Muy buenas, os dejo la primera parte del siguiente capítulo. Seguimos con Galed...
Comentarios infinitamente agradecidos, como siempre!
fin de la primera parte...
Comentarios infinitamente agradecidos, como siempre!
CAPÍTULO V - 1ª parte
Pasado el sobresalto inicial, la muchedumbre fue calmándose poco a poco. Las campanas continuaban repicando, furiosas, mientras la Guardia de la Ciudad intentaba a duras penas mantener el orden. El origen del alboroto provenía del mar: en el horizonte, una nave mercante de bandera élfica navegaba a todo trapo, seguida de cerca por otra embarcación más pequeña y estilizada, con una sola vela cuadrada y una proa afilada que cortaba las olas como un cuchillo.
De pronto la nave élfica viró bruscamente, trazando un gran arco, para encarar la entrada a Puerto de Fares, pero la segunda embarcación se dio cuenta de sus intenciones y cambió también su rumbo, intentando acortar en línea recta para interceptar a su presa antes de que se refugiara tras los muros de la dársena. La gente, olvidado ya el susto inicial, comenzó a cruzar apuestas sobre el desenlace de la persecución.
—Ese barco es muy rápido —comentó Shäl, con los ojos entrecerrados, siguiendo atentamente el desarrollo de la persecución—. Pero el carguero está ya muy cerca de la bocana del puerto. ¿Crees que lo conseguirá?
—Son skândrin —susurró Galed—. Salvajes del Norte Blanco —apartó la vista del horizonte y miró al medioelfo—. Si esta es tu forma de evitar la esclavitud, prefiero que me vendan. Los skândrin son crueles y sanguinarios. Saquean y matan sin misericordia. Arrasan todo. Queman todo. Y esta gente —el guerrero paseó la mirada por el gentío que seguía abarrotando el mercado, y que observaba la persecución como si se tratara de un espectáculo— haría bien en salir corriendo. Y rápido.
—Sólo es una nave —replicó Shäl—, no se atreverá a acercarse a la ciudad. Cuando el mercante entre en el puerto dará media vuelta, ya lo verás, amigo.
—Las naves de los skândrin nunca navegan solas. Y si hubieras visto lo que he visto yo, no te tomarías esto a la ligera. En el Norte sabemos muy bien de lo que son capaces.
—No es la primera vez que Puerto de Fares es atacada, amigo. Esta ciudad sabe cómo defenderse. ¿Ves la torre? —Shäl señaló el baluarte al final del espigón. Una luz pálida, blanquecina, titilaba en lo alto, como si alguien hubiese encendido un extraño fuego—. Es la famosa torre del nägoron.
Galed le miró desconcertado.
—¿Qué cojones es eso?
—¿Nunca has oído hablar del legendario nägoron de Puerto de Fares? ¿Qué os pasa en el Norte? —Shäl movió la cabeza—. Es un arma muy poderosa, lanza proyectiles capaces de destrozar barcos mucho más grandes que ese —explicó el medioelfo, abriendo los brazos todo lo que le permitía la cadena que los unía—. No falla jamás el objetivo. Magia élfica —guiñó un ojo—. Si esos skândrin siguen acercándose, te aseguro que lo van a lamentar.
Como si hubiera estado esperando las palabras de Shäl, una llamarada de luz blanca centelleó en lo alto de la torre, seguida de una potente detonación, como un trueno. Unos proyectiles rojizos surcaron el mar a toda velocidad, dejando tras de sí una estela brillante en el aire brumoso de la mañana. Trazando una parábola perfecta, pasaron por encima del mercante élfico y cayeron a poca distancia frente a la nave skânda, levantando una enorme cortina de agua y un fogonazo de luz roja. La plaza entera estalló en vítores y aplausos.
—Impresionante, ¿eh? —exclamó Shäl con orgullo, como si todo el mérito fuera suyo.
—Pensaba que no fallaba nunca —replicó Galed, sin dejar de observar el mar.
—Todavía estaban fuera de su alcance. Ha sido un disparo de aviso. ¿Ves? —señaló el medioelfo—. Tus salvajes abandonan.
El norteño no contestó, atento a las evoluciones de la nave skânda. Intacta pero al parecer amedrentada por la demostración del nägoron, se había detenido a una distancia prudencial, pero no daba la vuelta. Daba la impresión de que estaba esperando algo.
—¿Qué estáis tramando? —murmuró Galed para sí mismo.
