15/03/2019 06:54 PM
Hacía tiempo que no hacía una corrección en profundidad. Te ha tocado.
1. La llegada de Grembeld
Érase una vez una pequeña aldea llamada Ninht, donde el sol salía siempre por el este, como un enorme ojo dorado, y se ponía siempre por el oeste, como el ojo somnoliento de un gigante adormecido [¿qué aporta esto?, que el sol salga por el este y se ponga por el oeste es lo que esperamos, la metáforo del sol como un ojo tampoco añade nada a la imagen que describes]. Sus rayos brillaban por la mañana sobre verdes y ondulantes llanuras y aún más verdes y umbríos valles [si son umbríos no pueden los rayos del sol brillar sobre ellos] y por la tarde sus luces melancólicas tornaban oscuras y rojizas las grandes montañas de poniente, donde ninguno de los habitantes de Ninht había posado jamás los pies.
La aldea, aunque era muy pequeña, tenía un poco de cada cosa. A saber: algunas cabras y cerdos también, algunas casas de madera y una herrería, vacas y gallinas [¿por qué la separación cabras-cerdos/vacas-gallinas?] y unas cuantas personas que trajinaban por sus calles y dentro de las casas un día tras otro. Sin embargo, allí, los días transcurrían tan tranquilamente que a veces, los cerdos, las gallinas, las vacas e incluso las personas, se olvidaban de que pasaba el tiempo. Veían crecer verde el trigo y luego teñirse poco a poco de dorado y, aun no se habían dado cuenta, cuando ya se estaban comiendo enormes hogazas de pan humeante y blanco de aquel trigo joven que habían sembrado la primavera pasada. Llegaba el otoño con su corona de hojas secas y doradas y después pasaba el invierno con su larga y fría capa de nieve volteando tras él y, una mañana, mirando a través de las ventanas y de los cristales empañados por el calor de las grandes chimeneas, veían en los campos florecer la primera rosa y sabían que ya había llegado la primavera.
No hay que decir que todos estaban muy satisfechos de la vida que llevaban en Ninht. Había muchos ancianos de cabellos blancos que contaban siempre hermosos cuentos de hadas y elfos al calor de la lumbre (entre otras muchas cosas, porque no tenían nada más interesante que contar [ya has hablado de ancianos que contaban cuentos, esto ya empieza a ser repetitivo], ya que en aquella aldea nunca pasaba nada), y aldeanos altos y morenos, de ojos severos, que cada mañana se levantaban con el sol para arar sus pequeños campos que formaban un mosaico de vivos colores al atardecer. Pero también había hermosas muchachas y niños traviesos que gozaban destrozando sus ropas revolcándose por el barro y entre las piedras, como en todas partes, y madres que les gritaban desde las ventanas de sus cabañas, cuando descubrían, con todo el dolor de su corazón, que sus hijos estaban jugando en el lodazal con los cerdos. En fin, uno podía quedarse a vivir en Ninht para siempre sin preguntarse nunca que había más allá de las montañas y de los confines del horizonte, pues estaban seguros de que lo único bueno que les podía llegar de más allá de lo que alcanzaban a vislumbrar sus ojos era la salida del sol cada día y las nubes de lluvia en el verano y, evidentemente, no era un lugar de grandes viajeros ni siquiera de pequeños viajeros.
Sin embargo había algo que los aldeanos de Ninht [repites en exceso el nombre y claramente no es pretendido, porque no aporta nada] no sabían, cuando en lontananza, volviéndose al oeste, contemplaban sus hermosas montañas y sus picos siempre cubiertos de blancos capuchones. Pues podían ver sus rocas grises y sus escarpadas laderas y los frondosos bosques que se extendían a sus pies, pero no podían ver en sus entrañas como brillaban las grandes salas del reino de Afglin con las luces mágicas de los cuernos de plata, recubiertas sus paredes de oro y de piedras preciosas. Ni podían oír las músicas encantadas que resonaban en las profundas grutas ni las risas etéreas de los alados danzarines. Los violines, las flautas y los címbalos, con sus alegres sones que se ensortijaban unos con otros, hacían cosquillas en la planta de los pies de las montañas y, a veces, las montañas se reían con grandes carcajadas que desencadenaban terribles aludes de nieve en invierno y de rocas en verano. Entonces los habitantes de Ninht se volvían a contemplar como temblaban y sacudían las cabezas y, luego, continuaban sus tranquilos quehaceres.
