14/04/2019 09:41 AM
(This post was last modified: 27/05/2019 02:24 PM by FrancoMendiverry95.)
Dejo por aquí este fanfic que escribí para un reto mensual (ya no recuerdo qué mes) con un límite de 2500 palabras. Algunos ya lo leyeron, otros tal vez tengan ganas de hacerlo, que les sirva de aperitivo para los verdaderos de fanfic, que son los de Sashka.
—Ya mató a siete desgraciados —dijo Nensand. La carne que cortaba sobre el plato se resistía al cuchillo—. Si sigue así me dejará sin gente en la guarnición.
—¿Ataca en el pantano?
—Pues claro, durante las patrullas nocturnas. Si lo hubiese hecho aquí, de este lado de la empalizada, doy por seguro que su cabeza estaría sobre la entrada ahora mismo.
—Tal vez no tenga cabeza —murmuró Geralt, bajito.
—¿Qué dijo? —preguntó molesto Nensand.
Vesemir miró al joven brujo.
—Dice que es lo más probable, señor voivoda. ¿Hay testigo de los ataques?
—Lo hay. Aquí tengo el nombre. —El voivoda rebuscó entre los papeles del escritorio mientras masticaba ruidosamente—. Aquí. Enzar Stocinsald, ballestero. Se le tomó testimonio, no dio certeza alguna.
—Hablaremos con él, si nos permite.
Nensand se irguió de hombros.
—¿Debo entender entonces que se ocuparan de esta alimaña, señores brujos?
—La proclama habla de trescientos ducados —dijo el viejo brujo, señalando con la cabeza el pergamino de piel de cabrito que sostenía su pupilo—. ¿Es esa la recompensa?
—Ni un ducado más, en efecto. Y una vez el trabajo esté hecho.
—Los brujos no cobramos por adelantado —aclaró Vesemir poniéndose de pie—. Tenemos un trato, señor voivoda.
Sin sellar el acuerdo con un apretón de mano, el maestro y el pupilo salieron de la oficina. Adentro, Nensand siguió luchando con su carne.
—Está bien, soldado, no hace falta que digas más —dijo el viejo brujo. El ballestero asintió lentamente y giró la cabeza hacia la única ventana de la enfermería, dándoles la espalda.
Vesemir se puso de pie, su pupilo de cabellos blancos se le adelantó encarando hacia la puerta. Lo alcanzó ya bajo el sol de mediodía, girando la palanca del pozo del agua.
—¿Qué crees? —preguntó.
—Hum, su relato es creíble, más sus gestos huelen a pescado podrido. Un actor exagerado, me atrevería a decir.
—Escupió sangre al toser…
—Se habrá mordido la lengua para no decir más de la cuenta —dijo Geralt levantando los hombros—. Lo más probable es que empezara a correr ni bien olió el peligro.
—Las heridas contradicen tu suposición, muchacho, préstales la atención que merecen. No eran de cuchillo, lanza o hacha. Son tres rasgones similares, uno debajo del otro. Garras, sin duda. ¿Alguna idea?
La cubeta por fin apareció de las profundidades, en la superficie del agua nadaba una rana. Geralt la agarró de las patas, se le resbaló y volvió a agarrarla, y la tiró a un costado, para luego beber valiéndose de sus manos ahuecadas.
—Es claro que tú ya lo sabes, Vesemir —dijo.
—Quiero escucharlo de tu boca —gruñó el viejo brujo. Su pupilo lo miró imperturbable. Suspiró—: Teniendo en cuenta que estamos cerca de una ciénaga, y que los ataques fueron en la noche, estimo que hablamos de boiras.
—Los boiras tienen cuatro dedos —Geralt sonrió con la boca torcida.
El viejo brujo se cruzó de brazos.
—La experiencia me dice que ataca con tres.
Su pupilo masculló por lo bajo.
—¿No puede ser una plañidera?
—¿Y cómo explicarías las luces que el testigo vio?
—La plañidera preparó el fuego antes de ir por la cena.
Vesemir emitió un gruñido que pasó por risa.
—Vamos, hay que dormir ahora. La noche será larga.
