12/08/2016 10:58 AM
¡Os dejo por aquí el segundo capítulo!
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El extraño afiló la mirada y estudió la situación en el exterior a través de una rendija en la persiana. Un cigarrillo pendía de sus labios, su boca emanaba humo. La luz del atardecer aturdió sus ojos cansados y reveló siluetas sinuosas en el aire viciado de la habitación. Allí abajo, los agentes de la Policía del Orden —siempre uniformados de verde— seguían montando guardia. El extraño se apartó de la persiana y caminó de un extremo a otro, consultando su reloj de pulsera.
—Son más de las cinco... —miró a su compañero, un joven escuálido de piel nívea, sentado en una silla con los pies en alto.
—Relájate, Pascal. Podemos pasar aquí la noche...
—No, Guillem. —Lo cortó de inmediato.— No podemos, es demasiado peligroso. Saldremos al anochecer y rezaremos para que la puta que nos parió nos dé vía libre.
—Entonces sólo quedan treinta minutos. Aunque —dudó Guillem— quizás deberíamos tomar el mismo camino que usamos para llegar.
—¿Tú estás loco? —Le reprendió exaltado, tratando de no levantar la voz.— ¿Has perdido la cabeza?
Y efectivamente, debía estar como una regadera para sugerir semejante locura. Pascal habría firmado con sangre, de ser necesario, que la red de alcantarillado bajo el Distrito Central, era en este momento el lugar más inseguro de toda la ciudad. Sobre todo después de que un par de cuerdos desequilibrados dinamitaran el conducto bajo el glorioso Arco del Triunfo, construido una década atrás para conmemorar la victoria militar de Austrasia sobre sus países vecinos, causando la demolición del monumento histórico y, al mismo tiempo, del emblema del Partido.
Además, que dos desaprensivos abandonaran sesenta kilos de pólvora prensada —repartida en tres cargas de veinte kilos cada una— junto al reloj de bolsillo que la haría detonar a las doce menos cuarto del mediodía, bajo los pies del mismísimo Adalber Efrén en el Día del Orgullo Patrio, seguro que los tenía muy cabreados.
No obstante, y a pesar de todo, se sentían pletóricos.
La euforia alojada en sus corazones, esa que iba y venía con el transcurso del tiempo, clamaba gloria y reconocimiento a la vez que la cabeza les aconsejaba prudencia. El plan urdido se resolvió con éxito absoluto. La identidad del Partido fue socavada; y la tentativa de asesinato, al menos en opinión de los ejecutores, quedó satisfecha.
Y aunque era pronto para afirmarlo y gritarlo a los cuatro vientos, cabía la posibilidad de que fueran recordados por todos como los tipos que mataron a Adalber Efrén.
—Igual sigue vivo —soltó Guillem—. Había mucho polvo, me escocían los ojos y no paraba de toser. Si pasó algo, yo no vi nada.
La euforia volvió a abrir la puerta al miedo, y lo invitó a ponerse cómodo.
—Mira, no sé qué está pasando ahí fuera. —Pascal apagó el cigarrillo de un pisotón.— Ahora sólo quiero salir de aquí. Volver a casa. Tomar un trago. Echar un polvo. Y mañana ya veremos.
—Recapitulemos —insistió Guillem—: Efrén estaba bajo el arco cuando ocurrió la explosión. Se tambaleó y cayó de rodillas, cagado de miedo. Lo vi mirar arriba, tratando de protegerse con los brazos en alto. Y la estructura se derrumbó...
—Entonces debe estar muerto —sentenció Pascal—. Y ahí tenemos el celuloide para demostrarlo.
El celuloide.
Para obtenerlo, siguieron el segundo paso del estricto plan ideado por Pascal: después de colocar las cargas explosivas, invirtieron las cuatro próximas horas en acicalarse y vestirse para la ocasión. Estudiaron su papel, ensayaron la farsa y prepararon los bártulos. De aquí en adelante, durante las próximas horas de la mañana, serían funcionarios del Ministerio para la Ilustración Pública y Propagandística. Serían periodistas.
Reunieron toda la frialdad que sus conciencias les permitía y se echaron a la calle, siempre bajo la constante presión del minutero. Guillem cargaba un cinematógrafo. Pascal se encargó de dar explicaciones. Cruzaron con éxito los dos controles de seguridad que los separaban del Paseo de la Victoria, y una vez se integraron en la celebración se supieron invencibles. Caminaron a paso raudo, se afincaron en una zona de privilegio a más de cincuenta metros del Arco del Triunfo y prepararon la máquina.
