Hola hola!
He estado algo ausente, entre otras cosas, porque estaba re-escribiendo los capítulos que vienen a continuación... y ahora ya están listos!
Hoy os dejo el final del capítulo II, y en breve colgaré el tercero. Espero que os guste y gracias por vuestras opiniones!
Fin del Capítulo II.
He estado algo ausente, entre otras cosas, porque estaba re-escribiendo los capítulos que vienen a continuación... y ahora ya están listos!
Hoy os dejo el final del capítulo II, y en breve colgaré el tercero. Espero que os guste y gracias por vuestras opiniones!
CAPITULO II parte 2ª (REVISADO)
El sol estaba alto en el cielo cuando se despertó al día siguiente. Se incorporó y notó con cierto asombro que se encontraba bastante mejor. Vio una escudilla del mismo puré a su lado; estaba fría y el traqueteo del carro había esparcido la mitad de su contenido por el suelo, pero tenía hambre y comió sin remilgos. Shäl y el otro hombre estaban echados de espaldas a él y parecían dormidos; el chiquillo rubio seguía agazapado en su esquina, mirando fijamente hacia el suelo. El guerrero le preguntó su nombre, pero el niño no reaccionó, ni siquiera le miró. En todo aquel tiempo aún no le había oído pronunciar palabra. Con un suspiro, le dejó en paz.
Se dedicó a contemplar el paisaje. Pese a que el otoño ya estaba bien entrado, la temperatura era agradable y la mayoría de los árboles todavía conservaban sus hojas, mostrando un abanico de colores que iban del verde al rojo pasando por todas las tonalidades intermedias. La carretera por la que daban tumbos serpenteaba entre colinas bajas salpicadas de bosquecillos de pinos entremezclados con robles y hayas; de vez en cuando se distinguía alguna granja, rodeada de campos de cultivo, con solitarios campesinos afanándose en las últimas jornadas de la cosecha. Shäl le había dicho en la breve conversación del día anterior que su destino era Puerto de Fares. Nunca había estado allí, pero sabía que se encontraba al Este, y hacia allí se dirigían a juzgar por la posición del sol. Examinó los grilletes que le aprisionaban los tobillos; estaban bien sujetos, lo mismo que la cadena. Buscó algo que le permitiera aflojar el anclaje, pero no encontró nada que le fuera de utilidad. Repasó los barrotes de la jaula, el suelo, el techo… Suspiró. No tenía intención de convertirse en esclavo de nadie, pero de momento no se le ocurría forma de evitarlo.
Miró hacia atrás. Una jaula como la suya les seguía a cierta distancia con varias mujeres en su interior. Le sorprendió ver a una elfa entre ellas; pero al fin y al cabo Puerto de Fares era una colonia élfica, y los elfos no eran infrecuentes por aquella zona. Varios hombres a caballo escoltaban a los carros, yendo constantemente adelante y atrás, y vigilando tanto el camino como a las propias jaulas, especialmente a él, aunque quizá esto último fueran sólo imaginaciones suyas. Se apoyó en los barrotes y observó con detenimiento al que tenía más cerca; analizó su ropa, sus armas, su caballo. Maldijo entre dientes. Esa gente parecía tan profesional como él.
—Son muchos, y están bien armados —dijo una voz a su espalda.
Galed se giró. Shäl se había incorporado y le miraba con una mano en la frente a modo de visera, protegiéndose del sol. La carreta bamboleaba por el camino y las moscas seguían tan pegajosas como el día anterior. El guerrero volvió a fijar la vista en el exterior sin decir nada.
—No se fían de ti, amigo —continuó el otro—. Querían saber si habías matado tú a toda aquella gente.
Galed esbozó una sonrisa amarga, sin dejar de observar al esclavista que cabalgaba un poco por detrás de ellos. En un momento dado, la mirada de aquél se dirigió a la jaula donde se encontraban, le inspeccionó de arriba abajo, y después volvió a centrar su atención en el camino.
—¿Y qué les has dicho?
—Que cuando te lo pregunté, me respondiste que te dieran una espada y lo comprobarían —dijo con una amplia sonrisa.