Vesemir esquivó otra charca, Geralt insultó una vez más al enterrar su pie en ella. Llevaban dos horas dando vueltas en el pantano lindero al campamento militar, y todavía no habían divisado más que ranas, luciérnagas y alguna escurridiza serpiente. Ah, y por supuesto también…
—¡Malditos mosquitos! —se quejó Geralt—. ¿Acaso están todos contra mí?
—Tú no quisiste verterte vinagre ni usar los ramilletes de albahaca.
—¿Y parecer un arbusto que huele peor que esta ciénaga? ¿Acaso no se puede inventar una cura que no sea peor que la…?
—Chst. —Vesemir señaló a un lado.
A menos de cincuenta pasos de distancia, se movían varias luces blanquecinas.
El viejo brujo sacó de su soporte la ballesta y casi sin ningún sonido cargó en ella una saeta, mientras su pupilo retiró de su tahalí la espada de plata. Avanzaron furtivamente, las luces se apagaban y volvían a encenderse más lejos, pero una estaba bastante más cerca y de pronto se detuvo, se movió de arriba abajo, y en esa posición se quedó un momento. Se acercaron hasta los veinte pasos, a esa distancia Vesemir se hincó y apuntó. La luz volvió a alzarse, el viejo brujo esperaba eso y en cuanto la luz y el virote se alinearon, disparó.
Se oyó un gemido ahogado y una salpicadura. La luz se apagó.
—Voy a tener que aprender a usar una de esas —dijo Geralt apoyándose en su espada.
Sin decir nada Vesemir guardó la ballesta, desenfundó el cuchillo. Avanzaron.
—Aquí fue —dijo Geralt señalando un sector pisoteado. Poco más allá había un pequeño estanque—. Ahí dentro esta tu boira.
—Sácalo.
—¿No quieres ensuciarte, anciano?
—Tú ya estas sucio.
Su pupilo rezongó por lo bajo, entre maldiciones se metió en la charca. El agua sobrepasó la altura de su bota, se le metió dentro, Geralt lo miró de soslayo. Él, cruzado de brazos, irguió los hombros. El joven brujo continuó, se adentró en el estanque, se detuvo de pronto. Suspiró largamente, se inclinó y metió el brazo en el agua, su mano pareció encontrar algo, y tiró con cuidado de no salpicarse más de la cuenta. Sostuvo el objeto en alto, dejando que chorreara, mostrándoselo, y entonces Vesemir se dio cuenta de lo que era: un farol. Su ceño se frunció. Valiéndose de la manga de su caftán, Geralt limpió los vidrios, descubriendo que habían sido pintados con cal para que brillara con una luz blanquecina. El brujo Geralt dejó caer el farol, metió ahora ambos brazos en el agua, rebuscó en el fondo y tiró hasta sacar del agua un bulto envuelto en algas y barro. Como al farol lo limpió, ésta vez con los guantes, y descubrió un rostro ennegrecido con hollín. Miró de lado a Vesemir.
—No sabía que los boiras tuvieran dos orejas puntiagudas. Ni que necesitasen lámparas de queroseno —dijo.
—Adiós a mi pan con mantequilla —gimoteó el viejo brujo.
—¿Que se van? ¿Y de la proclama qué, señores? ¿Acaso los brujos huid por una noche en la ciénaga?
—Nos vamos —repitió Vesemir ajustando los correajes de su montura—. No hay aquí trabajo para nosotros, señor voivoda, los brujos no cazan elfos.
—¿Elfos? —Nensand torció la cabeza para escuchar con su oído bueno—. ¿Elfos, señor brujo? No, se equivoca. En mis años de servicio presencié más de una matanza hecha por esos rapaces, y créame, aquí faltan dos elementos para que se les parezca: flechas, señor brujo, ellos tiran a montón. Y por supuesto, arrogancia. ¿Dónde están mis hombres colgados de árboles? ¿Dónde están las cabezas de mis hombres clavadas en estacas? ¿Dónde está el caballo que arrastra a un soldado con un mensaje grabado en la frente? No, señor brujo, no hay cuerpos, porque a mis soldados los cazó un monstruo, y el monstruo se los comió.
