21/03/2016 08:04 PM
BASTARDO
El hombre lo miró fijamente y azuzó al caballo de nuevo.
-¿Y bien, muchacho?
El joven trotaba a su lado. Había bautizado a su incansable compañero con el nombre de Flecha, y aunque aún llevaba poco tiempo con él, presentía que a partir de ese día una gran cantidad de emociones y recuerdos los unirían. Le dio una palmadita y acarició su crin dorada unos segundos antes de volverse de nuevo hacia su mentor.
-Soy un Hijo de Huriel. Mis votos son la paz y la justicia, mis armas, la pluma y las palabras amables, mi coraza el honor y la lealtad. Soy un hijo de Huriel, y como Huriel, viviré para ver completada mi tarea sagrada.
Dharil lo miró bajo las cejas gruesas y sonrió. Era un chico algo inseguro y tímido, pero se había tomado muy en serio su entrenamiento y en unos años se había convertido en un espadachín letal.
-Hoy te someterás a la prueba que determinará si eres digno o no de ser un Hijo de Huriel.
-¿Y quién me va a juzgar? -Geiron desenvainó la espada y su rostro se iluminó con entusiasmo. Aún era temprano, pero el día había amanecido cálido y despejado sobre el verde del campo.
-Sólo una persona puede juzgarte. Hoy vas a conocer al maestro de todos.
El chico envainó de nuevo la espada y miró a su maestro algo confundido. Su entrenamiento había durado años y no sólo había consistido en prácticas de combate, si no en largas sesiones de estudio sobre historia, filosofía y asignaturas relacionadas con la magia y la vida. En todos aquellos años encerrado en la biblioteca jamás había leído nada sobre ese tal maestro, y se dio cuenta de que tampoco sabía nada sobre aquella prueba de acceso.
Se revolvió sobre su montura, incómodo.
-¿Quién es esa persona? -inquirió.
El camino torció a la derecha y empezó a descender por la falda de una colina. En el horizonte la tierra se despejaba a unas montañas grises cubiertas de nieve, pero allí en frente a ellos había una casa de piedra y madera a los pies de un pequeño bosque. No parecía haber huertos, o al menos estaban del otro lado y no se veían. La finca era grande.
-¿Sabes? Una vez ese hombre me dijo que la curiosidad es sana, que mantiene a uno despierto y vivo. Pero es una pregunta que deberá responderte él -tiró de las riendas del caballo y lo detuvo -. Yo he de esperar aquí -señaló una pequeña caseta a la derecha del camino en la que no había reparado antes -. Ve a la casa y vuelve con una buena noticia, anda.
-Lo haré -dijo Gerion, y apuró el paso de Flecha. Aquello era totalmente nuevo para él. Hacía apenas media hora creía saberlo casi todo sobre la orden de los Hijos de Huriel, pero ahora sentía que apenas había rasgado una verdad superficial y que el verdadero desafío llegaría una vez ingresase oficialmente como un hijo más.
«Si es que consigo superar la prueba» -pensó - «¿Pero qué prueba?»
Le parecía pasmoso que llevase toda la vida preparándose para ese momento y que jamás hubiese leído nada respecto a ella, ni se hubiera preocupado por indagar. Y ahora debía de enfrentarse a ciegas a algo para lo que no se había preparado.
Flecha aminoró la marcha a una orden mental de su jinete y se detuvo un poco antes de llegar a la casa. De cerca pudo verla mejor. Tenía un tejado alto y gris y había varios árboles a su alrededor que vertían su fresca sombra sobre las briznas de hierba. La primera planta era de piedra, pero la segunda estaba construida con madera de roble y tenía varias ventanas. No era la casa de un campesino cualquiera. Desmontó y se peinó hacia atrás el pelo castaño claro que se le ondulaba hasta el cuello.
-¿Hola? -no parecía haber nadie. La calzada serpenteaba a la derecha, fuera de la finca, y al volverse se encontró con la mirada amable de su caballo. Un pequeño sendero zigzagueaba entre los arbustos y las flores hasta la puerta de la casa, pero más allá creyó ver algo brillante, como un pedazo de metal, y se acercó -¿Hola?
Era un estanque que reflejaba la luz del sol, sus aguas claras eran lo que le habían destellado. Vio que de él bebía un imponente álamo y varias plantas.