A mediodía la caravana se detuvo. El tipo de la cicatriz en la cara se acercó con dos cuencos llenos. Sin decir una palabra, dejó uno de ellos en el interior de la jaula y se alejó en dirección al carro de las mujeres. Galed se acercó a la escudilla, que ya estaba infestada de moscas. Otra vez puré.
—Al final te acabas acostumbrando —comentó Shäl.
El guerrero gruñó.
—Supongo que sí.
—Mira—dijo, señalando hacia delante.
El mismo paisaje monótono que les había acompañado durante toda la jornada se extendía hacia el horizonte, pero allí, envuelta en unas brumas bajas, se perfilaba una silueta de majestuosas cúpulas y esbeltas torres, asomando por detrás de unas murallas almenadas. Al fondo, un azul intenso revelaba la presencia del mar.
Galed miró a Shäl, interrogante. Éste confirmó con una leve inclinación de cabeza.
—Puerto de Fares.
Durante el resto del día avanzaron más despacio. La carretera se ensanchó y las aldeas y caseríos se hicieron más frecuentes a medida que se acercaban a la colonia élfica, y también aumentó notablemente la cantidad de viajeros que recorrían el camino en uno u otro sentido. Campesinos de rostros bronceados avanzaban con paso cansino o tiraban de mulas y asnos cargados con los más variados productos; en un momento dado, varios jinetes de aspecto noble les adelantaron a toda velocidad, levantando una nube de polvo a su paso. Pero sobre todo había comerciantes, viajando solos o en grupo, charlando animadamente o discutiendo a voz en grito. Casi todos eran humanos, pero también había muchos elfos, e incluso Galed vio un grupo bastante numeroso de enanos que se dirigían, como ellos, en dirección a la ciudad.
Sus carceleros avanzaban ahora pegados a las jaulas, flanqueándolas por ambos lados como si se tratara de una escolta, y estaban mucho más atentos. De vez en cuando alguien les dedicaba una mirada curiosa, pero en general todo el mundo guardaba una distancia prudencial. Nadie en su sano juicio llamaba la atención de unos esclavistas.
Poco antes del anochecer se desviaron del camino para acampar. Atravesaron una cerca y entraron en un pequeño prado que parecía un terreno privado, apenas a un par de millas de la ciudad. Los esclavistas colocaron cada jaula en un extremo del campo y encendieron una pequeña hoguera junto a un cobertizo medio derruido. Ya era noche cerrada cuando su carcelero se acercó para dejarles la cena y una jarra de agua.
—Ahí viene Caracortada —bromeó Shäl al verlo. Galed no hizo ningún comentario; su ánimo se había ido ensombreciendo a medida que se acercaban a su destino y sus esperanzas de escapar de alguna manera se desvanecían. El esclavista empujó los recipientes dentro de la jaula al tiempo que les dirigía una mirada cargada con desprecio suficiente para todos ellos. En cuanto se hubo alejado Shäl recogió el plato y los demás se acercaron a comer. Galed no tenía mucho apetito y se dedicó a observar a sus compañeros de encierro. El anciano tenía sus tristes ojos grises perdidos en el infinito y no cesaba de murmurar entre dientes mientras se llevaba la comida a la boca de forma mecánica. El chiquillo comía lo que Shäl le apartaba para él; de otro modo seguramente no habría probado bocado.
—¿Conoces Puerto de Fares? —le preguntó Shäl cuando el cuenco quedó completamente vacío.
El guerrero se puso en pie, nervioso. En la distancia, las luces de la ciudad se distinguían claramente, iluminando el cielo nocturno; la misma ciudad donde al día siguiente sería vendido como esclavo. Puerto de Fares era grande, una de las colonias élficas más grandes a este lado del Estrecho, y uno de los puertos comerciales más importantes del continente. Galed contempló sus murallas en silencio. Tenían fama de inexpugnables; según contaban los historiadores, sólo había sido conquistada una vez, y no fueron las espadas sino la traición la que abrió sus puertas.