—Ese monstruo es la guerra —dijo Geralt, ya montado en Sardinilla—. Arregle sus cuentas con él.
Los brujos bebían el último aguardiente de la mañana antes de volver a errar por los caminos; cabizbajos, inclinados sobre el mostrador, no hablaban. El ventero no se les arrimaba, se le veía de lejos que no eran los primeros brujos que veía. Detrás de ellos, en la mesa del centro de la posada, algunos parroquianos todavía jugaban y apostaban, cada tanto se oían los dados rodar sobre la madera, seguido del repentino festejo y el repentino insulto.
En medio de un momentáneo silencio, la puerta de entrada se abrió con un rechinido y un golpe. Los brujos oyeron las maderas del umbral quejarse bajo el andar de dos hombres ligeros; los recién llegados avanzaron un par de pasos antes de detenerse.
—Buscamos a los brujos —dijo una voz más bien aguda. Todos quienes estaban ahí dentro reconocieron el acento élfico.
Vesemir miró al ventero, que simuló no estar señalándolos con los ojos y las cejas; Geralt apuró su aguardiente y el de su maestro. Al mismo tiempo se levantaron y giraron hacia la puerta, sus ojos se clavaron en los recién llegados: dos elfos delgados, muy similares entre sí, de largos cabellos morenos ajustados con una coleta. Ambos llevaban arcos.
En cuanto los elfos los vieron, les hicieron una seña con la cabeza para que los siguieran afuera. Fueron, detrás de ellos alguien cerró la puerta.
Como imaginaron, no eran sólo dos: esperándolos en la calle había otros cuatro, todos llevaban una mueca de resentimiento en sus rostros. Esto, por supuesto, no los diferenciaba de cualquier grupo de elfos.
—Los brujos vienen del pantano —dijo uno de los elfos, adelantándose. Cojeaba.
—Supongo que no olemos muy bien —comentó Geralt.
Vesemir miró a su pupilo, luego al elfo.
—¿Y eso qué? Los brujos acostumbran a andar por esos lares.
—¿Y eso qué, dices viejo? —El Renco pareció escupir las palabras—. Uno de ustedes disparó una ballesta, su virote envenenado mató a mi hermano. ¿Entiendes ahora?
—Ese virote estaba empapado en aceite para necrófagos, esperaba darle con él a un boira y no a un elfo disfrazado —explicó Vesemir—. Con una recompensa en dinero, debieron detener sus juegos suponiendo que un brujo llegaría.
El elfo ahora sí escupió al suelo.
—Los brujos y el dinero, no piensan en nada más. No miran si pasan la espada por la garganta de un gallotriz, de un inofensivo diocesillo o de un elfo, siempre y cuando al final sostengan en sus manos una bolsa que tintinee. En ello queda a las claras que antes de todas las mutaciones y de todos los experimentos anti natura a los que se exponen, los brujos son dh’oines. Y este brujo —miró ahora a sus secuaces— tiene aún la osadía de llamar juego a nuestra causa. Así es como lo ven, un juego. No están enterados de que este territorio es nuestro, y que lo recuperaremos de una manera u otra.
—¿Y creen que una banda de elfos que pintan sus rostros con tizón y andan por los pantanos llevando lámparas blancas ayudaran a recuperar lo que dejó de ser suyo hace siglos? —preguntó Geralt—. Deberían actualizar sus tácticas ancestrales, me parece.
—Nos insultas a nosotros y a nuestra historia, peloblanco. Aquí no hay ninguna banda de elfos, sino una comunidad. Y no es esa la manera en que nuestra comunidad intenta recuperar lo suyo, aunque algunas ovejas descarriadas, como el hermano que me han quitado, intentan valerse de ella. Ciaran actuaba por su cuenta en esa ciénaga.
Vesemir y Geralt se miraron.
—¿Das tu palabra de que así fue? —preguntó el viejo brujo.
—No tengo porque darle mi palabra a un brujo —contestó el elfo—. Pero lo haré para demostrarle que nuestra gente no ha perdido la honradez a pesar de la derrota: no había en ese pantano otro seidhe que no fuera mi hermano.
