19/11/2016 07:09 PM
Buenas de nuevo gente!
Como siempre, mucho más tarde de lo que querría, pero aquí os dejo la continuación del capítulo V. Espero que no defraude el desenlace... bueno, como siempre agradecido con todas las críticas y comentarios!
Como siempre, mucho más tarde de lo que querría, pero aquí os dejo la continuación del capítulo V. Espero que no defraude el desenlace... bueno, como siempre agradecido con todas las críticas y comentarios!
CAPÍTULO V - parte 2
De pronto una sombra apareció junto a la jaula. Se trataba de uno de los akari de la escolta de Boladesebo, aquel que había devuelto a Galed su colgante. Había surgido de la nada y estaba allí plantado, asombrosamente tranquilo en medio de todo el caos que había en torno a él. El guerrero retrocedió unos pasos y le estudió con suspicacia desde el interior de su prisión: vestía una armadura de cuero completa, que se veía cómoda y flexible, aunque adornada de forma harto peculiar; su peinado consistía en una larga coleta que nacía desde la parte superior de la cabeza y estaba anudada con varias cintas, y completaba su exótica apariencia un intrincado tatuaje de espirales y volutas que le subía desde el cuello por la parte derecha del rostro hasta la sien. El akari se acercó a los barrotes, señaló el pecho del norteño y dijo algo en élfico. Tenía una voz ronca, dura.
Galed miró a Shäl.
—Pregunta de dónde has sacado el medallón que te dio antes.
Galed se tocó el colgante por encima de la camisa.
—Es mío.
El elfo entrecerró sus rasgados ojos al escuchar las palabras de Shäl, y volvió a hablar en la seca y monótona lengua de los elfos.
—Un león con una espada de fuego —tradujo Shäl—. Dice que es el blasón de erd Olfgan de Elheim. Quiere saber por qué lo tienes tú. ¿Conoces a ese Olfgan?
El norteño asintió levemente con la cabeza.
—Formaba parte de su compañía de espadas libres. Era nuestro jefe. El propio Olfgan me lo entregó cuando me nombró su segundo al mando.
El akari escuchó atentamente la traducción de Shäl y luego se quedó mirando a Galed, como decidiendo si creer sus palabas o no. Al cabo hizo una nueva pregunta.
El medioelfo tradujo.
—¿Dónde está Olfgan?
—Muerto.
Esta vez el elfo entendió al norteño sin necesidad de traductor, porque abrió mucho los ojos y durante un instante la máscara que era su rostro se resquebrajó y un atisbo de emoción asomó a la superficie.
—¿Muerto? —repitió en daryo, con un acento pésimo.
Galed se dirigió directamente a él.
—Escoltábamos a unos mercaderes a través de las montañas, hasta Sandaar. Unos ladrones nos emboscaron. Hubo lucha, y le hirieron de gravedad. Murió entre mis brazos, sin que pudiera hacer nada. Olfgan y yo éramos mucho más que compañeros de armas —prosiguió el norteño con voz temblorosa—, me enseñó el significado del honor y mucho más. Fue como un padre para mí, y cuando más me necesitaba fui incapaz de… —tuvo que parar, un repentino nudo en la garganta le impedía continuar hablando.
El medioelfo tradujo, mirando de reojo a Galed, que luchaba por contener las lágrimas, y luego calló. El akari guardó silencio también, con la cabeza baja; parecía verdaderamente afectado. A su alrededor, el mercado estaba ya prácticamente vacío. Desde el muelle llegaba el ruido del combate, cada vez más cerca. Un grupo de milicianos pasó corriendo cerca de ellos hacia los muelles sin prestarles ninguna atención; tenían entre manos problemas más urgentes. Galed y Shäl se miraron, esperando impacientes el desenlace de aquella extraña conversación. Al cabo de unos instantes interminables, el guerrero akari se acercó aún más a la jaula y habló de nuevo.
—Hace muchos años, erd Olfgan hizo… algo por mí y por mi familia… algo muy importante —Shäl traducía a medida que el otro hablaba, como un eco de sus palabras—. A raíz de aquello, quedé en deuda con él a través de un juramento de honor —miró a Galed directamente a los ojos, aunque sabía que el norteño no podía entenderle—. Voy a ayudarte, pero quiero algo a cambio: según las creencias de mi pueblo, el camino de elfos y hombres se separa más allá de este mundo. Yo ya no volveré a ver a Olfgan, pero tú sí te reunirás con él. Cuando os encontréis de nuevo, dile que he cumplido con mi palabra y que mi deuda está saldada.
