21/11/2015 01:08 PM
“Venían de la aldea y caminaban deprisa hacia nuestra casa. Los que iban delante llevaban antorchas. Pude reconocer al nuevo sacerdote, al joven, con el símbolo de Naal Zahar bordado en su túnica roja. Había más Hermanos con él, pero yo no los había visto nunca. La sensación dentro de mi cabeza se hizo tan intensa que parecía que me iba a reventar. Me eché al suelo para que no me vieran. Estaba muerta de miedo. Donde yo estaba el prado bajaba con una pendiente suave hacia el río; además la hierba estaba bastante crecida. Con la poca luz que había, era difícil que me vieran, pero aun así me quedé quieta como una estatua y me tapé la boca con las manos. Apenas me atrevía a respirar.”
“Se detuvieron cuando llegaron a la puerta. Eran muchos, por lo menos una docena. Me fijé en que algunos llevaban espadas. Alguien debió de decir algo, porque todos las desenvainaron a la vez; las hojas brillaron rojas a la luz de las antorchas. En ese momento supe lo que iba a pasar, y pensé que tenía que gritar, o correr, o buscar ayuda; tenía que hacer algo.”
“Pero no hice nada. Me quedé callada, temblando de frío y de miedo, tumbada sobre la hierba, mientras uno de los hombres destrozaba la puerta de nuestra casa y todos los demás entraban tras él. Oí los gritos de mis padres y los chillidos de mi hermana, y al cabo de un momento vi cómo los sacaban a rastras. Mi padre tenía la cara llena de sangre y mi hermana se agarraba a mi madre, llorando, pero uno de ellos la cogió del pelo y de un estirón la tiró al suelo.”
“Supongo que sabían que tenía que haber otra niña, porque después de una breve reunión, comenzaron a buscar por los alrededores. Uno de ellos vino directo hacia mí. Yo no podía esconderme en ningún sitio, ni tampoco iba a salir corriendo, así que hice lo único que se me ocurrió: cerré los ojos y deseé con todas mis fuerzas que aquel hombre pasara de largo sin verme. Oí sus pasos, blandos sobre la hierba, cada vez más cerca, y de repente se detuvo. Esperaba sentir sus manos sobre mí en cualquier momento, pero no sucedió nada. Entonces abrí los ojos y lo vi frente a mí, de pie; casi podría haberlo tocado si hubiera estirado el brazo. Recuerdo que tenía el pelo largo y sucio, y olía a alcohol y sudor. Estuvo un momento mirando hacia el río, a mi espalda, y luego, con un gruñido, se giró y echó a andar de vuelta.”
“Me quedé con la boca abierta, sin comprender nada. Era imposible que no me hubiera visto, ¿por qué se iba? Entonces, como si fuera una revelación, fui consciente por primera vez del poder del akhra en mí. De pronto comprendí otras sensaciones, otras situaciones… Fue como un relámpago de luz en mi mente. Y me di cuenta que había sido el akhra quien me había avisado de lo que iba a suceder esa noche.”
“Entonces pensé que podría haber avisado a mis padres y a mi hermana. Si hubiera prestado más atención a mis sentimientos, podríamos habernos anticipado, podríamos haber escapado. Una terrible sensación de culpa me invadió y comencé a llorar, sin pensar en que pudieran descubrirme. Ya no me importaba.”
“Al cabo de un rato comencé a oír un murmullo apagado y volví a prestar atención. Entre lágrimas vi que los Hermanos se habían colocado formando un semicírculo, delante de mi casa. Al parecer habían decidido seguir con su plan sin mí, porque estaban recitando algo, como una plegaria, que repetían una y otra vez. No entendía lo que decían; estaban demasiado lejos. Mis padres y mi hermana estaban de rodillas, delante de ellos, y varios hombres les sujetaban para que no pudieran moverse. Un Hermano se colocó detrás de mi padre y otro detrás de mi hermana. Empuñaban unas dagas largas y curvas. Se quedaron quietos, mirando hacia el sacerdote joven, como esperando su señal. Los demás Hermanos comenzaron a cantar más alto. Mi padre tenía los ojos cerrados y movía los labios deprisa. Mi hermana estaba llorando en silencio; las lágrimas le caían por las mejillas. La tensión se hizo insoportable. El clérigo inclinó la cabeza, una sola vez, y aquellos hombres los acuchillaron por la espalda. Así, sin más. Recuerdo aquel momento como si fuera ayer: la punta de la hoja saliendo del pecho de mi hermana, goteando sangre, sus ojos abiertos de par en par mientras caía al suelo como si fuera un muñeco.”