—Entonces su comunidad tendrá que disculpar a este par de brujos —dijo Vesemir—. Pues ahora debemos partir de inmediato.
—¿Qué clase de ejemplo estaríamos dando si dejamos marchar sin castigo a quien asesina a uno de los nuestros? —El Renco desenvainó una espada de hoja delgada y curva, y con él otros tres. Los dos restantes cargaron sus arcos—. No, brujos, ustedes serán para este pueblo otra clase de ejemplo.
Vesemir y Geralt desenvainaron sus espadas de acero, bajaron a la calle sin mirar a las cuatro figuras que corrían hacia ellos; sin mirarlos hasta que estuvieron cerca. Entonces el viejo brujo paró en un solo movimiento una hoja que venía desde arriba y con fuerza y otra que venía del frente y con mala intención. Las hojas chirriaron una con otra, uno de los elfos pudo recuperarse dando un rápido paso atrás, el otro pagó el no hacerlo: la espada del brujo giró con rapidez y cayó incólume sobre su carótida.
Geralt fue más agresivo. Esquivó ágilmente el primer sablazo, embistió al elfo cojo que venía detrás, en una rápida zancada llegó hasta el arquero, saltó sobre éste y su espada le siguió por encima de la cabeza. El arquero interpuso su arco de olmo en el recorrido de la hoja, pero fue engañado: la espada no le vino de arriba sino de lado; se dobló, cayó de rodillas, inútilmente intentó sostener con las manos sus entrañas. El otro arquero puso sus pies en movimiento en dirección a un callejón. Geralt no le siguió con la mirada, inclinado sobre el suelo encerró el polvo entre los dedos, giró el torso, lo soltó, el elfo a quien había esquivado se llevó las manos a la cara, no vio qué fue lo que se le clavó en el pecho. El joven brujo se puso en pie al mismo tiempo en que su maestro cortaba las piernas de otro elfo. Ambos caminaron hasta el Renco, que no lograba ponerse en pie.
—Los subestimé —se lamentó el elfo—. Ay de mí, cometí el error del que los elfos tanto se han aprovechado. —Miró a su alrededor, vio a sus compañeros caídos en medio de un reguero de sangre—. No han mostrado piedad, brujos. No la muestren ahora.
Envainaron sus espadas.
—No es piedad, elfo, sino falta de empatía —dijo Vesemir.
El traqueteo fue incesante, ensordecedor, más de un poblador hizo la señal contra los espíritus al verlos abandonar el pueblo. Los brujos cabeceaban endemoniadamente al ritmo del galope, sus ojos se esforzaban por no cerrarse; clavados al frente y abajo en el camino, buscaban el cuartel al pie de la colina. No lo veían.
Zigzaguearon con el sendero, los inundó la impresión de que el maldito se retorcía a placer para retrasarlos. Una pared gris los invitaba a dar la vuelta, la niebla que nacía del pantano parecía ganar terreno. Lo hacía, en realidad. Los brujos rechazaron la invitación, agachando la cabeza la rasgaron, dejando un surco, un surco que se cerró detrás. Ciegos llegaron por fin a terreno llano, continuaron hasta donde debía estar el cuartel. No vieron la empalizada, más la luz de una antorcha que se resistía a la niebla, temblorosa por el esfuerzo, les mostró el portón abierto. En el umbral, con una mano alargada hacia afuera y los dedos clavados en la tierra, yacía un soldado. Entonces, entre la bruma más allá de la puerta, distinguieron una luz blanca, brillante a pesar del velo gris, y de repente el grito de una mujer desgarró el silencio. Geralt desenvainó su espada de plata y dio un paso adelante, Vesemir le detuvo del brazo.
—No hay mujeres en un cuartel —dijo. Donde antes brillaba una solitaria luz, ahora lo hacían otras diez—. Un brujo debe saber qué batallas librar, y cuales evitar.
—¿Qué hay del dinero? —preguntó Geralt.
—Ya no hay aquí dinero, sólo muerte.