Cuando terminó de traducir Shäl miró al norteño con gesto excepcionalmente serio.
—El juramento de honor de un akari es algo muy importante, amigo. No es algo sobre lo que se deba prometer a la ligera.
Galed se sacó el colgante de debajo de la camisa y lo apretó con fuerza en su mano derecha.
—Lo juro por la memoria de Olfgan.
Shäl tradujo. El elfo asintió y desenvainó su espada, que salió de su funda con un suave siseo. Tenía una hoja larga y delgada, muy diferente a las que se acostumbraban a usar en el Norte, y una empuñadura bellamente labrada en forma de cabeza de dragón. El mercenario equilibró el cuerpo y alzó el arma; un solo golpe bastó para partir la cerradura de la jaula. El akari envainó de nuevo y miró por última vez al guerrero, saludó haciendo una leve reverencia al modo tradicional élfico, y sin más se dio la vuelta y se alejó corriendo. Galed le siguió con la mirada hasta que se perdió entre las sombras de un callejón.
Shäl fue el primero en bajar de la carreta.
—Fíjate —dijo el medioelfo con alegría—. Libres. ¿Crees ahora lo que te dije?
Una nueva andanada de proyectiles se estrelló contra un almacén cercano; el suelo tembló y las piedras y el polvo volaron de nuevo en todas direcciones. El edificio, que era de madera, comenzó a arder de inmediato. La plaza había quedado completamente desierta, aunque de vez en cuando se oían los gemidos ahogados de aquellos que habían sido pisoteados y aplastados por la multitud en su locura; en algún lugar se oía el llanto desconsolado, desesperado, de un recién nacido. El humo y las cenizas de varios incendios flotaban en el ambiente, haciendo difícil respirar. Desde el muelle, como un rumor creciente, llegaba el inconfundible sonido de todas las batallas: acero y muerte.
—Dejemos eso para otro momento —gruñó Galed, mirando a su alrededor. Bajó al suelo de un salto—. Aún no hemos salido de este lío.
Los dos exprisioneros corrieron agachados por entre mercancías desparramadas y mesas volcadas. Sortearon una bandada de ocas, que graznaron asustadas, y se refugiaron bajo los soportales de piedra, en uno de los laterales de la plaza. Avanzaron con cautela, deslizándose de columna en columna, hasta llegar a la esquina que daba a los muelles y se agazaparon tras unas cajas que apestaban a pescado. Los ruidos de lucha sonaban muy cerca. Galed se asomó un instante por encima de los cajones y miró a izquierda y derecha.
—No se ve nada con tanto humo —susurró Galed, dejándose caer de nuevo al suelo, junto al medioelfo—, pero creo que están luchando justo ahí delante, en las mismas escaleras de los muelles —se apartó un mechón de pelo que le caía por la frente—. Esto no pinta nada bien, y la verdad, no pienso quedarme a ver cómo termina. ¿Sabes cómo salir de aquí?
Shäl se pellizcó el labio inferior con el índice y el pulgar, pensando.
—¿Ves esa casa con las ventanas pintadas de rojo? —señaló un edificio a través del humo a la izquierda de donde se encontraban, a unos trescientos o cuatrocientos pasos.
—Sí.
—La calle que hay justo después lleva hasta un pequeño portón de la muralla, que da directamente al exterior. Desde aquí, es el camino más rápido.
—Bien —el guerrero echó otra rápida ojeada por encima de su improvisado parapeto—. ¡Vamos!
Salieron corriendo casi a ciegas, envueltos en el humo y las cenizas de los incendios. Todo parecía ir bien, pero todavía estaban a mitad de camino cuando se toparon de frente con varios soldados que huían a toda prisa desde los muelles, perseguidos por un grupo de skândrin.
—¡Putos dioses! —exclamó el guerrero, mientras intentaba sin éxito hacerse a un lado. En un instante se vio rodeado por un barullo de gritos, golpes y gruñidos procedentes de todas partes. Se giró, buscando al medioelfo entre el caos, pero no estaba por ninguna parte. Un miliciano chocó de pronto contra él; se lo quitó de encima de un empellón y se encontró con la hoja de una espada skândrin descendiendo directamente a su pecho.
