Les traigo el siguiente capitulo de mi libro, que le queda muy poco para ver la luz xD. Espero que disfruten tanto como yo escribiendo y los comentarios, tanto criticas como halagadores siempre ayudan a un escritor, soñador que en buena medida intenta crecer en este bonito mundo de la pluma. Un saludo y disfruten.
Transylvania cap2( los nombres serán cambiados)
Año 1200 Doz
En el interior de una casa se oye gritar a una dama:
—¡Por favor, no os llevéis a mi hijo! —gritó desesperada la mujer.
—Es lo único que me queda de esta vida cruel, no por favor… no mi hijo… no —La mujer estaba abatida y las lágrimas de dolor resbalaban por su rostro.
Pronunció con tristeza las siguientes palabras:
—Desde que murió mi querido cónyuge, que descanse en paz, no tenemos donde acogernos, mi señor. Os abonaré esta misma tarde, lo juro mi señor.
—¡Cállate ya zorra! —exclamó con una poderosa y desafiante voz del general.
—Si no puedes pagar a nuestro rey, quien te protege de las injurias, de los ladrones, de guerras. Campesinos, que poco agradecéis el servicio de vuestro señor. Tu hijo pagará tus deudas con el sudor de las minas.
—No mi señor, eso no, no por favor, es mi hijo… —contestó la dama con voz temeraria— prometo pagaros, pero tened piedad —suplicó—¡Os ofrezco mis servicios! —dijo, tras titubear un momento, en un último intento de desesperación.
—¡Me junto con mujeres más bellas y jóvenes que tú! ¿Acaso no sabes con quien estás hablando? —preguntó el gran general— ¡Wrigleys, llévate a su hijo! —Clavó la mirada hacía ese pobre chiquillo, giró sutilmente el cuello, hasta fijar su mirada en la mujer y prosiguió— Qué pena de mujer, quitadla de mi vista, solo de pensar lo qué me ofrece me dan arcadas. El ayudante agarró al joven, y este intento ofrecer alguna resistencia, pero en seguida, otro camarada, aturdió al niño con un golpe seco en la cabeza.
—Por tu grosería y falta de respeto hacia mí, el gran Bouquet, mano derecha del rey Koppens de Transilvania, que mis soldados leales hagan lo que se les antoje contigo.
Se oyeron gritos de cómo estaban sometiendo a la mujer.
Había gente en los alrededores de las casas cerrando las ventanas, presas por el pánico. Sabían lo que estaba sucediendo en esa casa, muchos ya habían sido testigos de la crueldad y locura del general. Cegados por el miedo, nadie se interponía ante la mano derecha del monarca.
Bouquet salió de la casa junto con el niño de unos doce años. El joven no medía mucho más que el principio de la puerta de un ventanal; tenía el pelo corto, muy típico de estas aldeas que facilitaba ver si había alguna garrapata. Sus ojos eran de un ámbar suave, como la miel recién sacada de un panal de abejas. El precoz aldeano era más bien de corpulencia delgaducha y degradada, de ropaje típico de un chiquillo transylvano: llevaba una camisa de color verde mugre por el tiempo que la llevaba utilizando. Los pantalones rotos dejaban entrever sus piernas flacuchas.
La pequeña aldea estaba cerca de Pensylvania. Estaba compuesta por campesinos que habían decidido vivir fuera del bullicio de la ciudad. El poblado se llamaba Hagen: las casas eran bastante parecidas a la ciudad de Pensylvania, de madera de pino, una madera considerada de calidad más bien escasa. Las puertas de la mayoría de las moradas lucían todo tipo de amuletos de carácter protector y religioso de Doz. Se podía ver cómo colgaban esos talismanes: varias orquídeas de luz, una flor que brillaba en la noche; Alguna que otra cabeza de ajos y sobre todo la insignia de Doz, que era una mano agarrando el sol.
Bouquet tenía una gran melena de color negro ceniza. Su rostro tenía una cicatriz desde la ceja derecha hasta un poco más abajo del ojo derecho, dejándolo ciego de ese ojo. Tenía unas facciones estiradas de haber derramado mucha sangre, ya que su cara no mostraba expresión alguna. Su barba era larga y se encontraba recogida por tiras de cuero de jabalí.
La mano derecha del rey era un hombre fornido, de aspecto fuerte, de una edad avanzada, pero de años bien conservados. Su armadura estaba decorada acorde a la cercanía con el rey; en el pecho guarecía una cabeza de león sobresaliendo de su abdomen, infundado un aspecto imponente a los ojos de cualquiera que gozara del honor a luchar contra él. De la espalda colgaba su enorme escudo que sobresalía de los hombros. Se podía entrever el gran peso, debido al generoso tamaño. La defensa estaba realizada en acero y madera de roble, teniendo el símbolo de la mano derecha y la cabeza de león de Forthor en la parte visible.
En su cinturón de piel guardaba el imponente mandoble; de mango algo grueso, donde destacaba los adornados de oro y las dos cabezas de león en la guarda.
Cogió su caballo blanco como la luz, cubierto por una tela azulada con las correspondientes insignias de su ciudad. Bouquet y sus leales guardias pusieron rumba hacia el castillo.
La gente empezó a salir de sus casas como si no hubiera pasado nada. La multitud percibían de que a la mano derecha ya no le quedaba mucha más fuerza para estar entre los vivos, para poder pasar al mundo de los muertos, y eso les consolaba.
Cerca de esta tranquila aldea se encontraba Pensylvania que nunca podía ser atacada, pues le protegía una ley pactada entre los reinos. Sus murallas eran no muy altas, no más que tres hombres adultos.
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La ciudad, en los días de lluvia era un auténtico barrizal. Solo tenía dos calles empedradas: la calle principal, donde se ponían las principales casas de comercios y la calle de los herreros.
Era una urbe muy alegre pese a no tener reyes ni muchos acomodos que se pudiera decir. Los campesinos encontraban la ciudad libre de posibles guerras y eso confortaba a sus habitantes. Nunca había sido atacada, no por los múltiples magos que poseía la ciudad, sino por no albergar rey alguno, lo que la hacía carecer de valor para los enemigos. Los pocos que lo habían intentado eran alguna muchedumbre de bárbaros, aunque no llegaron ni a las puertas de la muralla.