Despacito, ambos brujos volvieron a montar.
—Anciano, ¿esperaremos a que suba la recompensa?
El viejo brujo sonrió.
—Ya estás aprendiendo.
—Ya mató a siete desgraciados —dijo Nensand. La carne que cortaba sobre el plato se resistía al cuchillo—. Si sigue así me dejará sin gente en la guarnición.
—¿Ataca en el pantano?
—Pues claro, durante las patrullas nocturnas. Si lo hubiese hecho aquí, de este lado de la empalizada, doy por seguro que su cabeza estaría sobre la entrada ahora mismo.
—Tal vez no tenga cabeza —murmuró Geralt, bajito.
—¿Qué dijo? —preguntó molesto Nensand.
Vesemir miró al joven brujo.
—Dice que es lo más probable, señor voivoda. ¿Hay testigo de los ataques?
—Lo hay. Aquí tengo el nombre. —El voivoda rebuscó entre los papeles del escritorio mientras masticaba ruidosamente—. Aquí. Enzar Stocinsald, ballestero. Se le tomó testimonio, no dio certeza alguna.
—Hablaremos con él, si nos permite.
Nensand se irguió de hombros.
—¿Debo entender entonces que se ocuparan de esta alimaña, señores brujos?
—La proclama habla de trescientos ducados —dijo el viejo brujo, señalando con la cabeza el pergamino de piel de cabrito que sostenía su pupilo—. ¿Es esa la recompensa?
—Ni un ducado más, en efecto. Y una vez el trabajo esté hecho.
—Los brujos no cobramos por adelantado —aclaró Vesemir poniéndose de pie—. Tenemos un trato, señor voivoda.
Sin sellar el acuerdo con un apretón de mano, el maestro y el pupilo salieron de la oficina. Adentro, Nensand siguió luchando con su carne.
—Está bien, soldado, no hace falta que digas más —dijo el viejo brujo. El ballestero asintió lentamente y giró la cabeza hacia la única ventana de la enfermería, dándoles la espalda.
Vesemir se puso de pie, su pupilo de cabellos blancos se le adelantó encarando hacia la puerta. Lo alcanzó ya bajo el sol de mediodía, girando la palanca del pozo del agua.
—¿Qué crees? —preguntó.
—Hum, su relato es creíble, más sus gestos huelen a pescado podrido. Un actor exagerado, me atrevería a decir.
—Escupió sangre al toser…
—Se habrá mordido la lengua para no decir más de la cuenta —dijo Geralt levantando los hombros—. Lo más probable es que empezara a correr ni bien olió el peligro.
—Las heridas contradicen tu suposición, muchacho, préstales la atención que merecen. No eran de cuchillo, lanza o hacha. Son tres rasgones similares, uno debajo del otro. Garras, sin duda. ¿Alguna idea?
La cubeta por fin apareció de las profundidades, en la superficie del agua nadaba una rana. Geralt la agarró de las patas, se le resbaló y volvió a agarrarla, y la tiró a un costado, para luego beber valiéndose de sus manos ahuecadas.
—Es claro que tú ya lo sabes, Vesemir —dijo.
—Quiero escucharlo de tu boca —gruñó el viejo brujo. Su pupilo lo miró imperturbable. Suspiró—: Teniendo en cuenta que estamos cerca de una ciénaga, y que los ataques fueron en la noche, estimo que hablamos de boiras.
—Los boiras tienen cuatro dedos —Geralt sonrió con la boca torcida.
El viejo brujo se cruzó de brazos.
—La experiencia me dice que ataca con tres.
Su pupilo masculló por lo bajo.
—¿No puede ser una plañidera?
—¿Y cómo explicarías las luces que el testigo vio?
—La plañidera preparó el fuego antes de ir por la cena.
Vesemir emitió un gruñido que pasó por risa.
—Vamos, hay que dormir ahora. La noche será larga.
Vesemir esquivó otra charca, Geralt insultó una vez más al enterrar su pie en ella. Llevaban dos horas dando vueltas en el pantano lindero al campamento militar, y todavía no habían divisado más que ranas, luciérnagas y alguna escurridiza serpiente. Ah, y por supuesto también…
—¡Malditos mosquitos! —se quejó Geralt—. ¿Acaso están todos contra mí?
