinkos desenvainó su espada.
—A partir de aquí podemos encontrarnos cualquier cosa —les advirtió.
Elcegat cogió su arco y una flecha, listo para disparar. Bactrio desabrochó su túnica para poder acceder rápidamente a los bolsillos interiores de la misma, los cuales llevaba repletos de frasquitos de pócimas. Demetrio flexionó las rodillas e hizo unos estiramientos; estaba listo para salir corriendo al menor peligro.
Atravesaron el pasadizo con cautela. Tras recorrer unos metros, Oinkos oyó un leve chirrido bajo su bota y saltó rápidamente hacia atrás empujando a sus compañeros. Fueron cayendo de culo cual fichas de dominó. Mientras, de unos pequeños agujeros de la pared surgieron varias flechas que rebotaron en la piedra. Ninguno sufrió ninguna herida de puro milagro.
—Mirad bien donde pisáis, podría haber más trampas como esa —dijo el semicerdo, levantándose.
—Creo que tengo algo que podría ayudar —comentó Bactrio mientras rebuscaba en su túnica—. ¡Sí! Aquí está, bebed un poco de esto —dijo, pasándosela a Demetrio—. Es una poción de pies ligeros, después de beberla seréis tan livianos que…
Un fuerte crujido resonó por el pasadizo. Bajo los pies del enano la roca se estaba resquebrajando.
—¡Rayos! ¡¿Poción de pies ligeros?! ¡Siento como si pies pesaran una tonelada cada uno! —gruñía el enano mientras movía enérgicamente los brazos en un intento por pegar al mago, mas su esfuerzo era inútil ya que no podía mover sus pesados pies.
—¡Vaya! He debido de confundirme de frasco —dijo Bactrio, sonriendo tontamente en un intento de quitarle hierro al asunto—. Por aquí tendré algo para devolverte a la normalidad…
De pronto el enano empezó a levantar un pie.
—No te molestes, ya se empieza a ir el efecto —comentó Demetrio, aún con rencor en la voz.
—Pues no debería pasarse tan rápido… —dijo el mago, un poco confuso.
—Lo mejor será que avancemos pegados a la pared —intervino Oinkos—, seguramente las trampas estén colocadas hacia el centro. En cualquier caso, si oís algún ruido extraño saltad rápidamente hacia atrás.
Los cuatro amigos reanudaron el avance. Al final del pasadizo encontraron unas escaleras que decidieron bajar también pegados a la pared. Estas desembocaron de nuevo en un pasadizo. Tras cruzarlo por entero, llegaron a una nueva sala, que al contrario de la anterior contenía múltiples puertas. Esta era una sala enorme y tuvieron que distribuirse a lo largo de toda ella para que, sumando la luz de todas las antorchas, pudieran verla en su totalidad. Además de nuevos relieves y letras de un antiguo idioma, en esta sala había también diversas estatuas junto a las paredes.
—Y aquí llega el primer problema. Sé que tenemos atravesar la tercera, la quinta o la sexta puerta, las otras están descartadas. Pero si fallamos al abrir la puerta no se qué ocurrirá —les informó Oinkos.
—Así que tenemos un treinta y tres por ciento de posibilidades —apuntó Bactrio.
—Yo voto por abrir la tres —dijo Demetrio.
Los demás se encogieron de hombros y Bactrio se dirigió a la puerta tres. Cogió el picaporte, respiro profundamente y… abrió.
Al otro lado de la puerta la oscuridad era completa. El mago alzó su antorcha y vio que algo se movía en la penumbra. De pronto dos figuras humanoides envueltas en lo que parecía papel de váter y con los brazos extendidos se acercaban a la puerta entre gemidos lastimeros.
—¡Momias! —gritó horrorizado Bactrio a sus dos compañeros. El enano había desaparecido.
—¡Malditas! ¡Os mandaré de vuelta al inframundo! —gritaba Elcegat mientras asaeteaba sin compasión una y otra vez una de las estatuas de la otra punta de la sala.