-Hola -respondió una voz. Geiron se sobresaltó y llevó la mano al mango de la espada, nervioso. Aquella voz tenía un tono dulce y meloso, pero quizás fuese una trampa, parte de la prueba, y no se dejaría embaucar.
-¿Quién habla? -preguntó, intentando localizar la fuente de la voz. Pasaron unos segundos y aguzó la mirada, entonces lo vio; un niño de no más de nueve años, de pelo corto del mismo color que el suyo y unas facciones suavizadas por la niñez. Estaba sentado con las piernas cruzadas encima de una roca, tras el estanque.
-Acércate. Supongo que tendrás muchas preguntas.
Geiron dio un par de pasos hacia el niño, pero no quitó la mano de la empuñadura de su arma. Los líderes de su hermandad no eran sólo grandes guerreros y sabios, si no también convincentes ilusionistas. Si aquello era una visión para distraerlo estaría preparado.
Soplaba una ligera brisa cálida que arrastraba un aroma a lavanda y azucena.
-Soy Geiron.
-Conozco tu nombre -sonrió el niño. Sus ojos parecían encerrar la luz de mil estrellas dentro -. Dime, ¿conoces tú el mío?
Negó con la cabeza. No tenía ni idea de que iba todo aquello. Hacía apenas diez minutos que había dejado atrás a su mentor para meterse de lleno en una prueba que desconocía y de la que dependía su futuro, y ahora aquel niño parecía divertirse a costa suya haciendo preguntas banales. Iba a replicar algo cuando se encontró con su mirada y enmudeció al momento.
-No... no sé quién eres -titubeó. ¿Que tenían aquellos ojos tan extraño y absorbente? Eran grandes y preciosos, pero en ellos dormía una sabiduría tan profunda que de pronto sintió humillación y congoja.
-Asómate y mira en el estanque. ¿Qué ves?
Geiron vaciló un momento pero obedeció al niño sin saber muy bien por qué, y se acercó a la orilla. Al principio no vio nada; el miedo y la confusión lo ofuscaban, pero luego empezó a vislumbrar su propio rostro, y vio el reflejo dorado del sol, y la pequeña nana que acunaban las ramas del árbol. Vio también las hierbas que crecían aquí y allá y las distantes y diminutas sombras de los pájaros entre las nubes.
Como si lo alimentasen, el silencio creció por un tiempo hasta que Geiron se volvió hacia el niño y se topó con su sonrisa afable.
-Está el sol, y mi rostro, y el árbol, y las plantas -paró y se volvió de nuevo hacia el estanque. Suspiró -. También... También veo rocas al fondo, y...¡un pez se revuelve entre la arena! hay... hay varias plantas y musgo. Y piedras, sí, hay piedras.
-Así conocemos a las personas -dijo el niño -. Primero vemos el reflejo de lo que les rodea, una imagen basada en nuestra propia experiencia, pero luego, al mirar más de cerca, descubrimos que hay una personalidad tras la apariencia, una esencia tras la forma -sonrió -. Soy Igien. Soy el bastardo del rey e hijo de una humilde posadera.
Geiron arqueó una ceja y se colocó un mechón de pelo tras la oreja.
-¿Y qué haces aquí? ¿Cómo sabías mi nombre? -no eran las únicas preguntas que tenía en mente pero si las que más alto rezumbaban en sus pensamientos. Lo miró fijamente y descubrió, además de sabiduría, una intensa bondad en sus ojos.
Se sentó frente a él y al darse cuenta de que aún apretaba la espada por el mango, apartó rápidamente la mano. No, aquello no era una ilusión.
El niño rió.
-Quizás me conozcas por otros nombres. Veamos... Maserez, Ai'uda, Lande, Prios, Xereth...
El rostro de Gerion reflejó una gran sorpresa y abrió mucho los ojos, incrédulo. No podía ser. Era imposible que los cuentos fuesen ciertos, siempre había pensado que aquello era simple folclore de la hermandad. Le empezaron a temblar las piernas y la piel de las mejillas enrojeció muy rápidamente y se extendió por los brazos y la espalda. Los dedos le vibraron como varillas al viento, y aunque intentó disimular el tembleque, apenas pudo ocultar la vergüenza de su expresión.
-Ruego me perdones -se apresuró a arrodillarse y enterró el rostro entre sus manos. Aquello explicaba muchas cosas, como que Dharil, su mentor, se hubiese referido a él como el maestro de todos, como que sus ojos brillasen con tanta luz y luciesen miles de años de sabiduría a sus espaldas. Cuanto más encajaban las cosas en su mente más rápido bombeaba sangre su corazón, cohibido por la emoción que lo embargaba.