—No, nunca había estado tan al Sur—negó, respondiendo a la pregunta.
—¡Pues es una lástima! Puerto de Fares es una ciudad extraordinaria, amigo —exclamó Shäl con jovialidad—. Viví por aquí durante una temporada en mi juventud —se miró los grilletes de los pies y suspiró—. En otras circunstancias, te llevaría por el Puerto Viejo. Vale la pena, créeme. Las mejores chicas están allí.
Galed bufó.
—Mejor dejar eso para otro momento —dijo mientras se sentaba de golpe. Una nube de moscas se elevó zumbando a su alrededor—. Llevo todo el día pensando como salir de aquí, y francamente, no veo muchas opciones. No parece que nuestros compañeros puedan aportar demasiado —señaló con la cabeza al anciano enajenado y al niño—, pero si tú quieres colaborar —extendió los brazos—, cualquier sugerencia es bienvenida.
El otro pensó unos instantes antes de responder.
—Yo de ti no me preocuparía mucho, amigo.
Galed le miró, sorprendido.
—¿Y eso por qué?
—No creo que nos vendan mañana. Tengo un presentimiento.
Galed puso los ojos en blanco.
—No me jodas. ¿Tienes un presentimiento? Entonces todo arreglado —dijo con ironía—. Vamos a decírselo a tu amigo Caracortada, por si todavía no lo sabe.
Shäl se puso serio.
—No estoy bromeando. Hace ya tiempo que descubrí que tengo… una cualidad especial —bajó la voz—. Tengo sueños, premoniciones. A veces son sobre mí, otras no. Normalmente son difíciles de comprender, pero con los años he aprendido a reconocer ciertos signos.
Galed soltó una carcajada. El otro prosiguió, imperturbable.
—Tú y yo tenemos una conexión. Lo supe desde el momento en que te vi. Por eso me he estado ocupando de tus heridas, entre otras razones. De alguna manera, nuestros destinos están unidos, estoy convencido de ello. Y también estoy seguro de que mañana sucederá algo que impedirá que nos vendan en el Mercado.
El guerrero le miró sin pestañear.
—No estoy loco —se defendió Shäl, mirándole a su vez—. Tú eres del Norte, ¿verdad? Allí se cuentan historias sobre gente especial, gente bendecida por tus dioses —se acercó un poco más—. ¿Has oído hablar de los Paladines del Akhra?
Galed se rascó la barba de varios días con aire pensativo.
—Eran unos fanáticos religiosos, una especie de secta. Se supone que podían comunicarse con los dioses, y éstos les concedían poderes sobrenaturales. Según dicen, eran capaces de controlar el fuego y el hielo a voluntad, y conocían los pensamientos de los hombres… Pero hace siglos que desaparecieron, cuando los emperadores del Sur conquistaron los Antiguos Reinos. Incluso hay quien opina que son sólo leyendas. Cuentos para el invierno.
—Vaya, te confieso que estoy impresionado —Shäl inclinó la cabeza, divertido—. No me esperaba que un mercenario supiera tanto sobre estos temas.
—Ya te he dicho que no soy un mercenario—exclamó Galed—. Además, ¿qué cojones quieres decir con eso? No sabes nada sobre mí —se levantó y golpeó los barrotes de la jaula con rabia—. ¡Dioses, ni siquiera sé por qué sigo hablando contigo, eres un puto loco que cree que tiene visiones! ¡Lo que tengo que hacer es encontrar una forma de salir de aquí!
El anciano, sobresaltado por la explosión de ira del guerrero, comenzó a lanzarles puñados de paja y excrementos mientras soltaba una retahíla incomprensible de aullidos y quejidos. El niño rubio, sentado en su rincón, se acurrucó todavía más y cerró los ojos con fuerza.
—Te alteras con facilidad, amigo —comentó Shäl, al tiempo que intentaba acercarse al viejo para calmarlo—. Escúchame, lo que te he contado es cierto: lo quieras o no, estamos unidos, y te aseguro que mañana seremos libres de nuevo.