Oinkos desenvainó su espada y se lanzó sobre uno de los monstruos. Éste usó sus vendas cual látigo, pero el semicerdo consiguió esquivar el latigazo y, plantándose ante él lo ensartó con su espada. La momia abrió mucho los ojos pero, antes de caer muerta, le pegó un mordisco en el hombro. Oinkos chilló de dolor cual cerdo en el matadero.
Mientras tanto, Bactrio rebuscó en su túnica y sacó una pócima de fuego. Sabía que el vendaje de la momia prendería con facilidad. Como si de un cóctel molotov se tratara arrojó la pócima contra el monstruo y, al romperse, se produjo el efecto... La momia quedó completamente empapada de agua. Por suerte, el vendaje se deshizo con el agua y el monstruo quedó transformado en un charco de papel deshecho.
—Bueno, supongo que así también vale… —reflexionó Bactrio, encogiéndose de hombros.
—Alguien debería decirle a Elcegat que ya ha acabado todo —comentó Oinkos mientras se examinaba la herida y empezaba a tratarla.
Al otro lado de la sala, el elfo continuaba su encarnizada lucha con la estatua. Bactrio cruzó la estancia y se acercó a él para comentarle un par de cosillas. Mientras tanto, el enano reapareció.
—¡Vaya!, me pareció ver algo en el pasadizo por el que vinimos, pero al final resultó no ser nada… —se excusó, y al ver la herida de Oinkos añadió—: ¡Te han mordido! ¿No irás a transformarte en un zombie, no? —preguntó, palideciendo de terror.
—No te preocupes, es una mordedura de momia, no de zombie.
—¿Y qué diferencia hay? —pregunto Demetrio, no muy convencido.
—La diferencia —intervino Bactrio, que regresaba ya con Elcegat—, es que si te muerde un zombie te transformas en un muerto viviente, pero si te muerde una momia… solo eres un idiota con una mordedura de momia —sentenció sonriente.
—Bueno, deberíamos probar con una de las otras puertas —dijo Oinkos tras terminar de aplicarse un vendaje en la herida.
Bactrio se acercó a la quinta puerta.
—¿Qué tal esta? —Y sin esperar respuesta la abrió.
Al otro lado de la puerta se extendía un pasadizo igual a los anteriores.
—Parece que es la buena —comentó Oinkos, adentrándose en el pasadizo. Los demás le siguieron.
Tras seguir el pasadizo durante varias horas, girando numerosos recodos y subiendo y bajando varios tramos de escaleras, finalmente fueron a parar a una gran caverna natural. Un extraño sonido recorría el lugar a intervalos regulares.
—Parece una respiración —comentó Bactrio—, la respiración de algo muy grande…
—Bien, entonces estamos cerca del tesoro —afirmó Oinkos.
—¿Tú sabes que hay ahí? —preguntó temeroso Demetrio.
—Un dragón —dijo Elcegat.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Oinkos sorprendido.
—Buscamos un tesoro y los dragones guardan tesoros según muchas de las leyendas de los elfos.
—Bien, pues ya sabéis a que nos enfrentamos —dijo Oinkos, recomponiéndose y empezado a avanzar por la caverna.
Al pasar de largo una gigantesca piedra que parecía haberse desprendido del techo de la caverna pudieron verlo. Un inmenso dragón verde, dormido sobre una montaña enorme de tesoros. Miles de monedas de oro y toda clase de objetos de incalculable valor labrados en los más preciosos metales. Los cuatro amigos quedaron boquiabiertos ante semejante panorama. Poco a poco, se acercaron hasta un pedrusco y se agazaparon tras él. Debían idear un plan.
—¿Cómo vencemos al dragón? —preguntó Elcegat.
Bactrio y Demetrio miraron inquisitivamente a Oinkos. Este tenía la vista fija en el dragón, mientras meditaba cual debía sería su siguiente paso.
—¿Tienes alguna pócima que pueda resultar útil? —le preguntó el semicerdo al mago.
Éste se rascó la cabeza pensativo.
—Tal vez podríamos usar una pócima de oscuridad impenetrable. Así podríamos acercarnos hasta el tesoro y llevárnoslo sin ser vistos aunque el dragón se despertara… —razonó Bactrio.