—Tú no quisiste verterte vinagre ni usar los ramilletes de albahaca.
—¿Y parecer un arbusto que huele peor que esta ciénaga? ¿Acaso no se puede inventar una cura que no sea peor que la…?
—Chst. —Vesemir señaló a un lado.
A menos de cincuenta pasos de distancia, se movían varias luces blanquecinas.
El viejo brujo sacó de su soporte la ballesta y casi sin ningún sonido cargó en ella una saeta, mientras su pupilo retiró de su tahalí la espada de plata. Avanzaron furtivamente, las luces se apagaban y volvían a encenderse más lejos, pero una estaba bastante más cerca y de pronto se detuvo, se movió de arriba abajo, y en esa posición se quedó un momento. Se acercaron hasta los veinte pasos, a esa distancia Vesemir se hincó y apuntó. La luz volvió a alzarse, el viejo brujo esperaba eso y en cuanto la luz y el virote se alinearon, disparó.
Se oyó un gemido ahogado y una salpicadura. La luz se apagó.
—Voy a tener que aprender a usar una de esas —dijo Geralt apoyándose en su espada.
Sin decir nada Vesemir guardó la ballesta, desenfundó el cuchillo. Avanzaron.
—Aquí fue —dijo Geralt señalando un sector pisoteado. Poco más allá había un pequeño estanque—. Ahí dentro esta tu boira.
—Sácalo.
—¿No quieres ensuciarte, anciano?
—Tú ya estas sucio.
Su pupilo rezongó por lo bajo, entre maldiciones se metió en la charca. El agua sobrepasó la altura de su bota, se le metió dentro, Geralt lo miró de soslayo. Él, cruzado de brazos, irguió los hombros. El joven brujo continuó, se adentró en el estanque, se detuvo de pronto. Suspiró largamente, se inclinó y metió el brazo en el agua, su mano pareció encontrar algo, y tiró con cuidado de no salpicarse más de la cuenta. Sostuvo el objeto en alto, dejando que chorreara, mostrándoselo, y entonces Vesemir se dio cuenta de lo que era: un farol. Su ceño se frunció. Valiéndose de la manga de su caftán, Geralt limpió los vidrios, descubriendo que habían sido pintados con cal para que brillara con una luz blanquecina. El brujo Geralt dejó caer el farol, metió ahora ambos brazos en el agua, rebuscó en el fondo y tiró hasta sacar del agua un bulto envuelto en algas y barro. Como al farol lo limpió, ésta vez con los guantes, y descubrió un rostro ennegrecido con hollín. Miró de lado a Vesemir.
—No sabía que los boiras tuvieran dos orejas puntiagudas. Ni que necesitasen lámparas de queroseno —dijo.
—Adiós a mi pan con mantequilla —gimoteó el viejo brujo.
—¿Que se van? ¿Y de la proclama qué, señores? ¿Acaso los brujos huid por una noche en la ciénaga?
—Nos vamos —repitió Vesemir ajustando los correajes de su montura—. No hay aquí trabajo para nosotros, señor voivoda, los brujos no cazan elfos.
—¿Elfos? —Nensand torció la cabeza para escuchar con su oído bueno—. ¿Elfos, señor brujo? No, se equivoca. En mis años de servicio presencié más de una matanza hecha por esos rapaces, y créame, aquí faltan dos elementos para que se les parezca: flechas, señor brujo, ellos tiran a montón. Y por supuesto, arrogancia. ¿Dónde están mis hombres colgados de árboles? ¿Dónde están las cabezas de mis hombres clavadas en estacas? ¿Dónde está el caballo que arrastra a un soldado con un mensaje grabado en la frente? No, señor brujo, no hay cuerpos, porque a mis soldados los cazó un monstruo, y el monstruo se los comió.
—Ese monstruo es la guerra —dijo Geralt, ya montado en Sardinilla—. Arregle sus cuentas con él.