Aquel día, en el puerto, solo se discutía sobre la llegada de un individuo que vendría a la ciudad, con su navío, del cual el nombre era Valafar. Decían que era extranjero de la ciudad Ramhurta, aunque no se sabía con certeza.
Quedaba poco para la llegada de ese barco, que llegaría al ponerse el sol, a sus tres cuartos de vida, más o menos a las siete horas de la tarde. El puerto era de madera de gran calidad, pero algo consumida por la sal del mar. Aunque era enorme, solo transcurrían los pescadores en esos amarres desgastados. Entre esa abundante madera se encontraba otra obra colosal, el faro de la ciudad; solo dos ciudades poseían puerto y estas eran Ramhurta y Pensylvania.
Y llegó la hora; en esa época de invierno precoz, el sol se aposentaba en sus tres cuartos de recorrido y se reflejaba en el agua un esmero esbozo de flor: la flor de jazmín. Antiguos libros decían que cuando el sol dibuja esa flora, era presagio de malas pescas del pez espada, un pez considerado por la corte real de un manjar exquisito.
Entonces, en el horizonte del mar, se dibujaba una vela negra de grande dimensiones. El color negro era por regla general, considerado un barco pirata o de malas intenciones. Se iba acercando hacia la orilla, pudiéndose observar las enormes dimensiones.
Cuando el barco se acercó se pudo observar que no tenía ornamentos, que digamos de cierta riqueza y carente alguno de signos de realeza, algo extraño de ver. El navío era madera de roble, una madera muy polivalente, pero en este barco extrañaba su escaso tratamiento, sin sus correspondientes aceites. Se podía contemplar algún que otro signo de musgo entre las ranuras de encaje. Ni oro, ni plata, la ausencia contrastaba con la envergadura de tal magnitud, como mínimo medía setenta pies. En la proa yacía un largo mástil en forma de lanza, en la cual permanecía un cadáver, dándole aspecto de barco ruin y siniestro. En la popa del barco estaban varios habitáculos y demás estancias. Estaba iluminada por candelabros, gárgolas de horrorosa figura y de gran tamaño. Este barco daba escalofríos solo de verlo pasar.
Llegó al puerto.
Unos pescadores se pusieron a hablar. Asombrados y espantados se miraron el uno al otro.
—Es el barco más grande que hayan podido ver mis ojos —pronunció las palabras el más joven de los dos.
—Debe de ser de alguien de gran poder, de rango alto o de un importante rey —comentó el otro, mientras se miraban atónitos
El barco lo amarraron, echaron la pasadera y salió el dueño.
Valafar poseía una espesa melena de color negro que por momentos parecía moverse a contra viento. Sus ojos eran de un negro profundo, como el anochecer de un largo invierno, su mirada hipnotizaba al guerrero más puro de corazón. En sus finas orejas aguardaban varios abalorios de oro, de los cuales el que más destacaba era una serpiente vil enroscada en la oreja derecha y con su mordedura en la misma piel, siendo esto lo que sujetaba el peculiar abalorio. Sus facciones eran la de una persona mucho más joven a la avanzada edad que tenía, sin apenas arrugas desdeñables y de un color muy pálido, tirando a color carne en el transcurso de descomposición. En la parte derecha del mentón, se le podía notar una leve sutura negrizca y algo roja, como si fuera piel viva quemada. Esa piel de aspecto horrible era la de su auténtica forma, la de un duque del inframundo: el hijo del dios inframundo.
En su boca se podían entrever unos colmillos largos, brillando con los últimos rayos de sol del atardecer.
Llevaba un chaleco de color negrizco, cuyo borde tenía hilos finos de oro, una verdadera artesanía. El señor de la noche portaba una capa negra por detrás, pero por delante era de un rojo oscuro siniestro. La capa era larga hasta los pies, como si formara parte de su propia piel, como si la capa fuese su propia sombra. Poseía un cinturón de piel, que en el centro albergaba una pequeña estrella, símbolo del poder de su padre, que no es más que una estrella de cinco puntas y una serpiente en el medio. El cinturón sujetaba un pantalón de lino fino negro. Su mano derecha siempre estaba en movimiento, la movía de forma provocadora, como si quisiera decir algo, seria porque tenía una especie de sello. El anillo era de grande como una nuez y resplandecía muchísimo; debía de ser de oro puro. En el centro del sello aguardaba un ojo cerrado. Su voz era atrayente pero a la vez errante y cuando se enojaba su tono era el de un duque del inframundo; como si fuera de ultratumba, grave y replicante a los oídos humanos. No se sabía si era vampiro o demonio, pero alguna leyenda antigua relataba que de la copulación de Agrammonth(dios del inframundo) y de una joven vampiresa, nacería el mal, un mal que ni en las peores pesadillas podrían igualar. En algún libro de la biblioteca de Ergerder descansa un relato antiguo, de la posible procedencia de este ser. Según el libro antiguo del tomo primero, de las creaciones de las criaturas de la prisión del averno, es donde se relata un pequeño relato de este ser. Era hijo del dios del mismo mal, uno de los muchos hijos que poseía el dios del infierno. Al tener sangre de su padre disponía poderes casi ilimitados y cuya gran ventaja que tenía era ser mitad vampiro. Estos seres de la oscuridad pueden cruzar fácilmente la eterna prisión del averno. Su sabiduría e inteligencia era otorgada gracias, a la astucia de los seres de la noche, los vampiros, algo que en su mayoría de demonios y dioses del inframundo carecen tener.
El ser malvado bajó por la pasadera acompañado de un hombre, el Canciller, su mano derecha.
Valafar no era como los otros reyes, el Canciller no era un esclavo, si no su mejor hechicero. Aunque no le solían llamar por ese nombre, sino por Smithi.
—¡Guardad los carruajes! —dijo el señor de la noche.
El mago se acercó hacia los dos marineros.
—¿Dónde podemos dejar estos carros? —preguntó esbozando una sonrisa gélida.
—Ehhhhh… —tardó en reaccionar el pescador— ¡Aquí mis-mo, no mo-lestan, se-ñor! —comentó algo atrancando mientras observaba como la desdibujada sombra, de ese desconocido, que se balanceaba sobre él— ¡No se pre-ocu-pe, todo es-tara de su a-grado! —volvió atrancarse en sus palabras, y mirando como esa extraña oscuridad parecía haberse esfumado.
