23/04/2019 12:42 PM
El siguiente texto es una escena de batalla de una novela corta que estoy acabando de escribir. Se trata del choque de un ejército de magos contra otro, mucho más numeroso, que no lo son.
No se escucharon grandes discursos. Kernyx sabía que no eran más que florituras añadidas por los bardos para ganarse el favor de sus mecenas, a los cuales les encantaban los adornos estéticos que disimularan la violencia de la batalla. En su lugar, Tyl comenzó a bromear con un nabo como si fuera el miembro de un astano, mordiéndolo furiosamente y escupiéndolo después a la hierba negra bajo la luna inexistente.
No se escucharon grandes discursos. Kernyx sabía que no eran más que florituras añadidas por los bardos para ganarse el favor de sus mecenas, a los cuales les encantaban los adornos estéticos que disimularan la violencia de la batalla. En su lugar, Tyl comenzó a bromear con un nabo como si fuera el miembro de un astano, mordiéndolo furiosamente y escupiéndolo después a la hierba negra bajo la luna inexistente.
Miró muy nerviosamente al terreno donde todo trancurriría. Era un prado enorme, sin ninguna elevación destacada, aunque la inclinación jugaba ligeramente en su contra al estar los astanos en una ligera pendiente cuesta arriba, por lo que la carga de sus fieras sería algo peor para ellos. Kernyx únicamente podía ver la línea lejana de ecoos que se amontonaba, ocultando lo que fuera que se encontrara detrás. Solo esperaba que ciertamente la estrategia de ir a cortar directamente la cabeza a la serpiente funcionara.
—Será sencillo —pensó. —Abalanzarnos sobre el enemigo mientras éste se distrae matando a nuestras unidades de retaguardia. Entonces acabamos con sus príncipes —una vez consiguió resumir la idea general en la cabeza, no estaba tan seguro que fuera una buena idea.
Entonces todo comenzó, así como comienzan los grandes eventos, sin que nadie se diera cuenta de su importancia hasta estar ya en medio de la acción. Los cuernos de guerra sonaron y la caballería astana comenzó la carga, mientras que el ejército athorita y sus aliados se prepararon para resistir. Nadie dio una señal de inicio, nadie se molestó en anunciar que la batalla ya estaba en marcha hasta que, efectivamente, los soldados comenzaron a cargar.
—Ahora —anunció una voz, aunque no supo si era Thubal u otro, debido al fragor de batalla. Los Inmortales marcharon, separándose del resto del ejército y bordeando el campo de batalla. Corrieron con todas sus fuerzas, dejando a su derecha la carga de los eccos sobre sus aliados. Kernyx nunca había visto a ningún animal alcanzar tal velocidad, dejando a los caballos normales como simples tullidos en comparación. Pudo girar su cabeza mientras corría para notar en lo más profundo de su mente como aquella carga impactaba contra los Príncipes de la Tormenta, que a duras penas resistieron el envite. Cerca de ellos la guardia de Lessath, un regimiento athorita, caía sin contemplaciones.
***
— ¡Aguantad! El resurgir de nuestro reino depende de ello —gritó el Príncipe de la Tormenta, pero su arenga no quedó más que en un sueño infantil. Sus lanceros pesados, colocados de modo que pudieran contener fácilmente la carga de cabañería fueron barridos completamente por los ecoos. Había subestimado la fuerza y habilidad de aquellos jinetes, y peor aún, de sus endiablados hechizos.
— ¡Putos astanos!
Uno de sus oficiales apostado en primera línea fue arrollado sin contemplaciones, convirtiéndose su cabeza en una masa sanguinolenta cuando un hechizo impactó en ella. Notó como un grumo espeso del mismo saltó hasta su armadura, pero en aquel momento tenía mayores preocupaciones.
Las lágrimas caían de sus ojos sin poder evitarlo. Había dedicado toda su vida a mejorar aquellos lanceros de manera que pudieran contrarrestar las cargas de los ecoos. Le había jurado al rey Scopus que los aplastaría, pero había fallado. La mitad de su compañía estaba pérdida, y la otra en camino.
