08/04/2015 07:21 AM
Aquí va el segundo capítulo, preciso que pasan cinco años entre ambos capítulos.
Capítulo 2: Los juegos de la inocencia
Un pañuelo blanco en la mano izquierda, con la otra alzada hacia el público, el Príncipe Loco adoptó una pose teatral. Todos los espectadores retenían la respiración, expectantes. Agitó el pañuelo y surgió de él una paloma blanca. Se oyeron exclamaciones admirativas. La paloma hizo un círculo alrededor de los espectadores, que la seguían con la mirada, y fue a posarse finalmente sobre la cabeza del elfo, quien simuló una mueca cómica de desagrado. La paloma soltó un arrullo indiferente. La gente se rió, divertida.
A continuación, el elfo loco puso dos dedos en la boca y silbó ruidosamente. De su capucha escondida salieron decenas de mariposas multicolores. La paloma fingió asustarse y voló muy alto en el cielo azul antes de descender y desaparecer entre los árboles. Las mariposas la imitaron, como persiguiéndola.
Un trueno de aplausos siguió la función. El elfo loco se inclinó profundamente varias veces, alegrándose de ver brillar la fascinación en los ojos de los más jóvenes. No era ni mucho menos la mejor función de aquellos días, pero eso no parecían haberlo notado los niños, los cuales reclamaban que apareciese la ardilla. Pero la ardilla, hoy, había decidido que hacía demasiado calor para trabajar en buenas condiciones.
Así que recogió su “bolsa de magia”, como la llamaba él, se la puso al hombro y se encaminó silbando hacia el palacio. Otras mariposas salieron de su capucha y dos gorriones salieron de sus mangas diciéndole hasta luego. Los niños soltaron exclamaciones de alegría. ¿Qué podría merendar hoy?, se preguntó mientras avanzaba con paso ligero. Seguramente Loe lo invitaría a tomar una taza de chocolate caliente. Hacía calor, era verano, pero Loe tomaba siempre su taza de chocolate, aunque los horizontes empezasen a hervir y los guardias a sudar bajo sus armaduras. Curiosas costumbres, las de Loe. No era un loco, como el Comandante Morris o él mismo. Loe era un palafrenero. No todos los palafreneros tenían la posibilidad de beber chocolate todos los días, pero Loe, siendo el hermano del capitán de la guardia real, tenía más de una comodidad.
—¡Mago! —exclamó una voz infantil detrás de él—. ¡Mago!
Se giró hacia la vocecita y vio a una pequeña elfa rubia que corría hacia él.
—Mago —repitió, jadeante y sonriente, deteniéndose ante el elfo loco—. Eres… eres… ¡genial!
El elfo loco la miró y se echó a reír, desordenándole el cabello afectuosamente. Y retirando la mano, le tendió una hoja de roble.
—Guárdala en un lugar seguro.
La niña cogió la hoja como un tesoro delicado y preguntó:
—¿Qué es?
—Magia —contestó el mago. Y sonrió con aire misterioso antes de empezar a subir las escaleras de piedra hacia la larga terraza. Tal vez una taza de chocolate no sea lo ideal. Tal vez baste con escuchar el trino del olistrán.
Pan de avena para ti,
y para mí una canción
que llene mi corazón
con un arrullo feliz.
La música alimenta el alma, como dice la poetisa Medélami. Aunque así y todo tal vez uno de esos pastelillos que hace Sirma, la cocinera…
—¡Mago! —lo llamó la pequeña elfa rubia, corriendo tras él—. Mago, ¿qué es la magia? ¿Cómo puedo hacer yo magia? ¿Es verdad que hablas con los animales? ¿Qué te dicen? ¿Es verdad que sabes hacer que llueva?
El elfo loco llegaba arriba de las escaleras, sumido en sus pensamientos, pero la última pregunta lo hizo enarcar una ceja. ¿Hacer que llueva? Tin, ton, las gotas de agua contra las cristaleras. Ojalá fuese posible con un día tan caluroso como aquel. Levantar los manos hacia el cielo y hablarle como a la paloma blanca. Decirle: llueve. A lo mejor se anima y nos descarga un aguacero. Invocar agua desde cero. ¿Por qué no?
—¡Aletella! —clamó una voz profunda—. ¡Ven aquí inmediatamente!
El elfo loco se sobresaltó y miró a su alrededor. La terraza estaba llena de sombrillas y cortesanos. Estos últimos lo observaban atentamente, algunos con curiosidad, otros con evidente asco, otros con lástima, y los más estaban tan apabullados por el calor que parpadeaban bajo las sombrillas y se abanicaban en un movimiento regular. La pequeña elfa rubia se precipitó hacia un elfo de porte elegante y desenfadado que la acogió con un brazo protector mientras sus sirvientes lo abanicaban con dedicación. Sus ojos se cruzaron con los del elfo loco y, mientras su rostro quedaba impasible, sus pupilas expresaron un destello incomprensible. Tal vez repulsión, ira, rencor contra un hermano del que no consigue deshacerse. Deshazte de mí y el mundo será enteramente tuyo. ¿Acaso te estoy robando algo sin saberlo? ¿Mi vida te atormenta? No creo que tanto como tú me atormentas a mí. Que te den, reyezuelo impávido, cruel muñeco de papel…
—¿Qué has estado diciéndole a mi hija? —preguntó el rey.
