10/11/2020 04:43 PM
(09/11/2020 10:10 PM)tyess Wrote: Esperamos, entonces
Si vas despacio no pasa nada, las enemigas son las pausas... o quien sabe, quizá ayudan un poco.
Lo son, doy fe de ello, jajaja.
Bueno, vamos al lío. Aquí os dejo el relato que pretendo usar a modo de prólogo/introducción al mundo de la novela. Contiene información relevante, pero tampoco demasiada como para resultar abrumador al lector (o eso espero, jajaja). Si os agrada, me comprometo a traeros pronto los otros capítulos que tengo corregidos más pronto que tarde
OPERACIÓN CORAL
Y entonces desfalleció.
Se desplomó de rodillas, abatida. Mientras sus oídos sucumbían al estruendoso ruido de las ráfagas de disparos y las explosiones, escuchándolos como ecos lejanos y distorsionados; y sus ojos confundían el funesto danzar de las llamas con un extraño vaivén de luces anaranjadas. Flaquearía sintiendo una punzada agónica por respiración, conforme sus músculos se estremecían de dolor.
¿Qué había pasado?
Completamente desorientada, la mujer se deshizo de aquella molesta capucha que tanto la angustiaba, mostrándole su rostro macilento ―marcado con un enigmático "13" en la frente― al cadáver humeante que tenía justo delante, con un gigantesco agujero en el torso. Acto seguido, enfocaría su visión borrosa sobre las palmas de sus manos entumecidas, hasta ahora súbitamente temblorosas.
Las encontraría negras y sanguinolentas. Como carbonizadas.
¿Qué diablos había pasado?
Hecho esto, caería rendida. Una vez en el suelo y al límite del desmayo, dedicaría sus últimos segundos de consciencia recordándose a sí misma en la cima de aquel peñasco. Desde donde había oteado la inmensidad del desierto de Coral, conforme el viento seco sacudía sus atuendos y el sol declinaba en el horizonte, tras aquellas montañas.
Así pues, la mujer cerraría los ojos entre débiles parpadeos y perdería el conocimiento tan solo unos segundos después. Sin haber reparado siquiera en la presencia de sus camaradas, quienes ―en ese preciso instante― la habrían encontrado malherida y procederían a trasladarla a trompicones hacia el hospital de campaña más cercano.
UNO
Atardecía cuando la encapuchada se acercó al borde de aquel risco, mientras su capote aleteaba con la intensidad del viento árido y sofocante del desierto. Quería contemplar de nuevo el gigantesco asentamiento minero que habían construido junto a las montañas ―sobre los restos de una antigua base militar― con un único propósito en mente: la de ser una prisión de máxima seguridad para disidentes políticos contrarios al imperante régimen austracio.
Se encontraba ante el campo de trabajos forzados de Coral.
Segundos después, la encapuchada apartaría la mirada y echaría un vistazo por encima del hombro, hacia la explanada donde había un campamento con al menos una veintena de guerrilleros. La mayoría de los presentes eran hombres mugrientos y de carácter adusto, más propensos a matar el tiempo entre juegos de naipes y botellas de licor que al cumplimiento de sus obligaciones. Pero, pese a todo esto, eran buenos tiradores completamente entregados a la causa, que aseguraban estar deseosos de que cayera la noche para entrar en acción.
Sin embargo, tal cosa jamás ocurriría a menos que ella ―la mujer a la que a menudo llamaban «Edel» con religiosa ceremoniosidad, en honor a la decimotercer y última Arconte venerada; la cual, según data en los textos sagrados, se batió en duelo contra la mismísima Calamidad en los tiempos del Desastre― asaltara dicha posición por cuenta propia y sin la ayuda de nadie.
O así acababa de comunicárselo el líder de aquella tropa de desdichados con la que compartía campamento y propósito.
―Somos conscientes de que la misión que se encomienda no es la más fácil, ni mucho menos la más segura; pero todos confiamos plenamente en tus sorprendentes habilidades ―dijo el líder guerrillero cruzándose de brazos―. Si entre nosotros hay una persona capaz de semejante hazaña, esa eres tú. Así que, respóndeme: ¿podemos contar contigo?
La encapuchada lo miró de soslayo en respuesta.
―Reservada incluso cuando se te envía a una muerte segura. ―Sonrió de lado―. Entonces, ¿no hay que quieras decir? ¿No tienes ninguna objeción al respecto? En ese caso, supondré que tu respuesta es afirmativa. Me alegra saber que estamos a bordo del mismo barco.
Ella devolvió la mirada al frente sin mediar palabra.
―Oh, y una cosa más ―añadió el líder guerrillero, descolgándose un desgastado subfusil del hombro―. Puede que esta sea la operación más peligrosa a la que nos hayamos enfrentado en los últimos meses, por lo que desaconsejaré una vez más que nuestra mejor baza se lance a la batalla armada únicamente con una pistola y un cuchillo de combate. ―Acto seguido, le ofreció el arma―. Así que toma la mía, la necesitarás más que yo.
