21/11/2015 01:02 PM
ISHMEL
PARTE I
El rayo de sol se filtraba por una rendija de la ventana y caía directamente sobre el rostro de la mujer que dormía sobre la cama. Junto a ella yacía un elfo, observando el suave movimiento de las sábanas que la cubrían, subiendo y bajando al ritmo de su respiración.
Con aire relajado, el elfo se desperezó y paseó la mirada por la habitación; una pequeña mesa y dos sillas constituían todo el mobiliario. Era sencilla pero se veía limpia y ordenada, excepto por la ropa de ambos, que se encontraba allí donde había caído. No había chimenea, pero las noches aún no eran frías en esa época del año, y además, no habían tenido precisamente problemas para calentarse. Cerró los ojos e inspiró con fuerza, recordando, y el perfume de la mujer inundó sus fosas nasales. Era un olor excitante y seductor, pero al mismo tiempo oscuro, enigmático; era una mezcla que le fascinaba.
En ese momento, como si hubiera adivinado que estaban pensando en ella, la mujer se movió ligeramente; despacio, abrió los ojos, parpadeando a causa de la luz que la deslumbraba.
—Aradh garel, nínisel —dijo en élfico, volviéndose hacia ella y contemplando su rostro: la nariz pequeña, los pómulos marcados, los labios sensuales; incluso un elfo no tenía más remedio que admitir su belleza. La mujer se incorporó a medias y se apartó el pelo de la cara.
—Buenos días —respondió con una cálida sonrisa. La sábana le había resbalado hasta la cintura y dejaba a la vista sus pechos, pequeños y redondos. El elfo se quedó mirándolos, y ella fingió tardar un interminable momento en darse cuenta y tirar de las sábanas de nuevo hacia arriba, con un gesto lleno de coquetería.
—¿Es que nunca tienes suficiente? —preguntó desde detrás de sus largas pestañas. El elfo sonrió.— ¿Buenos días, gatita? ¿Desde cuándo soy tu gatita? —añadió frunciendo el ceño, acordándose de las palabras de él. El elfo sonrió de nuevo.
—No estás nada guapa con esa mueca —se acercó lentamente hacia ella.
—¿Lo dices en serio?
—Claro que no —se acercó aún más, y ambos se fundieron en un apasionado beso. La temperatura en la habitación pareció subir varios grados en un instante. Hábilmente, el elfo deslizó una mano por detrás del cuello de ella, pero antes de que la arrastrara de nuevo a las sábanas la mujer le apartó con delicadeza. Negó ligeramente con la cabeza.
—He de ir a por Ishmel. Nos tenemos que poner en camino cuanto antes. —Su respiración era agitada y tenía las mejillas encendidas; estaba arrebatadora. El elfo suspiró y, haciendo gala de una gran fuerza de voluntad, se dejó caer en la cama.
—Esa niña… significa mucho para ti, ¿verdad?
—Ya viste ayer de lo que es capaz. Es impresionante. Estoy impaciente por llegar a Santuario de Piedra y que el Maestro la conozca.
El elfo alargó la mano y la deslizó suavemente por la negra melena de ella.
—Tampoco fue para tanto —se enroscó un mechón de pelo entre los dedos. —Al fin y al cabo, congeló un vaso de agua y luego lo descongeló. Os he visto hacer cosas mucho más extraordinarias.
—Pero no a una niña de diez años —respondió ella con vehemencia. —Y no con esa facilidad. Nunca había visto un dominio del akhra tan grande a esa edad. Tiene un potencial enorme.
El elfo se encogió de hombros, como dando a entender que no tenía argumentos para rebatir las palabras de la mujer.
—De todas formas, no me refería a eso —dijo al cabo de unos instantes. —He visto cómo la miras cuando no te presta atención, y fíjate cómo hablas de ella. Nunca te había visto esa actitud con otros ôdalin, aunque tuvieran un gran talento. ¿Por qué esta niña es tan especial?
Había estado jugando con el pelo de ella, pero ahora lo soltó y la miró directamente a los ojos, esos ojos rasgados que revelaban que sus antepasados habían cabalgado libres por las vastas estepas del oeste, y que tanto se parecían a los suyos de elfo. Ella le sostuvo la mirada un instante, y luego se recostó en la cama otra vez, mirando hacia arriba, hacia las vigas de madera que se entrecruzaban en el techo.
—Mis padres vivían en una pequeña aldea de las Montañas Rojas, en Idaria, cerca de la frontera. No creo que la conozcas —hablaba con voz queda, y tenía la mirada fija, perdida en sus recuerdos. El elfo escuchaba con atención; estaba al tanto de los muchos rumores que corrían sobre ella, pero en todas las veces que se habían visto nunca antes le había hablado de su pasado—. Habían llegado allí antes de que yo naciera. Nunca he sabido por qué se marcharon de las estepas, pero en cualquier caso allí se les veía felices. Mi padre trabajaba en los campos, y mi madre era sanadora. Nuestra casa estaba cerca del río; mi hermana y yo solíamos ir a jugar allí, sobretodo en verano.