Un miedo atenazante invadió al elfo loco. Terribles sentimientos del pasado volvieron a asaltarlo. “Humíllate ante quien te ha perdonado la vida”. Cayó de rodillas y se tumbó, levemente tembloroso, ante el reyezuelo, agachando la cabeza para no verlo. ¡Fuera de mi vista, muñeco de papel! ¡Fuera de mi mente, oh pasado traidor! El elfo loco balbuceó unas palabras inintelegibles. Se oyeron unas risas.
—Le has asustado —intervino la bella princesa rubia—. Él es un mago. No es bueno dar miedo a un mago. A mí me ha dado magia.
Con el rabillo del ojo, el elfo loco vio que la niña le enseñaba a su padre la hoja de roble. Las comisuras de los labios del rey se levantaron pero sus ojos permanecieron fríos. Nieve en verano. Muerte del pasado. Resonaron unas risitas, como silbidos de serpientes en medio de una música letal.
—Eso es una hoja, mi cielo. No es magia. El mago no es más que un ilusionista. Ya te he dicho que no deben engañarte las apariencias. Venga, vuelve a tu lección de flauta. No deberías estar paseándote por aquí.
—¡No! —exclamó la princesa, a punto de echarse a llorar—. El mago dice la verdad. Habla con los pájaros. Y con las ardillas. Y los animales hacen lo que quiere que hagan. ¡Te lo juro, papá!
—¡Aletella! Compórtate como una princesa —la recriminó su padre con el gesto severo. Bajó los ojos hacia su hermano caído—. Tú. Di, ¿hablas con los pájaros?
Ojos entornados. Loco, ¡dime quién es el rey! Su Majestad Oledrié Da-Kin. Olé, olé. Silbidos y preguntas en las mazmorras frías. ¿Quién es tu rey? Su Majestad Oledrié Da-Kin. ¿Lo reconoces? Sí. Siseos susurrantes. ¿Lo reconoces? sí. Gemidos quejumbrosos. Ojos desorbitados. ¿Eres el Príncipe Loco? … Chirridos en la sombra. ¿Eres el Príncipe Loco? Sí. Sí, ¡soy el Príncipe Loco! ¿Y hablas con los pájaros?
—Sí. —El elfo loco se percató del error antes de que el rey abriese la boca, consternado—. ¡No! —exclamó—. Soy un loco. No soy un mago. Nunca… nunca lo he sido —insistió tartamudeando y abriendo los ojos como platos, aterrado. ¡Oh, triste pasado! Ojalá no hubieses construido un nido tan alto.
—¿Lo ves, querida? Los pájaros no hablan.
—Pero… pero —decía la princesa.
—Cielo, ve ya a tu lección —la interrumpió el rey con dulzura. Un Cielo grave y amoroso. Ojalá me hubiese llamado Cielo a mí también.
La princesa se repuso, asintió y se alejó corriendo por la ancha terraza que rodeaba el palacio. Una hoja que vuelve y otra que se va. El elfo loco sonrió. La princesa rubia había guardado la hoja de roble en su bolsillo.
Su sonrisa desapareció cuando levantó de nuevo la cabeza. El rey se había alejado hacia el jardín con su séquito. Antes de desaparecer por las escaleras, una elfa elegante de ojos azules echó un vistazo rápido e indiferente al elfo flaco y trémulo inclinado en el suelo. Eikasia, bella hermana de sangre real, falsa sonrisa, falsa beldad que esconde un corazón de piedra. Marchaos lejos de aquí. Rey papel, ¡infeliz pastel!
El elfo loco se levantó ágilmente, recogió su bolsa de magia y cruzó la terraza. Pasó por el pasillo de alfombras canturreando y se metió en la cocina buscando algún pastel.
—¡Sirma, oh bondadosa amiga y bienaventurada! —exclamó con una gran sonrisa, mientras agarraba un pastelito y le daba un suave mordisco—. Tan dulce como las aguas y bello como la flor. ¡Diez puntos le pongo yo!
Resonó una risa franca. Sirma, la cocinera, surgió de la despensa cargando con un pesado saco de harina.
—Menos poesía y más actos, muchacho. Ayúdame a llevar esto.
El elfo loco realizó una reverencia teatral. Sirma era la bondad en persona. Madre de todas las almas. Mejor que Serilea, la diosa de la Vida. Hacía unos pasteles deliciosos.
—Con las manos, los pies y mis ojos, te ayudo cómo y cuando quieras, Sirma, ¡con toda mi pasión!