La encapuchada se negó.
―Así es como trabajo. ―Tenía la voz áspera, y sus palabras eran pausadas―. Cualquier otra carga no será más que una molestia.
El líder guerrillero asintió con aire ausente.
―Maldita sea, está bien ―terció―. Hazlo como quieras, pero recuerda lo que digo: es de vital importancia que esa puta cárcel sufra el colapso de todos sus sistemas esta misma noche.
»De lo contrario, los nuestros jamás ordenarán una ofensiva contra el enemigo. Ninguno de ellos arriesgará las vidas de sus hombres a sabiendas de que esos jodidos austracios cuentan con medidas de seguridad suficientes como para detener un ataque frontal.
»Y tampoco es para hacerlos de menos. Los muy cabrones cercaron los accesos y electrificaron las inmediaciones; y luego las blindaron añadiendo toda clase de defensas. Eso por no hablar del millar de hijos de puta que estimamos al otro lado de los muros.
»No podemos permitirnos tales imprudencias. Si atacásemos a la ligera, acabaríamos atrapados entre dos frentes; con el fuego enemigo deteniendo nuestro avance por un lado, y un extenso campo de minas justo por el otro, impidiéndonos la retirada.
»Por eso te pedimos que entres ahí y actúes como señuelo, sembrando a tu paso tanta destrucción como te sea posible. Queremos a las tropas enemigas desconcertadas, desordenadas y bien lejos del lugar que antes te indiqué, porque allí se encuentra el auténtico objetivo de nuestra operación: la central eléctica que surte energía a todo el complejo.
»¿Lo entiendes?
―Lo entiendo ―respondió la encapuchada después de meditarlo por unos segundos.
El líder guerrillero asintió y devolvió la mirada al frente, a la inmensa llanura desértica que durante la primavera solía vestirse con las flores más bellas y enigmáticas del continente entero, cuyos pétalos fractales irradiaban tenues luminiscencias. Unas que solo crecían en aquella extraña localización cargada de misticismo ―siempre que se produjeran las condiciones climáticas adecuadas―, colmando cada palmo de tierra árida con sendas espirales. Desafortunadamente, ninguno de ellos vislumbraría semejante espectáculo, pues la mayoría se habían marchitado con el transcurso del verano.
―Sin embargo ―retomó el líder guerrillero―, también te pido que extremes la precaución. Porque desconocemos qué otros peligros entraña un emplazamiento como este, tan emblemático, estratégico y necesario para la economía de todo un país. ―Unió las manos a la espalda―. Sobre todo cuando se encuentra completamente aislado en medio de la nada.
―Sé lo que insinúas ―se apresuró a decir la encapuchada―. Así que déjame decirte algo: podéis respirar tranquilos, ya que no nos encontraremos aquí con ningún «autómata».
―¿Cómo puedes estar tan segura de ello, aún cuando todos los sumores indican lo contrario?
―Simplemente lo estoy.
Ambos guardaron silencio mientras el sol se hundía en el horizonte.
Fue entonces cuando la mujer extrajo un inhalador de su cómodo portaequipos, ajustado en torno al pecho. Acto seguido, introdujo la boquilla del artilugio entre los dientes y cerró los labios herméticamente a su alrededor para, inmediatamente después, presionar la cápsula, absorbiendo así el gas denso y abrasivo que contenía.
Una vez asimiló el químico, sus ojos resplandecieron como imbuídos de un intenso y vibrante color aguamarina, a medida que su aliento lo derramaba con cada vaharada.
―Ha llegado el momento ―dijo ella con aspereza.
―Sí, tienes razón. ―Bufó―. Ahora todo depende de ti, Edel. Los chicos y yo te deseamos toda la suerte del mundo.
―Guardáosla para vosotros ―dijo poniéndose en marcha―. La necesitaréis más que yo si todo saliera según lo previsto. ―Se detuvo al borde del precipicio, girando la cabeza para mirarlo por encima del hombro―. Cuídate, Guerón. Que vuestros Arcontes os protejan.
Sin más dilación, la encapuchada saltó al vacío. Pero contra todo pronóstico, no fue absorbida por la gravedad inmisericorde, en caída libre, sino que se mantuvo prácticamente suspendida en el aire. Descendiendo tal y como lo haría una brizna arrastrada por el viento, conforme la sustancia que había inhalado pulsaba con furia en su interior.
DOS
Ya había anochecido cuando se infiltró en el inhóspito campo de trabajos forzados de Coral, destino final de todo disidente político que ―por azar o destino― debiera acabar sus días en aquella lóbrega pocilga repleta de edificios ruinosos y maltrechos barracones de chapa.
No obstante, por más que se tratara de un agujero nauseabundo perdido en la inmensidad del desierto, ningún estratega mínimamente hábil pretendería tomar dicha posición a la fuerza sin contar al menos con un as guardado bajo la manga. De lo contrario, alguien tan cauto como Guerón nunca se hubiera embarcado en semejante empresa.