Durante cientos de años habían vivido junto a aquellas montañas lejanas sin llegar a sospechar siquiera que habían seres mágicos en las cercanías y, en cuanto a los habitantes de Afglin, tampoco sentían demasiada curiosidad por los humanos, aunque conocían su existencia, pues los consideraban sumamente aburridos y, además, poco divertidos. Pero he aquí, que el rey de Afglin [si dijeras qué son los habitantes de Afglin podrías decir aquí el rey de los loquesea], que se llamaba Soth, [no veo el sentido de esta coma considerando los paréntesis] (y que, por lo tanto, era el rey Soth [dices que el relato es un cuento infantil, entiendo una explicación así en un cuento para niños muy pequeños, pero al mismo tiempo usas en todo el relato un lenguaje que es casi rebuscado y que no cuadra con esta explicación]), tenía una hija hermosísima, llamada Dannaar, (y que, por lo tanto, era la princesa Dannaar [espero que esto no sea tu concepto de humor]), a la que quería más que a su propia sombra (habéis de saber que entre aquellos seres mágicos, la sombra era uno de los dones más preciados, pues podían hablar, discutir e, incluso, bailar con ella [no veo el porque la progenie debería importar menos que la sombra por importante que sea, intento imaginar algo del tipo: quiere más a su hija que a sus brazos, y es una comparativa a la que no le veo el sentido]). Muchos eran los que se hallaban rendidos a los pies de su trono de malaquita con suspiros lánguidos y miradas veladas, pero nunca Dannaar les había entregado sino sus tenues sonrisas y el aleteo perfumado de sus largas pestañas. De entre toda esta multitud de admiradores, que vagaban por todo Afglin deshojando rosas de piedra [haces imágenes pretendidamente literarias y/o fantásticas pero como hay una falta total de descripción de estos seres simplemente son raras] y cantando melancólicas baladas de amor y muerte por los rincones, había un joven (si es que se le puede llamar así, pues ya tenía los trescientos cumplidos [de verdad que son comentarios que no aportan nada, quiero decir: sí, al decir que tiene trescientos años das a entender que realmente no es joven a nivel humano, pero es que lo importante es a nivel de su raza; como decir que un gato es viejo pero que sólo tiene veinte años]) que cantaba más triste y suspiraba más hondo que los demás (y eso era bastante difícil, la verdad). Quizá por ese meritorio esfuerzo y porque tenía una larga cabellera de oro y era muy hermoso de apariencia, la última noche de verano, durante la Gran Celebración en la Sala de los Rubíes, Dannaar se levantó de su verde trono de malaquita y accedió a bailar con él, con él solamente [puedes quitarlo o cambiarlo por un de] entre todos los presentes. Aquí hay que hacer notar que las ensoñadoras músicas de aquella alegre danza se estropearon un poco con el rechinar de dientes del rey Soth, que aún llegando de muy alto, de sobre su trono de gemas preciosas, consiguieron desconcertar a buena parte de las notas de las gaitas, aunque no se le oyera claramente.
He aquí a Grembeld, pues así se llamaba el apuesto joven [muy útil presentarlo ahora], convertido en el más feliz, dichoso y dicharachero de todos los habitantes de Afglin. Todo en una noche. Pero el rey Soth [¿hay más reyes como para que el no nombrarle vaya a ser un problema?] le miraba aviesamente cada vez que Grembeld pasaba cerca, como flotando en una nube y con sonrisa de niño. Al rey casi le salía humo de las orejas puntiagudas pensando cómo iba a deshacerse de él, pues Grembeld se pasaba todo el tiempo pegado a las faldas de brocado de oro de Dannaar y la princesa parecía disfrutar de su compañía, aunque apenas hablaban. [no entiendo tu uso de la puntuación] (También es cierto que en Afglin no había mucha otra cosa que hacer, aparte de bailar, cantar, beber, celebrar banquetes y salir a cabalgar sobre blancos corceles y al cabo de trescientos años ya todo esto parecía un poco soso). Por fin una noche [tal y como está redactado parece que siguieras hablando de la misma noche] Soth llamó a Grembeld al pie de su trono de piedras preciosas. Vestido con su chaqué verde bordado de diamantes y con sus calzas de seda roja y calzando sus zapatos con hebillas de plata, se inclinó sobre su redondeado estomago desde las alturas, cerniéndose con semblante tan severo sobre el joven que Grembeld retrocedió un paso.