Se precipitó hacia ella para ayudarla mientras ella meneaba la cabeza, sonriente.
—Será mejor que no hagas nada con los pies, querido. Déjalo ahí, sobre la mesa. Hay que hacer más pan. Esta mañana, se nos acabó la harina. Sin harina, en el Palacio de la Flor, ¿te das cuenta? Increíble que no sepan prever las cantidades necesarias. Y como el panadero no está aquí a la tarde, el trabajo será todo para mí. ¿Ves qué poca organización? Este palacio no es como era antes, muchacho. Hace veinte años, esto no pasaba.
—Hoy la harina es de otro costal —aprobó el elfo loco, posando el pesado saco sobre la mesa.
Sirma rió.
—Siéntate y come tantos pasteles como quieras. ¿Qué tal los jardines?
—Hornos floridos —contestó. No cogió más pasteles, pero se sentó a la mesa mientras Sirma aunaba todo lo necesario para hacer pan.
—Es cierto que afuera hace un calor asfixiante. ¡Qué verano! Pero eso sí, el… la piscina está llena de agua todos los días.
El elfo loco esbozó una sonrisa. Sirma había estado a punto de decir “el rey”. Siempre evitaba hablar de él. Todo un detalle. Sirma, oh bello espíritu, ¿por qué en vez de amasar el pan no gobiernas nuestro reino? Pero no. No vale la pena. El reino no merece la bondad de Sirma. Que cada cual se gobierne solo. Aquí no hay lugar para sacrificios de una vida. Ni la mía ni la de los demás.
Siguió hablando Sirma, y el elfo loco la escuchaba y se levantaba de cuando en cuando para ayudarla. Cuando pasaba junto a ella, jugueteaba con uno de sus rizos y le murmuraba un verso al oído. Sirma reía y trabajaba. En un momento, un ratón apareció en los rincones y, sin que lo viese la cocinera, el elfo loco le dio un trozo de pastel y lo guió suavemente hasta la salida. Se pide pero no se roba.
Cuando ya el pan estuvo en el horno, el elfo loco se despidió de Sirma y se encaminó alegremente hasta su cuarto, una habitación pequeña pero cómoda. A falta de tapices, el elfo había pintado todos los muros, y hasta el techo, con colores feéricos. En una mesilla, guardaba todos los tintes que había ido fabricando con pigmentos sacados del bosque. Nadie entraba en su cuarto salvo alguna que otra paloma, y porque se lo permitía. Era su refugio personal. Su hogar. Ahí meditaba en voz alta durante las horas de la noche. Cuando dormía en su cama, apenas tenía pesadillas. Si había tormenta, se acurrucaba entre las mantas y silbaba una melodía alegre para rehuir el miedo. Si llovía, las paredes sonreían, y cuando el alba llegaba, los ojos de ardilla dibujados en el techo parpadeaban, desperezándose y diciéndole: ¡arriba, dormilón!
Qué vida. A la mañana, el elfo loco paseaba por el bosque. A veces, Sazún aparecía y se unía a él. Diez años habían pasado desde su caída en desgracia, pero ahí seguía, leal a su rey aunque el mismo le asegurase que ya no era rey, sino tan sólo un loco más. ¡Cuánto ha tenido que sufrir Sazún al verme salir, aquel día, de las mazmorras del palacio! Su rostro sonriente jamás ha dejado de tener un no sé qué melancólico y triste. ¡Ah, Sazún, amigo mío! Amigo que hubiera podido vivir dignamente y feliz si hubiese elegido otro camino menos blanco. ¡Ah, Sazún, tierna paloma en un mundo de lobos siemprehambrientos!
Sin embargo, su viejo preceptor venía cada vez menos. Sus ojos estaban rodeados de ojeras y cada vez que el elfo loco hablaba, un velo de tristeza los cubría, como si estuviese imaginándose qué hubiera sido de todos si quien hablaba de flores y brisas a su lado jamás hubiese sido traicionado. Tal vez todo fuera mucho mejor, o mucho peor. No le des vuelta a los talveces y quizases, mi buen Sazún, hay tantas posibilidades. Pero lo que cuenta es la realidad. Quién diría que es un loco quien lo piensa. Lo importante es el presente. Es aquella rosa que ha perdido un pétalo. Aquel roble que ha soltado una carcajada al ver revolotear una mariposa junto a una rama. El pasado no trae más que pesadumbres y penas, Sazún. Olvídalo y sigue cuidando y amando a tu familia.
A la tarde, el elfo loco salía con su bolsa de magia y los niños del Palacio de la Flor huían de sus profesores y de sus juegos de siempre para ir a verlo. «¡El Mago, el Mago!» Ya no lo llamaban el Príncipe Loco. «¡Va a venir la ardilla! ¡Van a venir las ranas!» Toda una banda de chiquillos corría por los jardines hasta ver al extraño elfo, de pie, con una rosa en la mano, silbando para llamar a las aves. Tal vez no hablase con los pájaros, como aseguraba la princesa Aletella, pero hablaba con la magia.
