...continuación del capítulo III (REVISADO)
El señor de Tir se enderezó en su sillón. Los reflejos de las llamas en el rostro le conferían un aspecto dramático, casi épico, como un héroe salido de alguna leyenda de los Días Antiguos. Carraspeó para aclararse la garganta.—Nuestro amigo común en la capital del Imperio nos envía novedades —nadie preguntó a quién se refería—. Al parecer, un espía ardaryano ha conseguido robar unos documentos, unas cartas, que nos ponen en grave peligro.
—¿En peligro? —preguntó Stymon—. ¿A qué os referís exactamente?
—Me refiero a que esas cartas prueban nuestra conspiración contra el Rey. Aparecen nombres, fechas, negociaciones con el Imperio… En resumen, si esa información llega a manos de la Reina, nuestras cabezas adornarán las murallas de Sandaar.
Un silencio pesado llenó la estancia. En la chimenea, un tronco se partió y una nube de chispas se esparció por la habitación.
—Estamos jodidos —murmuró Stymon.
—¿Cómo ha ocurrido? —inquirió Häfna.
—Aprovecharon la fiesta de cumpleaños del emperador Akhsan. Un funcionario imperial, un escriba, según tengo entendido, les entregó los documentos.
—¿Les? —dijo Hogen.
Sörosh se volvió hacia él.
—Sí, eran dos, padre e hija. La Guardia del Palacio consiguió apresar al padre, pero la hija, una chica de unos catorce años, escapó con los documentos. No saben donde está. Su nombre es Irne.
Stymon resopló.
—¿Una muchacha de catorce años? ¡Por Naal bendito! ¿Nuestro cuello depende de una mocosa de catorce años?
—Tal vez esa chica, Irne, esté muerta o perdida —apuntó el joven de Braag—. No es fácil cruzar las montañas, y más en solitario. Puede que nuestro problema se haya resuelto solo.
—Quizá—concedió Sörosh—, pero no podemos estar seguros. Hay demasiado en juego.
—Adelantemos nuestros planes entonces, antes de que se descubra nuestra traición —exclamó Hogen—. Ataquemos sin demora. Enviemos correo al Emperador para que movilice sus tropas y entremos con nuestras fuerzas en Sandaar. Los partidarios de la Reina no esperan nuestra maniobra y no tendrán tiempo de reaccionar.
—No —Sörosh negó con la cabeza—. El Emperador no está preparado, y nosotros tampoco. Necesitamos más tiempo, reunir más apoyos. Un ejército marchando hacia Teringya es en la práctica una declaración de guerra; Akhsan no se arriesgará si no está completamente seguro de la victoria.
—Pues tomemos Sandaar sin el Emperador —insistió Hogen. Miró a los demás, buscando algún signo de complicidad—. La sorpresa estará de nuestra parte. No necesitamos la ayuda del Imperio.
—Dime, de Braag —le espetó Stymon con tono cortante—, ¿qué crees que ocurrirá cuando asaltemos el alcázar de Sandaar y le digamos a la Reina que a partir de ese momento pasará a estar recluida en la torre más alta, digamos… por su propia seguridad?
—No creo que se lo tome muy bien.
—Ni ella ni sus partidarios, ¿no crees? —el joven noble asintió, algo desconcertado—. ¿Y qué piensas que harán?
—Pues… —el otro arrugó el entrecejo, sin entender a dónde quería llegar el señor de Röil.
—Los leales a la Reina pedirán auxilio al rey de Ardarya, Hogen —le interrumpió Sörosh—, padre de nuestra querida Reina, a quien le faltará tiempo para reunir el Consejo de la Alianza y ordenar el envío de un formidable ejército contra nosotros —se incorporó en su asiento—. Podemos tomar Sandaar por sorpresa, pero no podemos defenderla sin ayuda, sobretodo si la Alianza invade el resto de Teringya. Ahí —señaló sobre la mesa un punto imaginario— es donde necesitamos la ayuda del Imperio, de Braag.