No en vano contaban con la participación de un agente doble, alguien dispuesto a sabotear los transformadores de la central eléctrica, además de ofrecerse a dirigir el amotinamiento de los reclusos una vez se produjera. Todo a cambio de que los suyos tomasen parte en el reparto del botín que allí se guardaba; refiriéndose, por supuesto, a los elevados volúmenes de vitrilo ―un metal valiosísimo y con innumerables usos según la industria armamentística― que se extraían a diario de aquellas minas.
En resumidas cuentas: por un lado privarían al enemigo de una posición clave, ubicada en una región extremadamente rica en recursos naturales; por el otro, venderían el botín expoliado al mejor postor para así continuar financiando sus operaciones fronterizas. Pues solo de ese modo conseguirían detener los maléficos planes del Partido Nacional de Austracia para la explotación de esta tierra abundante en Éter.
Porque aquellos guerrilleros mugrientos, devotos acérrimos del dogma arcontiano, pecaban de supersticiosos en todo lo tocante al susodicho Éter. Afirmaban que dicha sustancia era, en realidad, la simiente que el Ente Primordial vertió sobre el mundo en su infinita misericordia, dando lugar al Génesis del mundo y a la repentina aparición de los primeros Arcontes, siendo estos últimos divinidades hechas a su imagen y semejanza para asumir la custodia de su magna obra. Y tal fue su empeño, que hasta entregaron la vida para salvaguardarla durante el Desastre.
Por eso insistían en que, mientras los Arcontes permanecieran ausentes ―pues los escritos sagrados siempre auguraron su retorno―, la preservación de dicho patrimonio correspondía a sus más fieles súbditos. Y como tal, habría de ser esta una obligación que debieran llevar a cabo a cualquier coste.
Pero al otro lado de la balanza se encontraba la pérfida Austracia, dirigida por un líder falsamente endiosado, y propensa a la explotación de este divino regalo como si se tratara de un recurso estratégico cualquiera. Todo ello para nutrir la artificialidad de su ciudad capital, único lugar en el mundo donde todos los ciudadanos gozaban de un nivel de vida sin parangón; o eso es lo que pretendían hacer creer al resto de países sometidos a sus dictámenes. Por fortuna, nunca faltaron voces críticas dispuestas a negar la endeble verdad oficial.
Siendo este el principal motivo por el cual se encontraba allí.
Ella, la mujer a la que unos iluminados insistían en llamar «Edel» por más que ese no fuera su verdadero nombre. Pero ¿qué diablos importaba cómo la llamaran, cuando ni ella misma podía recordar el auténtico? Puesto que durante todo este tiempo, desde que tenía uso de memoria, no había sido más que un número.
Conforme tales pensamientos rondaban su cabeza, la encapuchada se posó sobre el campanario de una vieja iglesia en desuso, mientras la esencia de Éter ardía en su pecho con furia incontrolable. Acto seguido, se agazapó y observó todo cuanto había a su alrededor, obligándose a despejar la mente de cualquier trivialidad que pudiera interrumpir su cometido.
Escrutó las amplias y rectas calles que vertebraban este complejo minero, así como las estrechas callejuelas donde tenían los barracones de prisioneros; también los aislados almacenes de material y las cuantiosas garitas de vigilancia diseminadas tanto por aquí como por allá. En el transcurso divisó a más guardias de los que pudiera eliminar de un plumazo, sin exponerse a un peligro mayor: algunos conversaban con naturalidad, calentándose las manos frente a un bidón en llamas; otros hacían la ronda en compañía de grandes perros de presa. Mientras tanto, en la distancia, una decena de focos rompían la noche con sus potentes haces de luz.
Una vez reconocido el entorno, se animó a avanzar sin dilación.
La encapuchada saltó ―o más bien voló― hacia otro de los tejados próximos haciendo gala de una habilidad pasmosa, mientras sus ojos centelleaban en la oscuridad imbuidos por un fulgor aguamarina. Ninguno de sus enemigos advertiría el más mínimo ruido cuando esta aterrizase sobre las tejas agrietadas, pues nunca se produjo tal cosa. Caería con lentitud, tan liviana como una pluma.
Tal era el poder que se le había concedido.
Uno que desarrollaría con el transcurso del tiempo, luego de haber sido capturada y sometida mediante un exhaustivo programa de adoctrinamiento basado en el consumo involuntario y reiterado de drogas experimentales. Porque, desde que tenía uso de razón, la encapuchada había sido aquello que sus compañeros de guerrilla tanto temían: una «autómata» del Partido Único.
Aunque, por suerte, esos días quedaron atrás hace mucho.
Ahora mitigaba su dolor involucrándose en todas las empresas contrarias a quienes osaron manipular sus ideas y sus emociones, haciendo de ella un mero instrumento de guerra que debía reaccionar favorablemente a cualquier orden emitida. Sin importar en qué consistiera ni lo cruenta que esta fuera.
