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Tres antorchas arrojaban una débil aura de luz sobre las corpulentas criaturas con cuernos en la cabeza que entraron al bosque cargando hachas más largas que yo; nunca había visto un monstruo, pero debían lucir así. Un hombre canoso de vestimenta elegante se quedó junto a la mujer sosteniendo una antorcha en una mano, y un carcaj de flechas en la otra.
Ella tenía la piel nívea, los rasgos finos y el cabello negro embutido en el cuello de su inmenso abrigo. Siguió a los guerreros con la mirada hasta que se perdieron en la niebla, y entonces exhaló un suspiro, tomó un relicario que llevaba colgado del cuello y susurró unas palabras que no alcancé a descifrar. Un largo aullido estalló dentro de la espesa neblina seguido de múltiples golpes secos. Frunció el ceño, levantó la quijada dirigiendo la vista al cielo sin nubes, se mantuvo quieta por un momento, y de repente miró de reojo en mi dirección; el área estaba demasiado oscura para que pudiera verme, pero percibí que un halo celeste comenzaba a surgir alrededor de su ojo. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, cuando un estruendo metálico retumbó detrás de ella.
—¡Ayuda! ¡Necesitamos ayuda! —clamó una voz dentro del bosque. La mujer chasqueó la lengua, se llevó su colgante a los labios y volvió a susurrar algo.
No me quedé a averiguar si podían verme. Descendí la vertiente deslizando mis pies para no hacer ruido, cuando me sobresaltó otro lúgubre aullido desde la montaña. Levanté la canasta, corrí hacia el río y me zambullí sin pensarlo mucho. Todo quedó en silencio mientras me hundía aferrándome a la canasta, y en el proceso un par de peces muertos volvieron a las mismas aguas que antes recorrieron con vida. Mientras braceaba a la otra orilla con un solo brazo, noté que la corriente fluía más suave que nunca, y jamás había estado tan fría.
Salí empapado y temblando, pero me alegré al comprobar que no había ni una antorcha a la vista, ni ningún ruido extraño proveniente del bosque, así que levanté la canasta y fui directo al refugio, deteniéndome solo para atravesar la roca en la entrada. Vadeé el pozo de la caverna hasta la pequeña isla, dejé caer la cesta en la tierra y abracé mis hombros tiritando mientras buscaba con la vista mis piedras carmesí; sonreí al ver que aún quedaban cuatro. Usé una para encender la fogata con mis dedos temblorosos, y disfruté el calor reconfortante al colgar un par de truchas sobre el fuego.
Estaba tan hambriento que casi me trago las espinas, y no comí más porque sabía que debía administrar las truchas con cuidado, por lo menos hasta que aprendiera a pescar; pero ese era una tarea para otro día. Esa noche me tiré satisfecho en la arena, sintiéndome afortunado por haberme librado de todo. Me arropé con mi manta y, tras un lapso de temblores y estornudos, pude quedarme dormido. Es curioso que solo en los días más agitados podía dormir profundamente, pero más extraño aún fue el sueño que tuve esa noche, porque presencié cosas que hasta entonces desconocía.
De repente era un niño de nuevo sobre los hombros de una mujer muy fuerte que me llevaba sonriendo por la plaza de un pequeño pueblo; los tablones de las casas tenían preciosos ornamentos de madera y tela de colores muy vivos. La mujer se detuvo ante una fuente, me sentó en un peldaño y besó mi frente con cariño, justo antes de comenzar a transfigurarse delante de mí: su mitad derecha se volvió traslúcida y se recubrió de telas color crema; del lado izquierdo se desplegó un vestido escarlata sobre una piel blanca como las nubes. A la derecha los ojos amarillos acompañaron una amable sonrisa, a la izquierdo los gélidos ojos azules centelleaban como los colmillos que se desprendían de su boca maliciosa. Le crecieron brazos, crestas, alas y otras partes de animales que jamás había visto. Entonces me tomó del cuello con sus garras y abrió las fauces, pero no emitió palabras sino un sonido muy exótico, una rara mezcla entre el crepitar del fuego y el soplido de la brisa, que de inmediato confundió mis sentidos. La mujer sonrió con ojos llenos de avaricia, el ruido se hizo más y más fuerte, tan insoportable que me estremecía los huesos, un ave plateada se posó en mi hombro y una decena de pirañas aleteaban sobre las nubes.
—¡Preya! —grité exaltado al despertar, y mi voz se repitió dentro de la caverna vacía. Traté de recuperar el aliento cuando me llegó un intenso olor a madera chamuscada y pescado. Fui a lavarme en el pozo, aunque interrumpido de vez en cuando por algún estornudo. El resfriado me recordó que debía buscar más madera si pretendía sobrevivir otra noche igual de fría; además de que necesitaría el fuego para cocinar. Llené la canasta de agua y dejé remojando las truchas con la esperanza de que eso las mantuviera frescas; no sabía si se conservarían hasta el regreso de Preya, pero quería guardarle una.
Pero había un inconveniente con la leña. Estaba seguro de que no necesitaba un hacha en aquel decadente bosque; los árboles estaban tan podridos que ya no tenían hojas y sus ancianos troncos se quebraban como galletas. El problema era el repentino miedo que sentí de abandonar la gruta con esas espantosas criaturas sueltas. Además, mi experiencia con el pescador y la pesadilla que tuve parecían haber debilitado mi espíritu. Preferí no salir de la gruta; allí estaba a salvo, podía intentar comer las truchas crudas, e incluso estaba la posibilidad de que Preya regresara en cualquier momento. Terminé vomitando el pescado y, por supuesto, Preya no apareció. Más tarde, el hambre y el resfriado se turnaron para hacer de mi noche un infierno, y antes de que me venciera el sueño, tomé la decisión de escabullirme al bosque por la mañana.