Los niños se sentaban alrededor del mago y cuando éste alzaba las manos, callaban, boquiabiertos. ¡Qué hermoso es ver brillar la ilusión en unos pequeños rostros redondos! Hasta la princesita rubia venía a veces, escapando de sus lecciones, para ir a verlo. Y sonreían todos y se abalanzaban sobre él cuando el espectáculo había terminado, siguiéndolo hasta la terraza. Entonces, el elfo loco les contaba una historia con una voz susurrante y unas mímicas graciosas. A veces bailaba como un duende y a veces se sentaba en la piedra y cerraba los ojos, pidiéndoles a los niños que escuchasen el latido del mundo. Y ellos, al contrario que los adultos, cerraban los ojos y escuchaban absortos, convencidos de que si el mago decía que la tierra vibraba y latía como un enorme corazón es que era cierto. Bellos amigos infantiles de corazón ingenuo, mirad la realidad. La realidad de la tierra, del viento y de la risa, de la bondad. Desviaos de las sombras, de los odios y de las ilusiones locas que pueblan el mundo que os espera. Cuánta nefasta quimera que todos debieran olvidar.
El verano se marchó y el otoño vino con sus lluvias y sus hojas muertas. Una tarde, después de haber devuelto la ardilla a su sombra boscosa y las ranas a su fuente rota, el elfo loco se paseaba por los pasillos del palacio saludando, silbando y admirando los tapices, y en una esquina, sentada junto a una ventana, vio a la pequeña elfa rubia, mirando llover.
—Buenos días, dulce lavanda, lluvia perdida —la saludó el elfo loco, quitándose su viejo sombrero y sonriéndole.
La dulce lavanda llovía también. Es decir, lloraba. Tenía los ojos azules brillantes y las mejillas rojas.
—Buenos días, Mago —contestó, reteniendo nuevas lágrimas.
¡Dioses! Imposible verla llorar así.
—¿Puedo hacer algo por ti?
La princesa negó con la cabeza.
—Todo el mundo puede hacer algo —insistió suavemente el elfo loco—. Incluso un Mago que no es mago.
—Sí que eres mago —replicó la niña, deslizándose del borde de la ventana hasta el suelo—. Eres mago y lo sabes. Otra cosa es que diga mi padre que estás loco. Pero yo no le creo —afirmó, desafiante.
El elfo loco la miró, sorprendido.
—¿En serio?
—En serio. Y ahora que lo dices, sí que puedes ayudarme. Sígueme —le ordenó—. Quiero enseñarte algo.
El elfo loco asintió con la cabeza y la siguió por los pasillos. Ella caminaba como una princesa, con decisión. Él zigzagueaba para rozar con una mano alegre los tapices de los pasillos. Sin embargo, cuanto más avanzaban, más ralentizaba. Al cabo, la princesa se giró, ladeando la cabeza.
—¿Qué ocurre, Mago?
Diez años. Hace diez años que no me acerco tanto a la Gran sala y al edificio principal del palacio. Qué locura seguir a esa niña hacia el pasado. No puedo continuar.
—No pasa nada.
Los ojos de la niña brillaban, interrogantes. El elfo loco había hablado, contemplándolos como absorto, y la princesa sonrió. Se acercó y le cogió la mano.
—Venga.
Estiró y el elfo continuó. Lo guió por unos pasillos todavía más lujosos y el elfo loco ya no se atrevía ni a tocar aquellos tapices desconocidos. Los sirvientes que cruzaron fruncían el ceño. Una dama se tapó la boca para esconder una sonrisa de burla. La princesita condujo al elfo loco hasta una pequeña sala llena de plantas, y cerró la puerta.
—Este es mi jardín —declaró—. Le pedí a papá uno y me lo dio. Pero le faltan palomas. Y le faltan ranas. Quisiera que trajeses aquí a los animales. Para que me hagan compañía.
El elfo loco cerró los ojos y escuchó el susurro de las plantas.
—No —dijo—. Una paloma no puede vivir encerrada, princesa. La paloma debe ser libre. Y aquellas plantas debieran ser libres también y sonreír, vivir y morir bajo el sol. Aunque tal vez… —El elfo sonrió—. Tal vez conozca a una rana que quiera hacerte compañía. Es una rana extraña, muy buena amiga mía. Pero tendrás que cuidarla muy bien.
El rostro de la niña, que al principio había reflejado sorpresa por la negativa, se iluminó como un sol de primavera.
—¡Así que sabes hablar con las ranas!
—Yo no les hablo. Ellas me susurran a mí. Tan sólo hace falta escuchar.
—Escuchar la tierra —asintió la princesa, recordando gravemente las palabras del elfo loco—. Quiero ver esa rana. Y quiero que me digas su nombre.
—El nombre poco importa —le aseguró él—. Nadie tiene nombre. Todos somos. Eso es lo importante.