Ágilmente, la encapuchada se encaramó a un saliente, aplacando su mente una vez más. Hecho esto, contempló con detenimiento todo detalle cuantos hubiera en las inmediaciones en busca de un objetivo plausible. Estuvo a punto de darse por vencida y proseguir hacia las minas cuando al fin identificó uno, a no más de cien metros, en medio de una explanada: un cuarteto de carceleros guiaban a una cuadrilla de trabajo compuesta por al menos una quincena de prisioneros ―dispuestos en una fila ordenada y maniatados los unos a los otros― hacia su puesto de trabajo. Mientras esto ocurría, otros tantos guardias controlaban la situación desde sus altas torres vigía.
Sonrió levemente después de evaluar el riesgo. Al fin había encontrado la distracción que tanto había buscado.
TRES
―¿Tenemos noticias de ella?
Guerón apartaría los prismáticos para, posteriormente, colocarlos sobre la gran roca que usaba como apoyo. Luego se frotaría los ojos con suavidad, sintiéndolos secos e irritados. Al otro lado del desierto relucían las radiantes luces del campo de trabajos forzados de Coral.
―De momento, ninguna. ―Se acomodó mientras hablaba―. Pero guardo la esperanza de que eso cambie más pronto que tarde.
El otro rio entre dientes.
―Y no eres el único que lo desea, eso te lo aseguro ―dijo colocándose junto al líder guerrillero―. No obstante, quiero que sepas algo... Me preocupa lo que pueda pasar durante esta incursión, así como las consecuencias que pudiera acarrearnos en el futuro. Incluso en caso de éxito rotundo.
»No me malinterpretes: te considero un hombre sensato e inteligente. Pero eso no evitará que nuestros benefactores pongan el grito en el cielo cuando descubran que enviaste a su «más valioso activo» hacia una muerte segura.
Guerón se amohinó, enfrentándolo duramente con la mirada justo antes de responder.
―¿Qué esperabas que hiciera? Era el único modo.
El otro asintió pensativo, con los brazos en jarra y los ojos clavados en el horizonte, sobre la localización que se habían propuesto tomar esa misma noche. Una que relucía con la fuerza de una estrella solitaria en la oscura inmensidad del cosmos.
―Esperemos que ellos también piensen lo mismo ―terció―. O de lo contrario, estamos jodidos.
CUATRO
Esgrimiendo el cuchillo de combate y su capote aleteando con frenesí, la encapuchada descendió como un ave de presa sobre su primera víctima: el muy desgraciado ―un soldado déspota que se complacía bramando órdenes a medida que castigaba a la fila de prisioneros― no advirtió su mortífera presencia hasta que le hubo clavado la hoja en el cuello.
Tan liviana como era, la mujer se mantuvo encaramada a su enemigo, que manoteaba y se debatía como si una alimaña le hubiese saltado a la cabeza. Llegado el momento, esta trastocaría mágicamente su vínculo gravitacional con la masa del planeta gesticulando un tembloroso giro de muñeca, con la mano dispuesta en forma de garra, para así impulsarse y desaparecer tan rápido como había aparecido. Hecho esto, el carcelero trastabillaría con el cuchillo incrustado en la carne, moribundo, hasta desplomarse en el suelo; su caída levantó una nubecita de polvo.
Esta increíble sucesión de acontecimientos habría ocurrido a los ojos de su siguiente víctima. Quien, decidido a no amedrentarse ante la aparición de un intruso, sofocaría a los prisioneros alterados ―testigos presenciales del primer asalto― y se dispondría a dar la voz de alarma mientras escrutaba cada oscuro recoveco dentro de su ángulo de visión, en busca del más mínimo indicio de movimiento.
Sin embargo, el impávido carcelero no lograría una cosa ni la otra. Puesto que la encapuchada no se demoraría ni un segundo en emerger desde las sombras, preparada para desarmarlo, retorcerle el brazo y reducirlo de una patada en la corva. Después le encajaría un contundente codazo en la nuca, mientras el potentísimo haz de luz de una torre vigía marcaba su posición, cegándola al instante.
La encapuchada respondió poniéndose la mano a modo de visera; el bando enemigo, en cambio, prefirió activar el ronco quejido de una sirena, anunciando así su presencia ante un montón de soldados armados hasta los dientes. La mujer maldijo para sus adentros, desenfundando su pistola automática ―modificada con una extensión de cañón, una empuñadura más ergonómica y una ampliación del cargador que añadía hasta el doble de munición―, para luego hacer un brusco movimiento muñeca y salir disparada.
Se esfumó de un salto justo antes de una ráfaga de balas se enterrase en el mismo suelo que había estado pisando, removiendo polvo y lascas. Los dos carcerelos restantes también dispararon a ciegas, con la esperanza de detenerla.