El niño se incorporó y le tendió la mano.
-No debes arrodillarte, amigo -su piel era cálida y un extraño escalofrío recorrió su espalda a medida que se ayudaba de ella para incorporarse -. No soy ni un dios, ni un ángel ni un rey; sólo un viejo encerrado en el cuerpo de un niño de tu raza.
-No eran leyendas... -murmuró Geiron, abstraído en cavilaciones profundas mientras se regocijaba en la visión de aquellos dos grandes ojos -. Luärha, Idril, Hir, Huriel, tú... Todo el conocimiento sobre la Lluvia de Fuego es auténtico, todos los héroes y los relatos sobre los orígenes de nuestra orden son ciertos.
-Así es -el niño sonrió y llevó la mano al cabello castaño casi rubio y se rascó la nuca. De cerca, las pupilas de los ojos parecían difuminarse en un insondable azul astral, como si hubiese un universo encerrado en cada globo -. Ahora dime, ¿matarías inocentes por mí?
Geiron lo miró unos segundos que se hicieron eternos sin saber que decir. Aún intentaba asimilar la información y ya le había hecho otra pregunta. Tragó saliva. Parecía haber una respuesta obvia; sí, pero en verdad no se sentía capaz de matar a ningún inocente, ni siquiera por él. Igiel pareció adivinar el duelo interno y sus ojos resplandecieron todavía más, envueltos en un halo de misterio.
-Soy un filósofo, no un asesino -dijo al fin el chico, externalizando su inseguridad con un rápido chasquido del ojo derecho. El niño tampoco contestó de inmediato, y Geiron pensó que si se demoraba un segundo más le estallaría el corazón.
-Has pasado la prueba -sonrió levemente -. Ya eres un Hijo de Huriel, y nuestras sendas ya están ligadas para siempre -el niño se acercó a él y le dio un tímido abrazo. Le daba por el pecho. Por un segundo le pareció un niño normal, igual de inocente que cualquiera.
Quedó un segundo con los brazos colgando, sin saber qué hacer, pero pronto le correspondió al abrazo y se le aceleró el pulso por los nervios. Tres segundos después, Igiel volvía a estar en frente suya, a dos o tres pasos y con una sonrisa entusiasta decorando su rostro de niño.
Geiron sonrió también, contagiado por aquella felicidad inocente. Pensó en Dharil y en la gran alegría que se llevaría al recibir la noticia y descubrió a Flecha no muy lejos de la finca, piafando junto al camino de grava. Ahora sabía que el Vigilante existía y el mundo había adquirido un nuevo matiz de color para él, lo que le llenó de esperanzas.
"Ven" -le dijo mentalmente, y Flecha se allegó.
---------------------------------------------------
Un hombre encapuchado le abrió la puerta con gran ceremonia. En sus facciones ensombrecidas pudo distinguir una expresión severa. Vestía cuero negro y llevaba un juego de dagas. No dijo nada y él tampoco, así que entró. Mano de Plata le aguardaba al fondo. Estaba inmóvil mirando hacia él como si llevase mucho tiempo esperando su visita, algo que le heló la sangre. Dio un paso adelante.
-Sarn, ¿qué me traes esta vez? -preguntó Mano de plata. Tenía una voz grave pero suave y unos ojos verdes muy cálidos. Mas no había compasión ni bondad tras aquel rostro tan viril y atractivo, de corta barba castaña y pelo cuidadosamente peinado hacia atrás. Lo único que encerraba aquella quimera era una personalidad codiciosa y calculadora, y no menos déspota.
Se acercó casi con miedo.
-Una carta, señor.
-Dame, rápido -extendió la mano y casi le arrancó el sobre de entre los dedos. Cuando vio el emblema de los Darne en el sello supo inmediatamente que Lady Agria volvía a recurrir de sus servicios y bufó -. Puta vieja... -murmuró para sí abriéndola. Sarn esperaba que la runa resplandeciese al llegar a manos de sus destinatario, pero no sucedió nada extraordinario y se preguntó si acaso Lady Agria le había engañado con aquello de la magia de espíritu -. Puedes irte.