— ¡Debemos retirarnos! —escuchó a su lugarteniente.
Él se giró para darle una sonora bofetada en la cara.
— ¡Jamás! Aguantaremos, y si esta debe ser nuestra tumba, que así sea, pero me llevaré por delante a tantos astanos como pueda. ¡Larga vida al reino de los ríos!
Escuchó vítores a su alrededor, pero aún más gritos de dolor.
El príncipe de las tormentas no aguardó más, así que levantando su lanza intentó reagrupar a sus hombres en torno a él. Unos cuantos obedecieron, pero muchos más estaban demasiado ocupados corriendo por sus vidas.
—Muerte a los astanos —quiso gritar, pero su voz no se lo permitió. Supuso que muchos no le habían escuchado, así que alzó su brazo armado contra el enemigo, en una señal inequívoca de una carga frontal. Él mismo lideraría la última carga. Sin pensarlo dos veces, se abalanzó sobre el enemigo por última vez.
Su idea era llevarse consigo a tantos astanos como pudiera, pero las Tres Diosas tenían otros planes. Notó un pinchazo en el cuello. Durante un instante pensó en no darle importancia, pues apenas le dolía, pero entonces notó como las fuerzas le fallaban de repente. Posó su mano en el cuello y notó la sangre manar de la yugular como un reguero. Una flecha le había alcanzado. Intentó taponarla como pudo, incluso soltó su lanza para ello, pero era demasiado tarde.
Cuando se rindió a su destino, un ecoo le pasó por encima, acabando con su vida.
***
— ¡A la carga! —ordenó Regis Leva Sacmis, y con él, un regimiento entero de ecoos acabó con las últimas esperanzas de los Príncipes de las Tormentas, que se lanzaban en desbandada. La polvareda se confundía con la sangre. Era un olor que le encantaba, la extraña mezcla entre óxido y humedad, de sabor metálico y adictivo.
—Creían que podrían hacernos frente con unas cuantas lanzas —se dijo para sí mismo, burlándose de aquellos bárbaros. Acto seguido, invocó unas cadenas que azotaron la espalda de un athorita que huían, a un par de metros de su ecoo, y lo hizo caer al suelo.
Revisó el campo de batalla. A lo lejos, la unidad de Braia hacía huir a la Legión Ardiente. Les superaban en número, pero ni un millar de corderos era rival para una manada de lobos.
— ¿Quiénes son esos de allí? Aquella unidad de infantería pesada —señaló con el dedo al oeste de donde se encontraban.
—Una unidad mercenaria. Por su bandera diría que son la compañía de los Hijos del Hierro. Van en socorro de la Legión Ardiente.
Regis tenía en su mano que aquello no sucediera. Le habían dado el mando de aquella unidad de ecoos y pensaba sacarle partido.
—A mi señal.
***
Ethara estaba maldiciendo el momento en el que se le ocurrió ingresar en los Hijos del Hierro. Prometían buena paga y todo el botín que cupiera en tus manos ¿Cómo iba a rechazar aquella oferta una mercenaria como ella? En aquel momento lo único que pensó fue en la posibilidad de ganar en un mes tanto como en toda su vida de mercenaria libre, capitana de los Espadas Grises.
Ahora, todo lo que veía era una carga de ecoos atravesar el terreno tan rápida como un trueno surcando el cielo. Había escuchado historias sobre los caballos de los magos y su legendaria velocidad, pero Ethara lo atribuía siempre a las exageraciones típicas que rodean las hogueras, cuando las historias se mezclan con las mentiras con la esperanza de que el protagonista pueda cortejar a alguna de las putas del campamento, o al menos conseguir un descuento.
—Debí aplicarme mis propios consejos. Ethara, eres estúpida.
Y el consejo era muy sencillo. <<Sobrevive>> Llevaba toda una vida combatiendo, tanta que algunas mujeres a su edad ya eran abuelas. No había tenido descendencia, pero aun así aquella no era excusa para desperdiciar su vida por una causa perdida.
