Prólogo
Imarig tenía ocho años cuando hizo su primer bote. Era horrible, pero no pesaba casi nada y resistía más que la mayoría. Sus padres estaban muy orgullosos de él, y le aseguraron que pronto mejoraría en el aspecto estético.
A los dieciocho años, sobreprotegido y mimado, estaba convencido de que esa era la única cosa en la que sus padres se equivocaban. Si en diez años no había mejorado nada su habilidad para tallar en el hueso azulado de los Antiguos, era poco probable que ocurriera más adelante. Pero no le importaba que sus deformaciones dieran risa a primera vista, porque su fama como el más rápido y efectivo “escultor” de la familia Nivante se le había subido a la cabeza.
Ser un prodigio no estaba nada mal: todos querían ser sus amigos y nadie regateaba a la hora de encargarle un trabajo, ni siquiera cuando se trataba de objetos comunes, que no tenían ninguna de las ventajas de sus deformaciones, pero eran igual de feos. Por supuesto, los únicos botes que vendia que no vinieran del hueso de los antiguos, eran pequeños adornos y juguetes. Vender un bote real con su “estilo” hubiera sido homicidio. Y posiblemente nadie lo hubiera culpado. Estaba todo en la fama. Ya de por sí la gente solía tener gafas rosas cuando de emisars se trataba, y por lo visto era más cuando veían a uno que destacaba. Los envidiosos y los que intentaban ser la voz de la razón no faltaban, pero era fácil ignorarlos en medio del aplauso.
A pesar de lo mucho que se regodeaba entre amigos, fama y fortuna, lo mejor de su vida seguía siendo su familia. No sólo porque eran los que le habían enseñado a tallar, unir y deformar, sino por la conexión que compartía con cada uno, y el hogar que conformaban en conjunto. Sus padres y hermanos mayores lo comprendían y cuidaban de él; cada cual a su manera. Unos más exigentes, como su madre, otros sobreprotectores como su padre. Unos preferían apañarle sus travesuras y otros lo regañaban por su propio bien. Su hermana predilecta era la que lo desafiaba y se burlaba de su estética siempre que él quería conformarse, pero aseguraba que era sólo porque se ponía de su parte cuando aparecia uno de esos “envidiosos''. No como su abuelo, que era paciente para instruirlo pero siempre le daba cuerda a sus críticos.
En cualquier caso, las generaciones anteriores, así como su hermana y primos mayores, cuidaban mucho de él. En pago, lo único que pedían era que cuidara de igual forma a los más pequeños de la familia, y que continuara con el legado familiar de la escultura de deformación; dos actividades que él hubiera hecho de todas formas.
Imarig era feliz en el palafito de dos plantas que habitaba con la mitad de los Nivante, en la playa sur de la Isla de los Arqueólogos.
Y luego, conoció a Teada, una de esas emisars de azul que viajaban por el mundo intentando convencer a los demás de ser menos como ellos mismos y más como ella les sugería.
La muchacha debía tener veintipocos años, y quería que él le construyera un velero. No uno de verdad, sino un juguete. Con un diseño específico que no hubiera sido demasiado problema para su hermana o su primo, pero sí para él.
Intentó explicárselo a la chica, pero ella dijo que sólo quería tener un modelo construido por él prodigio del que hablaban todos. No tenía sentido, entonces, que quisiera un diseño en particular. Pero la viajera estaba sonriendo y revolviendo sus rizos castaños de una forma muy curiosa.
Así que Imarig aceptó la tarea, y todo se vino abajo.
El eje de todos los mundos posibles no tiene esquinas ni aristas.