Sin embargo, por más proyectiles que silbasen a su alrededor, la encapuchada se obligaría a mentener la muñeca torcida tanto tiempo como le fuera posible, sin importar cuánto doliese. Solo la relajaría cuando se apresurase a disparar contra aquel maldito foco que seguía buscándola con insistencia. Llegado el momento, apretaría el gatillo para así destrozarlo. Lamentablemente, las balas rebotarían en la pantalla protectora sin hacerle el más mínimo rasguño.
La encapuchada gruñó, agitándose en el aire debido a la inestable combinación de sus poderes antigravitatorios sumados al inevitable retroceso de la pistola, motivo por el cual saldría despedida algunos metros en la dirección opuesta a donde disparaba. Por suerte, ya estaba acostumbrada a tales vaivenes y apenas le costó un instante corregir la trayectoria de caída. Así pues, un par de volteretas más tarde, se encontraba sobre un enorme depósito de agua aledaño, su siniestro capote ondeando con cada movimiento igual que un estandarte.
Una vez allí, destensó la muñeca por completo, sintiéndola temblorosa y dolorida; y acto seguido, el mundo volvió a la normalidad. El restablecimiento de su vínculo gravitatorio la obligó a erguir la columna vertebral, acomodándola a esta presión cambiante. Al dolor de huesos se le añadió el muscular; por no contar la desagradable quemazón que se extendía, devorándole las entrañas, siempre que sus reservas de Éter en sangre menguaban.
No obstante, sacaría energía de donde no la había para forzar el uso de sus poderes una vez más. Así pues, apretando las mandíbulas hasta hacerse daño, reduciría la gravedad con un pequeño giro de muñeca ―como el que haría si estuviese girando un dial de radio―, lo justo y necesario para moverse sin que sus pasos fueran advertidos. Bajo este estado, corrió hacia el borde y se impulsó con eficacia, saltando de pared en pared con el objetivo de alcanzar la torre de vigilancia más cercana.
Sobrevoló la oscuridad con su pistola automática en ristre, mientras aquella condenada sirena berreaba una letanía descontrolada, y los carceleros anunciaban a gritos haberla perdido de vista.
El haz de luz persistía en su búsqueda.
La encapuchada actuó con soltura, ajena al desconcierto de sus enemigos. Corrigió la presión de su muñeca mientras aún seguía en el aire, consiguiendo acelerar la caída; acto seguido, se balanceó en la recia estructura metálica e irumpió en la caseta de la torre vigía con los pies por delante, llevándose consigo al operario del dichoso foco, con tan mala suerte que este trastabilló y se precipitó al vacío en una mortífera caída de más de cinco metros de altura.
Hecho esto, desvió la trayectoria del haz de luz hacia la otra torre de vigilancia, cegando al tirador que había allí apostado. Luego recuperaría el fusil del vigía caído ―deslizándose ágilmente por el suelo para conseguirlo― y se cubriría tras la sólida chapa, desde donde emprendería un breve tiroteo con su enemigo hasta abatirlo de un disparo fortuito en el cuello.
Entre tanto, aprovechando la situación de desconcierto, los prisioneros consiguieron liberarse los unos a los otros. De hecho, quienes estaban al final de la cola fueron los más rápidos en hacerlo, por lo que apenas se desprendieron de las cuerdas tomaron las armas de los guardias caídos. Por un lado, los más valientes contuvieron a la escuadra de soldados que venía a prestar refuerzos; los demás rodearon y desarmaron a los dos carceleros restantes: al primero lo asfixiaron por la espalda haciendo buen uso de la soga; y al segundo lo incapacitaron entre cuatro, noqueándolo de un culatazo en la nariz.
Así fue como los disparos al fin cesaron. Ahora solo oía el constante berreo de la sirena y los continuos ladridos de una jauría de perros de presa.
La encapuchada aterrizó junto al primer cadáver, deteniéndose a su lado para recuperar su cuchillo, el cual todavía tenía incrustrado en el cuello; una vez lo extrajo, restregó la hoja ensangrentada en el ajado uniforme de su enemigo antes de envainarlo. A su espalda, otro de los carceleros ―justamente, el mismo que ella había derribado de un codazo en la nuca― gemía y se removía. Sin pensárselo demasiado, se giró con parsimonia y le asestó una fuerte patada en las costillas. El sujeto emitió un quejido y se desplomó sobre la tierra batida.
La mujer continuó su camino hasta encontrarse con los prisioneros. Los observó con aquellos ojos que, aunque todavía resplandecían aguamarina, parecían a punto de la extinción, y le habló directamente a uno de los reclusos armados. Alguien cejudo y mugriento, de cabello frondoso y revuelto, que no hacía otra cosa más que frotarse la nariz con el reverso de la mano. Las secuelas del duro trabajo en la mina, supuso la encapuchada.
―¿Tenéis dónde refugiaros?
Los prisioneros deliberaron con pocas palabras. Como el tiempo apremiaba, pasaron por alto las extrañas cualidades de la mujer que les preguntaba con voz enronquecida.