“Aquello fue demasiado. No pude resistir más y grité. Grité todo lo fuerte que pude. Grité de miedo, de rabia, de impotencia. Pero nadie me oyó porque mi madre también estaba chillando, fuera de sí. El sacerdote joven se le acercó despacio, con otro de esos cuchillos curvos. Los Hermanos cantaban todavía más alto, ahora estaban prácticamente gritando. Ella seguía chillando, y se retorcía, intentando soltarse de los hombres que la sujetaban, pero era inútil. El sacerdote llegó a su altura y cerró los ojos un momento. Luego los abrió, y con un rápido gesto le rajó la garganta. Los gritos cesaron de inmediato, y también el cántico de los Hermanos. De pronto se hizo un silencio terrible. La sangre salía a borbotones por el cuello de mi madre y le resbalaba por todo el pecho. Ella intentaba respirar, pero se estaba ahogando en su propia sangre. Por fin la soltaron y cayó sobre la hierba. Al cabo de unos instantes dejó de moverse y comprendí que había muerto.”
La mujer calló de nuevo. Había cerrado los ojos mientras contaba la última parte. Ahora una lágrima se deslizó por su mejilla. Los abrió otra vez y se volvió hacia el elfo.
—Llevaron los cuerpos dentro de la casa y le prendieron fuego a todo. Luego se fueron. Yo me quedé allí llorando, hasta que al final, no sé cómo, me dormí, porque cuando desperté ya había amanecido. Sabía que no podía quedarme en la aldea; si alguno de aquellos hombres me reconocía seguro que intentarían matarme. Tampoco se me ocurrió nadie a quien poder acudir; mis padres no tenían muchos amigos. Así que me marché. Sólo tenía la ropa que llevaba puesta y estaba descalza, pero no me importó; sólo quería irme, alejarme de aquel lugar. Estuve caminando hasta que me derrumbé de cansancio. Tenía hambre y sed. Había llorado tanto que ya no me quedaban lágrimas. Pensé en quedarme allí, tumbada bajo el sol, y no moverme más. Entonces un anciano se acercó, me miró y me dijo: «Tranquila, pequeña. Ya ha pasado todo.» —sonrió, y esta vez no había tristeza—. Así conocí al Maestro. Me llevó a Santuario de Piedra y me enseñó el Camino, y me puso el nombre de Dasha, que significa perdón. Me dijo que tenía que aprender a perdonar para encontrar mi Camino, y eso hice.
El elfo había permanecido en silencio todo el tiempo, absorbido por la historia que acababa de oír. Ella le miró. Se le notaba que no sabía bien qué decir.
—Es una historia terrible —dijo por fin.
—Sí.
—No tenía ni idea.
—No es algo que me guste ir contando.
—Claro.
Se hizo un incómodo silencio. Toda la alegría y la pasión de hacía un momento se habían esfumado. Al cabo de unos momentos, Dasha sacudió la cabeza y se levantó de la cama.
—Ahora ya sabes por qué Ishmel es tan especial para mí. Si la hubiera dejado con aquel clérigo gordo, la habrían condenado por brujería. La habrían asesinado. No quiero que le pase lo mismo que a mi hermana y a mis padres. Quiero que viva. Por eso tenemos que…
Se interrumpió bruscamente. Puso los ojos en blanco y se quedó quieta, como escuchando algo que sólo ella oía. El elfo no se alarmó; ya la había visto antes usando el akhra y sabía lo que estaba ocurriendo. Al cabo de unos instantes la mujer pareció volver en sí.
—¡Alguien nos está buscando! —exclamó—. Son varios. Creo que vienen a por Ishmel.
Comenzó a recoger su ropa por toda la habitación con rapidez. El elfo se levantó de la cama e hizo lo mismo.
—¿Son Hermanos de la Revelación? —preguntó mientras se ajustaba los pantalones.
—Creo que sí, pero no estoy segura. Al menos uno de ellos sí —movió la cabeza—. No lo entiendo. No esperaba ni siquiera que salieran tras nosotras, y mucho menos tan deprisa.
