Este relato es del año pasado, pero bueno. Me animo a mostrarles. Utiliza dos saltos de tiempo entre pasado y presente.
--------------------------------------------------
No sé por qué me odias; ambos éramos niños (emancipados del pueblo al nacer), que en la comida familiar, volvían a reencontrarse en los brezales donde quemaron recuerdos sus antepasados.
Aún sigues imperturbable, a pesar de mis palabras con tu bata de franela medio abierta, cosiendo los últimos pespuntes en el vestido.
Cada domingo nos sentábamos a la mesa con la abuela en la cabecera y su humilde prole a su alrededor. Ninguno de nosotros nos conocíamos ni hallábamos parentesco en nuestras facciones. El primo Luis tenía la nariz demasiado europea, la tía Ana María el pelo demasiado rubio; nuestros padres a pesar de ser hermanos no podían ser menos parecidos, si no hubiera sido por un rasgo reincidente de la abuela, nos hubiéramos proclamado extraños.
La máquina de coser ensordece mis palabras con su traqueteo. No dejas de pulsar el pedal mientras la tela blanca se desliza sistemática bajo la aguja de la máquina.
En cuanto vimos que coincidíamos en edad, hubo una complicidad ganzúa entre nosotros; salíamos después de comer a recorrer los cerros, el aire olía a fósforos, como todos los días de verano. En la ciudad nunca habíamos conocido tales experiencias: la hierba pinchando, el extraño hormigueo de alguna mosquita pegada a tu abrigo, el aire fluctuando sin paredes que lo contuviera. Era como estar en otro mundo. Recuerdo que, cerca de las colinas, rezumaba un arroyo y nos apostábamos los dos sobre la crujiente hierba a tirar piedras por encima del río. Siempre las tirabas con fuerza y yo decía: no golpees tan fuerte o saldrán las ranas. Tú te reías con esa infantil arrogancia, afirmando: no hay ranas. En verdad no habían, aunque a mí siempre me parecía ver algún que otro ojo amarillo asomar cuando lanzabas la piedra. Después volvíamos a casa. Nuestros padres se impresionaban de la cercanía que nos teníamos, sin embargo, jamás mencionaban nada. La abuela nos esperaba con una onza de chocolate entremetida en un pan, el chocolate estaba blando pero sabía bien.
Hay un silencio, la máquina deja de taladrar la tela. Te llevas la punta de un pañuelo al ojo. Éste recorre el arco de tus ojos con la misma parsimonia que el carmín por tus labios.
Pensábamos que, aunque las hojas del almanaque saltarán en un suspiro, volveríamos a estar juntos la siguiente semana. ¡Qué ingenuos fuimos! No pudimos prever ese domingo en el que la abuela se mareó en la cocina y nuestros padres decidieron anular las comidas. Ese día saliste corriendo río abajo. Yo fui detrás, siguiéndote. Te llamé un par de veces pero lo único que hacías era huir, huir cada vez más deprisa; mientras en el paisaje se perdía de vista las hileras de tejados triangulares. No paraste de correr hasta llegar al arroyo, donde te arrodillaste. No compartiste palabras; tu rostro se veía sombrío. Se me hizo tan extraño verte allí con los hombros hundidos, mirando a tus propios ojos, como si quisieras encontrarte en el brillo espectral de tu reflejo, que tiré una piedra. Entonces tú dijiste: vas a espantar a las ranas. Y yo contesté: no hay. Recuerdo haberte sacado una sonrisa. Luego aferraste mi mano, sintiendo como apoyabas el hueco húmedo y frío de tu palma.
—Prométeme que no te casaras con nadie.
—Lo prometo.
Esa fue mi respuesta.
Pasaron los años. Sólo nos volvíamos a reunir por Navidad, pero ya no era lo mismo. El tiempo había proclamado un silencio entre nosotros. Cada año me parecías más extraña, crecías enormemente. Más rápido de lo que creía posible. Y cada vez que te veía más miedo me dabas, con tus ojos perfilados y esos dos bultos asomando por tu blusa. Nunca sabré si tú sentías el mismo miedo hacía mí. Pero sí olía tu rechazo allí sentada, ocupando el mismo lugar en la mesa, cada vez con una apariencia nueva. Una nueva prima y un desconocido a su lado. Creí que esos cambios nunca se verían definidos en tu vida. Hasta que me llegó esto. Saco el afilado brillo de la carta de debajo de la solapa de mi chaqueta. Es una tarjeta ornamentada con florituras doradas. Te levantas ruidosamente de la silla. Yo te agarro del brazo para que me mires. La carta permanece sobre la mesa, sacada como última baza de una apuesta.
—¿Es que ni si quiera vas a mirarme a la cara? Enfrentar por una vez el silencio que nos separa.