El grupo siniestro se alejó del puerto y los dos navegantes se miraron aterrados.
—¿Has visto lo mismo que yo?
—Como para no verlo…esa sombra era horripilante —dijo algo atónito.
—Habrá que avisar a los magos.
—Yo me encargó. Tu vigila, por si aparecen —comentó el más joven de los dos y alejándose, en busca de los hechiceros.
Este gran hechicero era dos palmas de mano de hombre, más bajo que su amo. Su rostro parecía enfermizo y de su absorbida cara se percibían sutilmente los huesos. Sus ojos padecían sucumbir a la oscuridad, algo que delataba su naturaleza corroída por la vil hechicería. Sobre su espantosa cabeza se podía contemplar un yelmo algo desgastado. Esa reliquia la portaba el mismísimo gran mago Abidos, o eso decían antiguos relatos. La vieja joya estaba realizada en oro puro ennegrecido, debido a los años que tenía ese objeto hechizado. El apreciado yelmo tenía unas formas algo curvas, con trazos rectos a la vez y terminaba con un rubí, del tamaño de un diente de ajo y de un color azul brillante. El yelmo desatacaba bastante con el atuendo de colores fríos del mago. La extraña corona obtenía almas revitalizadoras de los espíritus encerrados en el rubí. De la boca del hechicero, se podía ver algún que otro diente caído, como un aciago anciano. Su pelo era negro a mugre de sucio. La túnica que le rodeaba toda su espalada y cuerpo era de piel de oso pardo de bastante desgaste; se podían palpar los bordes de la túnica, donde ya empezaban a cambiar a color, debido al contacto ligero del suelo.
Portaba un extraño y abultado cinturón, que contenían varias cuerdas que sujetaban tres calaveras reducidas por algún tipo de magia oscura siendo, estas de diferentes razas.
El primer cráneo era de un humano, la siguiente podría ser de algún demonio, donde nacían dos cuernos negros. La tercera debería ser elfica, aunque es difícil de apreciar a simple vista de mortal, ya que su gran diferencia son sus orejas de elfo, que lógicamente ya no poseía.
El conjurador portaba una capa de un color morado algo oscurecido y tenía bastantes palabras mágicas grabadas en él. Los escritos destacaban bastante, ya que las letras tenían un prominente relieve, siendo hechas de hilo de piel de gato y pintadas de un color amarillo suave. Sus manos estaban muy consumidas, desgastadas por el paso de los largos años y debido a su delgadez, se le dibujaban o se apercibían, los huesos de las manos, dando cierto estupor al observar.
A simple vista no llevaba espada alguna, cuchillo, nada de armas de filo, solo sostenía un báculo.
—Qué tristeza de ciudad —comentó un hombre envuelto en una capa y su capucha ocultaba su rostro, pero su voz parecía vacía, sin alma—. ¿Podríamos ir a al burdel, es de los mejores de los reinos, no os parece? —acabó preguntando ese extraño, siendo el más bajo del grupo. Llevaba una túnica de color negro penetrante sucia de pies a cabeza. Su capucha no le dejaba ver su rostro, solo se asomaban unos ojos. La profundidad y sombría de sus ojos parecía adueñarse de quien osara mirarlos. Su cara estaba absorbida, pudiendo ver algún que otro hueso. Se parecía a un cadáver errante. El misterioso ser tenía un carácter muy reservado, casi nunca decía nada, ni conversaba con nadie. De carácter frío como el hielo, parecía no tener alma; su corazón estaba vacío, además parecía emanar una extraña maldad, como si fuera recubierto por una misteriosa aura de infortunios. Inspiraba terror profundo a cualquier guerrero osado que temerariamente intentara enfrentarse a él y esgrimía una larga y afilada hoz.
—Estaría bien, Drehath, —habló un hombre fornido, enorme y siendo el más alto de todo el grupo— ¡Tengo ganas de notar el sexo de varias mujeres! —terminó con ciertos aires groseros. Ese personaje se llamaba Wailter y parecía un hombre, pero en él, todo era más grande de lo normal. Sus enormes ojos se asemejaban a dos manzanas, que brillaban con la tenue luz de la luna. Ese extraño y alto individuo, poseía una enorme boca, seguramente podría comerse de un solo bocado un pollo entero, y en ella le nacían unos imponentes dientes afilados, como cuchillos.
El guerrero musculoso tenía una altura prominente, le sacaba cuatro cabezas a su líder y eso que su amo no era bajo alguno. Sus ropajes estaban algo desgastados por el tiempo. Entre esa vestimenta maltrecha, destacaba su camisa, desabrochada y dejando ver su enorme musculatura. Daba un cierto respeto, dando la impresión de que podría partir un árbol por la mitad.
—Quien quiera que se venga. Sino que regrese a los carruajes —dijo Valafar con ciertos aires de autoridad y viendo como el más bajo del grupo, el que portaba una guadaña, se marchaba hacia los carros.
Al poco rato de andar, llegaron hasta una plaza bastante amplia.
—Mi amor —recitó una mujer de belleza incalculable pero parecía delicada como una flor—. Casi no recuerdo nada de la ciudad, cuántos años han pasado de nuestra estancia, ¿mi amor? —terminó exponiendo la única mujer entre tanto hombre, la bella dama Líria, esposa del señor del mal .Tenía un rostro hermoso y pómulos generosos que le otorgaban una cara algo redonda. La bonita palidez contrastaba con sus labios rojos intensos. Su pelo era de color grisáceo suave, con algún recogido y terminado en dos largas colas que, llegaban hasta casi tentar su imponente trasero. De ojos verde esmeralda donde la luz de las estrellas atrapaba. Contrastaba del intenso rojo de los párpados, cuales descubrían una mirada felina. Portaba sutilmente una vestimenta de seda translúcida y opaca en los brazos, dejando entrever un escote de vértigo, de muy bien ver. Entre tanta belleza de esa dama, de la mano descansaba un fino anillo en forma de serpiente, realizado en oro brillante.
—Demasiados años hemos estado en la maldita prisión —murmuró el líder del grupo cerrando el puño de rabia.
Esa plaza albergaba en el centro un pozo, una de las pocas formas de abastecerse de agua la ciudad cuyo abastecimiento procedía del río lento.