—Bueno, no se irán sin conocer a Laglalin —dijo el elfo con una media sonrisa, mientras cogía su espada. Ella le miró de reojo.
—No tengas tanta prisa en usarla. Hablemos primero con ellos. Es posible que a ti te hagan caso por ser quien eres —contestó Dasha mientras ella también recogía su espada curva—. En el Camino está escrito: «La lucha es el recurso de los que no tienen razón. Lucha sólo cuando no tengas otra alternativa».
—Me parece bien —replicó el elfo—. Pero por mi experiencia con la Hermandad, no creo que nos ofrezcan ninguna alternativa más.
Dasha sonrió mientras se ajustaba las correas de su armadura de cuero.
—El Camino también dice: «Si no encuentras otra alternativa, es que no has buscado suficiente».
El elfo bufó.
—No me extraña que estuvierais a punto de desaparecer —dijo.
—Aquello no tiene nada que ver. —La mujer se encaró con el elfo, con una de las botas en la mano. La sonrisa se había borrado de su rostro—. De hecho, todos nuestros problemas comenzaron cuando su maravillosa Orden comenzó a alejarse del Camino. Ellos no eran verdaderos Maestros. No se puede ser un Maestro y preocuparse de tierras, y riquezas, y política. El Camino del akhra no consiste en eso y tú lo sabes. Aquellos desgraciados pagaron con creces su orgullo y su ambición, pero nosotros aún sufrimos las consecuencias casi ochocientos años después.
—Tranquila, no pretendía hacerte enfadar—el elfo alzó las manos intentando calmarla—. Lo siento. Sólo digo que es bastante probable que tengamos que luchar.
Dasha se relajó y apoyó una mano en el pecho de él.
—Lo sé. Yo también lo siento. Estoy un poco nerviosa.
En ese momento llamaron a la puerta. Los dos se giraron, con la mano en la empuñadura de sus espadas. Dasha miró al elfo.
—¿Quién es? —preguntó éste con voz firme.
—Os ruego que me disculpéis, Excelencia —se oyó una voz desde el otro lado. Ambos reconocieron al posadero—. Tengo una información que vuestra Excelencia debería conocer de inmediato.
—Pasa, Iashed —dijo el elfo, retirando la mano de la espada. Dasha no lo hizo.
La puerta se abrió y un hombre de mediana edad avanzó desde el pasillo, aunque no pasó del umbral. Estaba casi calvo, aunque conservaba algo de pelo alrededor de las orejas. Aquello, unido a una nariz ancha y unas orejas algo salidas lo hacían un personaje difícil de olvidar.
—Os ruego de nuevo que me disculpéis, Excelencia —repitió, inclinándose ligeramente ante el elfo. Si se había sorprendido al verlos en pie, totalmente vestidos y con las armas preparadas a aquella hora de la mañana, no dijo nada.
—Por todas las estrellas, Iashed, habla y di qué es eso tan urgente —exclamó el elfo, perdiendo la paciencia.
—Sí, Excelencia —el hombre se retorcía las manos, nervioso—. Acabo de saber que unos extranjeros han entrado en la ciudad. Al parecer uno de ellos es un Hermano de la Revelación. Están buscando a una joven de cabellos negros que viaja con una niña pequeña —al decir esto su mirada se desvió un instante hacia Dasha, pero rápidamente volvió a dirigirse al elfo—. Mi humilde posada tiene mucha fama, Excelencia, y es muy posible que pregunten aquí.
—Gracias, Iashed —el elfo miró a Dasha con el semblante serio—. Tus servicios son valiosos, como siempre. No queremos causarte problemas, nos vamos de inmediato.
—Es un honor ser de ayuda a vuestra Excelencia —dijo el hombre con otra reverencia—. Haré que preparen todo para…
La conversación se vio interrumpida por unos ruidos que venían del salón, en la planta de abajo. Un hombre estaba llamando a gritos al posadero. También se oía, más aguda, una voz de mujer.
—¡Es mi hija! —el hombre vaciló, sin atreverse a abandonar al elfo sin su permiso. Éste asintió ligeramente.
—Ve, Iashed. Nosotros mismos nos ocuparemos de los caballos. —El posadero corrió escaleras abajo a averiguar qué estaba sucediendo—. ¿Me acompañas?—dijo, dirigiéndose ahora a Dasha. Como la mujer dudaba, añadió: —Ishmel está segura en su habitación; ayúdame con los caballos y os podréis marchar antes.