La nave élfica, libre ya de su perseguidora, sobrepasaba en ese momento la muralla exterior y entraba por la bocana del puerto entre el regocijo general del público, que parecía haber olvidado el pánico y la confusión de hacía tan sólo unos momentos.
Todos hablaban y gritaban a la vez, burlándose de la nave skânda. Desde su posición elevada dentro de la jaula Galed vio cómo la reducida guarnición de la torre salía al espigón para guiar al mercante. El que parecía el oficial al mando se había separado del resto y hacía señas al navío para indicarle dónde debía atracar, pero la embarcación viró haciendo caso omiso de sus gestos y, sin disminuir la velocidad, se abalanzó sobre el embarcadero de piedra donde se encontraban los soldados, al pie de la torre. La gente volvió a chillar, esta vez de angustia.
—¿Qué hacen? —exclamó Shäl, agitando los brazos por fuera de la jaula. Tanto él como el norteño tenían la cara aplastada contra los barrotes, siguiendo la escena con tensión creciente. Toda la plaza, guardias incluidos, estaban atentos a la extraña maniobra del navío—. ¡Van a chocar!
Con un crujido escalofriante, la embarcación se estrelló contra el muelle, lanzando una lluvia de astillas que alcanzó de lleno a los soldados. Se hizo un profundo silencio; todo el mundo contenía el aliento, expectante. Los guardias, que se habían alejado tras el choque, se aproximaron con cautela. La nave parecía desierta.
—Algo va mal —susurró Galed.
De pronto, una horda de guerreros skândrin surgió del interior de la embarcación destrozada y se abalanzaron sobre los soldados aullando en su idioma salvaje. Éstos, cogidos por sorpresa, apenas tuvieron tiempo de reaccionar; la mayoría cayó con su espada todavía en la funda, y sólo unos pocos supieron reaccionar a tiempo y rápidamente formaron un muro de escudos, hombro con hombro, sin fisuras. Galed asintió con la cabeza y aplaudió interiormente: una disposición perfecta, saltaba a la vista que la milicia de Puerto de Fares no descuidaba ni el entrenamiento ni la disciplina.
No sirvió de nada.
Los skândrin se desparramaron por el embarcadero y los rodearon como una manada de lobos hambrientos. A una señal convenida, atacaron por todas partes a la vez. La línea de escudos aguantó la primera embestida, comenzó a flaquear en la segunda, y en la tercera las hachas skândas abrieron las primeras brechas. En un abrir y cerrar de ojos la sangre había teñido de rojo la piedra y la guarnición élfica yacía despedazada por todo el muelle. Los skândrin alzaron sus armas y lanzaron al unísono un espeluznante grito de guerra.
Como si hubieran estado esperando una señal, el pánico se extendió de inmediato entre la multitud. Las campanas, que habían enmudecido, voltearon de nuevo, frenéticas. La gente corría y se empujaba, volcando mercancías y destrozando los puestos en medio de un auténtico caos. Los animales, abandonados por sus dueños, erraban enloquecidos, arrasando con todo a su paso.
En el interior de la jaula, Shäl y Galed observaban desconcertados la locura en que se había convertido el mercado. Su prisión se bamboleaba peligrosamente, zarandeada por la muchedumbre. En medio de la confusión, Galed distinguió una figura conocida: Boladesebo huía hacia uno de los callejones que salían del mercado en dirección a la ciudad amurallada, rodeado por sus guardaespaldas akari, quienes se esforzaban por abrir un pasillo entre la multitud a base de golpes. El norteño miró a su alrededor. No había ni rastro de Caracortada ni del resto de sus hombres. Los dos ocupantes de la jaula se miraron. Estaban libres, pero seguían encerrados.
De pronto, un elfo con los colores de la Guardia de la Ciudad se estrelló de bruces contra el enrejado de la jaula, empujado por la turba enloquecida. Galed no se lo pensó dos veces. Le agarró por el cuello y le golpeó la cabeza contra los barrotes hasta que se desplomó, inconsciente. Rápidamente, estiró el brazo y recogió su espada, que había caído al suelo. Sujetándola con los pies, comenzó a cortarse las cuerdas de las muñecas.
Shäl, que también se había recuperado del desconcierto inicial, se acercó al guerrero y se arrodilló junto a él, con el rostro más pálido de lo normal y señaló un punto delante de ellos.
—Mira.