—Mirad cómo corretean los niños, tan felices…los comerciantes con sus artimañas para vender al incauto…todavía no conocen el verdadero miedo —acabó diciendo el señor de la noche y balbuceando una extraña melodía diabólica que se repetía varias veces.
La luna empezaba a tapiarse por los tristes nubarrones, deshaciendo esa bonita sonrisa que portaba sutilmente. La noche se hizo de repente más oscura, parecía la antesala de algún suceso; los aldeanos mostraban inquietud, sabían que algún mal presagio se acercaba.
Entre esa noche de sombras y vacío, un cuervo se posó con cierta elegancia en el vuelo, en lo alto del mismo pozo. Esbozó de su fino y amenazante pico varios chillidos, como si fueran un cántico macabro. Mientras esgrimía ese terrible cantar, no dejaba de mover la cabeza de un lado al otro. Las gentes no daban crédito a lo que contemplaban, y un cierto temor empezó a sucumbir. Otro pájaro del ébano apareció y se posó cerca del otro animal. Este hizo lo mismo que él otro cuervo. Tres pájaros más se posaron en la piedra e hicieron lo propio, giraron la cabeza de un lado al otro y compusieron esos chillidos amenazantes que se asemejaban a un coro diabólico. Siete pájaros del ébano se acercaron al pozo. En ese instante desconcertante para las gentes.
—Todos hemos pecado ante dios. Todos hemos sucumbido ante la atenta mirada de nuestro señor —recitó un anciano, mientras se acercó a una estatua de Doz, que se encontraba al final de la plaza— ¡Quién no ha pecado, mi señor, provocado dolor, sufrimiento…y buscamos perdón en ti, y encontramos vuestro perdón, perdónanos!—.
Varios hombres y mujeres abandonaron el lugar; tenían miedo de que algo les sucediera, no se fiaban de esas criaturas que solo traen el mal por donde pasan.
—¡Esbirros del innombrable señor de las tinieblas qué maldad aguardáis para nuestro pueblo! —acabó diciendo un joven comerciante agarrando un cuchillo.
—¡Niños! —gritó una dama— ¡Venid conmigo!—.Los niños fueron en dirección a la mujer, alejándose de la plaza.
La gente miraba fijamente a esos pájaros; asustados las miradas de los unos a los otros para ver cómo podían alejar a ese grupo de cuervos.
—Algo tenemos que hacer —dijo el anciano, mientras miraba a los demás, a la espera de ver alguna reacción.
—¿Y qué podemos hacer ? —comentó asustada una mujer—. Solo somos campesinos, no somos luchadores —acabó diciendo la dama, alejándose hacia los comercios.
—Lleváis razón, mi señora —dijo el joven del arma blanca— pero somos humanos y ellos solo son animales. ¿Qué temen las bestias? —Preguntó mirando a todos presentes—. ¡El fuego! ¡El fuego les devolverá a su mundo, el inframundo!—.
—Bien dicho, solo son simples animales.
—¡A por ellos! —gritaron.
—No os tenemos miedo —dijo la mujer que había salido del improvisado escondite, entre las tiendas y mesas de los vendedores.
—Rápido, coged las antorchas.
—¡Quemadlos! —Increpaban las gentes, acercándose a esas criaturas de la noche— ¡Que el fuego purifique estas almas corrompidas!— gritaban.
La muchedumbre se acercaba amenazante sobre los cuervos. Los cuervos seguían con su fuerte cantar, sin dejar de mover sus cabezas. De repente, el grupo de pájaros del ébano alzó el vuelo de forma unánime. Algunos de ellos incluso chocaron contra las gentes. Fue un momento tenso, pero los aldeanos respiraban más aliviados.
—Ha sido todo muy extraño… —murmuró el comerciante que sujetaba el cuchillo.
—Da igual —dijo el hombre que estaba en la estatua y se levantó, alejándose de la figura divina— Mis plegarias os han salvado, paganos.
La multitud se iba dispersando del pozo, una de las pocas formas de abastecimiento de agua de esta ciudad.
—¡Cloc! —se escuchó resonando en el interior del pozo.
Las gentes de alrededor se giraron rápidamente.
—¡Cloc! —volvió a sentirse en las cavidades de la poza.
—Bha. Uno de esos torpes cuervos se habrá caído en el agua, por eso estos ruidos—.
—¡Yo no estaría tan seguro! —comentó el anciano.
La multitud se puso en dirección hacia su apreciado pozo, y volviendo a tener un renovado miedo en sus corazones. A cada paso que daba el grupo, más tensión se respiraba en el ambiente. Miraron por el interior del pozo, y no observaron nada.
—¡Cloc! —volvió a repetirse.
—¿Alguien ha visto algo?
—Yo no veo nada, nada de nada —comentó el comerciante del cuchillo— Espera…ahora sí que parece que algo se mueve en el agua, ¡alumbrad con las antorchas, rápido! —acabó mirando a ver si contemplaba algo en la penumbra. La luz de las teas iluminó las entrañas del pozo.
—No puede ser —Expresó atemorizado un vendedor que sujetaba el arma blanca— ¡Qué horror por dios!
—¡Arghh! —chilló una mujer.
—Avisad a los magos. Necesitamos saber si ha sido obra de algún tipo de magia malvada o dios nos ha castigo con severidad —expuso con gran sabiduría uno de los comerciantes.
—Lleváis razón, ellos sabrán qué hacer, voy a buscarlos —dijo el vendedor con el cuchillo, apretando el mango fuertemente y corriendo en busca de los hechiceros.
—Tardaremos mucho en limpiar esto y ya veremos si podemos usar el pozo para un futuro...—. Entre esa agua, se podía ver a varios cadáveres de buitres en su transcurso de descomposición, y eso era difícil de entender por los aldeanos o ¿acaso la ciudad llevaba bebiendo agua en este estado durante todo el tiempo? Sabían que solo podía ser obra de la magia.
—Que todo el mundo se quede en sus casas, que nadie salga de ellas, hasta que esto se aclare.
—Sí, mejor, todo el mundo a sus moradas y avisad a los demás de lo ocurrido.
—Todavía no me lo acabo de creer… la verdad, ha sido todo tan rápido y extraño… —volvió a decir el vendedor de varios utensilios.
—¡Despierta, abre los ojos. Algo malo ha llegado en esta tranquila ciudad…! ¡Que dios nos apiade de este mal! —acabó diciendo el anciano algo abatido.