Era muy temprano cuando llegué al pie de la montaña. Admiré temerosamente su inmensa ladera sobrevolada por enormes nubes de bruma, y un escalofrío me recordó no adentrarme demasiado. Miré cuidadosamente en todas direcciones asegurándome de que no hubiera nadie, y de inmediato me puse manos a la obra:
Comencé dando golpecitos en los árboles buscando algún tronco que sonara hueco. Encontré varios, pero elegí el más alto y delgado; me sorprendió lo fácil que atravesé su corteza de una patada, y lo rápido que se ensanchó el hoyo moviendo mi pie alrededor. Fue tan divertido que jugué a ser uno de los guerreros famosos de mis lecturas como Tomero Iglu o el veloz Espéncer, y lancé una furia de golpes y patadas que pronto hicieron que el árbol se viniera abajo estrellándose contra el suelo.
Sonreí sobando mis nudillos; Preya nunca me dijo lo entretenida que era esta parte. Los pedazos eran ligeros pero no podía llevarlos todos a la vez, así que tuve que hacer varios viajes al refugio. Pero cuando regresaba por cuarta vez a cargar los últimos trozos, escuché unos pasos que venían desde arriba, y las monstruosas siluetas aparecieron en la cortina de niebla. Hice un amague de recoger la madera pero me detuve porque no me iba a dar tiempo, así que la dejé y me oculté detrás de un árbol. Sonó un traqueteo metálico acompañado de algunos quejidos y bostezos.
—¡Ni uno solo, te lo juro! ¡No siento mis pies! —exclamó una voz muy aguda, gritando como a quien no le preocupa ser escuchado—. ¿Tú dormiste algo?
—Emmm, quizá... —respondió otro. Su voz era grave y estiraba las palabras—. No lo... recuerdo.
—Bueno, yo alcancé a dormir un poco —confesó el de la voz chillona pasando a mi derecha, y su enorme compañero bostezó a mi izquierda. Me congelé en el acto aguantando la respiración, pero eso solo despertó mi resfriado.
—¡Achú!
—Gloria —le deseó el de la voz chillona sin detenerse.
—A todos —agradeció su somnoliento amigo sin darle importancia.
Desde atrás pude verlos mejor: corazas plateadas, hachas, cascos con cuernos, una coleta roja y botas de cuero; no eran monstruos sino caballeros, y por alguna razón, eso me pareció más emocionante.
—De todas maneras, ya estoy harto de esto —se quejó el de la coleta con su voz aguda—. ¡No lo soporto, ya no! ¡Juro que me volveré loco si paso otra noche sin dormir!
—«A jé, a jé» —lo apaciguó su amigo a mitad de un bostezo—. Mira, yo también estoy harto y... no es que me agrade la comida de estos bastardos. Pero mira el lado bueno... No vamos a la guerra.
—No me importa, Orbin —aseguró su amigo—. Jir Vaedlla me va a escuchar, tiene que parar esta locura. Y si no le apetece, puede traer su noble trasero a la montaña a ver qué le parece. ¡Yo no pienso regresar a este infierno!
Eso fue lo último que escuché antes de que salieran del bosque. Mi cuerpo estaba congelado en el lugar y al mismo tiempo sentía un intenso deseo de seguirlos, pero un pensamiento me hizo espabilar para regresar con urgencia al refugio. Escapé tan rápido que olvidé el resto de la leña, y aunque tuve que taparme la nariz al entrar en la caverna porque cada vez olía más a pescado, no dejé que eso me distrajera y fui directo a buscar mi libro de Mafvir el Torcedor.
Mafvir era un héroe atrevido y musculoso que se dio a conocer por doblar el hocico de una familia de caimanes que se merendaron sus ovejas. Su hazaña se hizo tan famosa que el mismo rey solicitó su ayuda para deshacerse de un peligroso leviatán que se estaba zampando los barcos de suministros. Mafvir fue llevado hasta la recámara del líder por unos imponentes caballeros de «armaduras plateadas con formas de toro y otros animales». Sonreí intrigado, pero también angustiado. Más adelante en la historia Mafvir descubre que el leviatán no existe y en realidad eran los soldados del rey quienes interceptaban los cargamentos en el mar y escondían los barcos. Pero antes de poder informar al respecto, Mafvir fue traicionado por los caballeros y enviado muy lejos a trabajar como esclavo.
Pasé el día pensando en los diferentes tipos de caballeros. Estos parecían un grupo pequeño y, viéndolos de cerca, no lucían peligrosos... ¿Pero qué querían en la montaña? ¿Habían venido persiguiendo a algún fugitivo, o quizá buscaban las frutas de la verdosa cumbre? Y aquella mujer de mirada gélida... ¿Qué relación tenía con ellos? También pensé mucho en Preya, en dónde estaría y lo que seguro me diría: «no quiero que salgas». Esa solía ser su respuesta para todo, pero por alguna razón ya no estaba para cuidarme.
La pregunta más importante era «¿Qué harán si me encuentran?». El demente pescador había mencionado que los guardias me llevarían con ellos, lo que no sonaba nada mal pues me gustaba la idea de convertirme en caballero, pero primero debía asegurarme de que no fueran como aquellos que traicionaron a Mafvir; y si lo que intentaban era llegar a la cima, incluso podían ayudarme a localizar a Preya. Esa noche mientras masticaba un trozo de pescado decidí empezar por hacer un poco de espionaje.