—Hum... —dijo. Y repitió—: HUMMM... Yo, el rey Soth... YO, EL REY SOTH… he decidido que hace mucho tiempo... que... no he salido a ver la luz de las estrellas... sí... Esta noche deseo que... Humm… DESEO QUE ...
Después del último blanquete todos los habitantes de Afglin estaban dormidos, sobre las mesas labradas y sobre los tronos, pues todos ellos tenían un trono enjoyado. Mientras, los platos y la vajilla de oro volaban por los aires y se tornaban relucientes y limpios como el agua de un manantial a su alrededor y las jarras de vino volvían a llenarse solas y la esplendida comida venía volando por los aires desde las inagotables alacenas del reino. Soth sacudió la cabeza.
—¿Por dónde iba? —le preguntó a Grembeld.
—Deseo que .. —le apuntó su súbdito con voz musical.
—¡Ah... sí! ... Que tu Grembeld... GREMBELD... —repitió tan fuerte, que casi gritó y el interpelado dio un brinco— que nunca.. NUNCA… has salido de Afglin, me acompañes a las tierras de los humanos hasta... humm que regrese... REGRESE.
El rey Soth dio un profundo y largo suspiro cuando hubo terminado y se arrebujó en su inmenso trono.
—Está claro, ¿no? —le dijo con voz aguda.
—Sí, sí. Muy claro —exclamó Grembled, afirmando enérgicamente con la cabeza.
El rey Soth volvió a inclinarse desde el alto sitial.
—Luego no digas que no te avisé. ¿eh? —añadió entonces, suavemente.
Grembeld volvió a sacudir la cabeza, ahora en sentido contrario.
—No.No.
Por ahora lo dejo aquí, además de lo señalado, principalmente al final empiezas a tener un problema con los puntos y los espacios.
Entiendo que lo cómico viene en la siguiente parte, pero espero que tengas en cuenta el cambio de tono que puede provocar, porque hasta ahora no hay nada de humor.
1. La llegada de Grembeld
Érase una vez una pequeña aldea llamada Ninht, donde el sol salía siempre por el este, como un enorme ojo dorado, y se ponía siempre por el oeste, como el ojo somnoliento de un gigante adormecido [¿qué aporta esto?, que el sol salga por el este y se ponga por el oeste es lo que esperamos, la metáforo del sol como un ojo tampoco añade nada a la imagen que describes]. Sus rayos brillaban por la mañana sobre verdes y ondulantes llanuras y aún más verdes y umbríos valles [si son umbríos no pueden los rayos del sol brillar sobre ellos] y por la tarde sus luces melancólicas tornaban oscuras y rojizas las grandes montañas de poniente, donde ninguno de los habitantes de Ninht había posado jamás los pies.
La aldea, aunque era muy pequeña, tenía un poco de cada cosa. A saber: algunas cabras y cerdos también, algunas casas de madera y una herrería, vacas y gallinas [¿por qué la separación cabras-cerdos/vacas-gallinas?] y unas cuantas personas que trajinaban por sus calles y dentro de las casas un día tras otro. Sin embargo, allí, los días transcurrían tan tranquilamente que a veces, los cerdos, las gallinas, las vacas e incluso las personas, se olvidaban de que pasaba el tiempo. Veían crecer verde el trigo y luego teñirse poco a poco de dorado y, aun no se habían dado cuenta, cuando ya se estaban comiendo enormes hogazas de pan humeante y blanco de aquel trigo joven que habían sembrado la primavera pasada. Llegaba el otoño con su corona de hojas secas y doradas y después pasaba el invierno con su larga y fría capa de nieve volteando tras él y, una mañana, mirando a través de las ventanas y de los cristales empañados por el calor de las grandes chimeneas, veían en los campos florecer la primera rosa y sabían que ya había llegado la primavera.