La princesa sonrió con una mueca infantil. Ya no lloraba.
Capítulo 2: Los juegos de la inocencia
Un pañuelo blanco en la mano izquierda, con la otra alzada hacia el público, el Príncipe Loco adoptó una pose teatral. Todos los espectadores retenían la respiración, expectantes. Agitó el pañuelo y surgió de él una paloma blanca. Se oyeron exclamaciones admirativas. La paloma hizo un círculo alrededor de los espectadores, que la seguían con la mirada, y fue a posarse finalmente sobre la cabeza del elfo, quien simuló una mueca cómica de desagrado. La paloma soltó un arrullo indiferente. La gente se rió, divertida.
A continuación, el elfo loco puso dos dedos en la boca y silbó ruidosamente. De su capucha escondida salieron decenas de mariposas multicolores. La paloma fingió asustarse y voló muy alto en el cielo azul antes de descender y desaparecer entre los árboles. Las mariposas la imitaron, como persiguiéndola.
Un trueno de aplausos siguió la función. El elfo loco se inclinó profundamente varias veces, alegrándose de ver brillar la fascinación en los ojos de los más jóvenes. No era ni mucho menos la mejor función de aquellos días, pero eso no parecían haberlo notado los niños, los cuales reclamaban que apareciese la ardilla. Pero la ardilla, hoy, había decidido que hacía demasiado calor para trabajar en buenas condiciones.
Así que recogió su “bolsa de magia”, como la llamaba él, se la puso al hombro y se encaminó silbando hacia el palacio. Otras mariposas salieron de su capucha y dos gorriones salieron de sus mangas diciéndole hasta luego. Los niños soltaron exclamaciones de alegría. ¿Qué podría merendar hoy?, se preguntó mientras avanzaba con paso ligero. Seguramente Loe lo invitaría a tomar una taza de chocolate caliente. Hacía calor, era verano, pero Loe tomaba siempre su taza de chocolate, aunque los horizontes empezasen a hervir y los guardias a sudar bajo sus armaduras. Curiosas costumbres, las de Loe. No era un loco, como el Comandante Morris o él mismo. Loe era un palafrenero. No todos los palafreneros tenían la posibilidad de beber chocolate todos los días, pero Loe, siendo el hermano del capitán de la guardia real, tenía más de una comodidad.
—¡Mago! —exclamó una voz infantil detrás de él—. ¡Mago!
Se giró hacia la vocecita y vio a una pequeña elfa rubia que corría hacia él.
—Mago —repitió, jadeante y sonriente, deteniéndose ante el elfo loco—. Eres… eres… ¡genial!
El elfo loco la miró y se echó a reír, desordenándole el cabello afectuosamente. Y retirando la mano, le tendió una hoja de roble.
—Guárdala en un lugar seguro.
La niña cogió la hoja como un tesoro delicado y preguntó:
—¿Qué es?
—Magia —contestó el mago. Y sonrió con aire misterioso antes de empezar a subir las escaleras de piedra hacia la larga terraza. Tal vez una taza de chocolate no sea lo ideal. Tal vez baste con escuchar el trino del olistrán.
Pan de avena para ti,
y para mí una canción
que llene mi corazón
con un arrullo feliz.
La música alimenta el alma, como dice la poetisa Medélami. Aunque así y todo tal vez uno de esos pastelillos que hace Sirma, la cocinera…
—¡Mago! —lo llamó la pequeña elfa rubia, corriendo tras él—. Mago, ¿qué es la magia? ¿Cómo puedo hacer yo magia? ¿Es verdad que hablas con los animales? ¿Qué te dicen? ¿Es verdad que sabes hacer que llueva?
El elfo loco llegaba arriba de las escaleras, sumido en sus pensamientos, pero la última pregunta lo hizo enarcar una ceja. ¿Hacer que llueva? Tin, ton, las gotas de agua contra las cristaleras. Ojalá fuese posible con un día tan caluroso como aquel. Levantar los manos hacia el cielo y hablarle como a la paloma blanca. Decirle: llueve. A lo mejor se anima y nos descarga un aguacero. Invocar agua desde cero. ¿Por qué no?
—¡Aletella! —clamó una voz profunda—. ¡Ven aquí inmediatamente!
El elfo loco se sobresaltó y miró a su alrededor. La terraza estaba llena de sombrillas y cortesanos. Estos últimos lo observaban atentamente, algunos con curiosidad, otros con evidente asco, otros con lástima, y los más estaban tan apabullados por el calor que parpadeaban bajo las sombrillas y se abanicaban en un movimiento regular. La pequeña elfa rubia se precipitó hacia un elfo de porte elegante y desenfadado que la acogió con un brazo protector mientras sus sirvientes lo abanicaban con dedicación. Sus ojos se cruzaron con los del elfo loco y, mientras su rostro quedaba impasible, sus pupilas expresaron un destello incomprensible. Tal vez repulsión, ira, rencor contra un hermano del que no consigue deshacerse. Deshazte de mí y el mundo será enteramente tuyo. ¿Acaso te estoy robando algo sin saberlo? ¿Mi vida te atormenta? No creo que tanto como tú me atormentas a mí. Que te den, reyezuelo impávido, cruel muñeco de papel…
—¿Qué has estado diciéndole a mi hija? —preguntó el rey.