Alzó su arma en un movimiento reflejo y consiguió desviar el ataque en el último momento. Los aceros quedaron trabados, y ambos empujaron con fuerza para derribar al otro; entonces el skândrin le estampó contra la cara el escudo de madera que llevaba en la otra mano. Galed cayó de espaldas, con la nariz chorreando sangre, pero en cuanto tocó el suelo el instinto le hizo rodar a un lado justo a tiempo de evitar la hoja de su enemigo, que se estrelló contra el pavimento de piedra a menos de un palmo de su cabeza.
Se levantó de un salto, parpadeando a causa del humo y con la cara llena de sangre. Sin darle respiro, el skândrin se abalanzó inmediatamente sobre él, acosándole con una avalancha de brutales embestidas que Galed rechazó a duras penas mientras retrocedía a ciegas, rezando para no tropezar con nada y para que la hoja de su espada aguantara sin quebrarse. Al cabo de varios golpes comenzó a notar el brazo cada vez más pesado, como si el acero de su arma se hubiera convertido en plomo de repente; no podría aguantar mucho más.
Por fortuna, el skândrin cometió por fin un pequeño error: lanzó un golpe demasiado profundo, buscando directamente el pecho del norteño, pero el guerrero lo vio venir y fintó a un lado en vez de intentar detenerlo. El costado del salvaje quedó desprotegido tan sólo un instante, pero Galed no necesitó más; su espada silbó en el aire y cortó cuero y carne. El salvaje rugió de dolor y se lanzó nuevamente contra el guerrero, pero ahora sus intentos eran más precipitados, ansiosos, y Galed los contrarrestó con facilidad; ahora era él quien llevaba la iniciativa. Amagó con un par de estocadas hacia arriba, y luego lanzó un golpe de revés con ambas manos. El skândrin lo bloqueó con facilidad, pero entonces Galed giró sobre sí mismo hasta colocarse a su espalda y le clavó la hoja hasta la empuñadura. El salvaje se desplomó de golpe, muerto antes de tocar el suelo.
Galed se recostó contra una columna cercana y se concedió un pequeño respiro para recuperar el aliento y evaluar la situación. A su alrededor había varios cuerpos, elfos de la milicia en su mayoría. No se oía a nadie en las inmediaciones; lo más probable es que la Guardia de la Ciudad hubiera dado por perdidos los muelles y se hubieran replegado al interior de la muralla.
No tenía tiempo que perder. Recordó las explicaciones del medioelfo y enseguida localizó la casa de las ventanas rojas entre el humo. Echó a correr, agachado y alerta por si alguien más aparecía de improviso, pero llegó a su destino sin incidentes y dobló por fin la esquina. Se adentró en la solitaria calle a la carrera, y el eco le devolvió el repiqueteo de sus pisadas sobre el pavimento mientras dejaba atrás edificios silenciosos y portales vacíos. Al fondo se veía la muralla exterior, tal y como había dicho Shäl.
Shäl.
El norteño sacudió la cabeza y se detuvo, de pie en medio de la calle, con la respiración entrecortada. Miró hacia atrás, hacia la plaza que acababa de abandonar. Luego se volvió hacia adelante, hacia el final de la calle. Se giró de nuevo hacia la plaza y soltó un bufido.
—Putos dioses —masculló mientras volvía sobre sus pasos a toda prisa.
La plaza seguía tan desierta como cuando la había dejado. Entró pegado a la pared y con todos los sentidos alerta. Hasta donde podía ver, estaba solo. Volvió al punto donde se habían tropezado con los skândrin, el último lugar donde había visto al medioelfo. Después de buscar un rato, lo encontró tirado boca abajo detrás de una carreta.
Se arrodilló junto a él, y la imagen de otro cuerpo, otra emboscada, le vino a la mente. Sacudió la cabeza para alejar los recuerdos; debía concentrarse en lo que tenía entre manos. Volteó al medioelfo y comprobó que todavía respiraba. Aunque le sorprendió, una sensación de alivio le inundó por dentro; esta vez no había llegado demasiado tarde. Sujetó al medioelfo por los hombros y lo zarandeó con fuerza.