A la luz del alba me armé de valor para visitar el bosque una vez más, eché un rápido vistazo a los alrededores y me puse a trabajar nervioso pero sin detenerme. Con una rama destruí la parte superior de un árbol hueco y escondí los trozos de madera que se desprendieron. Entonces moví una roca, me subí en ella, salté dentro del tronco con mucho cuidado de no romperlo, y presioné el dedo contra la corteza para abrir un hoyo de cada lado; quedé encorvado y muy apretado a pesar de ser muy delgado, pero había conseguido infiltrarme.
Aguardé en silencio, encorvado, cada vez más nervioso de que me descubrieran, y la respiración casi se me cortó cuando escuché los pasos acercándose.
—¡Silencio! —El de la coleta volvía a estar de mal humor—. ¡Tu voz me molesta, tus botas apestan, tu cara es muy fea!
—Ya, ya... —lo quiso calmar su compañero con los ojos casi cerrados—. Solo aguanta un poco más y dormiremos un poco.
—Esta vez sí, esta vez sí, Vaedlla tendrá que escucharme o no regreso.
—De nuevo con eso, Ferrión... Creo que tendrías más suerte hablando con el rey.
—¡Que te calles, gordo irritante! —explotó de nuevo con su tono chillón—. ¡Va a cancelar este sinsentido, ya verás! ¡No voy a dejarle otra opción!
Casi sentí lástima por el tal Ferrión. Pero fuera lo que fuera que quería lograr, no parecía haber tenido suerte, porque regresaba cada día prometiendo que sería el último y quejándose de todo lo que cruzaba su mente: el mundo, los otros guardias, su ropa, aparentemente todo lo volvía loco.
Esos días me hice una rutina: por la mañana escuchaba sus quejas, por la tarde intentaba capturar un pez en el río —que había recuperado su turbulencia—, y por las noches analizaba sus conversaciones mientras cenaba. Desafortunadamente la mayoría eran detalles inútiles como los nombres de sus familiares, los platillos que se les antojaban o múltiples quejas sobre un reino lejano. Pero entre tanto parloteo algo estaba claro: Más de veinte guardias estaban siendo obligados a pasar la noche en diferentes áreas de la montaña sin poder pegar un ojo. También extraje un nombre que se repetía constantemente en sus desahogos: Jir Vaedlla.
Pero tras varias jornadas, aún no tenía claro si eran peligrosos; el grande lucía temible y el de la coleta tenía un carácter fuerte, pero estaban siempre tan exhaustos que seguro me confundían con uno de ellos si me los topaba de frente. Pensé en Preya y exhalé un largo suspiro; mi reserva de truchas estaba por agotarse sin haber averiguado un solo indicio de lo que sucedía en la montaña, eso sin mencionar mi fracaso en el arte de la pesca. Entonces recordé mi encuentro con el anciano en el que mencionó algo sobre los guardias: ¡Quizá él podía saber algo! Pero antes se había puesto un poco agresivo, así que debía idear una manera segura de aproximarme.
Al día siguiente cuando llegó con su caña en la mano, yo lo estaba esperando de pie en medio del área de grava; su ropa estaba reluciente, tenía una caña de pescar nueva y un sombrero muy elegante. Venía acompañado de dos personas: un señor delgado de cuello largo, camisa blanca y pantalón abombado; y una chica de cabellera castaña, de mi edad o un poco más joven, que cargaba un palo largo y puntiagudo en la mano. El anciano intentó adelantarse al grupo en cuanto me reconoció.
—¡Alto! —grité con la mano levantada y todos se detuvieron, probablemente por curiosidad—. Antes... dijiste que viniera si tenía otra piedra.
—¡¿Tienes otra?! —El anciano casi dio un brinco de felicidad. Su acompañante lo observó con una ceja alzada, y de repente sus ojos se ensancharon como platos.
—¡Ebraél, viejo embustero, dijiste que se la sacaste a un pez gordo! ¡Este pez tiene piernas! —reclamó el sujeto asiendo al anciano por el cordel de su jubón. La chica no dejaba de observarme con preocupación.
—Cálmate, Cebreo —pidió el viejo alejando el cuello y levantando las palmas—. Tenía mucho estrés ese día y pensé que había imaginado todo el asunto del niño, sabes que sería incapaz de ocultarte nada. ¡Estoy tan sorprendido como tú! —aseguró estregándose los ojos. El hombre frunció el ceño.
—Emmm... ¿sí quieres la piedra, verdad? —intervine.
—¡Claro! —respondieron ambos, y el sujeto se volvió hacia el anciano—. Iremos a medias, Ebraél, si no quieres que los guardias se enteren de esto.
—De acuerdo, de acuerdo —accedió el Ebraél librándose de su agarre—. Aquí tengo otra canasta de pescado, muchacho —Cebrero lo miró con la boca abierta y las cejas levantadas—, acabamos de salarlos para que se conserven más. ¡Ahora muéstranos la piedra!
—La escondí en el río —dije—. Pero solo les diré dónde está si...
—Si te damos todo lo que tenemos y confiamos en que no escaparás corriendo, ¿verdad? —Un eufórico Ebraél comenzó a acercarse lentamente—. Por tu contextura sé que no te estás alimentando muy bien, y no puedes almorzar piedras, ¿verdad? Será mejor que nos lleves al lugar donde tienes las joyas o yo mismo te ahogaré en el río.