—¡Genial! —dijo el enano, feliz de poder evitar el enfrentamiento con el dragón.
El mago se hurgó en la túnica y sacó un frasco. Lo lanzó por los aires y éste se rompió contra el techo de la caverna. Y de pronto… una gran cantidad de luz iluminó toda la cueva. Era como si el sol hubiera penetrado hasta las entrañas de la tierra. El dragón, dormido durante siglos en la más completa oscuridad, se despertó sobresaltado. Se irguió en todo su enorme tamaño y miró a las tres pequeñas figuras que había frente a él. El enano se había esfumado de nuevo.
—¿Quién osa perturbar mi descanso? —tronó el dragón.
—Mierda —dijo Bactrio.
—¿Mierda? ¿Qué clase de nombre es ese? —bufó el dragón.
—Esto… ¡nos hemos perdido! —improvisó Oinkos, pensando con rapidez—. ¿Serias tan amable de indicarnos la salida?
—¿Perdidos? —preguntó el dragón con suspicacia—. Claro, yo os indicaré la salida… ¡de esta vida! —sentenció, echando el cuello hacia atrás.
Los tres amigos apenas tuvieron tiempo de esconderse tras la roca antes de que el dragón llenara de fuego la caverna. Tras unos segundos, los tres levantaron la cabeza. La piedra prácticamente se había fundido.
—¡Corred! —gritó el semicerdo.
Ninguno necesitó que se lo dijeran dos veces. Mientras huía, Elcegat sacó su arco y empezó a disparar al dragón. Lo bueno fue que, ante un blanco tan grande, el elfo fue capaz de disparar contra su enemigo, lo malo fue que, pese a dar en el blanco, las flechas rebotaban igual en el pecho del dragón que como lo habían hecho contra la estatua. Aún así, las flechas molestaron lo suficiente al monstruo para que este se dirigiera primero a por el elfo.
Oinkos sabía que nada podía hacer con su espada si estaba lejos del dragón. Al ver que este se interesaba por Elcegat, aprovechó su oportunidad y con unas cuantas zancadas se metió entre las piernas del monstruo. Ahora su problema era saber dónde podría clavar su espada para matar al dragón, pues no parecía tener ningún punto vulnerable.
Bactrio empezó a sacar pócimas y a lanzárselas al dragón. Primero una de agua que esperaba que impidiera al dragón escupir fuego, pero resulto ser una pócima de fuego que hizo su siguiente ataque aun más devastador. Después lanzo una pócima explosiva con la que esperaba reventarle la cabeza al monstruo, pero la explosión apenas fue la de un petardo pequeño. Y así siguió la cosa con varias pociones más…
Entonces, Oinkos la vio. Entre todos los tesoros distinguió aquello por lo que él se había metido en aquella aventura. Los tesoros sin duda habían atraído a sus amigos, amén de su espíritu aventurero, pero él había venido solo por aquel objeto en concreto. Sobresaliendo entre monedas, coronas y cálizes, estaba la punta de la Goatlance.
Con su nueva, aunque ancestral, lanza en la mano, Oinkos se dirigió hacia el dragón.
—¿Pero qué narices piensas hacer con eso? —le preguntó una vocecilla.
El semicerdo miró a su alrededor buscando el origen de la misteriosa voz y, de pronto, puso los ojos en blanco. Entre la montaña de tesoros había un caldero de oro macizo del cual asomaba la cabeza de Demetrio.
—¿No ves que la punta de la lanza es un cuerno de cabra, de esos en espiral? ¡Es imposible que puedas clavársela al dragón! —sentenció el enano.
Oinkos miró la punta de la lanza. Efectivamente parecía ser un arma completamente inútil… Sabía que era un arma mágica, pero no tenía ni puñetera idea de cómo funcionaba. Había supuesto que funcionaría como una lanza cualquiera… pero no parecía que fuese a ser el caso a tenor de lo que le acababa de señalar el enano.