—¡Eh! ¡Shäl! —susurró mientras no dejaba de vigilar por si aparecía alguien—. ¡Despierta!
El medioelfo tosió y parpadeó.
—Tenemos que irnos. ¿Cómo te encuentras?
El medioelfo se palpó diferentes partes del cuerpo con cierta incredulidad, mientras intentaba incorporarse.
—Bueno, teniendo en cuenta que sigo vivo… creo bastante bien, amigo.
Galed no pudo reprimir una media sonrisa.
—Estupendo, vámonos de una vez.
Tiró de él hacia arriba y ambos echaron a correr sin perder un instante.
—Por cierto, mi nombre es Galed —dijo el norteño mientras se perdían entre el humo—. Deja de llamarme amigo.
Galed miró a Shäl.
—Pregunta de dónde has sacado el medallón que te dio antes.
Galed se tocó el colgante por encima de la camisa.
—Es mío.
El elfo entrecerró sus rasgados ojos al escuchar las palabras de Shäl, y volvió a hablar en la seca y monótona lengua de los elfos.
—Un león con una espada de fuego —tradujo Shäl—. Dice que es el blasón de erd Olfgan de Elheim. Quiere saber por qué lo tienes tú. ¿Conoces a ese Olfgan?
El norteño asintió levemente con la cabeza.
—Formaba parte de su compañía de espadas libres. Era nuestro jefe. El propio Olfgan me lo entregó cuando me nombró su segundo al mando.
El akari escuchó atentamente la traducción de Shäl y luego se quedó mirando a Galed, como decidiendo si creer sus palabas o no. Al cabo hizo una nueva pregunta.
El medioelfo tradujo.
—¿Dónde está Olfgan?
—Muerto.
Esta vez el elfo entendió al norteño sin necesidad de traductor, porque abrió mucho los ojos y durante un instante la máscara que era su rostro se resquebrajó y un atisbo de emoción asomó a la superficie.
—¿Muerto? —repitió en daryo, con un acento pésimo.
Galed se dirigió directamente a él.
—Escoltábamos a unos mercaderes a través de las montañas, hasta Sandaar. Unos ladrones nos emboscaron. Hubo lucha, y le hirieron de gravedad. Murió entre mis brazos, sin que pudiera hacer nada. Olfgan y yo éramos mucho más que compañeros de armas —prosiguió el norteño con voz temblorosa—, me enseñó el significado del honor y mucho más. Fue como un padre para mí, y cuando más me necesitaba fui incapaz de… —tuvo que parar, un repentino nudo en la garganta le impedía continuar hablando.
El medioelfo tradujo, mirando de reojo a Galed, que luchaba por contener las lágrimas, y luego calló. El akari guardó silencio también, con la cabeza baja; parecía verdaderamente afectado. A su alrededor, el mercado estaba ya prácticamente vacío. Desde el muelle llegaba el ruido del combate, cada vez más cerca. Un grupo de milicianos pasó corriendo cerca de ellos hacia los muelles sin prestarles ninguna atención; tenían entre manos problemas más urgentes. Galed y Shäl se miraron, esperando impacientes el desenlace de aquella extraña conversación. Al cabo de unos instantes interminables, el guerrero akari se acercó aún más a la jaula y habló de nuevo.
—Hace muchos años, erd Olfgan hizo… algo por mí y por mi familia… algo muy importante —Shäl traducía a medida que el otro hablaba, como un eco de sus palabras—. A raíz de aquello, quedé en deuda con él a través de un juramento de honor —miró a Galed directamente a los ojos, aunque sabía que el norteño no podía entenderle—. Voy a ayudarte, pero quiero algo a cambio: según las creencias de mi pueblo, el camino de elfos y hombres se separa más allá de este mundo. Yo ya no volveré a ver a Olfgan, pero tú sí te reunirás con él. Cuando os encontréis de nuevo, dile que he cumplido con mi palabra y que mi deuda está saldada.
Cuando terminó de traducir Shäl miró al norteño con gesto excepcionalmente serio.
—El juramento de honor de un akari es algo muy importante, amigo. No es algo sobre lo que se deba prometer a la ligera.
Galed se sacó el colgante de debajo de la camisa y lo apretó con fuerza en su mano derecha.
—Lo juro por la memoria de Olfgan.