Sarn iba a replicar algo pero calló. No sería el primero en morir por llevarle la contraria. Antes de volverse y salir por donde había entrado para esperar a que Mano de Plata hubiese acabado y recoger así su pago -aquel medallón familiar- , descubrió que el hombre ya la tenía entre sus manos y la leía con un matiz de ansiedad.
"Saludos, Guante de Plata.
Antes de nada, permíteme reiterar mis felicitaciones por el impecable envenenamiento de los reyes. Había oído hablar mucho de ti, pero...¿envenenar a la casa real? No me esperaba que ningún hombre vivo pudiese cumplir mis ambiciones. Y sin embargo, no se han cumplido. Parece ser que hay un bastardo de Ardo suelto por ahí, con sangre real por sus venas. El primer pago va aquí mismo, en el sobre. Es un medallón familiar, una vez lo veas reconocerás su excesiva valía. El pobre diablo que te ha entregado la carta piensa que es para él, ¡ja! Casi puedo visualizar ese rostro mugriento sonriendo con amargura cuando...cuando lo mates. El chico sabe demasiado y cuantas menos personas sepan de nuestros negocios mayor será nuestro éxito. Supongo que podrás buscarte otro recadero. Además de este medallón se te pagará cuantiosamente en función a tus avances. Y asegúrate que si de verdad existe ese bastardo, pronto deje de hacerlo.
Lady Agria Darne, señora de Alia."
Mano de Plata alzó la cabeza y extrajo el medallón del sobre. Había un cisne inscrito en el oro brillante y cinco gemas centrales que crepitaban a la luz de los candelabros. Las observó un momento y se lo guardó en un bolsillo abotonado de la almilla. No había duda de que eran auténticos. Y muy valiosos.
-Esto... Sarn, ven un momento. La carta dice que el medallón es tu pago, toma.
Sarn Tres-dedos ya estaba a punto de abandonar la sala cuando se detuvo en seco al escuchar las palabras de su jefe. Aunque Mano de Plata no pudo verlo, no le costó imaginarse como en su rostro se dibujaba una amplia sonrisa.
-Cierto -dijo el muchacho desandando sus propios pasos hasta Mano de Plata. Éste se incorporó lentamente y sonrió con cinismo. Sarn ya estaba justo enfrente a él.
-Toma -Mano de Plata hizo un rápido movimiento con la mano como si sacase algo de debajo de la almilla pero en vez de un medallón blandía una daga. Sarn había entendido la situación demasiado tarde y antes de que se pudiese apartar, el arma describió un arco horizontal que le hizo un profundo tajo en el cuello.
Lo miró a los ojos.
-Yo...-su voz sonó hueca y antes de que pudiera llevar las manos a la herida para intentar detener la hemorragia, su cuerpo se tambaleó y precipitó contra el duro suelo de piedra. Sólo unos segundos había durado aquella desesperación por aferrarse a la vida, aquella ciega resignación del que sabe que ha llegado su hora.
Mano de Plata lo miró casi con... ¿pena? No. Le dio una patada al cadáver para tenderlo boca arriba y silbó. Al momento entró uno de sus hombres, uno de los asesinos de su gremio.
-Limpia esto y deshazte del cadáver, aunque dudo que además de las moscas y los gusanos alguien más vaya a interesarse por recuperarlo.
-Sí, mi señor -hizo un gesto con el brazo en señal de respeto y arrastró el cadáver pesadamente hacia fuera de aquel salón, dejando un rastro rojo a su paso como la espuma de un barco.
-Agria, Agria… -rió para si Mano de Plata -. Jamás había conocido a nadie tan frío como yo hasta que me escribiste por primera vez. ¿De verdad le tienes tan poco aprecio a la vida para dispensar muerte tan a la ligera? -palpó el medallón por fuera del bolsillo y no pudo evitar que aflorara una sonrisa lasciva en su rostro -. Y bien, ahora todo se hace más sencillo y al mismo tiempo todo se complica. Un bastardo, ¿hm? Y decían que era el primer rey ejemplar en mucho tiempo -miró fascinado las manchas de sangre de la daga que aún blandía con su mano derecha -. Pena que tenga que matarlo antes de que pueda ensuciar la reputación de su familia.
Al rato entraron otros dos hombres y vertieron un cubo de agua sobre el charco de sangre. El líquido se escurrió hacia uno de los extremos de la sala y desapareció por unas rejas que comunicaban con las cloacas de la ciudad. Suspiró y se apoyó contra el escritorio.