Galed iba a volver a replicar cuando apareció Caracortada. Aulló una frase en naalí y restalló su látigo con furia contra los barrotes, consiguiendo que todos callaran al instante. Se acercó a la jaula y miró uno a uno a sus ocupantes hasta que sus ojos se posaron en el guerrero, el único que estaba de pie.
—Dormir —gruñó en un rudimentario pero comprensible daryo.
Galed apretó los dientes con rabia, pero se tumbó sin decir nada, se giró y se tapó con la tela raída que tenía como manta. El esclavista les observó un momento más y cuando se convenció de que se había terminado el jaleo, dio media vuelta y se alejó con paso cansino, buscando de nuevo a sus compañeros y el calor de la hoguera.
Se dedicó a contemplar el paisaje. Pese a que el otoño ya estaba bien entrado, la temperatura era agradable y la mayoría de los árboles todavía conservaban sus hojas, mostrando un abanico de colores que iban del verde al rojo pasando por todas las tonalidades intermedias. La carretera por la que daban tumbos serpenteaba entre colinas bajas salpicadas de bosquecillos de pinos entremezclados con robles y hayas; de vez en cuando se distinguía alguna granja, rodeada de campos de cultivo, con solitarios campesinos afanándose en las últimas jornadas de la cosecha. Shäl le había dicho en la breve conversación del día anterior que su destino era Puerto de Fares. Nunca había estado allí, pero sabía que se encontraba al Este, y hacia allí se dirigían a juzgar por la posición del sol. Examinó los grilletes que le aprisionaban los tobillos; estaban bien sujetos, lo mismo que la cadena. Buscó algo que le permitiera aflojar el anclaje, pero no encontró nada que le fuera de utilidad. Repasó los barrotes de la jaula, el suelo, el techo… Suspiró. No tenía intención de convertirse en esclavo de nadie, pero de momento no se le ocurría forma de evitarlo.
Miró hacia atrás. Una jaula como la suya les seguía a cierta distancia con varias mujeres en su interior. Le sorprendió ver a una elfa entre ellas; pero al fin y al cabo Puerto de Fares era una colonia élfica, y los elfos no eran infrecuentes por aquella zona. Varios hombres a caballo escoltaban a los carros, yendo constantemente adelante y atrás, y vigilando tanto el camino como a las propias jaulas, especialmente a él, aunque quizá esto último fueran sólo imaginaciones suyas. Se apoyó en los barrotes y observó con detenimiento al que tenía más cerca; analizó su ropa, sus armas, su caballo. Maldijo entre dientes. Esa gente parecía tan profesional como él.
—Son muchos, y están bien armados —dijo una voz a su espalda.
Galed se giró. Shäl se había incorporado y le miraba con una mano en la frente a modo de visera, protegiéndose del sol. La carreta bamboleaba por el camino y las moscas seguían tan pegajosas como el día anterior. El guerrero volvió a fijar la vista en el exterior sin decir nada.
—No se fían de ti, amigo —continuó el otro—. Querían saber si habías matado tú a toda aquella gente.
Galed esbozó una sonrisa amarga, sin dejar de observar al esclavista que cabalgaba un poco por detrás de ellos. En un momento dado, la mirada de aquél se dirigió a la jaula donde se encontraban, le inspeccionó de arriba abajo, y después volvió a centrar su atención en el camino.
—¿Y qué les has dicho?
—Que cuando te lo pregunté, me respondiste que te dieran una espada y lo comprobarían —dijo con una amplia sonrisa.
A mediodía la caravana se detuvo. El tipo de la cicatriz en la cara se acercó con dos cuencos llenos. Sin decir una palabra, dejó uno de ellos en el interior de la jaula y se alejó en dirección al carro de las mujeres. Galed se acercó a la escudilla, que ya estaba infestada de moscas. Otra vez puré.
—Al final te acabas acostumbrando —comentó Shäl.
El guerrero gruñó.
—Supongo que sí.
—Mira—dijo, señalando hacia delante.