Dasha terminó de ajustarse una hebilla y miró hacia la puerta, que el posadero había dejado abierta.
—Está bien, vamos —miró al elfo—. Cuanto antes terminemos, antes nos iremos.
“Se detuvieron cuando llegaron a la puerta. Eran muchos, por lo menos una docena. Me fijé en que algunos llevaban espadas. Alguien debió de decir algo, porque todos las desenvainaron a la vez; las hojas brillaron rojas a la luz de las antorchas. En ese momento supe lo que iba a pasar, y pensé que tenía que gritar, o correr, o buscar ayuda; tenía que hacer algo.”
“Pero no hice nada. Me quedé callada, temblando de frío y de miedo, tumbada sobre la hierba, mientras uno de los hombres destrozaba la puerta de nuestra casa y todos los demás entraban tras él. Oí los gritos de mis padres y los chillidos de mi hermana, y al cabo de un momento vi cómo los sacaban a rastras. Mi padre tenía la cara llena de sangre y mi hermana se agarraba a mi madre, llorando, pero uno de ellos la cogió del pelo y de un estirón la tiró al suelo.”
“Supongo que sabían que tenía que haber otra niña, porque después de una breve reunión, comenzaron a buscar por los alrededores. Uno de ellos vino directo hacia mí. Yo no podía esconderme en ningún sitio, ni tampoco iba a salir corriendo, así que hice lo único que se me ocurrió: cerré los ojos y deseé con todas mis fuerzas que aquel hombre pasara de largo sin verme. Oí sus pasos, blandos sobre la hierba, cada vez más cerca, y de repente se detuvo. Esperaba sentir sus manos sobre mí en cualquier momento, pero no sucedió nada. Entonces abrí los ojos y lo vi frente a mí, de pie; casi podría haberlo tocado si hubiera estirado el brazo. Recuerdo que tenía el pelo largo y sucio, y olía a alcohol y sudor. Estuvo un momento mirando hacia el río, a mi espalda, y luego, con un gruñido, se giró y echó a andar de vuelta.”
“Me quedé con la boca abierta, sin comprender nada. Era imposible que no me hubiera visto, ¿por qué se iba? Entonces, como si fuera una revelación, fui consciente por primera vez del poder del akhra en mí. De pronto comprendí otras sensaciones, otras situaciones… Fue como un relámpago de luz en mi mente. Y me di cuenta que había sido el akhra quien me había avisado de lo que iba a suceder esa noche.”
“Entonces pensé que podría haber avisado a mis padres y a mi hermana. Si hubiera prestado más atención a mis sentimientos, podríamos habernos anticipado, podríamos haber escapado. Una terrible sensación de culpa me invadió y comencé a llorar, sin pensar en que pudieran descubrirme. Ya no me importaba.”
“Al cabo de un rato comencé a oír un murmullo apagado y volví a prestar atención. Entre lágrimas vi que los Hermanos se habían colocado formando un semicírculo, delante de mi casa. Al parecer habían decidido seguir con su plan sin mí, porque estaban recitando algo, como una plegaria, que repetían una y otra vez. No entendía lo que decían; estaban demasiado lejos. Mis padres y mi hermana estaban de rodillas, delante de ellos, y varios hombres les sujetaban para que no pudieran moverse. Un Hermano se colocó detrás de mi padre y otro detrás de mi hermana. Empuñaban unas dagas largas y curvas. Se quedaron quietos, mirando hacia el sacerdote joven, como esperando su señal. Los demás Hermanos comenzaron a cantar más alto. Mi padre tenía los ojos cerrados y movía los labios deprisa. Mi hermana estaba llorando en silencio; las lágrimas le caían por las mejillas. La tensión se hizo insoportable. El clérigo inclinó la cabeza, una sola vez, y aquellos hombres los acuchillaron por la espalda. Así, sin más. Recuerdo aquel momento como si fuera ayer: la punta de la hoja saliendo del pecho de mi hermana, goteando sangre, sus ojos abiertos de par en par mientras caía al suelo como si fuera un muñeco.”