-Con esta mujer me voy a hacer de oro.
El hombre lo miró fijamente y azuzó al caballo de nuevo.
-¿Y bien, muchacho?
El joven trotaba a su lado. Había bautizado a su incansable compañero con el nombre de Flecha, y aunque aún llevaba poco tiempo con él, presentía que a partir de ese día una gran cantidad de emociones y recuerdos los unirían. Le dio una palmadita y acarició su crin dorada unos segundos antes de volverse de nuevo hacia su mentor.
-Soy un Hijo de Huriel. Mis votos son la paz y la justicia, mis armas, la pluma y las palabras amables, mi coraza el honor y la lealtad. Soy un hijo de Huriel, y como Huriel, viviré para ver completada mi tarea sagrada.
Dharil lo miró bajo las cejas gruesas y sonrió. Era un chico algo inseguro y tímido, pero se había tomado muy en serio su entrenamiento y en unos años se había convertido en un espadachín letal.
-Hoy te someterás a la prueba que determinará si eres digno o no de ser un Hijo de Huriel.
-¿Y quién me va a juzgar? -Geiron desenvainó la espada y su rostro se iluminó con entusiasmo. Aún era temprano, pero el día había amanecido cálido y despejado sobre el verde del campo.
-Sólo una persona puede juzgarte. Hoy vas a conocer al maestro de todos.
El chico envainó de nuevo la espada y miró a su maestro algo confundido. Su entrenamiento había durado años y no sólo había consistido en prácticas de combate, si no en largas sesiones de estudio sobre historia, filosofía y asignaturas relacionadas con la magia y la vida. En todos aquellos años encerrado en la biblioteca jamás había leído nada sobre ese tal maestro, y se dio cuenta de que tampoco sabía nada sobre aquella prueba de acceso.
Se revolvió sobre su montura, incómodo.
-¿Quién es esa persona? -inquirió.
El camino torció a la derecha y empezó a descender por la falda de una colina. En el horizonte la tierra se despejaba a unas montañas grises cubiertas de nieve, pero allí en frente a ellos había una casa de piedra y madera a los pies de un pequeño bosque. No parecía haber huertos, o al menos estaban del otro lado y no se veían. La finca era grande.
-¿Sabes? Una vez ese hombre me dijo que la curiosidad es sana, que mantiene a uno despierto y vivo. Pero es una pregunta que deberá responderte él -tiró de las riendas del caballo y lo detuvo -. Yo he de esperar aquí -señaló una pequeña caseta a la derecha del camino en la que no había reparado antes -. Ve a la casa y vuelve con una buena noticia, anda.
-Lo haré -dijo Gerion, y apuró el paso de Flecha. Aquello era totalmente nuevo para él. Hacía apenas media hora creía saberlo casi todo sobre la orden de los Hijos de Huriel, pero ahora sentía que apenas había rasgado una verdad superficial y que el verdadero desafío llegaría una vez ingresase oficialmente como un hijo más.
«Si es que consigo superar la prueba» -pensó - «¿Pero qué prueba?»
Le parecía pasmoso que llevase toda la vida preparándose para ese momento y que jamás hubiese leído nada respecto a ella, ni se hubiera preocupado por indagar. Y ahora debía de enfrentarse a ciegas a algo para lo que no se había preparado.
Flecha aminoró la marcha a una orden mental de su jinete y se detuvo un poco antes de llegar a la casa. De cerca pudo verla mejor. Tenía un tejado alto y gris y había varios árboles a su alrededor que vertían su fresca sombra sobre las briznas de hierba. La primera planta era de piedra, pero la segunda estaba construida con madera de roble y tenía varias ventanas. No era la casa de un campesino cualquiera. Desmontó y se peinó hacia atrás el pelo castaño claro que se le ondulaba hasta el cuello.
-¿Hola? -no parecía haber nadie. La calzada serpenteaba a la derecha, fuera de la finca, y al volverse se encontró con la mirada amable de su caballo. Un pequeño sendero zigzagueaba entre los arbustos y las flores hasta la puerta de la casa, pero más allá creyó ver algo brillante, como un pedazo de metal, y se acercó -¿Hola?
Era un estanque que reflejaba la luz del sol, sus aguas claras eran lo que le habían destellado. Vio que de él bebía un imponente álamo y varias plantas.