Un miedo atenazante invadió al elfo loco. Terribles sentimientos del pasado volvieron a asaltarlo. “Humíllate ante quien te ha perdonado la vida”. Cayó de rodillas y se tumbó, levemente tembloroso, ante el reyezuelo, agachando la cabeza para no verlo. ¡Fuera de mi vista, muñeco de papel! ¡Fuera de mi mente, oh pasado traidor! El elfo loco balbuceó unas palabras inintelegibles. Se oyeron unas risas.
—Le has asustado —intervino la bella princesa rubia—. Él es un mago. No es bueno dar miedo a un mago. A mí me ha dado magia.
Con el rabillo del ojo, el elfo loco vio que la niña le enseñaba a su padre la hoja de roble. Las comisuras de los labios del rey se levantaron pero sus ojos permanecieron fríos. Nieve en verano. Muerte del pasado. Resonaron unas risitas, como silbidos de serpientes en medio de una música letal.
—Eso es una hoja, mi cielo. No es magia. El mago no es más que un ilusionista. Ya te he dicho que no deben engañarte las apariencias. Venga, vuelve a tu lección de flauta. No deberías estar paseándote por aquí.
—¡No! —exclamó la princesa, a punto de echarse a llorar—. El mago dice la verdad. Habla con los pájaros. Y con las ardillas. Y los animales hacen lo que quiere que hagan. ¡Te lo juro, papá!
—¡Aletella! Compórtate como una princesa —la recriminó su padre con el gesto severo. Bajó los ojos hacia su hermano caído—. Tú. Di, ¿hablas con los pájaros?
Ojos entornados. Loco, ¡dime quién es el rey! Su Majestad Oledrié Da-Kin. Olé, olé. Silbidos y preguntas en las mazmorras frías. ¿Quién es tu rey? Su Majestad Oledrié Da-Kin. ¿Lo reconoces? Sí. Siseos susurrantes. ¿Lo reconoces? sí. Gemidos quejumbrosos. Ojos desorbitados. ¿Eres el Príncipe Loco? … Chirridos en la sombra. ¿Eres el Príncipe Loco? Sí. Sí, ¡soy el Príncipe Loco! ¿Y hablas con los pájaros?
—Sí. —El elfo loco se percató del error antes de que el rey abriese la boca, consternado—. ¡No! —exclamó—. Soy un loco. No soy un mago. Nunca… nunca lo he sido —insistió tartamudeando y abriendo los ojos como platos, aterrado. ¡Oh, triste pasado! Ojalá no hubieses construido un nido tan alto.
—¿Lo ves, querida? Los pájaros no hablan.
—Pero… pero —decía la princesa.
—Cielo, ve ya a tu lección —la interrumpió el rey con dulzura. Un Cielo grave y amoroso. Ojalá me hubiese llamado Cielo a mí también.
La princesa se repuso, asintió y se alejó corriendo por la ancha terraza que rodeaba el palacio. Una hoja que vuelve y otra que se va. El elfo loco sonrió. La princesa rubia había guardado la hoja de roble en su bolsillo.
Su sonrisa desapareció cuando levantó de nuevo la cabeza. El rey se había alejado hacia el jardín con su séquito. Antes de desaparecer por las escaleras, una elfa elegante de ojos azules echó un vistazo rápido e indiferente al elfo flaco y trémulo inclinado en el suelo. Eikasia, bella hermana de sangre real, falsa sonrisa, falsa beldad que esconde un corazón de piedra. Marchaos lejos de aquí. Rey papel, ¡infeliz pastel!
El elfo loco se levantó ágilmente, recogió su bolsa de magia y cruzó la terraza. Pasó por el pasillo de alfombras canturreando y se metió en la cocina buscando algún pastel.
—¡Sirma, oh bondadosa amiga y bienaventurada! —exclamó con una gran sonrisa, mientras agarraba un pastelito y le daba un suave mordisco—. Tan dulce como las aguas y bello como la flor. ¡Diez puntos le pongo yo!
Resonó una risa franca. Sirma, la cocinera, surgió de la despensa cargando con un pesado saco de harina.
—Menos poesía y más actos, muchacho. Ayúdame a llevar esto.
El elfo loco realizó una reverencia teatral. Sirma era la bondad en persona. Madre de todas las almas. Mejor que Serilea, la diosa de la Vida. Hacía unos pasteles deliciosos.
—Con las manos, los pies y mis ojos, te ayudo cómo y cuando quieras, Sirma, ¡con toda mi pasión!
Se precipitó hacia ella para ayudarla mientras ella meneaba la cabeza, sonriente.