―Hay un polvorín cerca ―respondió el cejudo―. Podríamos aprovisionarnos y atrincherarnos allí.
―Bien. ―Asintió con la cabeza―. Hacedlo y esperad a los refuerzos. ―En ese preciso instante, dos enemigos rezagados irrumpieron con los fusiles en ristre. La encapuchada encaró su pistola automática con un acto reflejo y abrió fuego sin miramientos: los dos cayeron abatidos―. Y daos prisa.
El cejudo asintió gravemente.
―Ya la habéis oído ―gritó―. ¡Vamos!
Nada más finalizar la conversación, la encapuchada recurrió a su exigua reserva de Éter en sangre e hizo un último esfuerzo. Desapareció con un salto, mientras su capote ondeaba salvajemente, y dejando tras de sí una creciente nube de polvo.
CINCO
―¿Oíste eso? ―preguntó Guerón, desconcertado.
―¿A qué te refieres?
El líder guerrillero chistó a su compañero y lo mandó guardar silencio con una simple señal, poniendo la mano en alto.
―Calla y escucha. ―Guerón permaneció totalmente inmóvil, sin respirar siquiera por temor a perderse el más mínimo detalle. Además del canto de los pájaros nocturno y el aullido distante de las alimañas en el desierto, advirtió un débil pero constante clamor proveniente del campo de trabajos forzados de Coral―. ¿Es que no oyes una sirena?
El otro aguzó el oído al máximo.
―Joder, sí que la oigo ―coincidió―. Y también algunos disparos... Aunque no consigo distinguir cuántos combatientes hay en la refriega.
―Yo tampoco. ―Suspiró Guerón―. Como mínimo, habrá unos cuantos. Podríamos adivinarlo si no tuviésemos el viento en contra. Ahora cállate y escucha atentamente. ―Ambos se mantuvieron en silencio. Al cabo de unos instantes volvió a chistar a su compañero a modo de advertencia―. ¿Oyes lo mismo que yo?
―Puede que sí. ―Frunció los labios, concentrado―. Dime algo, Guerón. ¿Son cosas mías o tú también escuchas que, a medida que pasan los segundos, el número de disparos mengua más y más?
―Juraría que lo segundo ―respondió el líder guerrillero sonriendo de lado.
El otro lo miró de soslayo.
―Eso solo puede significar una cosa.
―En efecto. ―Asintió con la cabeza―. Significa que Edel al fin entró en contacto con el enemigo. Ve y avisa a los demás, que estén listos para partir en cualquier momento. ―Las armas dejaron de hablar súbitamente conforme Guerón comunicaba las nuevas órdenes―. A partir de este momento toda la responsabilidad recae en esos gilipollas de la resistencia, y en su hombre tras los muros.
Antes de poner rumbo al campamento, el guerrillero se permitió hacer un comentario al respecto.
―Fíjate, Guerón... ―advirtió con cierto sarcasmo―. Hablas como si confiases en ellos.
―Yo tan solo confío en los míos ―se justificó Guerón después de agarrar los prismáticos y reanudar su exhaustiva vigilancia del campo de trabajos forzados de Coral―. Del resto espero que cumplan su parte; nada más. Ahora, ve y desempeña tu cometido.
Finalmente el guerrillero se marcharía con una ligera sonrisa en los labios, a medida que negaba para sí mismo. En cuanto respecta a Guerón, durante los minutos posteriores se impacientaría escuchando el etéreo canto de aquella sirena, así como las distintas explosiones y las innumerables ráfagas de disparos que asolarían el sudeste del asentamiento minero que pretendían tomar esa misma noche.
SEIS
Se puso en marcha nada más escuchar el clamor de la sirena. En su mente, un objetivo único y bien definido: debía llegar cuanto antes a la central eléctrica que surtía energía a todo el complejo; o más concretamente, a su patio de transformadores. Para ello se escabulló de su ronda, así como de sus responsabilidades como supuesto soldado austracio, apenas le fue posible hacerlo.
Había corrido desde entonces, con discreción y al amparo de la noche, escondiéndose detrás de cada esquina. Si examinaba todos los recovecos u oteaba cada sombra antes de continuar, lo hacía por temor a verse comprometido y desenmascarado en el momento menos indicado.
Proseguía extremando la cautela, sabiendo que los altos hornos donde se quemaban cantidades ingentes de carbón y otros combustibles fósiles marcaban indudablemente su destino. Como un punto de referencia sobresaliente, colocado en medio de esta tierra devastada por la climatología y la no menos desdeñable mano del hombre.
Aún así, ¿por qué guardar tanta precaución en una situación donde prima el desorden? Muy fácil... Digamos que pocos eran los soldados que iban en dirección contraria a la fuente de los disparos, escondiéndose tras cada esquina porque llevaban consigo una bolsa de lona repleta de cartuchos de dinamita, además de otras herramientas útiles para el sabotaje. No había que ser ningún lince para detectar cierta intencionalidad dañina en sus actos.