—Yo... yo... —Comencé a dar pasos atrás. El anciano se iba a arrojar sobre mí, me sentí débil y airado de que me amenazara de nuevo. Entonces se me ocurrió algo—. Conocí a los guardias. —De inmediato noté un cambio en el gesto del anciano, así que continué—. Bueno, a un par. Orbin y Ferrión, ¿los conoces? Me han estado hablando de su familia en Monte Perno y lo mala que es la comida de aquí. Creo que... podría comentarles de ti.
—E-espera —me rogó de repente el viejo Ebraél—. ¿Cómo es que... Bueno, está bien, de acuerdo. Confío en que tienes más piedras de esas... Pero nosotros no tenemos mucho, ¿qué otra cosa quieres? —preguntó arrojando la canasta cerca de mí.
—Eso. —Señalé a la chica y ella se alarmó—. Lo que tienes en la mano. ¿Es una lanza, verdad?
—Eh... Esto es u-un arpón —respondió sobándose el antebrazo—. Lo uso para pe-pescar, no es un...
—Lo quiero —dije de inmediato. La chica miró a su padre y este asintió, así que arrojó el arpón a mis pies con el rostro afligido—. Y... quiero una cosa más. ¿Qué saben sobre Jir Vaedlla?
El anciano se timbró, me observó receloso y botó el aire por la nariz. No dijo una palabra, pero Cebreo dio un paso al frente.
—¿Te refieres a los de Vaedlla de Pristina, no? Son una familia de nobles muy respetada. Hace poco el tal Jir se casó con la princesa, creo que ahora comanda un ejército del rey. Dicen que es alguien tímido pero muy apuesto... —entonces frunció ligeramente el ceño—. Pero no son cosas que le atañan a un niño. ¿Cuál es tu interés en...
—No importa —lo interrumpí levantando el arpón y la canasta sin quitar los ojos del anciano, que tenía los brazos cruzados como un niño regañado—. La piedra está detrás de esta roca a mi derecha, no me sigan —añadí empezando a correr.
Pero ellos se aventaron en mi dirección como unas gacelas hambrientas; Ebraél quiso seguirme, pero su compañero lo detuvo.
—¡Déjalo Ebraél, aquí está! ¡Tengo la esgamita! —escuché detrás de mí, pero no me detuve a mirar atrás.
Más tarde en la caverna me dejé caer sobre la tierra blanda con la respiración acelerada, el corazón agitado y un curioso ataque de risa. La verdad es que me sentía muy vivo, poderoso incluso, como los aventureros de las leyendas. Una vez más conseguí alimento por mi cuenta, sin contar el arpón y toda la información recolectada. Era un estado en el que lo bueno parecía diez veces mejor y lo malo diez veces peor, así que aunque me sentí capaz de cualquier cosa, me golpeó una preocupación tremenda: Preya. Sentí que no podía esperar más, era momento de encarar a los guardias. Hubiera preferido hacerlo en la mañana cuando estaban más débiles, pero tenía que aprovechar el ímpetu que me recorría el cuerpo en ese momento, así que llené mis pulmones, me puse de pie de un salto y fui directo a esconderme en el tronco de siempre.
Sin embargo, mi plan se arruinó al verlos llegar en una cuadrilla de quince soldados que me intimidaron de intimidado. Múltiples antorchas se detuvieron cerca de la entrada del bosque y un momento después comenzaron a desplegarse en varios grupos por diferentes direcciones; entre ellos vi pasar a Ferrión, el de la coleta. Abajo solo quedaron el hombre canoso de las flechas y la escalofriante dama a su lado.
—Solo dos... —lamentó la mujer, claramente exasperada—. ¿Por qué no pueden traerme solo dos, Cergal?
—La brecha es demasiado grande, mi señora. Si retrocediéramos un poco a esperar por...
—¡Calla! —ordenó ella con voz severa, colocando el relicario junto a su oreja. Asintió ligeramente un par de veces antes de volver a hablar—. No quise decirte esto con ellos presentes, pero necesito usar a un par de tus soldados. Estoy preparando algo interesante, pero no puedo mover los cántaros.
¡Necesitaban ayuda! Sentí que ese era el momento ideal para presentarme ofreciendo una mano, pero la conversación continuó un poco más:
—¿Usar? Mi señora... no se estará refiriendo a...
—Shhh... Siempre quieres hablar de más Cergal, como si tus palabras tuvieran valor. Olvídalo, te avisaré cuando requiera a tus hombres, ahora necesito otra cosa de ti —se inclinó hacia el arquero y le susurró algo al oído. Él alzó las cejas en un gesto de angustia.
—Pero... mi distinguida Vaedlla —Me sorprendí al escuchar el apellido, pero me entretuvo la expresión ansiosa del arquero—, no podemos rebajarnos a eso. ¿Qué diría su padre de...
— ¡Haz lo que te ordeno, Cergal! —insistió ella crujiendo los dientes. El sujeto miró nervioso hacia la montaña, después hacia atrás por encima de su hombro, y entonces con el rostro pálido me miró directamente a mí.
Mi primera reacción fue apartarme del pequeño agujero y contener el aliento. Levanté el mentón temiendo que alguno se asomara desde arriba, cuando justo por encima de mi nariz pasó volando una flecha, atravesando la corteza de un lado a otro. Mi corazón dio un vuelco, las palabras se me atascaron en la garganta; escuché de nuevo la vibración de la cuerda y una segunda flecha atravesó el tronco clavándose en mi pierna izquierda, justo por encima del tobillo. El impacto me hizo bramar un largo y tétrico aullido de dolor.