-Hola -respondió una voz. Geiron se sobresaltó y llevó la mano al mango de la espada, nervioso. Aquella voz tenía un tono dulce y meloso, pero quizás fuese una trampa, parte de la prueba, y no se dejaría embaucar.
-¿Quién habla? -preguntó, intentando localizar la fuente de la voz. Pasaron unos segundos y aguzó la mirada, entonces lo vio; un niño de no más de nueve años, de pelo corto del mismo color que el suyo y unas facciones suavizadas por la niñez. Estaba sentado con las piernas cruzadas encima de una roca, tras el estanque.
-Acércate. Supongo que tendrás muchas preguntas.
Geiron dio un par de pasos hacia el niño, pero no quitó la mano de la empuñadura de su arma. Los líderes de su hermandad no eran sólo grandes guerreros y sabios, si no también convincentes ilusionistas. Si aquello era una visión para distraerlo estaría preparado.
Soplaba una ligera brisa cálida que arrastraba un aroma a lavanda y azucena.
-Soy Geiron.
-Conozco tu nombre -sonrió el niño. Sus ojos parecían encerrar la luz de mil estrellas dentro -. Dime, ¿conoces tú el mío?
Negó con la cabeza. No tenía ni idea de que iba todo aquello. Hacía apenas diez minutos que había dejado atrás a su mentor para meterse de lleno en una prueba que desconocía y de la que dependía su futuro, y ahora aquel niño parecía divertirse a costa suya haciendo preguntas banales. Iba a replicar algo cuando se encontró con su mirada y enmudeció al momento.
-No... no sé quién eres -titubeó. ¿Que tenían aquellos ojos tan extraño y absorbente? Eran grandes y preciosos, pero en ellos dormía una sabiduría tan profunda que de pronto sintió humillación y congoja.
-Asómate y mira en el estanque. ¿Qué ves?
Geiron vaciló un momento pero obedeció al niño sin saber muy bien por qué, y se acercó a la orilla. Al principio no vio nada; el miedo y la confusión lo ofuscaban, pero luego empezó a vislumbrar su propio rostro, y vio el reflejo dorado del sol, y la pequeña nana que acunaban las ramas del árbol. Vio también las hierbas que crecían aquí y allá y las distantes y diminutas sombras de los pájaros entre las nubes.
Como si lo alimentasen, el silencio creció por un tiempo hasta que Geiron se volvió hacia el niño y se topó con su sonrisa afable.
-Está el sol, y mi rostro, y el árbol, y las plantas -paró y se volvió de nuevo hacia el estanque. Suspiró -. También... También veo rocas al fondo, y...¡un pez se revuelve entre la arena! hay... hay varias plantas y musgo. Y piedras, sí, hay piedras.
-Así conocemos a las personas -dijo el niño -. Primero vemos el reflejo de lo que les rodea, una imagen basada en nuestra propia experiencia, pero luego, al mirar más de cerca, descubrimos que hay una personalidad tras la apariencia, una esencia tras la forma -sonrió -. Soy Igien. Soy el bastardo del rey e hijo de una humilde posadera.
Geiron arqueó una ceja y se colocó un mechón de pelo tras la oreja.
-¿Y qué haces aquí? ¿Cómo sabías mi nombre? -no eran las únicas preguntas que tenía en mente pero si las que más alto rezumbaban en sus pensamientos. Lo miró fijamente y descubrió, además de sabiduría, una intensa bondad en sus ojos.
Se sentó frente a él y al darse cuenta de que aún apretaba la espada por el mango, apartó rápidamente la mano. No, aquello no era una ilusión.
El niño rió.
-Quizás me conozcas por otros nombres. Veamos... Maserez, Ai'uda, Lande, Prios, Xereth...
El rostro de Gerion reflejó una gran sorpresa y abrió mucho los ojos, incrédulo. No podía ser. Era imposible que los cuentos fuesen ciertos, siempre había pensado que aquello era simple folclore de la hermandad. Le empezaron a temblar las piernas y la piel de las mejillas enrojeció muy rápidamente y se extendió por los brazos y la espalda. Los dedos le vibraron como varillas al viento, y aunque intentó disimular el tembleque, apenas pudo ocultar la vergüenza de su expresión.
-Ruego me perdones -se apresuró a arrodillarse y enterró el rostro entre sus manos. Aquello explicaba muchas cosas, como que Dharil, su mentor, se hubiese referido a él como el maestro de todos, como que sus ojos brillasen con tanta luz y luciesen miles de años de sabiduría a sus espaldas. Cuanto más encajaban las cosas en su mente más rápido bombeaba sangre su corazón, cohibido por la emoción que lo embargaba.