“Aquello fue demasiado. No pude resistir más y grité. Grité todo lo fuerte que pude. Grité de miedo, de rabia, de impotencia. Pero nadie me oyó porque mi madre también estaba chillando, fuera de sí. El sacerdote joven se le acercó despacio, con otro de esos cuchillos curvos. Los Hermanos cantaban todavía más alto, ahora estaban prácticamente gritando. Ella seguía chillando, y se retorcía, intentando soltarse de los hombres que la sujetaban, pero era inútil. El sacerdote llegó a su altura y cerró los ojos un momento. Luego los abrió, y con un rápido gesto le rajó la garganta. Los gritos cesaron de inmediato, y también el cántico de los Hermanos. De pronto se hizo un silencio terrible. La sangre salía a borbotones por el cuello de mi madre y le resbalaba por todo el pecho. Ella intentaba respirar, pero se estaba ahogando en su propia sangre. Por fin la soltaron y cayó sobre la hierba. Al cabo de unos instantes dejó de moverse y comprendí que había muerto.”
La mujer calló de nuevo. Había cerrado los ojos mientras contaba la última parte. Ahora una lágrima se deslizó por su mejilla. Los abrió otra vez y se volvió hacia el elfo.
—Llevaron los cuerpos dentro de la casa y le prendieron fuego a todo. Luego se fueron. Yo me quedé allí llorando, hasta que al final, no sé cómo, me dormí, porque cuando desperté ya había amanecido. Sabía que no podía quedarme en la aldea; si alguno de aquellos hombres me reconocía seguro que intentarían matarme. Tampoco se me ocurrió nadie a quien poder acudir; mis padres no tenían muchos amigos. Así que me marché. Sólo tenía la ropa que llevaba puesta y estaba descalza, pero no me importó; sólo quería irme, alejarme de aquel lugar. Estuve caminando hasta que me derrumbé de cansancio. Tenía hambre y sed. Había llorado tanto que ya no me quedaban lágrimas. Pensé en quedarme allí, tumbada bajo el sol, y no moverme más. Entonces un anciano se acercó, me miró y me dijo: «Tranquila, pequeña. Ya ha pasado todo.» —sonrió, y esta vez no había tristeza—. Así conocí al Maestro. Me llevó a Santuario de Piedra y me enseñó el Camino, y me puso el nombre de Dasha, que significa perdón. Me dijo que tenía que aprender a perdonar para encontrar mi Camino, y eso hice.
El elfo había permanecido en silencio todo el tiempo, absorbido por la historia que acababa de oír. Ella le miró. Se le notaba que no sabía bien qué decir.
—Es una historia terrible —dijo por fin.
—Sí.
—No tenía ni idea.
—No es algo que me guste ir contando.
—Claro.
Se hizo un incómodo silencio. Toda la alegría y la pasión de hacía un momento se habían esfumado. Al cabo de unos momentos, Dasha sacudió la cabeza y se levantó de la cama.
—Ahora ya sabes por qué Ishmel es tan especial para mí. Si la hubiera dejado con aquel clérigo gordo, la habrían condenado por brujería. La habrían asesinado. No quiero que le pase lo mismo que a mi hermana y a mis padres. Quiero que viva. Por eso tenemos que…
Se interrumpió bruscamente. Puso los ojos en blanco y se quedó quieta, como escuchando algo que sólo ella oía. El elfo no se alarmó; ya la había visto antes usando el akhra y sabía lo que estaba ocurriendo. Al cabo de unos instantes la mujer pareció volver en sí.
—¡Alguien nos está buscando! —exclamó—. Son varios. Creo que vienen a por Ishmel.
Comenzó a recoger su ropa por toda la habitación con rapidez. El elfo se levantó de la cama e hizo lo mismo.
—¿Son Hermanos de la Revelación? —preguntó mientras se ajustaba los pantalones.
—Creo que sí, pero no estoy segura. Al menos uno de ellos sí —movió la cabeza—. No lo entiendo. No esperaba ni siquiera que salieran tras nosotras, y mucho menos tan deprisa.
—Bueno, no se irán sin conocer a Laglalin —dijo el elfo con una media sonrisa, mientras cogía su espada. Ella le miró de reojo.
—No tengas tanta prisa en usarla. Hablemos primero con ellos. Es posible que a ti te hagan caso por ser quien eres —contestó Dasha mientras ella también recogía su espada curva—. En el Camino está escrito: «La lucha es el recurso de los que no tienen razón. Lucha sólo cuando no tengas otra alternativa».