Capítulo 3: El clamor de la montaña
Tres antorchas arrojaban una débil aura de luz sobre las corpulentas criaturas con cuernos en la cabeza que entraron al bosque cargando hachas más largas que yo; nunca había visto un monstruo, pero debían lucir así. Un hombre canoso de vestimenta elegante se quedó junto a la mujer sosteniendo una antorcha en una mano, y un carcaj de flechas en la otra.
Ella tenía la piel nívea, los rasgos finos y el cabello negro embutido en el cuello de su inmenso abrigo. Siguió a los guerreros con la mirada hasta que se perdieron en la niebla, y entonces exhaló un suspiro, tomó un relicario que llevaba colgado del cuello y susurró unas palabras que no alcancé a descifrar. Un largo aullido estalló dentro de la espesa neblina seguido de múltiples golpes secos. Frunció el ceño, levantó la quijada dirigiendo la vista al cielo sin nubes, se mantuvo quieta por un momento, y de repente miró de reojo en mi dirección; el área estaba demasiado oscura para que pudiera verme, pero percibí que un halo celeste comenzaba a surgir alrededor de su ojo. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, cuando un estruendo metálico retumbó detrás de ella.
—¡Ayuda! ¡Necesitamos ayuda! —clamó una voz dentro del bosque. La mujer chasqueó la lengua, se llevó su colgante a los labios y volvió a susurrar algo.
No me quedé a averiguar si podían verme. Descendí la vertiente deslizando mis pies para no hacer ruido, cuando me sobresaltó otro lúgubre aullido desde la montaña. Levanté la canasta, corrí hacia el río y me zambullí sin pensarlo mucho. Todo quedó en silencio mientras me hundía aferrándome a la canasta, y en el proceso un par de peces muertos volvieron a las mismas aguas que antes recorrieron con vida. Mientras braceaba a la otra orilla con un solo brazo, noté que la corriente fluía más suave que nunca, y jamás había estado tan fría.
Salí empapado y temblando, pero me alegré al comprobar que no había ni una antorcha a la vista, ni ningún ruido extraño proveniente del bosque, así que levanté la canasta y fui directo al refugio, deteniéndome solo para atravesar la roca en la entrada. Vadeé el pozo de la caverna hasta la pequeña isla, dejé caer la cesta en la tierra y abracé mis hombros tiritando mientras buscaba con la vista mis piedras carmesí; sonreí al ver que aún quedaban cuatro. Usé una para encender la fogata con mis dedos temblorosos, y disfruté el calor reconfortante al colgar un par de truchas sobre el fuego.
Estaba tan hambriento que casi me trago las espinas, y no comí más porque sabía que debía administrar las truchas con cuidado, por lo menos hasta que aprendiera a pescar; pero ese era una tarea para otro día. Esa noche me tiré satisfecho en la arena, sintiéndome afortunado por haberme librado de todo. Me arropé con mi manta y, tras un lapso de temblores y estornudos, pude quedarme dormido. Es curioso que solo en los días más agitados podía dormir profundamente, pero más extraño aún fue el sueño que tuve esa noche, porque presencié cosas que hasta entonces desconocía.
De repente era un niño de nuevo sobre los hombros de una mujer muy fuerte que me llevaba sonriendo por la plaza de un pequeño pueblo; los tablones de las casas tenían preciosos ornamentos de madera y tela de colores muy vivos. La mujer se detuvo ante una fuente, me sentó en un peldaño y besó mi frente con cariño, justo antes de comenzar a transfigurarse delante de mí: su mitad derecha se volvió traslúcida y se recubrió de telas color crema; del lado izquierdo se desplegó un vestido escarlata sobre una piel blanca como las nubes. A la derecha los ojos amarillos acompañaron una amable sonrisa, a la izquierdo los gélidos ojos azules centelleaban como los colmillos que se desprendían de su boca maliciosa. Le crecieron brazos, crestas, alas y otras partes de animales que jamás había visto. Entonces me tomó del cuello con sus garras y abrió las fauces, pero no emitió palabras sino un sonido muy exótico, una rara mezcla entre el crepitar del fuego y el soplido de la brisa, que de inmediato confundió mis sentidos. La mujer sonrió con ojos llenos de avaricia, el ruido se hizo más y más fuerte, tan insoportable que me estremecía los huesos, un ave plateada se posó en mi hombro y una decena de pirañas aleteaban sobre las nubes.
—¡Preya! —grité exaltado al despertar, y mi voz se repitió dentro de la caverna vacía. Traté de recuperar el aliento cuando me llegó un intenso olor a madera chamuscada y pescado. Fui a lavarme en el pozo, aunque interrumpido de vez en cuando por algún estornudo. El resfriado me recordó que debía buscar más madera si pretendía sobrevivir otra noche igual de fría; además de que necesitaría el fuego para cocinar. Llené la canasta de agua y dejé remojando las truchas con la esperanza de que eso las mantuviera frescas; no sabía si se conservarían hasta el regreso de Preya, pero quería guardarle una.
Pero había un inconveniente con la leña. Estaba seguro de que no necesitaba un hacha en aquel decadente bosque; los árboles estaban tan podridos que ya no tenían hojas y sus ancianos troncos se quebraban como galletas. El problema era el repentino miedo que sentí de abandonar la gruta con esas espantosas criaturas sueltas. Además, mi experiencia con el pescador y la pesadilla que tuve parecían haber debilitado mi espíritu. Preferí no salir de la gruta; allí estaba a salvo, podía intentar comer las truchas crudas, e incluso estaba la posibilidad de que Preya regresara en cualquier momento. Terminé vomitando el pescado y, por supuesto, Preya no apareció. Más tarde, el hambre y el resfriado se turnaron para hacer de mi noche un infierno, y antes de que me venciera el sueño, tomé la decisión de escabullirme al bosque por la mañana.