FIN Continuara
Transylvania cap2( los nombres serán cambiados)
Año 1200 Doz
En el interior de una casa se oye gritar a una dama:
—¡Por favor, no os llevéis a mi hijo! —gritó desesperada la mujer.
—Es lo único que me queda de esta vida cruel, no por favor… no mi hijo… no —La mujer estaba abatida y las lágrimas de dolor resbalaban por su rostro.
Pronunció con tristeza las siguientes palabras:
—Desde que murió mi querido cónyuge, que descanse en paz, no tenemos donde acogernos, mi señor. Os abonaré esta misma tarde, lo juro mi señor.
—¡Cállate ya zorra! —exclamó con una poderosa y desafiante voz del general.
—Si no puedes pagar a nuestro rey, quien te protege de las injurias, de los ladrones, de guerras. Campesinos, que poco agradecéis el servicio de vuestro señor. Tu hijo pagará tus deudas con el sudor de las minas.
—No mi señor, eso no, no por favor, es mi hijo… —contestó la dama con voz temeraria— prometo pagaros, pero tened piedad —suplicó—¡Os ofrezco mis servicios! —dijo, tras titubear un momento, en un último intento de desesperación.
—¡Me junto con mujeres más bellas y jóvenes que tú! ¿Acaso no sabes con quien estás hablando? —preguntó el gran general— ¡Wrigleys, llévate a su hijo! —Clavó la mirada hacía ese pobre chiquillo, giró sutilmente el cuello, hasta fijar su mirada en la mujer y prosiguió— Qué pena de mujer, quitadla de mi vista, solo de pensar lo qué me ofrece me dan arcadas. El ayudante agarró al joven, y este intento ofrecer alguna resistencia, pero en seguida, otro camarada, aturdió al niño con un golpe seco en la cabeza.
—Por tu grosería y falta de respeto hacia mí, el gran Bouquet, mano derecha del rey Koppens de Transilvania, que mis soldados leales hagan lo que se les antoje contigo.
Se oyeron gritos de cómo estaban sometiendo a la mujer.
Había gente en los alrededores de las casas cerrando las ventanas, presas por el pánico. Sabían lo que estaba sucediendo en esa casa, muchos ya habían sido testigos de la crueldad y locura del general. Cegados por el miedo, nadie se interponía ante la mano derecha del monarca.
Bouquet salió de la casa junto con el niño de unos doce años. El joven no medía mucho más que el principio de la puerta de un ventanal; tenía el pelo corto, muy típico de estas aldeas que facilitaba ver si había alguna garrapata. Sus ojos eran de un ámbar suave, como la miel recién sacada de un panal de abejas. El precoz aldeano era más bien de corpulencia delgaducha y degradada, de ropaje típico de un chiquillo transylvano: llevaba una camisa de color verde mugre por el tiempo que la llevaba utilizando. Los pantalones rotos dejaban entrever sus piernas flacuchas.
La pequeña aldea estaba cerca de Pensylvania. Estaba compuesta por campesinos que habían decidido vivir fuera del bullicio de la ciudad. El poblado se llamaba Hagen: las casas eran bastante parecidas a la ciudad de Pensylvania, de madera de pino, una madera considerada de calidad más bien escasa. Las puertas de la mayoría de las moradas lucían todo tipo de amuletos de carácter protector y religioso de Doz. Se podía ver cómo colgaban esos talismanes: varias orquídeas de luz, una flor que brillaba en la noche; Alguna que otra cabeza de ajos y sobre todo la insignia de Doz, que era una mano agarrando el sol.
Bouquet tenía una gran melena de color negro ceniza. Su rostro tenía una cicatriz desde la ceja derecha hasta un poco más abajo del ojo derecho, dejándolo ciego de ese ojo. Tenía unas facciones estiradas de haber derramado mucha sangre, ya que su cara no mostraba expresión alguna. Su barba era larga y se encontraba recogida por tiras de cuero de jabalí.
La mano derecha del rey era un hombre fornido, de aspecto fuerte, de una edad avanzada, pero de años bien conservados. Su armadura estaba decorada acorde a la cercanía con el rey; en el pecho guarecía una cabeza de león sobresaliendo de su abdomen, infundado un aspecto imponente a los ojos de cualquiera que gozara del honor a luchar contra él. De la espalda colgaba su enorme escudo que sobresalía de los hombros. Se podía entrever el gran peso, debido al generoso tamaño. La defensa estaba realizada en acero y madera de roble, teniendo el símbolo de la mano derecha y la cabeza de león de Forthor en la parte visible.
En su cinturón de piel guardaba el imponente mandoble; de mango algo grueso, donde destacaba los adornados de oro y las dos cabezas de león en la guarda.
Cogió su caballo blanco como la luz, cubierto por una tela azulada con las correspondientes insignias de su ciudad. Bouquet y sus leales guardias pusieron rumba hacia el castillo.
La gente empezó a salir de sus casas como si no hubiera pasado nada. La multitud percibían de que a la mano derecha ya no le quedaba mucha más fuerza para estar entre los vivos, para poder pasar al mundo de los muertos, y eso les consolaba.
Cerca de esta tranquila aldea se encontraba Pensylvania que nunca podía ser atacada, pues le protegía una ley pactada entre los reinos. Sus murallas eran no muy altas, no más que tres hombres adultos.
- - - - - - - - - - - - ----- - - - - - - --------
La ciudad, en los días de lluvia era un auténtico barrizal. Solo tenía dos calles empedradas: la calle principal, donde se ponían las principales casas de comercios y la calle de los herreros.
Era una urbe muy alegre pese a no tener reyes ni muchos acomodos que se pudiera decir. Los campesinos encontraban la ciudad libre de posibles guerras y eso confortaba a sus habitantes. Nunca había sido atacada, no por los múltiples magos que poseía la ciudad, sino por no albergar rey alguno, lo que la hacía carecer de valor para los enemigos. Los pocos que lo habían intentado eran alguna muchedumbre de bárbaros, aunque no llegaron ni a las puertas de la muralla.
Aquel día, en el puerto, solo se discutía sobre la llegada de un individuo que vendría a la ciudad, con su navío, del cual el nombre era Valafar. Decían que era extranjero de la ciudad Ramhurta, aunque no se sabía con certeza.