Galed alzó la vista y contempló el campo de batalla en el que se había convertido la bahía. En el espigón, una compañía de la Guardia de la Ciudad había conseguido por fin presentar batalla y se batía con denuedo contra los skândrin, formando una sólida línea defensiva que de momento se mantenía en su sitio, firme. Las fuerzas parecían estar igualadas, pero en ese momento la segunda de las naves, la que había hecho el papel de perseguidora, atracaba en el muelle y decenas de nuevos guerreros comenzaban a desembarcar en medio de un clamor infernal. Al fondo del embarcadero, los atacantes ya habían conseguido forzar el portón de la famosa torre del legendario nägoron y había gente luchando entre las almenas, en lo más alto. Pero no era aquello lo que había llamado la atención del medioelfo: sobre la línea del horizonte, un gran número de naves skândrin se acercaban rápidamente, con sus velas cuadradas desplegadas al viento.
El norteño dejó de contar al llegar a la docena.
—Esto es una auténtica invasión —dijo mientras terminaba de cortar sus ataduras a toda prisa y comenzaba con las de Shäl—. Tenemos que escapar de aquí cuanto antes.
—Aunque controlen la zona del puerto, aún tienen que entrar en la ciudad —replicó el medioelfo, observando preocupado cómo los refuerzos skândrin ya hacían retroceder a la defensa élfica—. La muralla es alta y no caerá con facilidad. Deberíamos refugiarnos allí.
Una detonación proveniente de la torre del nägoron interrumpió la conversación. Una nueva salva de proyectiles brillantes surcó el aire, pero en lugar de dirigirse hacia el mar, se estrelló contra la muralla de la ciudad, muy cerca de donde se encontraban Shäl y Galed. La explosión subsiguiente sacudió la jaula, y una lluvia de roca y polvo inundó toda la plaza. Cuando se disipó la polvareda, un enorme boquete, como el mordisco de un gigante, había aparecido en el muro.
—Olvida lo que he dicho —susurró Shäl.
No había tiempo que perder. Galed, una vez liberadas las manos, se aplicó con la cadena que les sujetaba los pies. Afortunadamente, el acero no era de buena calidad, y se partió tras unos cuantos golpes con la espada. Otra cosa eran los grilletes; por el momento los habrían de seguir arrastrando, pero al menos tendrían libertad de movimientos. Ambos se incorporaron, limpiándose la paja y la suciedad de las ropas.
Todavía faltaba la puerta.
—Está cerrada desde fuera —explicó Galed tras echar un rápido vistazo—. La espada es inútil.
—Probemos a tirarla abajo —sugirió el medioelfo.
Ambos cogieron impulso y cargaron con todas sus fuerzas. El choque hizo tambalearse a la carreta, pero la puerta no se movió. Lo intentaron de nuevo. Nada.
Galed se plantó frente a la puerta, con la respiración agitada y los brazos en jarras.
—¿Alguna otra idea?
De pronto la nave élfica viró bruscamente, trazando un gran arco, para encarar la entrada a Puerto de Fares, pero la segunda embarcación se dio cuenta de sus intenciones y cambió también su rumbo, intentando acortar en línea recta para interceptar a su presa antes de que se refugiara tras los muros de la dársena. La gente, olvidado ya el susto inicial, comenzó a cruzar apuestas sobre el desenlace de la persecución.
—Ese barco es muy rápido —comentó Shäl, con los ojos entrecerrados, siguiendo atentamente el desarrollo de la persecución—. Pero el carguero está ya muy cerca de la bocana del puerto. ¿Crees que lo conseguirá?
—Son skândrin —susurró Galed—. Salvajes del Norte Blanco —apartó la vista del horizonte y miró al medioelfo—. Si esta es tu forma de evitar la esclavitud, prefiero que me vendan. Los skândrin son crueles y sanguinarios. Saquean y matan sin misericordia. Arrasan todo. Queman todo. Y esta gente —el guerrero paseó la mirada por el gentío que seguía abarrotando el mercado, y que observaba la persecución como si se tratara de un espectáculo— haría bien en salir corriendo. Y rápido.
—Sólo es una nave —replicó Shäl—, no se atreverá a acercarse a la ciudad. Cuando el mercante entre en el puerto dará media vuelta, ya lo verás, amigo.
—Las naves de los skândrin nunca navegan solas. Y si hubieras visto lo que he visto yo, no te tomarías esto a la ligera. En el Norte sabemos muy bien de lo que son capaces.
—No es la primera vez que Puerto de Fares es atacada, amigo. Esta ciudad sabe cómo defenderse. ¿Ves la torre? —Shäl señaló el baluarte al final del espigón. Una luz pálida, blanquecina, titilaba en lo alto, como si alguien hubiese encendido un extraño fuego—. Es la famosa torre del nägoron.
Galed le miró desconcertado.