No hay que decir que todos estaban muy satisfechos de la vida que llevaban en Ninht. Había muchos ancianos de cabellos blancos que contaban siempre hermosos cuentos de hadas y elfos al calor de la lumbre (entre otras muchas cosas, porque no tenían nada más interesante que contar [ya has hablado de ancianos que contaban cuentos, esto ya empieza a ser repetitivo], ya que en aquella aldea nunca pasaba nada), y aldeanos altos y morenos, de ojos severos, que cada mañana se levantaban con el sol para arar sus pequeños campos que formaban un mosaico de vivos colores al atardecer. Pero también había hermosas muchachas y niños traviesos que gozaban destrozando sus ropas revolcándose por el barro y entre las piedras, como en todas partes, y madres que les gritaban desde las ventanas de sus cabañas, cuando descubrían, con todo el dolor de su corazón, que sus hijos estaban jugando en el lodazal con los cerdos. En fin, uno podía quedarse a vivir en Ninht para siempre sin preguntarse nunca que había más allá de las montañas y de los confines del horizonte, pues estaban seguros de que lo único bueno que les podía llegar de más allá de lo que alcanzaban a vislumbrar sus ojos era la salida del sol cada día y las nubes de lluvia en el verano y, evidentemente, no era un lugar de grandes viajeros ni siquiera de pequeños viajeros.
Sin embargo había algo que los aldeanos de Ninht [repites en exceso el nombre y claramente no es pretendido, porque no aporta nada] no sabían, cuando en lontananza, volviéndose al oeste, contemplaban sus hermosas montañas y sus picos siempre cubiertos de blancos capuchones. Pues podían ver sus rocas grises y sus escarpadas laderas y los frondosos bosques que se extendían a sus pies, pero no podían ver en sus entrañas como brillaban las grandes salas del reino de Afglin con las luces mágicas de los cuernos de plata, recubiertas sus paredes de oro y de piedras preciosas. Ni podían oír las músicas encantadas que resonaban en las profundas grutas ni las risas etéreas de los alados danzarines. Los violines, las flautas y los címbalos, con sus alegres sones que se ensortijaban unos con otros, hacían cosquillas en la planta de los pies de las montañas y, a veces, las montañas se reían con grandes carcajadas que desencadenaban terribles aludes de nieve en invierno y de rocas en verano. Entonces los habitantes de Ninht se volvían a contemplar como temblaban y sacudían las cabezas y, luego, continuaban sus tranquilos quehaceres.
Durante cientos de años habían vivido junto a aquellas montañas lejanas sin llegar a sospechar siquiera que habían seres mágicos en las cercanías y, en cuanto a los habitantes de Afglin, tampoco sentían demasiada curiosidad por los humanos, aunque conocían su existencia, pues los consideraban sumamente aburridos y, además, poco divertidos. Pero he aquí, que el rey de Afglin [si dijeras qué son los habitantes de Afglin podrías decir aquí el rey de los loquesea], que se llamaba Soth, [no veo el sentido de esta coma considerando los paréntesis] (y que, por lo tanto, era el rey Soth [dices que el relato es un cuento infantil, entiendo una explicación así en un cuento para niños muy pequeños, pero al mismo tiempo usas en todo el relato un lenguaje que es casi rebuscado y que no cuadra con esta explicación]), tenía una hija hermosísima, llamada Dannaar, (y que, por lo tanto, era la princesa Dannaar [espero que esto no sea tu concepto de humor]), a la que quería más que a su propia sombra (habéis de saber que entre aquellos seres mágicos, la sombra era uno de los dones más preciados, pues podían hablar, discutir e, incluso, bailar con ella [no veo el porque la progenie debería importar menos que la sombra por importante que sea, intento imaginar algo del tipo: quiere más a su hija que a sus brazos, y es una comparativa a la que no le veo el sentido]). Muchos eran los que se hallaban rendidos a los pies de su trono de malaquita con suspiros lánguidos y miradas veladas, pero nunca Dannaar les había entregado sino sus tenues sonrisas y el aleteo perfumado de sus largas pestañas. De entre toda esta multitud de admiradores, que vagaban por todo Afglin deshojando rosas de piedra [haces imágenes pretendidamente literarias y/o fantásticas pero como hay una falta total de descripción de estos seres simplemente son raras] y cantando melancólicas baladas de amor y muerte por los rincones, había un joven (si es que se le puede llamar así, pues ya tenía los trescientos cumplidos [de verdad que son comentarios que no aportan nada, quiero decir: sí, al decir que tiene trescientos años das a entender que realmente no es joven a nivel humano, pero es que lo importante es a nivel de su raza; como decir que un gato es viejo pero que sólo tiene veinte años]) que cantaba más triste y suspiraba más hondo que los demás (y eso era bastante difícil, la verdad). Quizá por ese meritorio esfuerzo y porque tenía una larga cabellera de oro y era muy hermoso de apariencia, la última noche de verano, durante la Gran Celebración en la Sala de los Rubíes, Dannaar se levantó de su verde trono de malaquita y accedió a bailar con él, con él solamente [puedes quitarlo o cambiarlo por un de] entre todos los presentes. Aquí hay que hacer notar que las ensoñadoras músicas de aquella alegre danza se estropearon un poco con el rechinar de dientes del rey Soth, que aún llegando de muy alto, de sobre su trono de gemas preciosas, consiguieron desconcertar a buena parte de las notas de las gaitas, aunque no se le oyera claramente.