En ese momento se escuchó una fuerte explosión a los pies del dragón. Bactrio, cansado de que nada funcionase debidamente, había lanzado una decena de pócimas a la vez y éstas habían producido tal deflagración que el dragón, en un acto reflejo, se echó a volar. Para su desgracia, no había demasiado espacio en la caverna para su vuelo, así que se golpeó la cabeza contra el techo de la misma.
—¡Menudo ostión! —exclamó Demetrio.
—Yo prefiero las almejas —comentó Elcegat.
Mientras tanto, la cubierta de la cueva empezó a derrumbarse y los cuatro amigos enfilaron a todo correr el pasadizo por el que habían llegado, mientras gran cantidad de rocas caía por doquier.
Unas horas más tarde, sucios y cansados, lograron salir de la cueva. El dragón, muerto o no, estaba enterrado. Oinkos había conseguido aquello que había ido a buscar, la mítica Goatlance, y Demetrio, escondido entre tantos tesoros, no había dejado pasar la oportunidad de guardarse unos cuantos objetos en los bolsillos. Los repartió con Elcegat y Bactrio y, comiendo unos yogures al calor de una fogata, todos coincidieron en que al final la aventura había acabado bastante bien pese a la gran cantidad de riquezas que se habían quedado bajo la montaña.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
Un enano salió a rastras de la espesura balbucenado escusas e improperios.
—¿Qué narices hacías ahí escondido, Demetrio? —inquirió de nuevo mientras guardaba la espada.
—Oí tus pisadas y pensé que podía tratarse de un salteador… ¿Cómo sé que eres Oinkos? —preguntó el enano con suspicacia.
El individuo señaló su nariz y, dándose la vuelta, señaló también una pequeña cola rizada que tenía en la espalda.
—¿Conoces algún otro semicerdo, enano cobarde y desconfiado? —inquirió con una sonrisa.
El enano gruño con aprobación y alzó su mano con intención de estrechar la de Oinkos, pero el semicerdo se agachó y le dio un fuerte abrazo. Habían pasado muchos años desde la última vez que se habían visto.
En ese momento, un resplandor apareció por el camino acompañado del sonido de unas voces. Oinkos sujetó al enano justo cuando se dirigía de nuevo hacia los arbustos. Poco después llegaban hasta ellos un mago y un elfo. El semicerdo les dio sendos abrazos y, pese a los intentos del enano por seguir estrechando manos, no pudo evitar recibir otro abrazo del mago. El elfo, por su parte, había abrazado a un arbusto cercano.
—¡Ay! Como te ha crecido la barba Demetrio… —comentó el elfo al pincharse con las hojas del arbusto.
—¿Sigues negándote a comprarte unas gafas, Elcegat? —preguntó Oinkos con una sonrisa.
—¡Los elfos tenemos una vista envidiable! —se jactó Elcegat, dirigiéndose a un ciervo que casualmente pasaba por allí.
—Para un topo, quizá… —musitó Demetrio.
Tras el reencuentro, los cuatro se encaminaron hacia una aldea cercana donde tomarían algo juntos al calor del fuego de la taberna y se pondrían al día. Bactrio, el mago, había pasado los últimos años en el colegio Mispociones de Magia y Hechicería. Tras graduarse unos meses atrás, estaba intentado reunir dinero para abrir una tiendecita de pociones mágicas en la ciudad de Maginepta. Elcegat, trabajaba con su tío Eldelbar en la taberna que este tenía en la aldea del bosque de Blindelfwood, y esperaba algún día poder abrir su propia taberna. Demetrio, el enano, había abierto una pequeña mina en la montaña de Deilosnanos, pero hasta ahora no había tenido mucha suerte y apenas encontraba material útil. Oinkos, el semicerdo, se había alistado en una compañía de mercenarios, había viajado por todo el continente durante años y ahora era veterano de cuatro guerras. Además, hacía yogures.
—… Y por eso os he reunido hoy aquí —explicaba Oinkos—, durante todos estos viajes siempre estuve alerta ante cualquier indicio o pista... ¿Recordáis lo que hablábamos siempre de pequeños? —preguntó mirándoles a los ojos uno a uno—. Siempre decíamos que de mayores correríamos aventuras, buscaríamos tesoros y rescataríamos princesas… Pues bien, he reunido una serie de pistas que nos podrían llevar hasta un tesoro. Tenemos la oportunidad de cumplir nuestros sueños, tanto los infantiles, como los que tenéis ahora de sacar adelante vuestros negocios.