El niño se incorporó y le tendió la mano.
-No debes arrodillarte, amigo -su piel era cálida y un extraño escalofrío recorrió su espalda a medida que se ayudaba de ella para incorporarse -. No soy ni un dios, ni un ángel ni un rey; sólo un viejo encerrado en el cuerpo de un niño de tu raza.
-No eran leyendas... -murmuró Geiron, abstraído en cavilaciones profundas mientras se regocijaba en la visión de aquellos dos grandes ojos -. Luärha, Idril, Hir, Huriel, tú... Todo el conocimiento sobre la Lluvia de Fuego es auténtico, todos los héroes y los relatos sobre los orígenes de nuestra orden son ciertos.
-Así es -el niño sonrió y llevó la mano al cabello castaño casi rubio y se rascó la nuca. De cerca, las pupilas de los ojos parecían difuminarse en un insondable azul astral, como si hubiese un universo encerrado en cada globo -. Ahora dime, ¿matarías inocentes por mí?
Geiron lo miró unos segundos que se hicieron eternos sin saber que decir. Aún intentaba asimilar la información y ya le había hecho otra pregunta. Tragó saliva. Parecía haber una respuesta obvia; sí, pero en verdad no se sentía capaz de matar a ningún inocente, ni siquiera por él. Igiel pareció adivinar el duelo interno y sus ojos resplandecieron todavía más, envueltos en un halo de misterio.
-Soy un filósofo, no un asesino -dijo al fin el chico, externalizando su inseguridad con un rápido chasquido del ojo derecho. El niño tampoco contestó de inmediato, y Geiron pensó que si se demoraba un segundo más le estallaría el corazón.
-Has pasado la prueba -sonrió levemente -. Ya eres un Hijo de Huriel, y nuestras sendas ya están ligadas para siempre -el niño se acercó a él y le dio un tímido abrazo. Le daba por el pecho. Por un segundo le pareció un niño normal, igual de inocente que cualquiera.
Quedó un segundo con los brazos colgando, sin saber qué hacer, pero pronto le correspondió al abrazo y se le aceleró el pulso por los nervios. Tres segundos después, Igiel volvía a estar en frente suya, a dos o tres pasos y con una sonrisa entusiasta decorando su rostro de niño.
Geiron sonrió también, contagiado por aquella felicidad inocente. Pensó en Dharil y en la gran alegría que se llevaría al recibir la noticia y descubrió a Flecha no muy lejos de la finca, piafando junto al camino de grava. Ahora sabía que el Vigilante existía y el mundo había adquirido un nuevo matiz de color para él, lo que le llenó de esperanzas.
"Ven" -le dijo mentalmente, y Flecha se allegó.
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Un hombre encapuchado le abrió la puerta con gran ceremonia. En sus facciones ensombrecidas pudo distinguir una expresión severa. Vestía cuero negro y llevaba un juego de dagas. No dijo nada y él tampoco, así que entró. Mano de Plata le aguardaba al fondo. Estaba inmóvil mirando hacia él como si llevase mucho tiempo esperando su visita, algo que le heló la sangre. Dio un paso adelante.
-Sarn, ¿qué me traes esta vez? -preguntó Mano de plata. Tenía una voz grave pero suave y unos ojos verdes muy cálidos. Mas no había compasión ni bondad tras aquel rostro tan viril y atractivo, de corta barba castaña y pelo cuidadosamente peinado hacia atrás. Lo único que encerraba aquella quimera era una personalidad codiciosa y calculadora, y no menos déspota.
Se acercó casi con miedo.
-Una carta, señor.
-Dame, rápido -extendió la mano y casi le arrancó el sobre de entre los dedos. Cuando vio el emblema de los Darne en el sello supo inmediatamente que Lady Agria volvía a recurrir de sus servicios y bufó -. Puta vieja... -murmuró para sí abriéndola. Sarn esperaba que la runa resplandeciese al llegar a manos de sus destinatario, pero no sucedió nada extraordinario y se preguntó si acaso Lady Agria le había engañado con aquello de la magia de espíritu -. Puedes irte.