— ¡A la mierda! —sin pensarlo dos veces, abandonó su escudo para poder correr más. No fue la única en hacerlo. A su alrededor muchos otros soldados, tanto athoritas como de los pueblos libres del mar, emprendían la huida por su vida.
— ¡Volved! Os lo ordeno —exigía un oficial, pero no parecía creerse sus palabras, pues al segundo siguiente él mismo puso también pies en polvorosa.
Únicamente unos pocos fieles quedaron junto a Los Hijos del Hierro. Cuando giró la cabeza, ya casi a un centenar de metros de la compañía, los astanos los estaban aplastando. No obstante otro ruido de galope captó su atención. Eran sonidos más rápidos debido a las patas cortas de los animales, pero también más poderosos.
—No puede ser —Ethara abrió los ojos, sabedora de que aquella visión era su final. Una carga de montañeses, los brutales aliados de los astanos, barría la retaguardia de su ejército. Lo último que vio fue a uno de aquellos salvajes acercarse al galope y golpearla en la cabeza con una maza.
***
Glort estaba contento. Aquella mañana había comido una cabra entera como a él le gustaba, cruda y especiada con hierbas
Aún notaba la sangre jugosa y dura del animal chorrear por su boca. Era la antesala de un glorioso día, pues ahora aplastaba con su maza y en la carga de su jabalí a todos aquellos cobardes que huían de la batalla. Nunca sentiría aprecio por la gente menuda.
—Allí hay otro grupo —gritó el jefe Hugur en la lengua de piedra, el idioma natal de los montañeses. Ninguno de ellos entendía la lengua de la gente menuda. A su pueblo le daba igual si se trataban de magos, de mercenarios o de piratas, la vida era mucho más simple para Glort. La mano de cualquier montañés era tan grande como la cabeza de cualquier menudo, y eso significaba que debía aplastarlas.
—Es su rey. Se retira —rio un camarada montañés, montado en un uro y con una gran rama de árbol como arma.
—Esos cobardes no aguantan nada. Caen como las hojas en otoño. Tan fáciles de pulverizar como una piedra.
— ¿A qué esperáis? ¿A qué vuestra madre los mate por vosotros? —bromeó el jefe Hugur antes de lanzarse a por otro grupo.
***
Roger siempre había sabido que la suerte no era más que una ramera caprichosa, por eso mismo jamás dejaba que aquella puta decidiera por él. Por eso mismo al capitán de la Compañía de la Mano Negra le gustaba tener todas sus opciones abiertas, fueran cuales fueran las circunstancias. No obstante, habría dado el pie sano que le quedaba por que las tornas de la batalla cambiaran.
—Los astanos están ganando. La victoria es nuestra —dijo con un deje amargo en la voz. En aquel momento, el pacto secreto con Scopus, el rey athorita, por el cual cambiarían de bando en mitad de la batalla no serviría de nada. Las últimas esperanzas de recuperar los llamados Reinos Caídos se habían extinguido.
A su lado, sus lugartenientes aguardaban las órdenes. Ya había dado largas a unos cuantos mensajeros de Braia, que le exigían cargar contra la plana mayor del ejército athorita.
— ¿A qué coño está esperando ese viejo? —lanzó la pregunta al aire, pero ninguno de sus hombres contestó. — ¡Huye, por tus muertos! Habrán otras batallas, viejo, ya lo creo que sí —sabía que Scopus era orgulloso, del tipo de hombre que le gustaba aparentar ser poseedores de la verdad absoluta — ¿¡Vete de vuelta a Athor, maldita sea!? ¿¡No ves que la batalla está perdida¡? —era consciente que no podía escucharle, al encontrarse a centenares de metros y cadáveres de distancia, pero necesitaba desahogarse.
Roger escupió al suelo mientras palmeaba a su caballo. Los astanos se negaron a prestarle un ecoo, ya que él era un humano normal y corriente.
—Capitán, los montañeses se lanzan a cargar contra el rey Scopus —le indicó su contramaestre.