Se hizo el silencio. El crepitar del fuego era lo único que se oía en la pequeña taberna, la cual tenían para ellos solos aquella noche.
—Bueno, no tengo ninguna idea mejor para financiar mi tienda así que… me apunto —dijo Bactrio.
—Yo también, me vendrá bien conseguir algo de oro para mi proyecto de taberna —apuntó Elcegat.
—No pienso ser menos que este par de patanes, además mi mina no da muchos dividendos… —gruñó el enano.
Oinkos sonrió.
—Bien, pues si os parece vamos a dormir. ¡Mañana empieza la aventura!
Recuperaron fuerzas durante la noche y, con buen ánimo, empezaron la marcha al día siguiente. Durante dos jornadas, el grupo de amigos viajó hacia el este, hacia las montañas Lesiplen. Una vez en la zona, Oinkos necesitó otra jornada más para dar con la cueva indicada.
Frente a ellos, una pequeña abertura que se adentraba en la montaña. A sus espaldas, un precioso valle boscoso, salpicado aquí y allá de algún claro, atravesado por un río que serpenteaba entre pequeños prados que lindaban con el bosque, se extendía hasta el horizonte.
—¿Estáis listos? —inquirió Oinkos, entregándoles una antorcha a cada uno de ellos.
Sus compañeros asintieron y, uno a uno, fueron introduciéndose en la cueva. Tras caminar durante una hora, el túnel rocoso dio paso a una especie de cámara. Unos extraños dibujos y letras adornaban las paredes de la sala. Algunos dibujos representaban animales conocidos, pero otros representaban bestias de las que nunca habían tenido conocimiento. El techo abovedado, por su parte, estaba vacío. Demetrio se acercó a uno de los dibujos y empezó a pasar la mano por el relieve.
—¡Cuidado! —Le advirtió Oinkos—. Podrías activar alguna trampa oculta.
El enano retiró rápidamente la mano de la pared.
—Aquí no hay salida —señaló Bactrio.
—Hay una puerta secreta, en alguna parte… —dijo Oinkos mientras miraba con atención todos los relieves.
—¿Y sabes encontrarla?
—Sí, solo necesito encontrar el dibujo adecuado.
De pronto a Oinkos se le iluminó la cara. Posó su mano sobre uno de los relieves y empujó. El relieve se deslizó hacia atrás e inmediatamente, con un ruido ensordecedor, una puerta secreta se abrió en la pared contraria. Un túnel, perfectamente labrado en la roca, se abrió ante ellos.
Oinkos desenvainó su espada.
—A partir de aquí podemos encontrarnos cualquier cosa —les advirtió.
Elcegat cogió su arco y una flecha, listo para disparar. Bactrio desabrochó su túnica para poder acceder rápidamente a los bolsillos interiores de la misma, los cuales llevaba repletos de frasquitos de pócimas. Demetrio flexionó las rodillas e hizo unos estiramientos; estaba listo para salir corriendo al menor peligro.
Atravesaron el pasadizo con cautela. Tras recorrer unos metros, Oinkos oyó un leve chirrido bajo su bota y saltó rápidamente hacia atrás empujando a sus compañeros. Fueron cayendo de culo cual fichas de dominó. Mientras, de unos pequeños agujeros de la pared surgieron varias flechas que rebotaron en la piedra. Ninguno sufrió ninguna herida de puro milagro.
—Mirad bien donde pisáis, podría haber más trampas como esa —dijo el semicerdo, levantándose.
—Creo que tengo algo que podría ayudar —comentó Bactrio mientras rebuscaba en su túnica—. ¡Sí! Aquí está, bebed un poco de esto —dijo, pasándosela a Demetrio—. Es una poción de pies ligeros, después de beberla seréis tan livianos que…
Un fuerte crujido resonó por el pasadizo. Bajo los pies del enano la roca se estaba resquebrajando.