El mismo paisaje monótono que les había acompañado durante toda la jornada se extendía hacia el horizonte, pero allí, envuelta en unas brumas bajas, se perfilaba una silueta de majestuosas cúpulas y esbeltas torres, asomando por detrás de unas murallas almenadas. Al fondo, un azul intenso revelaba la presencia del mar.
Galed miró a Shäl, interrogante. Éste confirmó con una leve inclinación de cabeza.
—Puerto de Fares.
Durante el resto del día avanzaron más despacio. La carretera se ensanchó y las aldeas y caseríos se hicieron más frecuentes a medida que se acercaban a la colonia élfica, y también aumentó notablemente la cantidad de viajeros que recorrían el camino en uno u otro sentido. Campesinos de rostros bronceados avanzaban con paso cansino o tiraban de mulas y asnos cargados con los más variados productos; en un momento dado, varios jinetes de aspecto noble les adelantaron a toda velocidad, levantando una nube de polvo a su paso. Pero sobre todo había comerciantes, viajando solos o en grupo, charlando animadamente o discutiendo a voz en grito. Casi todos eran humanos, pero también había muchos elfos, e incluso Galed vio un grupo bastante numeroso de enanos que se dirigían, como ellos, en dirección a la ciudad.
Sus carceleros avanzaban ahora pegados a las jaulas, flanqueándolas por ambos lados como si se tratara de una escolta, y estaban mucho más atentos. De vez en cuando alguien les dedicaba una mirada curiosa, pero en general todo el mundo guardaba una distancia prudencial. Nadie en su sano juicio llamaba la atención de unos esclavistas.
Poco antes del anochecer se desviaron del camino para acampar. Atravesaron una cerca y entraron en un pequeño prado que parecía un terreno privado, apenas a un par de millas de la ciudad. Los esclavistas colocaron cada jaula en un extremo del campo y encendieron una pequeña hoguera junto a un cobertizo medio derruido. Ya era noche cerrada cuando su carcelero se acercó para dejarles la cena y una jarra de agua.
—Ahí viene Caracortada —bromeó Shäl al verlo. Galed no hizo ningún comentario; su ánimo se había ido ensombreciendo a medida que se acercaban a su destino y sus esperanzas de escapar de alguna manera se desvanecían. El esclavista empujó los recipientes dentro de la jaula al tiempo que les dirigía una mirada cargada con desprecio suficiente para todos ellos. En cuanto se hubo alejado Shäl recogió el plato y los demás se acercaron a comer. Galed no tenía mucho apetito y se dedicó a observar a sus compañeros de encierro. El anciano tenía sus tristes ojos grises perdidos en el infinito y no cesaba de murmurar entre dientes mientras se llevaba la comida a la boca de forma mecánica. El chiquillo comía lo que Shäl le apartaba para él; de otro modo seguramente no habría probado bocado.
—¿Conoces Puerto de Fares? —le preguntó Shäl cuando el cuenco quedó completamente vacío.
El guerrero se puso en pie, nervioso. En la distancia, las luces de la ciudad se distinguían claramente, iluminando el cielo nocturno; la misma ciudad donde al día siguiente sería vendido como esclavo. Puerto de Fares era grande, una de las colonias élficas más grandes a este lado del Estrecho, y uno de los puertos comerciales más importantes del continente. Galed contempló sus murallas en silencio. Tenían fama de inexpugnables; según contaban los historiadores, sólo había sido conquistada una vez, y no fueron las espadas sino la traición la que abrió sus puertas.
—No, nunca había estado tan al Sur—negó, respondiendo a la pregunta.
—¡Pues es una lástima! Puerto de Fares es una ciudad extraordinaria, amigo —exclamó Shäl con jovialidad—. Viví por aquí durante una temporada en mi juventud —se miró los grilletes de los pies y suspiró—. En otras circunstancias, te llevaría por el Puerto Viejo. Vale la pena, créeme. Las mejores chicas están allí.
Galed bufó.
—Mejor dejar eso para otro momento —dijo mientras se sentaba de golpe. Una nube de moscas se elevó zumbando a su alrededor—. Llevo todo el día pensando como salir de aquí, y francamente, no veo muchas opciones. No parece que nuestros compañeros puedan aportar demasiado —señaló con la cabeza al anciano enajenado y al niño—, pero si tú quieres colaborar —extendió los brazos—, cualquier sugerencia es bienvenida.