Los brujos bebían el último aguardiente de la mañana antes de volver a errar por los caminos; cabizbajos, inclinados sobre el mostrador, no hablaban. El ventero no se les arrimaba, se le veía de lejos que no eran los primeros brujos que veía. Detrás de ellos, en la mesa del centro de la posada, algunos parroquianos todavía jugaban y apostaban, cada tanto se oían los dados rodar sobre la madera, seguido del repentino festejo y el repentino insulto.
En medio de un momentáneo silencio, la puerta de entrada se abrió con un rechinido y un golpe. Los brujos oyeron las maderas del umbral quejarse bajo el andar de dos hombres ligeros; los recién llegados avanzaron un par de pasos antes de detenerse.
—Buscamos a los brujos —dijo una voz más bien aguda. Todos quienes estaban ahí dentro reconocieron el acento élfico.
Vesemir miró al ventero, que simuló no estar señalándolos con los ojos y las cejas; Geralt apuró su aguardiente y el de su maestro. Al mismo tiempo se levantaron y giraron hacia la puerta, sus ojos se clavaron en los recién llegados: dos elfos delgados, muy similares entre sí, de largos cabellos morenos ajustados con una coleta. Ambos llevaban arcos.
En cuanto los elfos los vieron, les hicieron una seña con la cabeza para que los siguieran afuera. Fueron, detrás de ellos alguien cerró la puerta.
Como imaginaron, no eran sólo dos: esperándolos en la calle había otros cuatro, todos llevaban una mueca de resentimiento en sus rostros. Esto, por supuesto, no los diferenciaba de cualquier grupo de elfos.
—Los brujos vienen del pantano —dijo uno de los elfos, adelantándose. Cojeaba.
—Supongo que no olemos muy bien —comentó Geralt.
Vesemir miró a su pupilo, luego al elfo.
—¿Y eso qué? Los brujos acostumbran a andar por esos lares.
—¿Y eso qué, dices viejo? —El Renco pareció escupir las palabras—. Uno de ustedes disparó una ballesta, su virote envenenado mató a mi hermano. ¿Entiendes ahora?
—Ese virote estaba empapado en aceite para necrófagos, esperaba darle con él a un boira y no a un elfo disfrazado —explicó Vesemir—. Con una recompensa en dinero, debieron detener sus juegos suponiendo que un brujo llegaría.
El elfo ahora sí escupió al suelo.
—Los brujos y el dinero, no piensan en nada más. No miran si pasan la espada por la garganta de un gallotriz, de un inofensivo diocesillo o de un elfo, siempre y cuando al final sostengan en sus manos una bolsa que tintinee. En ello queda a las claras que antes de todas las mutaciones y de todos los experimentos anti natura a los que se exponen, los brujos son dh’oines. Y este brujo —miró ahora a sus secuaces— tiene aún la osadía de llamar juego a nuestra causa. Así es como lo ven, un juego. No están enterados de que este territorio es nuestro, y que lo recuperaremos de una manera u otra.
—¿Y creen que una banda de elfos que pintan sus rostros con tizón y andan por los pantanos llevando lámparas blancas ayudaran a recuperar lo que dejó de ser suyo hace siglos? —preguntó Geralt—. Deberían actualizar sus tácticas ancestrales, me parece.
—Nos insultas a nosotros y a nuestra historia, peloblanco. Aquí no hay ninguna banda de elfos, sino una comunidad. Y no es esa la manera en que nuestra comunidad intenta recuperar lo suyo, aunque algunas ovejas descarriadas, como el hermano que me han quitado, intentan valerse de ella. Ciaran actuaba por su cuenta en esa ciénaga.
Vesemir y Geralt se miraron.
—¿Das tu palabra de que así fue? —preguntó el viejo brujo.
—No tengo porque darle mi palabra a un brujo —contestó el elfo—. Pero lo haré para demostrarle que nuestra gente no ha perdido la honradez a pesar de la derrota: no había en ese pantano otro seidhe que no fuera mi hermano.
—Entonces su comunidad tendrá que disculpar a este par de brujos —dijo Vesemir—. Pues ahora debemos partir de inmediato.