Por ello, en cuanto se dio de bruces con una escuadra de soldados apostados en una intersección, se escondió tras unos bidones vacíos sin hacer apenas ruido. Una vez allí, incómodamente acuclillado, el saboteador aguzó el oído y los escuchó conversar con detenimiento.
Según pudo advertir, comentaban el contenido de los últimos mensajes de radio: en ellos se anunciaba la irrupción de un comando enemigo especialmente diestro en el combate; y de cómo estos se las ingeniaron para liberar a un grupo de refresco que, en ese momento, se dirigía a las minas de vitrilo, para luego atrincherarse todos ―liberados y libertadores― en el viejo polvorín. Tras intercambiar esa información, dijeron no tener más noticias al respecto. Así que, preocupados por el riesgo de amotinamiento, comenzarían una enérgica discusión sobre si les correspondía atender el llamamiento; o si, por el contrario, debían reforzar la vigilancia del área restringida.
Zanjaron la discusión rápidamente.
Uno de ellos solicitó instrucciones vía radio y la respuesta no se demoró en llegar, exigiéndoles apoyo inmediato de manera tajante, y con aparente nerviosismo; había ocurrido algo realmente grave. Finalmente, llegarían a la conclusión de dividir fuerzas: el cabo de la escuadra y dos de los soldados acudirían al lugar del conflicto, mientras que un último guardaría aquella zona en posesión de la radio, para así disuadir a cualquier intruso que osase acercarse a la central eléctrica; o, en un caso más drástico, poder informar de la presencia de enemigos en el lugar. Asimiladas las órdenes, se desearon suerte y corrieron hacia su destino, dejando atrás al susodicho.
El saboteador masculló entre dientes, meditando en cómo esquivaría a un soldado apostado en mitad del camino que conducía directamente a la instalación que pretendía inutilizar. Valoraría abatirlo de un disparo, pero descartaría rápidamente esta idea con el pretexto de evitar atraer atención indeseada; y la acción cuerpo a cuerpo estaba descartada por ser demasiado arriesgada... También pensaría en dar un rodeo, pero la idea de encontrarse con más soldados no le sedujo en absoluto.
Solo cabía una posibilidad.
Se animó a sí mismo, llenándose de determinación a medida que buscaba una piedra en el suelo; le costaría encontrarla sin abandonar su escondrijo. Hecho esto, esperó a que el guardia prestase atención al flanco opuesto para arrojarla tan fuerte como le fuera posible, con la esperanza de que llamase su atención al caer. Los astros debieron alinearse a su favor, porque el proyectil rompió un cristal con estrépito, desatando los fieros ladridos de un perro en la distancia.
El soldado se giró de inmediato hacia la fuente del ruido, linterna en mano, para preguntar si había alguien ahí. Sobra decir que nadie respondió, y tampoco encontró al causante del ruido. Durante un instante logró convencerse de que podría tratarse de un gato en plena cacería, pero luego dudó. Así que volvió a preguntar, pero esta vez con la voz temblorosa.
Obtuvo la misma respuesta.
Así pues, receloso de aquella situación, el soldado recurrió a la radio con la intención de solicitar refuerzos, llegando incluso a oprimir el botón. Sin embargo, lo soltó antes de pronunciar palabra alguna por temor a equivocarse... Lo último que deseaba era generar una falsa alarma que dificultase la contención del amotinamiento. Así pues, armándose de valor y con el fusil en ristre, se aventuró a descubrir qué había en la oscuridad.
El saboteador aprovechó la ocasión nada más este hubo desaparecido tras el recodo. Corrió hacia el otro extremo de la intersección, siguiendo los carteles de advertencia, y divisando en todo momento la gigantesca chimenea de los altos hornos, que exhalaba humo sin cesar.
Callejeó, moviéndose agazapado, sin encontrar más presencia enemiga. Continuó así hasta dar con la verja que aislaba la central eléctrica y todas sus instalaciones del resto del complejo. Miró a ambos lados con reserva, agradeciendo la penumbra; y echó un vistazo arriba de la misma: había una espiral de alambre de cuchillas, por lo que la escalada no figuraba como opción. Agradeció contar con unos alicates en su bolsa, con los que practicó un agujero cuadrangular en la malla. Dobló o retiró los restos punzantes antes de pasar a través del mismo.
Unos pasos después, se encontraba en el lugar idóneo: había llegado al patio de transformadores.
Con toda la precaución del mundo, se acercó al grupo de transformadores ―compuesto por cuatro grandes piezas rectangulares, enmarañados por cables de alta tensión― y procedió a plantar los explosivos tan cerca de los mismos como pudo, con cuidado de no electrocutarse. Por suerte, la cercanía de los unos con los otros evitó que debiera preocuparse por la longitud de mecha sustraída.