El otro pensó unos instantes antes de responder.
—Yo de ti no me preocuparía mucho, amigo.
Galed le miró, sorprendido.
—¿Y eso por qué?
—No creo que nos vendan mañana. Tengo un presentimiento.
Galed puso los ojos en blanco.
—No me jodas. ¿Tienes un presentimiento? Entonces todo arreglado —dijo con ironía—. Vamos a decírselo a tu amigo Caracortada, por si todavía no lo sabe.
Shäl se puso serio.
—No estoy bromeando. Hace ya tiempo que descubrí que tengo… una cualidad especial —bajó la voz—. Tengo sueños, premoniciones. A veces son sobre mí, otras no. Normalmente son difíciles de comprender, pero con los años he aprendido a reconocer ciertos signos.
Galed soltó una carcajada. El otro prosiguió, imperturbable.
—Tú y yo tenemos una conexión. Lo supe desde el momento en que te vi. Por eso me he estado ocupando de tus heridas, entre otras razones. De alguna manera, nuestros destinos están unidos, estoy convencido de ello. Y también estoy seguro de que mañana sucederá algo que impedirá que nos vendan en el Mercado.
El guerrero le miró sin pestañear.
—No estoy loco —se defendió Shäl, mirándole a su vez—. Tú eres del Norte, ¿verdad? Allí se cuentan historias sobre gente especial, gente bendecida por tus dioses —se acercó un poco más—. ¿Has oído hablar de los Paladines del Akhra?
Galed se rascó la barba de varios días con aire pensativo.
—Eran unos fanáticos religiosos, una especie de secta. Se supone que podían comunicarse con los dioses, y éstos les concedían poderes sobrenaturales. Según dicen, eran capaces de controlar el fuego y el hielo a voluntad, y conocían los pensamientos de los hombres… Pero hace siglos que desaparecieron, cuando los emperadores del Sur conquistaron los Antiguos Reinos. Incluso hay quien opina que son sólo leyendas. Cuentos para el invierno.
—Vaya, te confieso que estoy impresionado —Shäl inclinó la cabeza, divertido—. No me esperaba que un mercenario supiera tanto sobre estos temas.
—Ya te he dicho que no soy un mercenario—exclamó Galed—. Además, ¿qué cojones quieres decir con eso? No sabes nada sobre mí —se levantó y golpeó los barrotes de la jaula con rabia—. ¡Dioses, ni siquiera sé por qué sigo hablando contigo, eres un puto loco que cree que tiene visiones! ¡Lo que tengo que hacer es encontrar una forma de salir de aquí!
El anciano, sobresaltado por la explosión de ira del guerrero, comenzó a lanzarles puñados de paja y excrementos mientras soltaba una retahíla incomprensible de aullidos y quejidos. El niño rubio, sentado en su rincón, se acurrucó todavía más y cerró los ojos con fuerza.
—Te alteras con facilidad, amigo —comentó Shäl, al tiempo que intentaba acercarse al viejo para calmarlo—. Escúchame, lo que te he contado es cierto: lo quieras o no, estamos unidos, y te aseguro que mañana seremos libres de nuevo.
Galed iba a volver a replicar cuando apareció Caracortada. Aulló una frase en naalí y restalló su látigo con furia contra los barrotes, consiguiendo que todos callaran al instante. Se acercó a la jaula y miró uno a uno a sus ocupantes hasta que sus ojos se posaron en el guerrero, el único que estaba de pie.
—Dormir —gruñó en un rudimentario pero comprensible daryo.
Galed apretó los dientes con rabia, pero se tumbó sin decir nada, se giró y se tapó con la tela raída que tenía como manta. El esclavista les observó un momento más y cuando se convenció de que se había terminado el jaleo, dio media vuelta y se alejó con paso cansino, buscando de nuevo a sus compañeros y el calor de la hoguera.
Fin del Capítulo II.
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