— ¡Mierda! ¡Me cago en esos gigantes!
Se obligó a pensar rápido . En aquel momento era consciente de que todo su ejército le miraba, preparado para ejecutar sus órdenes tan rápido como él las diera, razón por la cual intentó dar una imagen de tranquilidad, como si sopesara los pros y los contras de una línea de acción meditada desde hacía muchas lunas mientras se mesaba la barba.
—Carguemos nosotros también, desde nuestro flanco derecho. ¡Adelante!
Hizo el gesto más ceremonioso posible, con la esperanza de que ninguno de sus tenientes cuestionara la orden.
—Mi señor, si ejecutamos la carga por donde usted nos indica, entorpeceremos el avance de los montañeses. Nuestras unidades chocaran y será posible que el rey athorita huya.
—Veo que eres un chico listo, ¿Cómo te llamas? —Roger palmeó el hombro del soldado que había tenido el valor de hablarle.
—Kiriat, mi señor. Primer oficial de la séptima división de arqueros —sonrió el joven, con el orgullo y la ambición brillando en sus ojos.
—Muy bien Kiriat, desde este momento considérate degradado —Roger no esperó la reacción del soldado, si no que fijó su atención en la bota de vino de ceniza que guardaba entre los fardos del caballo.
—Compañía de la Mano Negra. ¡En marcha!
***
— ¡Novato! ¿Qué estás haciendo?
Kernyx dejó de observar el resto de la batalla y se volvió a centrar en su objetivo. Estaban muy cerca de alcanzar el regimiento real astano. Allí se encontraban los príncipes reales. No era una suposición, sino que una gran bandera de siete estrellas bajo una gran corona lo anunciaba a los cuatro vientos. Frente a ellos, una leva de astanos salió a su encuentro, pero solamente se trataban de campesinos, no de portadores del Don que les permitía conjurar. Su única amenaza eran las lanzas torpemente fabricadas, que apenas tenían bien sostenida la punta al vástago. Thubal gritó indicando el ataque, aquello bastó para que la mitad de los enemigos saliera huyendo. No en vano se encontraban frente a frente con El Infame. El Than se había colocado un casco de un aspecto aterrador que recordaban un gran cráneo negro con colmillos y que ocultaba su verdadero rostro.
Ni uno de los Inmortales cayó bajo las armas de los campesinos. Por el contrario, Kernyx se abalanzó sobre uno de sus enemigos y de un tajo le atravesó un brazo bajo el grito de dolor de éste y el humo que indicaba el calor que desprendía al contacto con la piel. Esquivó un lanzazo y rompió el arma de un tajo después de desencajar la espada del cuerpo aullante de su primera víctima. Al segundo de ellos lo noqueó de un cabezazo. No quería matar a demasiados campesinos, pues no eran más que esclavos. Su premio eran los astanos, no sus súbditos.
Antes de poder siquiera calentar con aquellos hombres a los que no merecía llamar guerreros, éstos huyeron despavoridos. Pudo ver a Tyl agachándose sobre el cuerpo inerte y bañarse su cara en la sangre fresca. A su lado, un par de Inmortales remataban a los heridos para sentenciarlos al juicio del Gran Héroe.
— ¡Continuamos! No hay tiempo que perder—. Otra leva de campesinos se aproximaba a paso indeciso y temeroso, pero esta vez no se quedaron a pelear.
—Los ecoos están lejos, es el momento. Tenemos que atacar a los generales para obligar a su caballería retroceder, de lo contrario sus ecoos masacrarán nuestras tropas.
Un grito conjunto de la compañía fue la respuesta, pese a que Kernyx no se unió.
Volvieron a cargar, con la bandera real astana cada vez más cerca. Al estar a pocos metros de ellos pudo ver la cara de sorpresa de aquellos conjuradores, que no esperaban que aquella compañía se deshiciera tan rápido de los campesinos.
— ¡No les dejéis ni un respiro, u os conjurarán en la cara!