Quedaba poco para la llegada de ese barco, que llegaría al ponerse el sol, a sus tres cuartos de vida, más o menos a las siete horas de la tarde. El puerto era de madera de gran calidad, pero algo consumida por la sal del mar. Aunque era enorme, solo transcurrían los pescadores en esos amarres desgastados. Entre esa abundante madera se encontraba otra obra colosal, el faro de la ciudad; solo dos ciudades poseían puerto y estas eran Ramhurta y Pensylvania.
Y llegó la hora; en esa época de invierno precoz, el sol se aposentaba en sus tres cuartos de recorrido y se reflejaba en el agua un esmero esbozo de flor: la flor de jazmín. Antiguos libros decían que cuando el sol dibuja esa flora, era presagio de malas pescas del pez espada, un pez considerado por la corte real de un manjar exquisito.
Entonces, en el horizonte del mar, se dibujaba una vela negra de grande dimensiones. El color negro era por regla general, considerado un barco pirata o de malas intenciones. Se iba acercando hacia la orilla, pudiéndose observar las enormes dimensiones.
Cuando el barco se acercó se pudo observar que no tenía ornamentos, que digamos de cierta riqueza y carente alguno de signos de realeza, algo extraño de ver. El navío era madera de roble, una madera muy polivalente, pero en este barco extrañaba su escaso tratamiento, sin sus correspondientes aceites. Se podía contemplar algún que otro signo de musgo entre las ranuras de encaje. Ni oro, ni plata, la ausencia contrastaba con la envergadura de tal magnitud, como mínimo medía setenta pies. En la proa yacía un largo mástil en forma de lanza, en la cual permanecía un cadáver, dándole aspecto de barco ruin y siniestro. En la popa del barco estaban varios habitáculos y demás estancias. Estaba iluminada por candelabros, gárgolas de horrorosa figura y de gran tamaño. Este barco daba escalofríos solo de verlo pasar.
Llegó al puerto.
Unos pescadores se pusieron a hablar. Asombrados y espantados se miraron el uno al otro.
—Es el barco más grande que hayan podido ver mis ojos —pronunció las palabras el más joven de los dos.
—Debe de ser de alguien de gran poder, de rango alto o de un importante rey —comentó el otro, mientras se miraban atónitos
El barco lo amarraron, echaron la pasadera y salió el dueño.
Valafar poseía una espesa melena de color negro que por momentos parecía moverse a contra viento. Sus ojos eran de un negro profundo, como el anochecer de un largo invierno, su mirada hipnotizaba al guerrero más puro de corazón. En sus finas orejas aguardaban varios abalorios de oro, de los cuales el que más destacaba era una serpiente vil enroscada en la oreja derecha y con su mordedura en la misma piel, siendo esto lo que sujetaba el peculiar abalorio. Sus facciones eran la de una persona mucho más joven a la avanzada edad que tenía, sin apenas arrugas desdeñables y de un color muy pálido, tirando a color carne en el transcurso de descomposición. En la parte derecha del mentón, se le podía notar una leve sutura negrizca y algo roja, como si fuera piel viva quemada. Esa piel de aspecto horrible era la de su auténtica forma, la de un duque del inframundo: el hijo del dios inframundo.
En su boca se podían entrever unos colmillos largos, brillando con los últimos rayos de sol del atardecer.
Llevaba un chaleco de color negrizco, cuyo borde tenía hilos finos de oro, una verdadera artesanía. El señor de la noche portaba una capa negra por detrás, pero por delante era de un rojo oscuro siniestro. La capa era larga hasta los pies, como si formara parte de su propia piel, como si la capa fuese su propia sombra. Poseía un cinturón de piel, que en el centro albergaba una pequeña estrella, símbolo del poder de su padre, que no es más que una estrella de cinco puntas y una serpiente en el medio. El cinturón sujetaba un pantalón de lino fino negro. Su mano derecha siempre estaba en movimiento, la movía de forma provocadora, como si quisiera decir algo, seria porque tenía una especie de sello. El anillo era de grande como una nuez y resplandecía muchísimo; debía de ser de oro puro. En el centro del sello aguardaba un ojo cerrado. Su voz era atrayente pero a la vez errante y cuando se enojaba su tono era el de un duque del inframundo; como si fuera de ultratumba, grave y replicante a los oídos humanos. No se sabía si era vampiro o demonio, pero alguna leyenda antigua relataba que de la copulación de Agrammonth(dios del inframundo) y de una joven vampiresa, nacería el mal, un mal que ni en las peores pesadillas podrían igualar. En algún libro de la biblioteca de Ergerder descansa un relato antiguo, de la posible procedencia de este ser. Según el libro antiguo del tomo primero, de las creaciones de las criaturas de la prisión del averno, es donde se relata un pequeño relato de este ser. Era hijo del dios del mismo mal, uno de los muchos hijos que poseía el dios del infierno. Al tener sangre de su padre disponía poderes casi ilimitados y cuya gran ventaja que tenía era ser mitad vampiro. Estos seres de la oscuridad pueden cruzar fácilmente la eterna prisión del averno. Su sabiduría e inteligencia era otorgada gracias, a la astucia de los seres de la noche, los vampiros, algo que en su mayoría de demonios y dioses del inframundo carecen tener.
El ser malvado bajó por la pasadera acompañado de un hombre, el Canciller, su mano derecha.
Valafar no era como los otros reyes, el Canciller no era un esclavo, si no su mejor hechicero. Aunque no le solían llamar por ese nombre, sino por Smithi.
—¡Guardad los carruajes! —dijo el señor de la noche.
El mago se acercó hacia los dos marineros.
—¿Dónde podemos dejar estos carros? —preguntó esbozando una sonrisa gélida.
—Ehhhhh… —tardó en reaccionar el pescador— ¡Aquí mis-mo, no mo-lestan, se-ñor! —comentó algo atrancando mientras observaba como la desdibujada sombra, de ese desconocido, que se balanceaba sobre él— ¡No se pre-ocu-pe, todo es-tara de su a-grado! —volvió atrancarse en sus palabras, y mirando como esa extraña oscuridad parecía haberse esfumado.
El grupo siniestro se alejó del puerto y los dos navegantes se miraron aterrados.
—¿Has visto lo mismo que yo?