Era muy temprano cuando llegué al pie de la montaña. Admiré temerosamente su inmensa ladera sobrevolada por enormes nubes de bruma, y un escalofrío me recordó no adentrarme demasiado. Miré cuidadosamente en todas direcciones asegurándome de que no hubiera nadie, y de inmediato me puse manos a la obra:
Comencé dando golpecitos en los árboles buscando algún tronco que sonara hueco. Encontré varios, pero elegí el más alto y delgado; me sorprendió lo fácil que atravesé su corteza de una patada, y lo rápido que se ensanchó el hoyo moviendo mi pie alrededor. Fue tan divertido que jugué a ser uno de los guerreros famosos de mis lecturas como Tomero Iglu o el veloz Espéncer, y lancé una furia de golpes y patadas que pronto hicieron que el árbol se viniera abajo estrellándose contra el suelo.
Sonreí sobando mis nudillos; Preya nunca me dijo lo entretenida que era esta parte. Los pedazos eran ligeros pero no podía llevarlos todos a la vez, así que tuve que hacer varios viajes al refugio. Pero cuando regresaba por cuarta vez a cargar los últimos trozos, escuché unos pasos que venían desde arriba, y las monstruosas siluetas aparecieron en la cortina de niebla. Hice un amague de recoger la madera pero me detuve porque no me iba a dar tiempo, así que la dejé y me oculté detrás de un árbol. Sonó un traqueteo metálico acompañado de algunos quejidos y bostezos.
—¡Ni uno solo, te lo juro! ¡No siento mis pies! —exclamó una voz muy aguda, gritando como a quien no le preocupa ser escuchado—. ¿Tú dormiste algo?
—Emmm, quizá... —respondió otro. Su voz era grave y estiraba las palabras—. No lo... recuerdo.
—Bueno, yo alcancé a dormir un poco —confesó el de la voz chillona pasando a mi derecha, y su enorme compañero bostezó a mi izquierda. Me congelé en el acto aguantando la respiración, pero eso solo despertó mi resfriado.
—¡Achú!
—Gloria —le deseó el de la voz chillona sin detenerse.
—A todos —agradeció su somnoliento amigo sin darle importancia.
Desde atrás pude verlos mejor: corazas plateadas, hachas, cascos con cuernos, una coleta roja y botas de cuero; no eran monstruos sino caballeros, y por alguna razón, eso me pareció más emocionante.
—De todas maneras, ya estoy harto de esto —se quejó el de la coleta con su voz aguda—. ¡No lo soporto, ya no! ¡Juro que me volveré loco si paso otra noche sin dormir!
—«A jé, a jé» —lo apaciguó su amigo a mitad de un bostezo—. Mira, yo también estoy harto y... no es que me agrade la comida de estos bastardos. Pero mira el lado bueno... No vamos a la guerra.
—No me importa, Orbin —aseguró su amigo—. Jir Vaedlla me va a escuchar, tiene que parar esta locura. Y si no le apetece, puede traer su noble trasero a la montaña a ver qué le parece. ¡Yo no pienso regresar a este infierno!
Eso fue lo último que escuché antes de que salieran del bosque. Mi cuerpo estaba congelado en el lugar y al mismo tiempo sentía un intenso deseo de seguirlos, pero un pensamiento me hizo espabilar para regresar con urgencia al refugio. Escapé tan rápido que olvidé el resto de la leña, y aunque tuve que taparme la nariz al entrar en la caverna porque cada vez olía más a pescado, no dejé que eso me distrajera y fui directo a buscar mi libro de Mafvir el Torcedor.
Mafvir era un héroe atrevido y musculoso que se dio a conocer por doblar el hocico de una familia de caimanes que se merendaron sus ovejas. Su hazaña se hizo tan famosa que el mismo rey solicitó su ayuda para deshacerse de un peligroso leviatán que se estaba zampando los barcos de suministros. Mafvir fue llevado hasta la recámara del líder por unos imponentes caballeros de «armaduras plateadas con formas de toro y otros animales». Sonreí intrigado, pero también angustiado. Más adelante en la historia Mafvir descubre que el leviatán no existe y en realidad eran los soldados del rey quienes interceptaban los cargamentos en el mar y escondían los barcos. Pero antes de poder informar al respecto, Mafvir fue traicionado por los caballeros y enviado muy lejos a trabajar como esclavo.
Pasé el día pensando en los diferentes tipos de caballeros. Estos parecían un grupo pequeño y, viéndolos de cerca, no lucían peligrosos... ¿Pero qué querían en la montaña? ¿Habían venido persiguiendo a algún fugitivo, o quizá buscaban las frutas de la verdosa cumbre? Y aquella mujer de mirada gélida... ¿Qué relación tenía con ellos? También pensé mucho en Preya, en dónde estaría y lo que seguro me diría: «no quiero que salgas». Esa solía ser su respuesta para todo, pero por alguna razón ya no estaba para cuidarme.
La pregunta más importante era «¿Qué harán si me encuentran?». El demente pescador había mencionado que los guardias me llevarían con ellos, lo que no sonaba nada mal pues me gustaba la idea de convertirme en caballero, pero primero debía asegurarme de que no fueran como aquellos que traicionaron a Mafvir; y si lo que intentaban era llegar a la cima, incluso podían ayudarme a localizar a Preya. Esa noche mientras masticaba un trozo de pescado decidí empezar por hacer un poco de espionaje.