El celuloide registró todo el suceso desde las once y cuarenta. Las bandas de música se abrían hacia el parque, justo en el flanco izquierdo. Los civiles se congregaron al otro lado de la avenida, a unos cien metros. Incluso los vehículos del Partido quedaron registrados al estacionar. De éstos bajaron las personas más influyentes de Austrasia: Germán Frisc, ministro de Seguridad; Ansel Lombard, ministro de Economía y Finanzas; Fredo Guevel, ministro para la Ilustración Pública y Propagandística, entre otros; y cómo no, el Líder Adalber Efrén. Todos posaron bajo el Arco del Triunfo para las fotografías, estrecharon manos afectuosamente y conversaron con aparente cordialidad...
Hasta que todo estalló.
Luego el suelo tembló. El cinematógrafo vibró sobre sus piernas de metal. Y cundió el pánico.
Los civiles corrieron hacia el lado opuesto, temiendo que sucedieran nuevas explosiones. La estructura dañada del Arco del Triunfo, que sobresalía sobre la nube de polvo, comenzó a tambalearse, hasta que irremediablemente se derrumbó ante miles de ojos atónitos. Los cascotes rodaron como en una avalancha. Pronto sólo quedaron gritos en el aire.
Pascal advirtió a su compañero tocándole el hombro, y le indicó con un breve movimiento de cabeza que era hora de largarse. Guillem abrió la puertecita del cinematógrafo y extrajo el celuloide de la bobina. Lo introdujo en una bolsa de lona, a buen recaudo. Luego se alejaron a paso ligero del instrumento, pues debían alcanzar el refugio antes de que la Policía del Orden se organizara, acordonara la zona y comenzase a hacer preguntas incómodas.
Y eso los arrojó de bruces al presente, al cuartucho de pensión que habían reservado días atrás. Desconfiaban del dueño y recepcionista, por supuesto; pero la certeza de que ya no estarían allí cuando el tipo —supuestamente— decidiera delatarlos a las autoridades, los tranquilizaba. De cualquier forma, todos los cabos fueron atados. No había causa para dudar, sólo miedo.
—No quiero acabar en la Casa de la Verdad, Pascal... — dijo Guillem, sonriendo con amargura.
—Yo tampoco, amigo mío —lo consoló Pascal—. Yo tampoco.
Guillem suspiró.
—Casi ha llegado la hora.
Pascal señaló el rincón. Había un hatillo sobre la cómoda, en su interior guardaba dos chaquetas de color negro, con la insignia del Partido —una cruz aspada dentro de un círculo— bordado a un lado de la pechera, y el escudo de la Policía Criminal en el otro. Estaban acompañados de dos identificaciones falsas. Echaron en falta las efigies sagradas y los símbolos religiosos, ya que, además del valor, precisarían de un milagro para salir de allí con vida.
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El extraño afiló la mirada y estudió la situación en el exterior a través de una rendija en la persiana. Un cigarrillo pendía de sus labios, su boca emanaba humo. La luz del atardecer aturdió sus ojos cansados y reveló siluetas sinuosas en el aire viciado de la habitación. Allí abajo, los agentes de la Policía del Orden —siempre uniformados de verde— seguían montando guardia. El extraño se apartó de la persiana y caminó de un extremo a otro, consultando su reloj de pulsera.
—Son más de las cinco... —miró a su compañero, un joven escuálido de piel nívea, sentado en una silla con los pies en alto.
—Relájate, Pascal. Podemos pasar aquí la noche...
—No, Guillem. —Lo cortó de inmediato.— No podemos, es demasiado peligroso. Saldremos al anochecer y rezaremos para que la puta que nos parió nos dé vía libre.
—Entonces sólo quedan treinta minutos. Aunque —dudó Guillem— quizás deberíamos tomar el mismo camino que usamos para llegar.
—¿Tú estás loco? —Le reprendió exaltado, tratando de no levantar la voz.— ¿Has perdido la cabeza?
Y efectivamente, debía estar como una regadera para sugerir semejante locura. Pascal habría firmado con sangre, de ser necesario, que la red de alcantarillado bajo el Distrito Central, era en este momento el lugar más inseguro de toda la ciudad. Sobre todo después de que un par de cuerdos desequilibrados dinamitaran el conducto bajo el glorioso Arco del Triunfo, construido una década atrás para conmemorar la victoria militar de Austrasia sobre sus países vecinos, causando la demolición del monumento histórico y, al mismo tiempo, del emblema del Partido.
Además, que dos desaprensivos abandonaran sesenta kilos de pólvora prensada —repartida en tres cargas de veinte kilos cada una— junto al reloj de bolsillo que la haría detonar a las doce menos cuarto del mediodía, bajo los pies del mismísimo Adalber Efrén en el Día del Orgullo Patrio, seguro que los tenía muy cabreados.
No obstante, y a pesar de todo, se sentían pletóricos.
La euforia alojada en sus corazones, esa que iba y venía con el transcurso del tiempo, clamaba gloria y reconocimiento a la vez que la cabeza les aconsejaba prudencia. El plan urdido se resolvió con éxito absoluto. La identidad del Partido fue socavada; y la tentativa de asesinato, al menos en opinión de los ejecutores, quedó satisfecha.