—Debo terminar mi vestido de novia.
--------------------------------------------------
No sé por qué me odias; ambos éramos niños (emancipados del pueblo al nacer), que en la comida familiar, volvían a reencontrarse en los brezales donde quemaron recuerdos sus antepasados.
Aún sigues imperturbable, a pesar de mis palabras con tu bata de franela medio abierta, cosiendo los últimos pespuntes en el vestido.
Cada domingo nos sentábamos a la mesa con la abuela en la cabecera y su humilde prole a su alrededor. Ninguno de nosotros nos conocíamos ni hallábamos parentesco en nuestras facciones. El primo Luis tenía la nariz demasiado europea, la tía Ana María el pelo demasiado rubio; nuestros padres a pesar de ser hermanos no podían ser menos parecidos, si no hubiera sido por un rasgo reincidente de la abuela, nos hubiéramos proclamado extraños.
La máquina de coser ensordece mis palabras con su traqueteo. No dejas de pulsar el pedal mientras la tela blanca se desliza sistemática bajo la aguja de la máquina.
En cuanto vimos que coincidíamos en edad, hubo una complicidad ganzúa entre nosotros; salíamos después de comer a recorrer los cerros, el aire olía a fósforos, como todos los días de verano. En la ciudad nunca habíamos conocido tales experiencias: la hierba pinchando, el extraño hormigueo de alguna mosquita pegada a tu abrigo, el aire fluctuando sin paredes que lo contuviera. Era como estar en otro mundo. Recuerdo que, cerca de las colinas, rezumaba un arroyo y nos apostábamos los dos sobre la crujiente hierba a tirar piedras por encima del río. Siempre las tirabas con fuerza y yo decía: no golpees tan fuerte o saldrán las ranas. Tú te reías con esa infantil arrogancia, afirmando: no hay ranas. En verdad no habían, aunque a mí siempre me parecía ver algún que otro ojo amarillo asomar cuando lanzabas la piedra. Después volvíamos a casa. Nuestros padres se impresionaban de la cercanía que nos teníamos, sin embargo, jamás mencionaban nada. La abuela nos esperaba con una onza de chocolate entremetida en un pan, el chocolate estaba blando pero sabía bien.
Hay un silencio, la máquina deja de taladrar la tela. Te llevas la punta de un pañuelo al ojo. Éste recorre el arco de tus ojos con la misma parsimonia que el carmín por tus labios.
Pensábamos que, aunque las hojas del almanaque saltarán en un suspiro, volveríamos a estar juntos la siguiente semana. ¡Qué ingenuos fuimos! No pudimos prever ese domingo en el que la abuela se mareó en la cocina y nuestros padres decidieron anular las comidas. Ese día saliste corriendo río abajo. Yo fui detrás, siguiéndote. Te llamé un par de veces pero lo único que hacías era huir, huir cada vez más deprisa; mientras en el paisaje se perdía de vista las hileras de tejados triangulares. No paraste de correr hasta llegar al arroyo, donde te arrodillaste. No compartiste palabras; tu rostro se veía sombrío. Se me hizo tan extraño verte allí con los hombros hundidos, mirando a tus propios ojos, como si quisieras encontrarte en el brillo espectral de tu reflejo, que tiré una piedra. Entonces tú dijiste: vas a espantar a las ranas. Y yo contesté: no hay. Recuerdo haberte sacado una sonrisa. Luego aferraste mi mano, sintiendo como apoyabas el hueco húmedo y frío de tu palma.
—Prométeme que no te casaras con nadie.
—Lo prometo.
Esa fue mi respuesta.
Pasaron los años. Sólo nos volvíamos a reunir por Navidad, pero ya no era lo mismo. El tiempo había proclamado un silencio entre nosotros. Cada año me parecías más extraña, crecías enormemente. Más rápido de lo que creía posible. Y cada vez que te veía más miedo me dabas, con tus ojos perfilados y esos dos bultos asomando por tu blusa. Nunca sabré si tú sentías el mismo miedo hacía mí. Pero sí olía tu rechazo allí sentada, ocupando el mismo lugar en la mesa, cada vez con una apariencia nueva. Una nueva prima y un desconocido a su lado. Creí que esos cambios nunca se verían definidos en tu vida. Hasta que me llegó esto. Saco el afilado brillo de la carta de debajo de la solapa de mi chaqueta. Es una tarjeta ornamentada con florituras doradas. Te levantas ruidosamente de la silla. Yo te agarro del brazo para que me mires. La carta permanece sobre la mesa, sacada como última baza de una apuesta.
—¿Es que ni si quiera vas a mirarme a la cara? Enfrentar por una vez el silencio que nos separa.
—Debo terminar mi vestido de novia.