—Será mejor que no hagas nada con los pies, querido. Déjalo ahí, sobre la mesa. Hay que hacer más pan. Esta mañana, se nos acabó la harina. Sin harina, en el Palacio de la Flor, ¿te das cuenta? Increíble que no sepan prever las cantidades necesarias. Y como el panadero no está aquí a la tarde, el trabajo será todo para mí. ¿Ves qué poca organización? Este palacio no es como era antes, muchacho. Hace veinte años, esto no pasaba.
—Hoy la harina es de otro costal —aprobó el elfo loco, posando el pesado saco sobre la mesa.
Sirma rió.
—Siéntate y come tantos pasteles como quieras. ¿Qué tal los jardines?
—Hornos floridos —contestó. No cogió más pasteles, pero se sentó a la mesa mientras Sirma aunaba todo lo necesario para hacer pan.
—Es cierto que afuera hace un calor asfixiante. ¡Qué verano! Pero eso sí, el… la piscina está llena de agua todos los días.
El elfo loco esbozó una sonrisa. Sirma había estado a punto de decir “el rey”. Siempre evitaba hablar de él. Todo un detalle. Sirma, oh bello espíritu, ¿por qué en vez de amasar el pan no gobiernas nuestro reino? Pero no. No vale la pena. El reino no merece la bondad de Sirma. Que cada cual se gobierne solo. Aquí no hay lugar para sacrificios de una vida. Ni la mía ni la de los demás.
Siguió hablando Sirma, y el elfo loco la escuchaba y se levantaba de cuando en cuando para ayudarla. Cuando pasaba junto a ella, jugueteaba con uno de sus rizos y le murmuraba un verso al oído. Sirma reía y trabajaba. En un momento, un ratón apareció en los rincones y, sin que lo viese la cocinera, el elfo loco le dio un trozo de pastel y lo guió suavemente hasta la salida. Se pide pero no se roba.
Cuando ya el pan estuvo en el horno, el elfo loco se despidió de Sirma y se encaminó alegremente hasta su cuarto, una habitación pequeña pero cómoda. A falta de tapices, el elfo había pintado todos los muros, y hasta el techo, con colores feéricos. En una mesilla, guardaba todos los tintes que había ido fabricando con pigmentos sacados del bosque. Nadie entraba en su cuarto salvo alguna que otra paloma, y porque se lo permitía. Era su refugio personal. Su hogar. Ahí meditaba en voz alta durante las horas de la noche. Cuando dormía en su cama, apenas tenía pesadillas. Si había tormenta, se acurrucaba entre las mantas y silbaba una melodía alegre para rehuir el miedo. Si llovía, las paredes sonreían, y cuando el alba llegaba, los ojos de ardilla dibujados en el techo parpadeaban, desperezándose y diciéndole: ¡arriba, dormilón!
Qué vida. A la mañana, el elfo loco paseaba por el bosque. A veces, Sazún aparecía y se unía a él. Diez años habían pasado desde su caída en desgracia, pero ahí seguía, leal a su rey aunque el mismo le asegurase que ya no era rey, sino tan sólo un loco más. ¡Cuánto ha tenido que sufrir Sazún al verme salir, aquel día, de las mazmorras del palacio! Su rostro sonriente jamás ha dejado de tener un no sé qué melancólico y triste. ¡Ah, Sazún, amigo mío! Amigo que hubiera podido vivir dignamente y feliz si hubiese elegido otro camino menos blanco. ¡Ah, Sazún, tierna paloma en un mundo de lobos siemprehambrientos!
Sin embargo, su viejo preceptor venía cada vez menos. Sus ojos estaban rodeados de ojeras y cada vez que el elfo loco hablaba, un velo de tristeza los cubría, como si estuviese imaginándose qué hubiera sido de todos si quien hablaba de flores y brisas a su lado jamás hubiese sido traicionado. Tal vez todo fuera mucho mejor, o mucho peor. No le des vuelta a los talveces y quizases, mi buen Sazún, hay tantas posibilidades. Pero lo que cuenta es la realidad. Quién diría que es un loco quien lo piensa. Lo importante es el presente. Es aquella rosa que ha perdido un pétalo. Aquel roble que ha soltado una carcajada al ver revolotear una mariposa junto a una rama. El pasado no trae más que pesadumbres y penas, Sazún. Olvídalo y sigue cuidando y amando a tu familia.
A la tarde, el elfo loco salía con su bolsa de magia y los niños del Palacio de la Flor huían de sus profesores y de sus juegos de siempre para ir a verlo. «¡El Mago, el Mago!» Ya no lo llamaban el Príncipe Loco. «¡Va a venir la ardilla! ¡Van a venir las ranas!» Toda una banda de chiquillos corría por los jardines hasta ver al extraño elfo, de pie, con una rosa en la mano, silbando para llamar a las aves. Tal vez no hablase con los pájaros, como aseguraba la princesa Aletella, pero hablaba con la magia.