He aquí a Grembeld, pues así se llamaba el apuesto joven [muy útil presentarlo ahora], convertido en el más feliz, dichoso y dicharachero de todos los habitantes de Afglin. Todo en una noche. Pero el rey Soth [¿hay más reyes como para que el no nombrarle vaya a ser un problema?] le miraba aviesamente cada vez que Grembeld pasaba cerca, como flotando en una nube y con sonrisa de niño. Al rey casi le salía humo de las orejas puntiagudas pensando cómo iba a deshacerse de él, pues Grembeld se pasaba todo el tiempo pegado a las faldas de brocado de oro de Dannaar y la princesa parecía disfrutar de su compañía, aunque apenas hablaban. [no entiendo tu uso de la puntuación] (También es cierto que en Afglin no había mucha otra cosa que hacer, aparte de bailar, cantar, beber, celebrar banquetes y salir a cabalgar sobre blancos corceles y al cabo de trescientos años ya todo esto parecía un poco soso). Por fin una noche [tal y como está redactado parece que siguieras hablando de la misma noche] Soth llamó a Grembeld al pie de su trono de piedras preciosas. Vestido con su chaqué verde bordado de diamantes y con sus calzas de seda roja y calzando sus zapatos con hebillas de plata, se inclinó sobre su redondeado estomago desde las alturas, cerniéndose con semblante tan severo sobre el joven que Grembeld retrocedió un paso.
—Hum... —dijo. Y repitió—: HUMMM... Yo, el rey Soth... YO, EL REY SOTH… he decidido que hace mucho tiempo... que... no he salido a ver la luz de las estrellas... sí... Esta noche deseo que... Humm… DESEO QUE ...
Después del último blanquete todos los habitantes de Afglin estaban dormidos, sobre las mesas labradas y sobre los tronos, pues todos ellos tenían un trono enjoyado. Mientras, los platos y la vajilla de oro volaban por los aires y se tornaban relucientes y limpios como el agua de un manantial a su alrededor y las jarras de vino volvían a llenarse solas y la esplendida comida venía volando por los aires desde las inagotables alacenas del reino. Soth sacudió la cabeza.
—¿Por dónde iba? —le preguntó a Grembeld.
—Deseo que .. —le apuntó su súbdito con voz musical.
—¡Ah... sí! ... Que tu Grembeld... GREMBELD... —repitió tan fuerte, que casi gritó y el interpelado dio un brinco— que nunca.. NUNCA… has salido de Afglin, me acompañes a las tierras de los humanos hasta... humm que regrese... REGRESE.
El rey Soth dio un profundo y largo suspiro cuando hubo terminado y se arrebujó en su inmenso trono.
—Está claro, ¿no? —le dijo con voz aguda.
—Sí, sí. Muy claro —exclamó Grembled, afirmando enérgicamente con la cabeza.
El rey Soth volvió a inclinarse desde el alto sitial.
—Luego no digas que no te avisé. ¿eh? —añadió entonces, suavemente.
Grembeld volvió a sacudir la cabeza, ahora en sentido contrario.
—No.No.
Por ahora lo dejo aquí, además de lo señalado, principalmente al final empiezas a tener un problema con los puntos y los espacios.
Entiendo que lo cómico viene en la siguiente parte, pero espero que tengas en cuenta el cambio de tono que puede provocar, porque hasta ahora no hay nada de humor.