—¡Rayos! ¡¿Poción de pies ligeros?! ¡Siento como si pies pesaran una tonelada cada uno! —gruñía el enano mientras movía enérgicamente los brazos en un intento por pegar al mago, mas su esfuerzo era inútil ya que no podía mover sus pesados pies.
—¡Vaya! He debido de confundirme de frasco —dijo Bactrio, sonriendo tontamente en un intento de quitarle hierro al asunto—. Por aquí tendré algo para devolverte a la normalidad…
De pronto el enano empezó a levantar un pie.
—No te molestes, ya se empieza a ir el efecto —comentó Demetrio, aún con rencor en la voz.
—Pues no debería pasarse tan rápido… —dijo el mago, un poco confuso.
—Lo mejor será que avancemos pegados a la pared —intervino Oinkos—, seguramente las trampas estén colocadas hacia el centro. En cualquier caso, si oís algún ruido extraño saltad rápidamente hacia atrás.
Los cuatro amigos reanudaron el avance. Al final del pasadizo encontraron unas escaleras que decidieron bajar también pegados a la pared. Estas desembocaron de nuevo en un pasadizo. Tras cruzarlo por entero, llegaron a una nueva sala, que al contrario de la anterior contenía múltiples puertas. Esta era una sala enorme y tuvieron que distribuirse a lo largo de toda ella para que, sumando la luz de todas las antorchas, pudieran verla en su totalidad. Además de nuevos relieves y letras de un antiguo idioma, en esta sala había también diversas estatuas junto a las paredes.
—Y aquí llega el primer problema. Sé que tenemos atravesar la tercera, la quinta o la sexta puerta, las otras están descartadas. Pero si fallamos al abrir la puerta no se qué ocurrirá —les informó Oinkos.
—Así que tenemos un treinta y tres por ciento de posibilidades —apuntó Bactrio.
—Yo voto por abrir la tres —dijo Demetrio.
Los demás se encogieron de hombros y Bactrio se dirigió a la puerta tres. Cogió el picaporte, respiro profundamente y… abrió.
Al otro lado de la puerta la oscuridad era completa. El mago alzó su antorcha y vio que algo se movía en la penumbra. De pronto dos figuras humanoides envueltas en lo que parecía papel de váter y con los brazos extendidos se acercaban a la puerta entre gemidos lastimeros.
—¡Momias! —gritó horrorizado Bactrio a sus dos compañeros. El enano había desaparecido.
—¡Malditas! ¡Os mandaré de vuelta al inframundo! —gritaba Elcegat mientras asaeteaba sin compasión una y otra vez una de las estatuas de la otra punta de la sala.
Oinkos desenvainó su espada y se lanzó sobre uno de los monstruos. Éste usó sus vendas cual látigo, pero el semicerdo consiguió esquivar el latigazo y, plantándose ante él lo ensartó con su espada. La momia abrió mucho los ojos pero, antes de caer muerta, le pegó un mordisco en el hombro. Oinkos chilló de dolor cual cerdo en el matadero.
Mientras tanto, Bactrio rebuscó en su túnica y sacó una pócima de fuego. Sabía que el vendaje de la momia prendería con facilidad. Como si de un cóctel molotov se tratara arrojó la pócima contra el monstruo y, al romperse, se produjo el efecto... La momia quedó completamente empapada de agua. Por suerte, el vendaje se deshizo con el agua y el monstruo quedó transformado en un charco de papel deshecho.
—Bueno, supongo que así también vale… —reflexionó Bactrio, encogiéndose de hombros.
—Alguien debería decirle a Elcegat que ya ha acabado todo —comentó Oinkos mientras se examinaba la herida y empezaba a tratarla.
Al otro lado de la sala, el elfo continuaba su encarnizada lucha con la estatua. Bactrio cruzó la estancia y se acercó a él para comentarle un par de cosillas. Mientras tanto, el enano reapareció.
—¡Vaya!, me pareció ver algo en el pasadizo por el que vinimos, pero al final resultó no ser nada… —se excusó, y al ver la herida de Oinkos añadió—: ¡Te han mordido! ¿No irás a transformarte en un zombie, no? —preguntó, palideciendo de terror.