—¿Qué clase de ejemplo estaríamos dando si dejamos marchar sin castigo a quien asesina a uno de los nuestros? —El Renco desenvainó una espada de hoja delgada y curva, y con él otros tres. Los dos restantes cargaron sus arcos—. No, brujos, ustedes serán para este pueblo otra clase de ejemplo.
Vesemir y Geralt desenvainaron sus espadas de acero, bajaron a la calle sin mirar a las cuatro figuras que corrían hacia ellos; sin mirarlos hasta que estuvieron cerca. Entonces el viejo brujo paró en un solo movimiento una hoja que venía desde arriba y con fuerza y otra que venía del frente y con mala intención. Las hojas chirriaron una con otra, uno de los elfos pudo recuperarse dando un rápido paso atrás, el otro pagó el no hacerlo: la espada del brujo giró con rapidez y cayó incólume sobre su carótida.
Geralt fue más agresivo. Esquivó ágilmente el primer sablazo, embistió al elfo cojo que venía detrás, en una rápida zancada llegó hasta el arquero, saltó sobre éste y su espada le siguió por encima de la cabeza. El arquero interpuso su arco de olmo en el recorrido de la hoja, pero fue engañado: la espada no le vino de arriba sino de lado; se dobló, cayó de rodillas, inútilmente intentó sostener con las manos sus entrañas. El otro arquero puso sus pies en movimiento en dirección a un callejón. Geralt no le siguió con la mirada, inclinado sobre el suelo encerró el polvo entre los dedos, giró el torso, lo soltó, el elfo a quien había esquivado se llevó las manos a la cara, no vio qué fue lo que se le clavó en el pecho. El joven brujo se puso en pie al mismo tiempo en que su maestro cortaba las piernas de otro elfo. Ambos caminaron hasta el Renco, que no lograba ponerse en pie.
—Los subestimé —se lamentó el elfo—. Ay de mí, cometí el error del que los elfos tanto se han aprovechado. —Miró a su alrededor, vio a sus compañeros caídos en medio de un reguero de sangre—. No han mostrado piedad, brujos. No la muestren ahora.
Envainaron sus espadas.
—No es piedad, elfo, sino falta de empatía —dijo Vesemir.
El traqueteo fue incesante, ensordecedor, más de un poblador hizo la señal contra los espíritus al verlos abandonar el pueblo. Los brujos cabeceaban endemoniadamente al ritmo del galope, sus ojos se esforzaban por no cerrarse; clavados al frente y abajo en el camino, buscaban el cuartel al pie de la colina. No lo veían.
Zigzaguearon con el sendero, los inundó la impresión de que el maldito se retorcía a placer para retrasarlos. Una pared gris los invitaba a dar la vuelta, la niebla que nacía del pantano parecía ganar terreno. Lo hacía, en realidad. Los brujos rechazaron la invitación, agachando la cabeza la rasgaron, dejando un surco, un surco que se cerró detrás. Ciegos llegaron por fin a terreno llano, continuaron hasta donde debía estar el cuartel. No vieron la empalizada, más la luz de una antorcha que se resistía a la niebla, temblorosa por el esfuerzo, les mostró el portón abierto. En el umbral, con una mano alargada hacia afuera y los dedos clavados en la tierra, yacía un soldado. Entonces, entre la bruma más allá de la puerta, distinguieron una luz blanca, brillante a pesar del velo gris, y de repente el grito de una mujer desgarró el silencio. Geralt desenvainó su espada de plata y dio un paso adelante, Vesemir le detuvo del brazo.
—No hay mujeres en un cuartel —dijo. Donde antes brillaba una solitaria luz, ahora lo hacían otras diez—. Un brujo debe saber qué batallas librar, y cuales evitar.
—¿Qué hay del dinero? —preguntó Geralt.
—Ya no hay aquí dinero, sólo muerte.
Despacito, ambos brujos volvieron a montar.
—Anciano, ¿esperaremos a que suba la recompensa?
El viejo brujo sonrió.
—Ya estás aprendiendo.
Viviendo a la sombra del destino.