Así hizo. Dio muerte a uno de los guardias antes de que pudiera levantar las manos para lanzar ninguno de sus malditos hechizos. Entonces escuchó detrás suyo centenares de pasos acercarse tímidamente. Supo que los siervos los rodeaban, pero no notó el temor por ello en las caras de sus compañeros, no eran más que carnaza para sus armas.
— ¡Adelante! Adelante compañeros. Aguantad. Conjurad rápido, vamos. Esos athoritas no pueden hacer nada contra nosotros. ¿Dónde están los montañeses? ¿Y Cerastes?
<<Braia>> Pensó al ver a aquel que alentaba las tropas. Pero no podía ser posible, era demasiado joven y aunque se notaba porte de guerrero, su armadura estaba demasiado ornamentada. Supo que era uno de los príncipes reales.
—¡Es El Infame, corred por vuestras vidas! — Anunció él en la lengua de los astanos y pueblos del mar, con la esperanza de infundir el pánico en sus enemigos al nombrar al líder de su compañía. Algunos lo escucharon y notó el temor en su cara, pero nadie retrocedió.
Así comenzó la lucha, Thubal se abalanzó directamente sobre aquel príncipe con algunos de sus mejores hombres. A él le tocó estar cerca de Tyl y Arrakis.
—Protégenos, novato. Recuérdalo.
Así, Kernyx hizo rodar la cabeza de un astano que intentaba conjurar a la espalda de Tyl con un corte limpio de su espada. Luego se giró y acabó con otro mientras sus dos compañeros se cubrían la espalda uno al otro. Entonces, un gran rayo negro impactó directamente a unos pocos metros a su lado.
— ¿Pero qué…? — Tyl cayó fulminada, con la piel completamente achicharrada.
Viró su mirada a donde aquel conjuro provenía y pudo ver a un astano preparado para conjurar de nuevo.
— ¡Kernyx! —gritó Arrakis. Él entendió completamente lo que le estaba pidiendo, pero hizo caso omiso. Entonces un rayo salió disparado de nuevo en dirección a su compañero de armas, que murió al instante mientras acometía contra el atacante. En la carrera varios siervos se interpusieron, pero acabó con ellos en un instante. Aquello dio tiempo al astano a preparar un nuevo ataque. Todo pasó en milésimas de segundo. No tenía ningún escudo en el cual protegerse, ni su armadura ligera le libraría de aquel impacto. Todo lo que pudo hacer fue alargar su brazo, agarrar a alguien por el pescuezo y empujarlo en mitad de la trayectoria del conjuro. Aun así, el impacto en aquella víctima anónima le lanzó por los aires unos metros.
Apenas se derrumbó en la hierba sobre un gran charco de sangre, al lado de una pila de cadáveres, abrió los ojos de nuevo y se incorporó mareado.
— ¿Qué cojones estás haciendo?
Al escuchar una voz que no supo reconocer de inmediato, empuñó su espada, que había permanecido a su lado después de la caída y se dio la vuelta esperando encontrarse un feroz enemigo, pero se trataba de Etamin, con una herida en la cara que sangraba en su frente,.
Entonces Etamin le preguntó algo, pero no logró escucharlo. Se encontraba desconcertado completamente debido al golpe y con la vista difuminada, como si frente a él no se alzaran personas, sino fantasmas. Simplemente se preocupó de empuñar su espada por si un enemigo aparecía. El luchador obeso le repitió la pregunta.
— ¿Dónde están Tyl y Arrakis?
—Muertos —contestó sin pararse a procesar la información, como si lo único que pudiera salir de su boca fuera la verdad.
No supo tampoco descifrar la cara de Etamin, pero tampoco le hizo falta. Su compañero le lanzó una de sus dagas directa a la cabeza, que apenas pudo esquivar y le abrió un corte en la mejilla derecha.
—Tenías que protegerlos. ¡Sacrificarte por ellos!