—No te preocupes, es una mordedura de momia, no de zombie.
—¿Y qué diferencia hay? —pregunto Demetrio, no muy convencido.
—La diferencia —intervino Bactrio, que regresaba ya con Elcegat—, es que si te muerde un zombie te transformas en un muerto viviente, pero si te muerde una momia… solo eres un idiota con una mordedura de momia —sentenció sonriente.
—Bueno, deberíamos probar con una de las otras puertas —dijo Oinkos tras terminar de aplicarse un vendaje en la herida.
Bactrio se acercó a la quinta puerta.
—¿Qué tal esta? —Y sin esperar respuesta la abrió.
Al otro lado de la puerta se extendía un pasadizo igual a los anteriores.
—Parece que es la buena —comentó Oinkos, adentrándose en el pasadizo. Los demás le siguieron.
Tras seguir el pasadizo durante varias horas, girando numerosos recodos y subiendo y bajando varios tramos de escaleras, finalmente fueron a parar a una gran caverna natural. Un extraño sonido recorría el lugar a intervalos regulares.
—Parece una respiración —comentó Bactrio—, la respiración de algo muy grande…
—Bien, entonces estamos cerca del tesoro —afirmó Oinkos.
—¿Tú sabes que hay ahí? —preguntó temeroso Demetrio.
—Un dragón —dijo Elcegat.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Oinkos sorprendido.
—Buscamos un tesoro y los dragones guardan tesoros según muchas de las leyendas de los elfos.
—Bien, pues ya sabéis a que nos enfrentamos —dijo Oinkos, recomponiéndose y empezado a avanzar por la caverna.
Al pasar de largo una gigantesca piedra que parecía haberse desprendido del techo de la caverna pudieron verlo. Un inmenso dragón verde, dormido sobre una montaña enorme de tesoros. Miles de monedas de oro y toda clase de objetos de incalculable valor labrados en los más preciosos metales. Los cuatro amigos quedaron boquiabiertos ante semejante panorama. Poco a poco, se acercaron hasta un pedrusco y se agazaparon tras él. Debían idear un plan.
—¿Cómo vencemos al dragón? —preguntó Elcegat.
Bactrio y Demetrio miraron inquisitivamente a Oinkos. Este tenía la vista fija en el dragón, mientras meditaba cual debía sería su siguiente paso.
—¿Tienes alguna pócima que pueda resultar útil? —le preguntó el semicerdo al mago.
Éste se rascó la cabeza pensativo.
—Tal vez podríamos usar una pócima de oscuridad impenetrable. Así podríamos acercarnos hasta el tesoro y llevárnoslo sin ser vistos aunque el dragón se despertara… —razonó Bactrio.
—¡Genial! —dijo el enano, feliz de poder evitar el enfrentamiento con el dragón.
El mago se hurgó en la túnica y sacó un frasco. Lo lanzó por los aires y éste se rompió contra el techo de la caverna. Y de pronto… una gran cantidad de luz iluminó toda la cueva. Era como si el sol hubiera penetrado hasta las entrañas de la tierra. El dragón, dormido durante siglos en la más completa oscuridad, se despertó sobresaltado. Se irguió en todo su enorme tamaño y miró a las tres pequeñas figuras que había frente a él. El enano se había esfumado de nuevo.
—¿Quién osa perturbar mi descanso? —tronó el dragón.
—Mierda —dijo Bactrio.
—¿Mierda? ¿Qué clase de nombre es ese? —bufó el dragón.
—Esto… ¡nos hemos perdido! —improvisó Oinkos, pensando con rapidez—. ¿Serias tan amable de indicarnos la salida?
—¿Perdidos? —preguntó el dragón con suspicacia—. Claro, yo os indicaré la salida… ¡de esta vida! —sentenció, echando el cuello hacia atrás.
Los tres amigos apenas tuvieron tiempo de esconderse tras la roca antes de que el dragón llenara de fuego la caverna. Tras unos segundos, los tres levantaron la cabeza. La piedra prácticamente se había fundido.