A la luz del alba me armé de valor para visitar el bosque una vez más, eché un rápido vistazo a los alrededores y me puse a trabajar nervioso pero sin detenerme. Con una rama destruí la parte superior de un árbol hueco y escondí los trozos de madera que se desprendieron. Entonces moví una roca, me subí en ella, salté dentro del tronco con mucho cuidado de no romperlo, y presioné el dedo contra la corteza para abrir un hoyo de cada lado; quedé encorvado y muy apretado a pesar de ser muy delgado, pero había conseguido infiltrarme.
Aguardé en silencio, encorvado, cada vez más nervioso de que me descubrieran, y la respiración casi se me cortó cuando escuché los pasos acercándose.
—¡Silencio! —El de la coleta volvía a estar de mal humor—. ¡Tu voz me molesta, tus botas apestan, tu cara es muy fea!
—Ya, ya... —lo quiso calmar su compañero con los ojos casi cerrados—. Solo aguanta un poco más y dormiremos un poco.
—Esta vez sí, esta vez sí, Vaedlla tendrá que escucharme o no regreso.
—De nuevo con eso, Ferrión... Creo que tendrías más suerte hablando con el rey.
—¡Que te calles, gordo irritante! —explotó de nuevo con su tono chillón—. ¡Va a cancelar este sinsentido, ya verás! ¡No voy a dejarle otra opción!
Casi sentí lástima por el tal Ferrión. Pero fuera lo que fuera que quería lograr, no parecía haber tenido suerte, porque regresaba cada día prometiendo que sería el último y quejándose de todo lo que cruzaba su mente: el mundo, los otros guardias, su ropa, aparentemente todo lo volvía loco.
Esos días me hice una rutina: por la mañana escuchaba sus quejas, por la tarde intentaba capturar un pez en el río —que había recuperado su turbulencia—, y por las noches analizaba sus conversaciones mientras cenaba. Desafortunadamente la mayoría eran detalles inútiles como los nombres de sus familiares, los platillos que se les antojaban o múltiples quejas sobre un reino lejano. Pero entre tanto parloteo algo estaba claro: Más de veinte guardias estaban siendo obligados a pasar la noche en diferentes áreas de la montaña sin poder pegar un ojo. También extraje un nombre que se repetía constantemente en sus desahogos: Jir Vaedlla.
Pero tras varias jornadas, aún no tenía claro si eran peligrosos; el grande lucía temible y el de la coleta tenía un carácter fuerte, pero estaban siempre tan exhaustos que seguro me confundían con uno de ellos si me los topaba de frente. Pensé en Preya y exhalé un largo suspiro; mi reserva de truchas estaba por agotarse sin haber averiguado un solo indicio de lo que sucedía en la montaña, eso sin mencionar mi fracaso en el arte de la pesca. Entonces recordé mi encuentro con el anciano en el que mencionó algo sobre los guardias: ¡Quizá él podía saber algo! Pero antes se había puesto un poco agresivo, así que debía idear una manera segura de aproximarme.
Al día siguiente cuando llegó con su caña en la mano, yo lo estaba esperando de pie en medio del área de grava; su ropa estaba reluciente, tenía una caña de pescar nueva y un sombrero muy elegante. Venía acompañado de dos personas: un señor delgado de cuello largo, camisa blanca y pantalón abombado; y una chica de cabellera castaña, de mi edad o un poco más joven, que cargaba un palo largo y puntiagudo en la mano. El anciano intentó adelantarse al grupo en cuanto me reconoció.
—¡Alto! —grité con la mano levantada y todos se detuvieron, probablemente por curiosidad—. Antes... dijiste que viniera si tenía otra piedra.
—¡¿Tienes otra?! —El anciano casi dio un brinco de felicidad. Su acompañante lo observó con una ceja alzada, y de repente sus ojos se ensancharon como platos.
—¡Ebraél, viejo embustero, dijiste que se la sacaste a un pez gordo! ¡Este pez tiene piernas! —reclamó el sujeto asiendo al anciano por el cordel de su jubón. La chica no dejaba de observarme con preocupación.
—Cálmate, Cebreo —pidió el viejo alejando el cuello y levantando las palmas—. Tenía mucho estrés ese día y pensé que había imaginado todo el asunto del niño, sabes que sería incapaz de ocultarte nada. ¡Estoy tan sorprendido como tú! —aseguró estregándose los ojos. El hombre frunció el ceño.
—Emmm... ¿sí quieres la piedra, verdad? —intervine.
—¡Claro! —respondieron ambos, y el sujeto se volvió hacia el anciano—. Iremos a medias, Ebraél, si no quieres que los guardias se enteren de esto.
—De acuerdo, de acuerdo —accedió el Ebraél librándose de su agarre—. Aquí tengo otra canasta de pescado, muchacho —Cebrero lo miró con la boca abierta y las cejas levantadas—, acabamos de salarlos para que se conserven más. ¡Ahora muéstranos la piedra!
—La escondí en el río —dije—. Pero solo les diré dónde está si...
—Si te damos todo lo que tenemos y confiamos en que no escaparás corriendo, ¿verdad? —Un eufórico Ebraél comenzó a acercarse lentamente—. Por tu contextura sé que no te estás alimentando muy bien, y no puedes almorzar piedras, ¿verdad? Será mejor que nos lleves al lugar donde tienes las joyas o yo mismo te ahogaré en el río.