—Como para no verlo…esa sombra era horripilante —dijo algo atónito.
—Habrá que avisar a los magos.
—Yo me encargó. Tu vigila, por si aparecen —comentó el más joven de los dos y alejándose, en busca de los hechiceros.
Este gran hechicero era dos palmas de mano de hombre, más bajo que su amo. Su rostro parecía enfermizo y de su absorbida cara se percibían sutilmente los huesos. Sus ojos padecían sucumbir a la oscuridad, algo que delataba su naturaleza corroída por la vil hechicería. Sobre su espantosa cabeza se podía contemplar un yelmo algo desgastado. Esa reliquia la portaba el mismísimo gran mago Abidos, o eso decían antiguos relatos. La vieja joya estaba realizada en oro puro ennegrecido, debido a los años que tenía ese objeto hechizado. El apreciado yelmo tenía unas formas algo curvas, con trazos rectos a la vez y terminaba con un rubí, del tamaño de un diente de ajo y de un color azul brillante. El yelmo desatacaba bastante con el atuendo de colores fríos del mago. La extraña corona obtenía almas revitalizadoras de los espíritus encerrados en el rubí. De la boca del hechicero, se podía ver algún que otro diente caído, como un aciago anciano. Su pelo era negro a mugre de sucio. La túnica que le rodeaba toda su espalada y cuerpo era de piel de oso pardo de bastante desgaste; se podían palpar los bordes de la túnica, donde ya empezaban a cambiar a color, debido al contacto ligero del suelo.
Portaba un extraño y abultado cinturón, que contenían varias cuerdas que sujetaban tres calaveras reducidas por algún tipo de magia oscura siendo, estas de diferentes razas.
El primer cráneo era de un humano, la siguiente podría ser de algún demonio, donde nacían dos cuernos negros. La tercera debería ser elfica, aunque es difícil de apreciar a simple vista de mortal, ya que su gran diferencia son sus orejas de elfo, que lógicamente ya no poseía.
El conjurador portaba una capa de un color morado algo oscurecido y tenía bastantes palabras mágicas grabadas en él. Los escritos destacaban bastante, ya que las letras tenían un prominente relieve, siendo hechas de hilo de piel de gato y pintadas de un color amarillo suave. Sus manos estaban muy consumidas, desgastadas por el paso de los largos años y debido a su delgadez, se le dibujaban o se apercibían, los huesos de las manos, dando cierto estupor al observar.
A simple vista no llevaba espada alguna, cuchillo, nada de armas de filo, solo sostenía un báculo.
—Qué tristeza de ciudad —comentó un hombre envuelto en una capa y su capucha ocultaba su rostro, pero su voz parecía vacía, sin alma—. ¿Podríamos ir a al burdel, es de los mejores de los reinos, no os parece? —acabó preguntando ese extraño, siendo el más bajo del grupo. Llevaba una túnica de color negro penetrante sucia de pies a cabeza. Su capucha no le dejaba ver su rostro, solo se asomaban unos ojos. La profundidad y sombría de sus ojos parecía adueñarse de quien osara mirarlos. Su cara estaba absorbida, pudiendo ver algún que otro hueso. Se parecía a un cadáver errante. El misterioso ser tenía un carácter muy reservado, casi nunca decía nada, ni conversaba con nadie. De carácter frío como el hielo, parecía no tener alma; su corazón estaba vacío, además parecía emanar una extraña maldad, como si fuera recubierto por una misteriosa aura de infortunios. Inspiraba terror profundo a cualquier guerrero osado que temerariamente intentara enfrentarse a él y esgrimía una larga y afilada hoz.
—Estaría bien, Drehath, —habló un hombre fornido, enorme y siendo el más alto de todo el grupo— ¡Tengo ganas de notar el sexo de varias mujeres! —terminó con ciertos aires groseros. Ese personaje se llamaba Wailter y parecía un hombre, pero en él, todo era más grande de lo normal. Sus enormes ojos se asemejaban a dos manzanas, que brillaban con la tenue luz de la luna. Ese extraño y alto individuo, poseía una enorme boca, seguramente podría comerse de un solo bocado un pollo entero, y en ella le nacían unos imponentes dientes afilados, como cuchillos.
El guerrero musculoso tenía una altura prominente, le sacaba cuatro cabezas a su líder y eso que su amo no era bajo alguno. Sus ropajes estaban algo desgastados por el tiempo. Entre esa vestimenta maltrecha, destacaba su camisa, desabrochada y dejando ver su enorme musculatura. Daba un cierto respeto, dando la impresión de que podría partir un árbol por la mitad.
—Quien quiera que se venga. Sino que regrese a los carruajes —dijo Valafar con ciertos aires de autoridad y viendo como el más bajo del grupo, el que portaba una guadaña, se marchaba hacia los carros.
Al poco rato de andar, llegaron hasta una plaza bastante amplia.
—Mi amor —recitó una mujer de belleza incalculable pero parecía delicada como una flor—. Casi no recuerdo nada de la ciudad, cuántos años han pasado de nuestra estancia, ¿mi amor? —terminó exponiendo la única mujer entre tanto hombre, la bella dama Líria, esposa del señor del mal .Tenía un rostro hermoso y pómulos generosos que le otorgaban una cara algo redonda. La bonita palidez contrastaba con sus labios rojos intensos. Su pelo era de color grisáceo suave, con algún recogido y terminado en dos largas colas que, llegaban hasta casi tentar su imponente trasero. De ojos verde esmeralda donde la luz de las estrellas atrapaba. Contrastaba del intenso rojo de los párpados, cuales descubrían una mirada felina. Portaba sutilmente una vestimenta de seda translúcida y opaca en los brazos, dejando entrever un escote de vértigo, de muy bien ver. Entre tanta belleza de esa dama, de la mano descansaba un fino anillo en forma de serpiente, realizado en oro brillante.
—Demasiados años hemos estado en la maldita prisión —murmuró el líder del grupo cerrando el puño de rabia.
Esa plaza albergaba en el centro un pozo, una de las pocas formas de abastecerse de agua la ciudad cuyo abastecimiento procedía del río lento.
—Mirad cómo corretean los niños, tan felices…los comerciantes con sus artimañas para vender al incauto…todavía no conocen el verdadero miedo —acabó diciendo el señor de la noche y balbuceando una extraña melodía diabólica que se repetía varias veces.