—No sabía que tenías una hermana —interrumpió el elfo. Ella se giró levemente y le miró.
—Su nombre era Alareshka, pero la llamábamos Lesha. Era tres años menor que yo. Siempre se enfadaba cuando le cogía sus muñecas, pero a mí me encantaba hacerla rabiar —sonrió, pero el elfo se dio cuenta de que era una sonrisa triste. —Te he dicho que mi madre era sanadora, pero eso no es del todo exacto —prosiguió—. Mi madre utilizaba el akhra para sanar, aunque nunca entendió lo que era en realidad. Nunca tuvo un maegakh que la guiara a través del Camino; supongo que aprendió a controlarlo de forma natural, sin ayuda de nadie. Sólo eso ya dice mucho de su capacidad. A veces simplemente preparaba infusiones, o mezclaba hierbas, pero la mayoría de las veces eso no era suficiente, y entonces tenía que usar el akhra. Recuerdo que a nuestra casa acudía gente de todo tipo; incluso los seguidores de Naal Zahar recurrían a ella, lo que pensándolo ahora, me parece bastante extraño, considerando lo que piensan ellos del akhra.
“Siempre acababa agotada, incluso a veces tardaba días en recuperarse, pero nunca se negaba. Un día le pregunté por qué lo hacía, por qué siempre estaba dispuesta a ayudar a cualquiera, aun a riesgo de su propia vida. Ella me sonrió y dijo que los dioses la habían bendecido con el don de la curación, y ella tenía la obligación de usarlo. «Tener la capacidad de sanar, y no hacerlo, es peor que un asesinato», me dijo.”
“En el pueblo había un sacerdote de Naal Zahar, un hombre anciano que cojeaba al caminar. Me acuerdo bien de él porque cuando nos visitaba mi madre preparaba una infusión que apestaba toda la casa. La primavera que cumplí once años murió, y un sacerdote más joven llegó a la aldea para sustituirlo. Era uno de los Hermanos de la Revelación. En esos años la Hermandad no estaba tan extendida como ahora, pero eran igual de fanáticos. Desde el primer momento la tomó con mi familia, especialmente con mi madre: que era una bruja, que sus curaciones eran una herejía, y otras cosas por el estilo. A mí me daba risa pensar que alguien pudiera considerar bruja a mi madre, pero mi padre pareció tomárselo muy en serio, porque al cabo de unos días nos dijo que nos preparásemos porque nos marcharíamos de la aldea a la mañana siguiente.”
“No sé si fue casualidad o si mi padre había hablado de sus planes con alguien, pero esa misma noche sucedió algo terrible, algo que cambió mi vida para siempre.”
“Me desperté en mitad de la noche con una extraña sensación, como un presentimiento, pero mucho más intenso, mucho más… urgente. Era como oír una voz dentro de mi cabeza, susurrando, sin cesar, apremiante. Estaba confundida y un poco asustada; era la primera vez que se revelaba mi poder. En ese momento no sabía de qué se trataba, pero estaba claro lo que sentía: necesitaba escapar inmediatamente de mi casa.”
“Aún estaba oscuro pero no faltaba mucho para el amanecer. Mis padres y mi hermana dormían. Nuestra casa sólo tenía una habitación, con una cortina que separaba la cama de mis padres de la de mi hermana y mía, que dormíamos juntas. Me levanté intentando no despertarla. Estaba descalza y noté el suelo frío y húmedo bajo las plantas de los pies. Despacio, me acerqué hasta la puerta y tiré del picaporte. La puerta chirrió y el corazón casi se me salió del pecho; tenía los nervios a flor de piel. Mi hermana se removió en sueños, pero no se despertó. Rápidamente crucé el umbral y salí al exterior. El frío de la madrugada me golpeó como un bofetón y me despejó completamente. Eché a correr por el prado hacia el río como si me persiguiera un dragón, aunque realmente no sabía bien por qué. Cuando ya me había alejado un buen trecho me paré y me di la vuelta. Todo estaba tranquilo. La luna era creciente, pero estaba nublado, así que no había mucha luz. Se oía a lo lejos el murmullo de la corriente. Entonces los vi.”
La mujer calló. Se había incorporado de nuevo. Tenía el ceño fruncido y el semblante tenso; se notaba que estaba abrumada por los recuerdos. Al cabo de unos instantes, el elfo no pudo resistirlo por más tiempo.
—Continúa—susurró con un hilo de voz. Ella tomó aire y prosiguió con el relato.
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