Otra daga estaba preparada para lanzarse, pero ésta vez y en un acto desesperado, lanzó su espada contra el Inmortal, que se clavó en la parte baja de su vientre. Durante una milésima de segundo, los ojos de su rival pasaron de rabia a estupor, y luego perdieron completamente su brillo mientras, en un acto desesperado, intentaba empuñarla por el filo para sacar el arma de su cuerpo, abrasando sus manos por el contacto con el metal hechizado. Arrakis finalmente se derrumbó mientras Kernyx se acercó para recoger su arma.
<<Ataca como sea, con lo que sea. Todo vale mientras no mueras. Sobrevive>>
Quizás volver a ver el sol era un privilegio no reservado para él, pero desde luego pensaba intentarlo. Y solamente existía una forma.
Pudo ver un gran grupo de conjuradores luchando en formación mientras anunciaban una pequeña retirada. Supo que se trataba de uno de los príncipes reales. Braia no aparecía, pero aquellos hijos del rey de Astan eran también un objetivo. Los Inmortales debían intentar acabar con él.
No perdió el tiempo con presas mediocres y esquivó las pequeñas peleas que se amontonaban a sus costados. Los Inmortales estaban ampliamente superados en número, pero no importaba, quitando a los propios astanos capaces de conjurar, el resto no eran rivales, mucho menos los siervos.
Se abalanzó como un animal furioso que buscaba alimentarse desesperadamente. Abrió en canal las tripas de un astano y notó la sangre emanar ansiosa para bañarse en su rostro. Pudo notar como algunos enemigos, dubitativos, dieron tímidos pasos atrás al grito que anunció.
— ¡Proteged a los príncipes! — se oyó una voz. De repente comprendió que los astanos no estaban preocupados por él, sino por otro grupo de Inmortales, liderados por el mismo Than Thubal.
— ¡Acabad con el Infame!
Pero para el líder de los Inmortales aquello no parecía más que un juego. Esquivaba aquellos conjuros con una facilidad pasmosa, como un león espantando las moscas con la cola. Junto a unos pocos Inmortales, apenas media decena, se abrían paso indiscutiblemente hacia el centro de la formación enemiga. Allí, por encima de cualquier otro enemigo, sobresalían tres figuras, tiernas como un melocotón en verano y envueltas en armaduras relucientes y sin atisbo de mácula que aún no se habían bañado de sangre. Eran los hijos del rey de Astan. Uno de ellos se adelantó al resto, dispuesto a plantar cara al Infame, pero antes de poder reaccionar, el mismísimo Than Thubal lanzó su espada que se clavó como cuchillo en mantequilla en su pecho sin importar el metal que lo protegía.
El grito de los otros dos príncipes fue desgarrador. El Infame, junto al resto de su pequeña formación continuó avanzando sin temor alguno a los conjuros enemigos, por más que les sumaban bajas. Thubal recuperó su espada arrancándola del cuerpo sin vida del príncipe.
***
Joare supo lo que tenía que hacer a continuación. Aquel hombre era un demonio reencarnado, la desgracia de todo Astan. Acababa de matar a su hermano mayor y heredero del reino, Nihil. Ningún otro guerrero astano podría con él. Su única esperanza consistía en la pronta llegada de Braia. Solamente él estaba a la altura del demonio que destrozó las ciudades de Fertal y Hovro.
Entonces, aquella bestia arrancó su espada del cuerpo sin vida de Nihil y tiró su cuerpo al suelo sin miramiento, como si su hermano mayor no importara más que un trozo de mierda. Bajo aquel casco fantasmal, Joare supo que debía estar riendo como un poseído.
Instintivamente se giró a su hermano menor.
—Huye, Erri.
No hubo tiempo para discusiones, si no que se fundieron en un rápido abrazo. Su hermano no era más que un adolescente, merecía que sus días no acabaran en el filo de una espada enemiga, al menos aún no.
—Hermano, ahora tú eres el heredero. Dile a padre que Nihil y yo morimos con honor.
Sin dejar que Erri contestara, Joare espetó su caballo. No quería darle la oportunidad de replicar. Acto seguido se giró hacia el Infame, que había despachado a media decena de sus guardias.
Joare desenvainó su espada por última vez, mientras preparaba un conjuro con su mano libre.