—¡Corred! —gritó el semicerdo.
Ninguno necesitó que se lo dijeran dos veces. Mientras huía, Elcegat sacó su arco y empezó a disparar al dragón. Lo bueno fue que, ante un blanco tan grande, el elfo fue capaz de disparar contra su enemigo, lo malo fue que, pese a dar en el blanco, las flechas rebotaban igual en el pecho del dragón que como lo habían hecho contra la estatua. Aún así, las flechas molestaron lo suficiente al monstruo para que este se dirigiera primero a por el elfo.
Oinkos sabía que nada podía hacer con su espada si estaba lejos del dragón. Al ver que este se interesaba por Elcegat, aprovechó su oportunidad y con unas cuantas zancadas se metió entre las piernas del monstruo. Ahora su problema era saber dónde podría clavar su espada para matar al dragón, pues no parecía tener ningún punto vulnerable.
Bactrio empezó a sacar pócimas y a lanzárselas al dragón. Primero una de agua que esperaba que impidiera al dragón escupir fuego, pero resulto ser una pócima de fuego que hizo su siguiente ataque aun más devastador. Después lanzo una pócima explosiva con la que esperaba reventarle la cabeza al monstruo, pero la explosión apenas fue la de un petardo pequeño. Y así siguió la cosa con varias pociones más…
Entonces, Oinkos la vio. Entre todos los tesoros distinguió aquello por lo que él se había metido en aquella aventura. Los tesoros sin duda habían atraído a sus amigos, amén de su espíritu aventurero, pero él había venido solo por aquel objeto en concreto. Sobresaliendo entre monedas, coronas y cálizes, estaba la punta de la Goatlance.
Con su nueva, aunque ancestral, lanza en la mano, Oinkos se dirigió hacia el dragón.
—¿Pero qué narices piensas hacer con eso? —le preguntó una vocecilla.
El semicerdo miró a su alrededor buscando el origen de la misteriosa voz y, de pronto, puso los ojos en blanco. Entre la montaña de tesoros había un caldero de oro macizo del cual asomaba la cabeza de Demetrio.
—¿No ves que la punta de la lanza es un cuerno de cabra, de esos en espiral? ¡Es imposible que puedas clavársela al dragón! —sentenció el enano.
Oinkos miró la punta de la lanza. Efectivamente parecía ser un arma completamente inútil… Sabía que era un arma mágica, pero no tenía ni puñetera idea de cómo funcionaba. Había supuesto que funcionaría como una lanza cualquiera… pero no parecía que fuese a ser el caso a tenor de lo que le acababa de señalar el enano.
En ese momento se escuchó una fuerte explosión a los pies del dragón. Bactrio, cansado de que nada funcionase debidamente, había lanzado una decena de pócimas a la vez y éstas habían producido tal deflagración que el dragón, en un acto reflejo, se echó a volar. Para su desgracia, no había demasiado espacio en la caverna para su vuelo, así que se golpeó la cabeza contra el techo de la misma.
—¡Menudo ostión! —exclamó Demetrio.
—Yo prefiero las almejas —comentó Elcegat.
Mientras tanto, la cubierta de la cueva empezó a derrumbarse y los cuatro amigos enfilaron a todo correr el pasadizo por el que habían llegado, mientras gran cantidad de rocas caía por doquier.
Unas horas más tarde, sucios y cansados, lograron salir de la cueva. El dragón, muerto o no, estaba enterrado. Oinkos había conseguido aquello que había ido a buscar, la mítica Goatlance, y Demetrio, escondido entre tantos tesoros, no había dejado pasar la oportunidad de guardarse unos cuantos objetos en los bolsillos. Los repartió con Elcegat y Bactrio y, comiendo unos yogures al calor de una fogata, todos coincidieron en que al final la aventura había acabado bastante bien pese a la gran cantidad de riquezas que se habían quedado bajo la montaña.
Emperador de las Montesas, Gran Kan de los Markhor, Duce de los Ibices y Lord Protector de Ovejas, Corderos y Otros Sucedáneos de Cabra