El joven erd bajó la vista y hundió los hombros.
—Además, si actuamos sin contar con el Imperio nos abandonarán muchos señores menores —añadió Häfna—. Vuestro arrojo es admirable, pero la ayuda del Emperador es imprescindible.
De nuevo el silencio reinó en la habitación.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Stymon al cabo de un rato, volviendo al inicio de la cuestión.
—No debemos ponernos nerviosos y caer en la precipitación —opinó Sörosh—. Tenemos tiempo, la Reina está en su sexta luna; el bebé tardará todavía varios meses en nacer. Mientras no haya heredero, no es necesario modificar nuestros planes.
—¿Estáis sugiriendo que no hagamos nada? —preguntó Stymon.
—Hay que tener Fe —señaló Häfna—. Somos el único reino del Norte que no pertenece a la Alianza, y el único donde la Palabra del Profeta no se ha perdido todavía. Además, controlamos las principales rutas a través de las montañas —la anciana extendió las manos y miró hacia arriba con los ojos brillantes—. Estamos llamados a ser la punta de lanza que permitirá al Imperio reconquistar todos sus antiguos territorios y que extenderá de nuevo la palabra de Naal Zahar por todo el Norte. Él nos mostrará el camino.
Stymon rezongó por lo bajo, mostrando claramente sus dudas respecto al concurso divino. Hogen no hizo ningún comentario, y Sörosh intentó disimular una sonrisa.
—No puedo estar más de acuerdo con mi señora Häfna —dijo este último al tiempo que se levantaba y cogía un pergamino de un estante junto a la chimenea—, pero creo que deberíamos hacer algo más, aparte de rezar, como dice Stymon. —Extendió el documento sobre la mesa. Todos se inclinaron sobre él. Era un mapa.
—Aquí está Teringya —Sörosh señaló su capital, Sandaar—, rodeada por Ardarya y los demás Reinos de la Alianza. Esta es la cordillera de los Gigantes de Piedra—recorrió con el dedo la representación de las formidables montañas, que cruzaban el mapa de izquierda a derecha y conformaban la frontera meridional de Teringya. En paralelo y por su vertiente sur, una gruesa línea marcaba el curso del poderoso río Fares hasta su desembocadura en el mar Oriental, donde la miniatura de una torre indicaba el emplazamiento de Puerto de Fares, la importante colonia élfica. Todo el vasto territorio al sur del río aparecía bajo una sola palabra: Imperio.
Stymon carraspeó, impaciente. Sörosh le lanzó una mirada de reojo y siguió con su explicación.
—Los soldados del Emperador vigilan todos los caminos que cruzan el Fares, hacia las montañas —indicó dos líneas dobles que representaban sendos puentes sobre el río—. Se supone que nuestra pequeña espía no podrá escapar, pero por si acaso, yo haría lo mismo con los caminos que bajan de las montañas. Propongo que enviemos hombres de confianza a vigilar el Camino Real, y también deberíamos controlar el Paso del Fraile, aquí; y el Collado de los Lobos, aquí —señaló ambos puntos.
—Tendremos que justificarlo de alguna forma —comentó Häfna, sin dejar de observar el mapa.
—Sí, habrá que pensar algo —confirmó Sörosh—. Ya se nos ocurrirá. Esa chica habrá de pasar forzosamente por alguno de estos enclaves; cualquier otra ruta, en invierno, es un suicidio —miró a sus compañeros—. ¿Estamos de acuerdo?
Los demás asintieron con la cabeza, apoyando sus palabras. Estaba decidido. Stymon observó de nuevo el tapiz del profeta durmiente, tocado por la Providencia divina.
—Y que Naal Zahar nos ayude —murmuró para sí mismo con aire sombrío—. Algo me dice que lo vamos a necesitar.
fin del capítulo III
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