—¿Qué cojones es eso?
—¿Nunca has oído hablar del legendario nägoron de Puerto de Fares? ¿Qué os pasa en el Norte? —Shäl movió la cabeza—. Es un arma muy poderosa, lanza proyectiles capaces de destrozar barcos mucho más grandes que ese —explicó el medioelfo, abriendo los brazos todo lo que le permitía la cadena que los unía—. No falla jamás el objetivo. Magia élfica —guiñó un ojo—. Si esos skândrin siguen acercándose, te aseguro que lo van a lamentar.
Como si hubiera estado esperando las palabras de Shäl, una llamarada de luz blanca centelleó en lo alto de la torre, seguida de una potente detonación, como un trueno. Unos proyectiles rojizos surcaron el mar a toda velocidad, dejando tras de sí una estela brillante en el aire brumoso de la mañana. Trazando una parábola perfecta, pasaron por encima del mercante élfico y cayeron a poca distancia frente a la nave skânda, levantando una enorme cortina de agua y un fogonazo de luz roja. La plaza entera estalló en vítores y aplausos.
—Impresionante, ¿eh? —exclamó Shäl con orgullo, como si todo el mérito fuera suyo.
—Pensaba que no fallaba nunca —replicó Galed, sin dejar de observar el mar.
—Todavía estaban fuera de su alcance. Ha sido un disparo de aviso. ¿Ves? —señaló el medioelfo—. Tus salvajes abandonan.
El norteño no contestó, atento a las evoluciones de la nave skânda. Intacta pero al parecer amedrentada por la demostración del nägoron, se había detenido a una distancia prudencial, pero no daba la vuelta. Daba la impresión de que estaba esperando algo.
—¿Qué estáis tramando? —murmuró Galed para sí mismo.
La nave élfica, libre ya de su perseguidora, sobrepasaba en ese momento la muralla exterior y entraba por la bocana del puerto entre el regocijo general del público, que parecía haber olvidado el pánico y la confusión de hacía tan sólo unos momentos.
Todos hablaban y gritaban a la vez, burlándose de la nave skânda. Desde su posición elevada dentro de la jaula Galed vio cómo la reducida guarnición de la torre salía al espigón para guiar al mercante. El que parecía el oficial al mando se había separado del resto y hacía señas al navío para indicarle dónde debía atracar, pero la embarcación viró haciendo caso omiso de sus gestos y, sin disminuir la velocidad, se abalanzó sobre el embarcadero de piedra donde se encontraban los soldados, al pie de la torre. La gente volvió a chillar, esta vez de angustia.
—¿Qué hacen? —exclamó Shäl, agitando los brazos por fuera de la jaula. Tanto él como el norteño tenían la cara aplastada contra los barrotes, siguiendo la escena con tensión creciente. Toda la plaza, guardias incluidos, estaban atentos a la extraña maniobra del navío—. ¡Van a chocar!
Con un crujido escalofriante, la embarcación se estrelló contra el muelle, lanzando una lluvia de astillas que alcanzó de lleno a los soldados. Se hizo un profundo silencio; todo el mundo contenía el aliento, expectante. Los guardias, que se habían alejado tras el choque, se aproximaron con cautela. La nave parecía desierta.
—Algo va mal —susurró Galed.
De pronto, una horda de guerreros skândrin surgió del interior de la embarcación destrozada y se abalanzaron sobre los soldados aullando en su idioma salvaje. Éstos, cogidos por sorpresa, apenas tuvieron tiempo de reaccionar; la mayoría cayó con su espada todavía en la funda, y sólo unos pocos supieron reaccionar a tiempo y rápidamente formaron un muro de escudos, hombro con hombro, sin fisuras. Galed asintió con la cabeza y aplaudió interiormente: una disposición perfecta, saltaba a la vista que la milicia de Puerto de Fares no descuidaba ni el entrenamiento ni la disciplina.
No sirvió de nada.
Los skândrin se desparramaron por el embarcadero y los rodearon como una manada de lobos hambrientos. A una señal convenida, atacaron por todas partes a la vez. La línea de escudos aguantó la primera embestida, comenzó a flaquear en la segunda, y en la tercera las hachas skândas abrieron las primeras brechas. En un abrir y cerrar de ojos la sangre había teñido de rojo la piedra y la guarnición élfica yacía despedazada por todo el muelle. Los skândrin alzaron sus armas y lanzaron al unísono un espeluznante grito de guerra.