Shäl tradujo. El elfo asintió y desenvainó su espada, que salió de su funda con un suave siseo. Tenía una hoja larga y delgada, muy diferente a las que se acostumbraban a usar en el Norte, y una empuñadura bellamente labrada en forma de cabeza de dragón. El mercenario equilibró el cuerpo y alzó el arma; un solo golpe bastó para partir la cerradura de la jaula. El akari envainó de nuevo y miró por última vez al guerrero, saludó haciendo una leve reverencia al modo tradicional élfico, y sin más se dio la vuelta y se alejó corriendo. Galed le siguió con la mirada hasta que se perdió entre las sombras de un callejón.
Shäl fue el primero en bajar de la carreta.
—Fíjate —dijo el medioelfo con alegría—. Libres. ¿Crees ahora lo que te dije?
Una nueva andanada de proyectiles se estrelló contra un almacén cercano; el suelo tembló y las piedras y el polvo volaron de nuevo en todas direcciones. El edificio, que era de madera, comenzó a arder de inmediato. La plaza había quedado completamente desierta, aunque de vez en cuando se oían los gemidos ahogados de aquellos que habían sido pisoteados y aplastados por la multitud en su locura; en algún lugar se oía el llanto desconsolado, desesperado, de un recién nacido. El humo y las cenizas de varios incendios flotaban en el ambiente, haciendo difícil respirar. Desde el muelle, como un rumor creciente, llegaba el inconfundible sonido de todas las batallas: acero y muerte.
—Dejemos eso para otro momento —gruñó Galed, mirando a su alrededor. Bajó al suelo de un salto—. Aún no hemos salido de este lío.
Los dos exprisioneros corrieron agachados por entre mercancías desparramadas y mesas volcadas. Sortearon una bandada de ocas, que graznaron asustadas, y se refugiaron bajo los soportales de piedra, en uno de los laterales de la plaza. Avanzaron con cautela, deslizándose de columna en columna, hasta llegar a la esquina que daba a los muelles y se agazaparon tras unas cajas que apestaban a pescado. Los ruidos de lucha sonaban muy cerca. Galed se asomó un instante por encima de los cajones y miró a izquierda y derecha.
—No se ve nada con tanto humo —susurró Galed, dejándose caer de nuevo al suelo, junto al medioelfo—, pero creo que están luchando justo ahí delante, en las mismas escaleras de los muelles —se apartó un mechón de pelo que le caía por la frente—. Esto no pinta nada bien, y la verdad, no pienso quedarme a ver cómo termina. ¿Sabes cómo salir de aquí?
Shäl se pellizcó el labio inferior con el índice y el pulgar, pensando.
—¿Ves esa casa con las ventanas pintadas de rojo? —señaló un edificio a través del humo a la izquierda de donde se encontraban, a unos trescientos o cuatrocientos pasos.
—Sí.
—La calle que hay justo después lleva hasta un pequeño portón de la muralla, que da directamente al exterior. Desde aquí, es el camino más rápido.
—Bien —el guerrero echó otra rápida ojeada por encima de su improvisado parapeto—. ¡Vamos!
Salieron corriendo casi a ciegas, envueltos en el humo y las cenizas de los incendios. Todo parecía ir bien, pero todavía estaban a mitad de camino cuando se toparon de frente con varios soldados que huían a toda prisa desde los muelles, perseguidos por un grupo de skândrin.
—¡Putos dioses! —exclamó el guerrero, mientras intentaba sin éxito hacerse a un lado. En un instante se vio rodeado por un barullo de gritos, golpes y gruñidos procedentes de todas partes. Se giró, buscando al medioelfo entre el caos, pero no estaba por ninguna parte. Un miliciano chocó de pronto contra él; se lo quitó de encima de un empellón y se encontró con la hoja de una espada skândrin descendiendo directamente a su pecho.
Alzó su arma en un movimiento reflejo y consiguió desviar el ataque en el último momento. Los aceros quedaron trabados, y ambos empujaron con fuerza para derribar al otro; entonces el skândrin le estampó contra la cara el escudo de madera que llevaba en la otra mano. Galed cayó de espaldas, con la nariz chorreando sangre, pero en cuanto tocó el suelo el instinto le hizo rodar a un lado justo a tiempo de evitar la hoja de su enemigo, que se estrelló contra el pavimento de piedra a menos de un palmo de su cabeza.