Sarn iba a replicar algo pero calló. No sería el primero en morir por llevarle la contraria. Antes de volverse y salir por donde había entrado para esperar a que Mano de Plata hubiese acabado y recoger así su pago -aquel medallón familiar- , descubrió que el hombre ya la tenía entre sus manos y la leía con un matiz de ansiedad.
"Saludos, Guante de Plata.
Antes de nada, permíteme reiterar mis felicitaciones por el impecable envenenamiento de los reyes. Había oído hablar mucho de ti, pero...¿envenenar a la casa real? No me esperaba que ningún hombre vivo pudiese cumplir mis ambiciones. Y sin embargo, no se han cumplido. Parece ser que hay un bastardo de Ardo suelto por ahí, con sangre real por sus venas. El primer pago va aquí mismo, en el sobre. Es un medallón familiar, una vez lo veas reconocerás su excesiva valía. El pobre diablo que te ha entregado la carta piensa que es para él, ¡ja! Casi puedo visualizar ese rostro mugriento sonriendo con amargura cuando...cuando lo mates. El chico sabe demasiado y cuantas menos personas sepan de nuestros negocios mayor será nuestro éxito. Supongo que podrás buscarte otro recadero. Además de este medallón se te pagará cuantiosamente en función a tus avances. Y asegúrate que si de verdad existe ese bastardo, pronto deje de hacerlo.
Lady Agria Darne, señora de Alia."
Mano de Plata alzó la cabeza y extrajo el medallón del sobre. Había un cisne inscrito en el oro brillante y cinco gemas centrales que crepitaban a la luz de los candelabros. Las observó un momento y se lo guardó en un bolsillo abotonado de la almilla. No había duda de que eran auténticos. Y muy valiosos.
-Esto... Sarn, ven un momento. La carta dice que el medallón es tu pago, toma.
Sarn Tres-dedos ya estaba a punto de abandonar la sala cuando se detuvo en seco al escuchar las palabras de su jefe. Aunque Mano de Plata no pudo verlo, no le costó imaginarse como en su rostro se dibujaba una amplia sonrisa.
-Cierto -dijo el muchacho desandando sus propios pasos hasta Mano de Plata. Éste se incorporó lentamente y sonrió con cinismo. Sarn ya estaba justo enfrente a él.
-Toma -Mano de Plata hizo un rápido movimiento con la mano como si sacase algo de debajo de la almilla pero en vez de un medallón blandía una daga. Sarn había entendido la situación demasiado tarde y antes de que se pudiese apartar, el arma describió un arco horizontal que le hizo un profundo tajo en el cuello.
Lo miró a los ojos.
-Yo...-su voz sonó hueca y antes de que pudiera llevar las manos a la herida para intentar detener la hemorragia, su cuerpo se tambaleó y precipitó contra el duro suelo de piedra. Sólo unos segundos había durado aquella desesperación por aferrarse a la vida, aquella ciega resignación del que sabe que ha llegado su hora.
Mano de Plata lo miró casi con... ¿pena? No. Le dio una patada al cadáver para tenderlo boca arriba y silbó. Al momento entró uno de sus hombres, uno de los asesinos de su gremio.
-Limpia esto y deshazte del cadáver, aunque dudo que además de las moscas y los gusanos alguien más vaya a interesarse por recuperarlo.
-Sí, mi señor -hizo un gesto con el brazo en señal de respeto y arrastró el cadáver pesadamente hacia fuera de aquel salón, dejando un rastro rojo a su paso como la espuma de un barco.
-Agria, Agria… -rió para si Mano de Plata -. Jamás había conocido a nadie tan frío como yo hasta que me escribiste por primera vez. ¿De verdad le tienes tan poco aprecio a la vida para dispensar muerte tan a la ligera? -palpó el medallón por fuera del bolsillo y no pudo evitar que aflorara una sonrisa lasciva en su rostro -. Y bien, ahora todo se hace más sencillo y al mismo tiempo todo se complica. Un bastardo, ¿hm? Y decían que era el primer rey ejemplar en mucho tiempo -miró fascinado las manchas de sangre de la daga que aún blandía con su mano derecha -. Pena que tenga que matarlo antes de que pueda ensuciar la reputación de su familia.
Al rato entraron otros dos hombres y vertieron un cubo de agua sobre el charco de sangre. El líquido se escurrió hacia uno de los extremos de la sala y desapareció por unas rejas que comunicaban con las cloacas de la ciudad. Suspiró y se apoyó contra el escritorio.
-Con esta mujer me voy a hacer de oro.