Como si hubieran estado esperando una señal, el pánico se extendió de inmediato entre la multitud. Las campanas, que habían enmudecido, voltearon de nuevo, frenéticas. La gente corría y se empujaba, volcando mercancías y destrozando los puestos en medio de un auténtico caos. Los animales, abandonados por sus dueños, erraban enloquecidos, arrasando con todo a su paso.
En el interior de la jaula, Shäl y Galed observaban desconcertados la locura en que se había convertido el mercado. Su prisión se bamboleaba peligrosamente, zarandeada por la muchedumbre. En medio de la confusión, Galed distinguió una figura conocida: Boladesebo huía hacia uno de los callejones que salían del mercado en dirección a la ciudad amurallada, rodeado por sus guardaespaldas akari, quienes se esforzaban por abrir un pasillo entre la multitud a base de golpes. El norteño miró a su alrededor. No había ni rastro de Caracortada ni del resto de sus hombres. Los dos ocupantes de la jaula se miraron. Estaban libres, pero seguían encerrados.
De pronto, un elfo con los colores de la Guardia de la Ciudad se estrelló de bruces contra el enrejado de la jaula, empujado por la turba enloquecida. Galed no se lo pensó dos veces. Le agarró por el cuello y le golpeó la cabeza contra los barrotes hasta que se desplomó, inconsciente. Rápidamente, estiró el brazo y recogió su espada, que había caído al suelo. Sujetándola con los pies, comenzó a cortarse las cuerdas de las muñecas.
Shäl, que también se había recuperado del desconcierto inicial, se acercó al guerrero y se arrodilló junto a él, con el rostro más pálido de lo normal y señaló un punto delante de ellos.
—Mira.
Galed alzó la vista y contempló el campo de batalla en el que se había convertido la bahía. En el espigón, una compañía de la Guardia de la Ciudad había conseguido por fin presentar batalla y se batía con denuedo contra los skândrin, formando una sólida línea defensiva que de momento se mantenía en su sitio, firme. Las fuerzas parecían estar igualadas, pero en ese momento la segunda de las naves, la que había hecho el papel de perseguidora, atracaba en el muelle y decenas de nuevos guerreros comenzaban a desembarcar en medio de un clamor infernal. Al fondo del embarcadero, los atacantes ya habían conseguido forzar el portón de la famosa torre del legendario nägoron y había gente luchando entre las almenas, en lo más alto. Pero no era aquello lo que había llamado la atención del medioelfo: sobre la línea del horizonte, un gran número de naves skândrin se acercaban rápidamente, con sus velas cuadradas desplegadas al viento.
El norteño dejó de contar al llegar a la docena.
—Esto es una auténtica invasión —dijo mientras terminaba de cortar sus ataduras a toda prisa y comenzaba con las de Shäl—. Tenemos que escapar de aquí cuanto antes.
—Aunque controlen la zona del puerto, aún tienen que entrar en la ciudad —replicó el medioelfo, observando preocupado cómo los refuerzos skândrin ya hacían retroceder a la defensa élfica—. La muralla es alta y no caerá con facilidad. Deberíamos refugiarnos allí.
Una detonación proveniente de la torre del nägoron interrumpió la conversación. Una nueva salva de proyectiles brillantes surcó el aire, pero en lugar de dirigirse hacia el mar, se estrelló contra la muralla de la ciudad, muy cerca de donde se encontraban Shäl y Galed. La explosión subsiguiente sacudió la jaula, y una lluvia de roca y polvo inundó toda la plaza. Cuando se disipó la polvareda, un enorme boquete, como el mordisco de un gigante, había aparecido en el muro.
—Olvida lo que he dicho —susurró Shäl.
No había tiempo que perder. Galed, una vez liberadas las manos, se aplicó con la cadena que les sujetaba los pies. Afortunadamente, el acero no era de buena calidad, y se partió tras unos cuantos golpes con la espada. Otra cosa eran los grilletes; por el momento los habrían de seguir arrastrando, pero al menos tendrían libertad de movimientos. Ambos se incorporaron, limpiándose la paja y la suciedad de las ropas.
Todavía faltaba la puerta.
—Está cerrada desde fuera —explicó Galed tras echar un rápido vistazo—. La espada es inútil.
—Probemos a tirarla abajo —sugirió el medioelfo.
Ambos cogieron impulso y cargaron con todas sus fuerzas. El choque hizo tambalearse a la carreta, pero la puerta no se movió. Lo intentaron de nuevo. Nada.
Galed se plantó frente a la puerta, con la respiración agitada y los brazos en jarras.
—¿Alguna otra idea?
fin de la primera parte...
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