Y aunque era pronto para afirmarlo y gritarlo a los cuatro vientos, cabía la posibilidad de que fueran recordados por todos como los tipos que mataron a Adalber Efrén.
—Igual sigue vivo —soltó Guillem—. Había mucho polvo, me escocían los ojos y no paraba de toser. Si pasó algo, yo no vi nada.
La euforia volvió a abrir la puerta al miedo, y lo invitó a ponerse cómodo.
—Mira, no sé qué está pasando ahí fuera. —Pascal apagó el cigarrillo de un pisotón.— Ahora sólo quiero salir de aquí. Volver a casa. Tomar un trago. Echar un polvo. Y mañana ya veremos.
—Recapitulemos —insistió Guillem—: Efrén estaba bajo el arco cuando ocurrió la explosión. Se tambaleó y cayó de rodillas, cagado de miedo. Lo vi mirar arriba, tratando de protegerse con los brazos en alto. Y la estructura se derrumbó...
—Entonces debe estar muerto —sentenció Pascal—. Y ahí tenemos el celuloide para demostrarlo.
El celuloide.
Para obtenerlo, siguieron el segundo paso del estricto plan ideado por Pascal: después de colocar las cargas explosivas, invirtieron las cuatro próximas horas en acicalarse y vestirse para la ocasión. Estudiaron su papel, ensayaron la farsa y prepararon los bártulos. De aquí en adelante, durante las próximas horas de la mañana, serían funcionarios del Ministerio para la Ilustración Pública y Propagandística. Serían periodistas.
Reunieron toda la frialdad que sus conciencias les permitía y se echaron a la calle, siempre bajo la constante presión del minutero. Guillem cargaba un cinematógrafo. Pascal se encargó de dar explicaciones. Cruzaron con éxito los dos controles de seguridad que los separaban del Paseo de la Victoria, y una vez se integraron en la celebración se supieron invencibles. Caminaron a paso raudo, se afincaron en una zona de privilegio a más de cincuenta metros del Arco del Triunfo y prepararon la máquina.
El celuloide registró todo el suceso desde las once y cuarenta. Las bandas de música se abrían hacia el parque, justo en el flanco izquierdo. Los civiles se congregaron al otro lado de la avenida, a unos cien metros. Incluso los vehículos del Partido quedaron registrados al estacionar. De éstos bajaron las personas más influyentes de Austrasia: Germán Frisc, ministro de Seguridad; Ansel Lombard, ministro de Economía y Finanzas; Fredo Guevel, ministro para la Ilustración Pública y Propagandística, entre otros; y cómo no, el Líder Adalber Efrén. Todos posaron bajo el Arco del Triunfo para las fotografías, estrecharon manos afectuosamente y conversaron con aparente cordialidad...
Hasta que todo estalló.
Luego el suelo tembló. El cinematógrafo vibró sobre sus piernas de metal. Y cundió el pánico.
Los civiles corrieron hacia el lado opuesto, temiendo que sucedieran nuevas explosiones. La estructura dañada del Arco del Triunfo, que sobresalía sobre la nube de polvo, comenzó a tambalearse, hasta que irremediablemente se derrumbó ante miles de ojos atónitos. Los cascotes rodaron como en una avalancha. Pronto sólo quedaron gritos en el aire.
Pascal advirtió a su compañero tocándole el hombro, y le indicó con un breve movimiento de cabeza que era hora de largarse. Guillem abrió la puertecita del cinematógrafo y extrajo el celuloide de la bobina. Lo introdujo en una bolsa de lona, a buen recaudo. Luego se alejaron a paso ligero del instrumento, pues debían alcanzar el refugio antes de que la Policía del Orden se organizara, acordonara la zona y comenzase a hacer preguntas incómodas.
Y eso los arrojó de bruces al presente, al cuartucho de pensión que habían reservado días atrás. Desconfiaban del dueño y recepcionista, por supuesto; pero la certeza de que ya no estarían allí cuando el tipo —supuestamente— decidiera delatarlos a las autoridades, los tranquilizaba. De cualquier forma, todos los cabos fueron atados. No había causa para dudar, sólo miedo.
—No quiero acabar en la Casa de la Verdad, Pascal... — dijo Guillem, sonriendo con amargura.
—Yo tampoco, amigo mío —lo consoló Pascal—. Yo tampoco.
Guillem suspiró.
—Casi ha llegado la hora.
Pascal señaló el rincón. Había un hatillo sobre la cómoda, en su interior guardaba dos chaquetas de color negro, con la insignia del Partido —una cruz aspada dentro de un círculo— bordado a un lado de la pechera, y el escudo de la Policía Criminal en el otro. Estaban acompañados de dos identificaciones falsas. Echaron en falta las efigies sagradas y los símbolos religiosos, ya que, además del valor, precisarían de un milagro para salir de allí con vida.