—Yo... yo... —Comencé a dar pasos atrás. El anciano se iba a arrojar sobre mí, me sentí débil y airado de que me amenazara de nuevo. Entonces se me ocurrió algo—. Conocí a los guardias. —De inmediato noté un cambio en el gesto del anciano, así que continué—. Bueno, a un par. Orbin y Ferrión, ¿los conoces? Me han estado hablando de su familia en Monte Perno y lo mala que es la comida de aquí. Creo que... podría comentarles de ti.
—E-espera —me rogó de repente el viejo Ebraél—. ¿Cómo es que... Bueno, está bien, de acuerdo. Confío en que tienes más piedras de esas... Pero nosotros no tenemos mucho, ¿qué otra cosa quieres? —preguntó arrojando la canasta cerca de mí.
—Eso. —Señalé a la chica y ella se alarmó—. Lo que tienes en la mano. ¿Es una lanza, verdad?
—Eh... Esto es u-un arpón —respondió sobándose el antebrazo—. Lo uso para pe-pescar, no es un...
—Lo quiero —dije de inmediato. La chica miró a su padre y este asintió, así que arrojó el arpón a mis pies con el rostro afligido—. Y... quiero una cosa más. ¿Qué saben sobre Jir Vaedlla?
El anciano se timbró, me observó receloso y botó el aire por la nariz. No dijo una palabra, pero Cebreo dio un paso al frente.
—¿Te refieres a los de Vaedlla de Pristina, no? Son una familia de nobles muy respetada. Hace poco el tal Jir se casó con la princesa, creo que ahora comanda un ejército del rey. Dicen que es alguien tímido pero muy apuesto... —entonces frunció ligeramente el ceño—. Pero no son cosas que le atañan a un niño. ¿Cuál es tu interés en...
—No importa —lo interrumpí levantando el arpón y la canasta sin quitar los ojos del anciano, que tenía los brazos cruzados como un niño regañado—. La piedra está detrás de esta roca a mi derecha, no me sigan —añadí empezando a correr.
Pero ellos se aventaron en mi dirección como unas gacelas hambrientas; Ebraél quiso seguirme, pero su compañero lo detuvo.
—¡Déjalo Ebraél, aquí está! ¡Tengo la esgamita! —escuché detrás de mí, pero no me detuve a mirar atrás.
Más tarde en la caverna me dejé caer sobre la tierra blanda con la respiración acelerada, el corazón agitado y un curioso ataque de risa. La verdad es que me sentía muy vivo, poderoso incluso, como los aventureros de las leyendas. Una vez más conseguí alimento por mi cuenta, sin contar el arpón y toda la información recolectada. Era un estado en el que lo bueno parecía diez veces mejor y lo malo diez veces peor, así que aunque me sentí capaz de cualquier cosa, me golpeó una preocupación tremenda: Preya. Sentí que no podía esperar más, era momento de encarar a los guardias. Hubiera preferido hacerlo en la mañana cuando estaban más débiles, pero tenía que aprovechar el ímpetu que me recorría el cuerpo en ese momento, así que llené mis pulmones, me puse de pie de un salto y fui directo a esconderme en el tronco de siempre.
Sin embargo, mi plan se arruinó al verlos llegar en una cuadrilla de quince soldados que me intimidaron de intimidado. Múltiples antorchas se detuvieron cerca de la entrada del bosque y un momento después comenzaron a desplegarse en varios grupos por diferentes direcciones; entre ellos vi pasar a Ferrión, el de la coleta. Abajo solo quedaron el hombre canoso de las flechas y la escalofriante dama a su lado.
—Solo dos... —lamentó la mujer, claramente exasperada—. ¿Por qué no pueden traerme solo dos, Cergal?
—La brecha es demasiado grande, mi señora. Si retrocediéramos un poco a esperar por...
—¡Calla! —ordenó ella con voz severa, colocando el relicario junto a su oreja. Asintió ligeramente un par de veces antes de volver a hablar—. No quise decirte esto con ellos presentes, pero necesito usar a un par de tus soldados. Estoy preparando algo interesante, pero no puedo mover los cántaros.
¡Necesitaban ayuda! Sentí que ese era el momento ideal para presentarme ofreciendo una mano, pero la conversación continuó un poco más:
—¿Usar? Mi señora... no se estará refiriendo a...
—Shhh... Siempre quieres hablar de más Cergal, como si tus palabras tuvieran valor. Olvídalo, te avisaré cuando requiera a tus hombres, ahora necesito otra cosa de ti —se inclinó hacia el arquero y le susurró algo al oído. Él alzó las cejas en un gesto de angustia.
—Pero... mi distinguida Vaedlla —Me sorprendí al escuchar el apellido, pero me entretuvo la expresión ansiosa del arquero—, no podemos rebajarnos a eso. ¿Qué diría su padre de...
— ¡Haz lo que te ordeno, Cergal! —insistió ella crujiendo los dientes. El sujeto miró nervioso hacia la montaña, después hacia atrás por encima de su hombro, y entonces con el rostro pálido me miró directamente a mí.
Mi primera reacción fue apartarme del pequeño agujero y contener el aliento. Levanté el mentón temiendo que alguno se asomara desde arriba, cuando justo por encima de mi nariz pasó volando una flecha, atravesando la corteza de un lado a otro. Mi corazón dio un vuelco, las palabras se me atascaron en la garganta; escuché de nuevo la vibración de la cuerda y una segunda flecha atravesó el tronco clavándose en mi pierna izquierda, justo por encima del tobillo. El impacto me hizo bramar un largo y tétrico aullido de dolor.