Los niños se sentaban alrededor del mago y cuando éste alzaba las manos, callaban, boquiabiertos. ¡Qué hermoso es ver brillar la ilusión en unos pequeños rostros redondos! Hasta la princesita rubia venía a veces, escapando de sus lecciones, para ir a verlo. Y sonreían todos y se abalanzaban sobre él cuando el espectáculo había terminado, siguiéndolo hasta la terraza. Entonces, el elfo loco les contaba una historia con una voz susurrante y unas mímicas graciosas. A veces bailaba como un duende y a veces se sentaba en la piedra y cerraba los ojos, pidiéndoles a los niños que escuchasen el latido del mundo. Y ellos, al contrario que los adultos, cerraban los ojos y escuchaban absortos, convencidos de que si el mago decía que la tierra vibraba y latía como un enorme corazón es que era cierto. Bellos amigos infantiles de corazón ingenuo, mirad la realidad. La realidad de la tierra, del viento y de la risa, de la bondad. Desviaos de las sombras, de los odios y de las ilusiones locas que pueblan el mundo que os espera. Cuánta nefasta quimera que todos debieran olvidar.
El verano se marchó y el otoño vino con sus lluvias y sus hojas muertas. Una tarde, después de haber devuelto la ardilla a su sombra boscosa y las ranas a su fuente rota, el elfo loco se paseaba por los pasillos del palacio saludando, silbando y admirando los tapices, y en una esquina, sentada junto a una ventana, vio a la pequeña elfa rubia, mirando llover.
—Buenos días, dulce lavanda, lluvia perdida —la saludó el elfo loco, quitándose su viejo sombrero y sonriéndole.
La dulce lavanda llovía también. Es decir, lloraba. Tenía los ojos azules brillantes y las mejillas rojas.
—Buenos días, Mago —contestó, reteniendo nuevas lágrimas.
¡Dioses! Imposible verla llorar así.
—¿Puedo hacer algo por ti?
La princesa negó con la cabeza.
—Todo el mundo puede hacer algo —insistió suavemente el elfo loco—. Incluso un Mago que no es mago.
—Sí que eres mago —replicó la niña, deslizándose del borde de la ventana hasta el suelo—. Eres mago y lo sabes. Otra cosa es que diga mi padre que estás loco. Pero yo no le creo —afirmó, desafiante.
El elfo loco la miró, sorprendido.
—¿En serio?
—En serio. Y ahora que lo dices, sí que puedes ayudarme. Sígueme —le ordenó—. Quiero enseñarte algo.
El elfo loco asintió con la cabeza y la siguió por los pasillos. Ella caminaba como una princesa, con decisión. Él zigzagueaba para rozar con una mano alegre los tapices de los pasillos. Sin embargo, cuanto más avanzaban, más ralentizaba. Al cabo, la princesa se giró, ladeando la cabeza.
—¿Qué ocurre, Mago?
Diez años. Hace diez años que no me acerco tanto a la Gran sala y al edificio principal del palacio. Qué locura seguir a esa niña hacia el pasado. No puedo continuar.
—No pasa nada.
Los ojos de la niña brillaban, interrogantes. El elfo loco había hablado, contemplándolos como absorto, y la princesa sonrió. Se acercó y le cogió la mano.
—Venga.
Estiró y el elfo continuó. Lo guió por unos pasillos todavía más lujosos y el elfo loco ya no se atrevía ni a tocar aquellos tapices desconocidos. Los sirvientes que cruzaron fruncían el ceño. Una dama se tapó la boca para esconder una sonrisa de burla. La princesita condujo al elfo loco hasta una pequeña sala llena de plantas, y cerró la puerta.
—Este es mi jardín —declaró—. Le pedí a papá uno y me lo dio. Pero le faltan palomas. Y le faltan ranas. Quisiera que trajeses aquí a los animales. Para que me hagan compañía.
El elfo loco cerró los ojos y escuchó el susurro de las plantas.
—No —dijo—. Una paloma no puede vivir encerrada, princesa. La paloma debe ser libre. Y aquellas plantas debieran ser libres también y sonreír, vivir y morir bajo el sol. Aunque tal vez… —El elfo sonrió—. Tal vez conozca a una rana que quiera hacerte compañía. Es una rana extraña, muy buena amiga mía. Pero tendrás que cuidarla muy bien.
El rostro de la niña, que al principio había reflejado sorpresa por la negativa, se iluminó como un sol de primavera.
—¡Así que sabes hablar con las ranas!
—Yo no les hablo. Ellas me susurran a mí. Tan sólo hace falta escuchar.
—Escuchar la tierra —asintió la princesa, recordando gravemente las palabras del elfo loco—. Quiero ver esa rana. Y quiero que me digas su nombre.
—El nombre poco importa —le aseguró él—. Nadie tiene nombre. Todos somos. Eso es lo importante.
La princesa sonrió con una mueca infantil. Ya no lloraba.
Libros en mi blog