—Me parece bien —replicó el elfo—. Pero por mi experiencia con la Hermandad, no creo que nos ofrezcan ninguna alternativa más.
Dasha sonrió mientras se ajustaba las correas de su armadura de cuero.
—El Camino también dice: «Si no encuentras otra alternativa, es que no has buscado suficiente».
El elfo bufó.
—No me extraña que estuvierais a punto de desaparecer —dijo.
—Aquello no tiene nada que ver. —La mujer se encaró con el elfo, con una de las botas en la mano. La sonrisa se había borrado de su rostro—. De hecho, todos nuestros problemas comenzaron cuando su maravillosa Orden comenzó a alejarse del Camino. Ellos no eran verdaderos Maestros. No se puede ser un Maestro y preocuparse de tierras, y riquezas, y política. El Camino del akhra no consiste en eso y tú lo sabes. Aquellos desgraciados pagaron con creces su orgullo y su ambición, pero nosotros aún sufrimos las consecuencias casi ochocientos años después.
—Tranquila, no pretendía hacerte enfadar—el elfo alzó las manos intentando calmarla—. Lo siento. Sólo digo que es bastante probable que tengamos que luchar.
Dasha se relajó y apoyó una mano en el pecho de él.
—Lo sé. Yo también lo siento. Estoy un poco nerviosa.
En ese momento llamaron a la puerta. Los dos se giraron, con la mano en la empuñadura de sus espadas. Dasha miró al elfo.
—¿Quién es? —preguntó éste con voz firme.
—Os ruego que me disculpéis, Excelencia —se oyó una voz desde el otro lado. Ambos reconocieron al posadero—. Tengo una información que vuestra Excelencia debería conocer de inmediato.
—Pasa, Iashed —dijo el elfo, retirando la mano de la espada. Dasha no lo hizo.
La puerta se abrió y un hombre de mediana edad avanzó desde el pasillo, aunque no pasó del umbral. Estaba casi calvo, aunque conservaba algo de pelo alrededor de las orejas. Aquello, unido a una nariz ancha y unas orejas algo salidas lo hacían un personaje difícil de olvidar.
—Os ruego de nuevo que me disculpéis, Excelencia —repitió, inclinándose ligeramente ante el elfo. Si se había sorprendido al verlos en pie, totalmente vestidos y con las armas preparadas a aquella hora de la mañana, no dijo nada.
—Por todas las estrellas, Iashed, habla y di qué es eso tan urgente —exclamó el elfo, perdiendo la paciencia.
—Sí, Excelencia —el hombre se retorcía las manos, nervioso—. Acabo de saber que unos extranjeros han entrado en la ciudad. Al parecer uno de ellos es un Hermano de la Revelación. Están buscando a una joven de cabellos negros que viaja con una niña pequeña —al decir esto su mirada se desvió un instante hacia Dasha, pero rápidamente volvió a dirigirse al elfo—. Mi humilde posada tiene mucha fama, Excelencia, y es muy posible que pregunten aquí.
—Gracias, Iashed —el elfo miró a Dasha con el semblante serio—. Tus servicios son valiosos, como siempre. No queremos causarte problemas, nos vamos de inmediato.
—Es un honor ser de ayuda a vuestra Excelencia —dijo el hombre con otra reverencia—. Haré que preparen todo para…
La conversación se vio interrumpida por unos ruidos que venían del salón, en la planta de abajo. Un hombre estaba llamando a gritos al posadero. También se oía, más aguda, una voz de mujer.
—¡Es mi hija! —el hombre vaciló, sin atreverse a abandonar al elfo sin su permiso. Éste asintió ligeramente.
—Ve, Iashed. Nosotros mismos nos ocuparemos de los caballos. —El posadero corrió escaleras abajo a averiguar qué estaba sucediendo—. ¿Me acompañas?—dijo, dirigiéndose ahora a Dasha. Como la mujer dudaba, añadió: —Ishmel está segura en su habitación; ayúdame con los caballos y os podréis marchar antes.
Dasha terminó de ajustarse una hebilla y miró hacia la puerta, que el posadero había dejado abierta.
—Está bien, vamos —miró al elfo—. Cuanto antes terminemos, antes nos iremos.
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