La luna empezaba a tapiarse por los tristes nubarrones, deshaciendo esa bonita sonrisa que portaba sutilmente. La noche se hizo de repente más oscura, parecía la antesala de algún suceso; los aldeanos mostraban inquietud, sabían que algún mal presagio se acercaba.
Entre esa noche de sombras y vacío, un cuervo se posó con cierta elegancia en el vuelo, en lo alto del mismo pozo. Esbozó de su fino y amenazante pico varios chillidos, como si fueran un cántico macabro. Mientras esgrimía ese terrible cantar, no dejaba de mover la cabeza de un lado al otro. Las gentes no daban crédito a lo que contemplaban, y un cierto temor empezó a sucumbir. Otro pájaro del ébano apareció y se posó cerca del otro animal. Este hizo lo mismo que él otro cuervo. Tres pájaros más se posaron en la piedra e hicieron lo propio, giraron la cabeza de un lado al otro y compusieron esos chillidos amenazantes que se asemejaban a un coro diabólico. Siete pájaros del ébano se acercaron al pozo. En ese instante desconcertante para las gentes.
—Todos hemos pecado ante dios. Todos hemos sucumbido ante la atenta mirada de nuestro señor —recitó un anciano, mientras se acercó a una estatua de Doz, que se encontraba al final de la plaza— ¡Quién no ha pecado, mi señor, provocado dolor, sufrimiento…y buscamos perdón en ti, y encontramos vuestro perdón, perdónanos!—.
Varios hombres y mujeres abandonaron el lugar; tenían miedo de que algo les sucediera, no se fiaban de esas criaturas que solo traen el mal por donde pasan.
—¡Esbirros del innombrable señor de las tinieblas qué maldad aguardáis para nuestro pueblo! —acabó diciendo un joven comerciante agarrando un cuchillo.
—¡Niños! —gritó una dama— ¡Venid conmigo!—.Los niños fueron en dirección a la mujer, alejándose de la plaza.
La gente miraba fijamente a esos pájaros; asustados las miradas de los unos a los otros para ver cómo podían alejar a ese grupo de cuervos.
—Algo tenemos que hacer —dijo el anciano, mientras miraba a los demás, a la espera de ver alguna reacción.
—¿Y qué podemos hacer ? —comentó asustada una mujer—. Solo somos campesinos, no somos luchadores —acabó diciendo la dama, alejándose hacia los comercios.
—Lleváis razón, mi señora —dijo el joven del arma blanca— pero somos humanos y ellos solo son animales. ¿Qué temen las bestias? —Preguntó mirando a todos presentes—. ¡El fuego! ¡El fuego les devolverá a su mundo, el inframundo!—.
—Bien dicho, solo son simples animales.
—¡A por ellos! —gritaron.
—No os tenemos miedo —dijo la mujer que había salido del improvisado escondite, entre las tiendas y mesas de los vendedores.
—Rápido, coged las antorchas.
—¡Quemadlos! —Increpaban las gentes, acercándose a esas criaturas de la noche— ¡Que el fuego purifique estas almas corrompidas!— gritaban.
La muchedumbre se acercaba amenazante sobre los cuervos. Los cuervos seguían con su fuerte cantar, sin dejar de mover sus cabezas. De repente, el grupo de pájaros del ébano alzó el vuelo de forma unánime. Algunos de ellos incluso chocaron contra las gentes. Fue un momento tenso, pero los aldeanos respiraban más aliviados.
—Ha sido todo muy extraño… —murmuró el comerciante que sujetaba el cuchillo.
—Da igual —dijo el hombre que estaba en la estatua y se levantó, alejándose de la figura divina— Mis plegarias os han salvado, paganos.
La multitud se iba dispersando del pozo, una de las pocas formas de abastecimiento de agua de esta ciudad.
—¡Cloc! —se escuchó resonando en el interior del pozo.
Las gentes de alrededor se giraron rápidamente.
—¡Cloc! —volvió a sentirse en las cavidades de la poza.
—Bha. Uno de esos torpes cuervos se habrá caído en el agua, por eso estos ruidos—.
—¡Yo no estaría tan seguro! —comentó el anciano.
La multitud se puso en dirección hacia su apreciado pozo, y volviendo a tener un renovado miedo en sus corazones. A cada paso que daba el grupo, más tensión se respiraba en el ambiente. Miraron por el interior del pozo, y no observaron nada.
—¡Cloc! —volvió a repetirse.
—¿Alguien ha visto algo?
—Yo no veo nada, nada de nada —comentó el comerciante del cuchillo— Espera…ahora sí que parece que algo se mueve en el agua, ¡alumbrad con las antorchas, rápido! —acabó mirando a ver si contemplaba algo en la penumbra. La luz de las teas iluminó las entrañas del pozo.
—No puede ser —Expresó atemorizado un vendedor que sujetaba el arma blanca— ¡Qué horror por dios!
—¡Arghh! —chilló una mujer.
—Avisad a los magos. Necesitamos saber si ha sido obra de algún tipo de magia malvada o dios nos ha castigo con severidad —expuso con gran sabiduría uno de los comerciantes.
—Lleváis razón, ellos sabrán qué hacer, voy a buscarlos —dijo el vendedor con el cuchillo, apretando el mango fuertemente y corriendo en busca de los hechiceros.
—Tardaremos mucho en limpiar esto y ya veremos si podemos usar el pozo para un futuro...—. Entre esa agua, se podía ver a varios cadáveres de buitres en su transcurso de descomposición, y eso era difícil de entender por los aldeanos o ¿acaso la ciudad llevaba bebiendo agua en este estado durante todo el tiempo? Sabían que solo podía ser obra de la magia.
—Que todo el mundo se quede en sus casas, que nadie salga de ellas, hasta que esto se aclare.
—Sí, mejor, todo el mundo a sus moradas y avisad a los demás de lo ocurrido.
—Todavía no me lo acabo de creer… la verdad, ha sido todo tan rápido y extraño… —volvió a decir el vendedor de varios utensilios.
—¡Despierta, abre los ojos. Algo malo ha llegado en esta tranquila ciudad…! ¡Que dios nos apiade de este mal! —acabó diciendo el anciano algo abatido.
FIN Continuara
Los Reinos Perdidos, mi libro, en fase de terminación; un sueño de un soñador
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