Se levantó de un salto, parpadeando a causa del humo y con la cara llena de sangre. Sin darle respiro, el skândrin se abalanzó inmediatamente sobre él, acosándole con una avalancha de brutales embestidas que Galed rechazó a duras penas mientras retrocedía a ciegas, rezando para no tropezar con nada y para que la hoja de su espada aguantara sin quebrarse. Al cabo de varios golpes comenzó a notar el brazo cada vez más pesado, como si el acero de su arma se hubiera convertido en plomo de repente; no podría aguantar mucho más.
Por fortuna, el skândrin cometió por fin un pequeño error: lanzó un golpe demasiado profundo, buscando directamente el pecho del norteño, pero el guerrero lo vio venir y fintó a un lado en vez de intentar detenerlo. El costado del salvaje quedó desprotegido tan sólo un instante, pero Galed no necesitó más; su espada silbó en el aire y cortó cuero y carne. El salvaje rugió de dolor y se lanzó nuevamente contra el guerrero, pero ahora sus intentos eran más precipitados, ansiosos, y Galed los contrarrestó con facilidad; ahora era él quien llevaba la iniciativa. Amagó con un par de estocadas hacia arriba, y luego lanzó un golpe de revés con ambas manos. El skândrin lo bloqueó con facilidad, pero entonces Galed giró sobre sí mismo hasta colocarse a su espalda y le clavó la hoja hasta la empuñadura. El salvaje se desplomó de golpe, muerto antes de tocar el suelo.
Galed se recostó contra una columna cercana y se concedió un pequeño respiro para recuperar el aliento y evaluar la situación. A su alrededor había varios cuerpos, elfos de la milicia en su mayoría. No se oía a nadie en las inmediaciones; lo más probable es que la Guardia de la Ciudad hubiera dado por perdidos los muelles y se hubieran replegado al interior de la muralla.
No tenía tiempo que perder. Recordó las explicaciones del medioelfo y enseguida localizó la casa de las ventanas rojas entre el humo. Echó a correr, agachado y alerta por si alguien más aparecía de improviso, pero llegó a su destino sin incidentes y dobló por fin la esquina. Se adentró en la solitaria calle a la carrera, y el eco le devolvió el repiqueteo de sus pisadas sobre el pavimento mientras dejaba atrás edificios silenciosos y portales vacíos. Al fondo se veía la muralla exterior, tal y como había dicho Shäl.
Shäl.
El norteño sacudió la cabeza y se detuvo, de pie en medio de la calle, con la respiración entrecortada. Miró hacia atrás, hacia la plaza que acababa de abandonar. Luego se volvió hacia adelante, hacia el final de la calle. Se giró de nuevo hacia la plaza y soltó un bufido.
—Putos dioses —masculló mientras volvía sobre sus pasos a toda prisa.
La plaza seguía tan desierta como cuando la había dejado. Entró pegado a la pared y con todos los sentidos alerta. Hasta donde podía ver, estaba solo. Volvió al punto donde se habían tropezado con los skândrin, el último lugar donde había visto al medioelfo. Después de buscar un rato, lo encontró tirado boca abajo detrás de una carreta.
Se arrodilló junto a él, y la imagen de otro cuerpo, otra emboscada, le vino a la mente. Sacudió la cabeza para alejar los recuerdos; debía concentrarse en lo que tenía entre manos. Volteó al medioelfo y comprobó que todavía respiraba. Aunque le sorprendió, una sensación de alivio le inundó por dentro; esta vez no había llegado demasiado tarde. Sujetó al medioelfo por los hombros y lo zarandeó con fuerza.
—¡Eh! ¡Shäl! —susurró mientras no dejaba de vigilar por si aparecía alguien—. ¡Despierta!
El medioelfo tosió y parpadeó.
—Tenemos que irnos. ¿Cómo te encuentras?
El medioelfo se palpó diferentes partes del cuerpo con cierta incredulidad, mientras intentaba incorporarse.
—Bueno, teniendo en cuenta que sigo vivo… creo bastante bien, amigo.
Galed no pudo reprimir una media sonrisa.
—Estupendo, vámonos de una vez.
Tiró de él hacia arriba y ambos echaron a correr sin perder un instante.
—Por cierto, mi nombre es Galed —dijo el norteño mientras se perdían entre el humo—. Deja de llamarme amigo.
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