Se apresuró a unir los cartuchos de dinamita de tres en tres, los ató con cinta adhesiva y los conectó entre sí. Repitió el mismo proceso con las siguientes cargas. Hasta que, al cabo de tres o cuatro minutos, se halló junto al agujero por el que había accedido, mientras seguía desenrollando metros y metros de mecha.
Hecho esto, la cortó con la ayuda de una navaja, para luego trenzar los cabos sueltos vagamente. Agarró su fiable encendedor de gasolina, chascándolo con un hábil movimiento de muñeca. Una vez la llama se hubo estabilizado, prendió la mecha sin más dilación, la cual chisporroteó mientras seguía el camino señalado. De pronto, el constante clamor de aquella sirena no le supo tan desagradable.
Recogió sus cosas antes de atravesar el agujero. Justamente se disponía a alejarse tan rápido como pudiera cuando la luz de una linterna lo cegó. Sin saberlo, acabó dándose de bruces con el soldado que había esquivado minutos atrás. El tipo emergió de las sombras, ajustando ―o más bien, amplificando― el haz lumínico de la linterna conforme le apuntaba con su fusil de asalto.
―¡Eh, tú! ―le gritó―. ¡Identifícate! ¿Quién eres y qué husmeas por ahí? ―El soldado enemigo reaccionó incluso al más leve movimiento por su parte―. ¿Es que no me oyes? ¡Detente ahora mismo! Eso es, tira el arma al suelo, vamos. Identifícate ahora mismo, o te pego un tiro.
―Tranquilízate, hombre. ―El saboteador trató de sonar conciliador, depositando cuidadosamente el arma en el suelo a medida que flexionaba las rodillas. Al erguirse, mostró las palmas de las manos, haciéndose ver indefenso―. ¿No ves que vestimos el mismo uniforme? ¡Somos compañeros!
Sin embargo, el otro no le creyó.
―Entonces, ¿qué diantres haces ahí, escondido en la oscuridad? ¿Por qué no estás con los demás, conteniendo el amotinamiento en el viejo polvorín?
El saboteador improvisó una excusa.
―Cálmate, amigo. ―Forzó una sonrisa de circunstancia, vigilando de reojo cómo la mecha se abría camino a su destino. Sintió el peso del tiempo sobre los hombros―. Estaba vigilando más allá cuando me pareció escuchar un ruido y me acerqué a comprobar. Nada más.
―Mientes ―masculló, acusatorio―. ¡Mientes! En ese caso, ¿por qué estás solo? ¿Dónde está tu pelotón y quién está al mando del mismo, eh? No te creo, joder. Todo esto es muy raro. ―Afirmó la culata del fusil al hombro, preparándose para disparar en cualquier momento. ―Seguro que eres un puto desertor... O quizá algo mucho peor.
El saboteador se puso una mano de visera, haciéndose sombra en medida de lo posible para echar un vistazo con disimulo a donde aún podía ver la mecha, progresando rauda y sin detenerse un ápice. Por su posición actual, supuso que concluiría su trayecto en breve; y no quería estar allí una vez ocurriese.
―¡Responde de una vez! ―le inquirió, amenazante, mientras se acercaba. Y mientras lo hacía, nuevos detalles salían a la luz; como el agujero en la verja―. Además, ¿qué coño es eso?
Al principio titubeó. Pero al final, tras un instante de lucidez, el saboteador echaría a correr completamente desarmado, sacándole partido al hecho de que este hubiese desviado la linterna para examinar el alambre destrozado ―y por lo tanto, también el cañón al cual estaba adherido―. Huiría aprovechando la distribución de aquellas calles y los múltiples parapetos que podía encontrar en el camino para salir de su línea de tiro, protegiéndose la cabeza con los brazos. Después de darle el alto, el soldado no tuvo más remedio que abrir fuego... Las balas silbaron a su alrededor, pero afortunadamente ninguna impactó en su objetivo.
Aceleró tanto como punto, y el soldado detrás de él. Este último saltó sobre los obstáculos y se posicionó hasta encontrar rango de tiro. Se detuvo en seco, la culata firmemente apoyada en el hombro mientras apuntaba a la espalda de alguien que corría en línea recta. Sonrió, seguro de poder abatirlo de un único disparo.
Probablemente lo hubiese hecho de no haber ocurrido la explosión en ese preciso instante, haciéndole errar el tiro. Por otro lado, con los transformadores convertidos en un amasijo de metal, sus fragmentos saltaron como la metralla. Uno de ellos, en concreto, alcanzaría al soldado en la nuca, haciéndolo caer en el acto.
El saboteador, por su parte, se arrojó al suelo con las manos en la cabeza. A su alrededor escuchaba el estruendo de las siguientes explosiones, así como el estrépito ocasionado por la consiguiente lluvia de proyectiles metálicos. Ni siquiera repararía en cómo moría el sonido de la sirena en la distancia; o en cómo las luces frías de los focos se apagaban lentamente.
Atrás suya solo quedaba el inicio de un fuego que arrasaría la mayor parte del sector noroeste del campo de trabajos forzados de Coral.