10/11/2020 04:45 PM
2ª parte del mismo (no cabía todo en un mismo post :') )
―Lo han conseguido... ―susurró uno de los guerrilleros, el cual se acercaría a husmear junto a otros cuantos nada más se hubo corrido la voz―. ¡Maldita sea, lo han conseguido!
Un grupo de jugadores empedernidos bromearon con desdén al respecto, antes de tomarlo por estúpido con sorna.
―Que sí, joder. ¿Cómo iba a mentiros con algo tan serio, cenutrios? ―confirmó―. ¡Vamos, acercaos! Venid a verlo vosotros mismos si no me creéis.
Lentamente y con desgana, los jugadores apilaron los naipes y se incorporaron, arrastrando los pies al caminar.
―Por la gloria de los Trece... ¡Pero más rápido, que el tiempo apremia!
A estos tantos se les unirían algunos más, y después unos cuantos de por allá. Hasta que, al final, una marabunta de hombres se aproximaría mientras el primero de ellos señalaba hacia el invisible campo de trabajos de Coral, entusiasmado y eufórico a partes iguales.
―¿Lo veis? ―insistió―. ¡Exacto! Ni una sola luz a la vista en todo el desierto.
Los guerrilleros se sorprendieron, algunos incluso vitorearon a destiempo.
―¿Se puede saber qué cojones hacéis ahí parados? ―intervino Guerón desde atrás, con el ceño fruncido y los brazos en jarra―. No hay tiempo para celebraciones.
»Vosotros dos, Lando y Fígaro. No oigo los motores encendidos; corred a arrancarlos, rápido ―ordenó―. Los demás, ¿sabéis dónde se ha metido Gaude con la pistola de bengalas? Maldita sea... Y pensar que solo le encargué una cosa a ese zoquete. ―Bufó enérgicamente―. Bueno, no importa; ya aparecerá.
»Ahora, oídme bien. ¡Todo el mundo a los coches, partimos de inmediato! Estad preparados, hermanos míos, porque ha llegado el momento de saldar deudas con esos hijos de puta. ¡Este momento será recordado por los enemigos de la Nación como la noche que nosotros, la Compañía de los Devotos, pusimos en jaque una jodida prisión austracia! ―gritó con énfasis―. ¡Y sabed que no será la única en caer!
En esta ocasión, todos los guerrilleros al unísono. Sin excepción.
Con una sonrisa orgullosa en los labios, Guerón encaró el desierto nocturno mientras los hombres bajo su mando corrían a sus puestos. Tenía la radio en la mano; la misma que no habían podido usar durante las últimas dos semanas por temor a que toda comunicación fuera interceptada por el enemigo, y que ahora entregaba escuetos mensajes de tanto en cuanto. Oprimió el botón con gran satifacción justo antes de pronunciar unas sencillas palabras cargadas de significado.
―Aquí Equipo Tarasca. Estamos preparados.
Hacía minutos que el centro de operaciones de Coral ―ubicado en el mismo corazón del campo de trabajos forzados― era un completo descontrol.
Primero detectaron la misteriosa aparición de un supuesto comando de guerra; luego supieron del amotinamiento de una treintena de reclusos, los cuales se guarecieron en un antiguo almacén de explosivos y municiones; y en último lugar, fueron víctimas del inoportuno sabotaje de una infraestructura clave, necesaria para el correcto funcionamiento de todo el complejo carcelero.
Pero la historia no acabaría aquí, ya que dicho centro de operaciones disponía de un minúsculo generador secundario que les permitía operar bajo mínimos, sin renunciar a ninguno de sus servicios esenciales, como lo eran los de telecomunicaciones. Por lo tanto, los altos mandos austracios a cargo del recinto seguirían bramando órdenes, organizando la defensa o exigiendo acciones inmediatas contra las masas sublevadas, aun cuando eso significara hacer uso de la fuerza letal.
Todo ello mientras giraban las dichosas luces de emergencia, inundándolo toda la sala con su intermitente luz ambarina. Hasta que, finalmente, el aullido de aquella sirena se detuvo.
―¿Qué diablos ocurre ahora? ―preguntó el oficial al mando.
Había tensión en el ambiente.
―No se preocupe, señor ―respondió el jefe técnico, tecleando comandos a toda velocidad―. Hemos activado el sistema de eficiencia energética.
―Arcontes, céntrese en el problema principal. ¿Puede usted restituir la corriente eléctrica? ―Se giró para encarar a los otros técnicos subordinados, confrontativo―. ¿Alguien en esta sala puede hacerlo?
―Me temo que no, señor ―respondió el jefe técnico, titubeante, tan rígido como si le hubiesen introducido un palo por el recto―. Esos malditos incursores deben haber encontrado un método de bloquear el suministro eléctrico.
El oficial al mando exclamó un exabrupto antes de descargar un puñetazo sobre la mesa. Acto seguido, arrojó una montaña de informes al suelo, embargado por la frustración. Requirió de algunos segundos para tranquilizarse.
―Decidme entonces, ¿cómo diantres explicarían ustedes que haya ocurrido semejante cosa, cuando el motín se concentra en el otro extremo de la instalación?
El jefe técnico no supo responder; si había causa alguna, el enemigo consiguió colarla con discreción. Por suerte, la aparición de un nuevo contratiempo lo sacaría del aprieto, evitándole el disgusto de dar explicaciones.
―Señor. ―Le llamó la atención otro de los técnicos presentes, esta vez uno responsable de las comunicaciones radiofónicas―. Venga aquí. Hemos encontrado unas emisiones, cuanto poco, sospechosas. A no más de cinco kilómetros de distancia, puede que menos. ―Suspiró descolgándose los audífonos―. Acérquese y oiga, por favor. Me temo que es importante.
El oficial acudió rápidamente. Agarró los auriculares y los acomodó sobre sus orejas, acallando el murmullo que había a su alrededor con un chistido. Ya en silencio, escucharía con atención ―y pánico mal disimulado― el contenido de aquella retransmisión.
Consistía en la reproducción en bucle del Himno de Liberación Burmenio, un cántico partisano gestado en la trinchera, en tiempos de guerra, y convertido en la actualidad en un símbolo de resistencia y oposición a las prácticas hegemónicas de Austracia. Las notas de su melodía estaban vivas, la percusión marcaba un ritmo ágil y enérgico, y sus voces a coro proclamaban un mensaje subversivo con estruendosa sonoridad, en una lengua que apenas balbucía a modo de advertencia.
Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda de arriba a abajo, sabiendo que dicha emisión no podía ser casualidad. Siendo completamente consciente de lo que aquello suponía, el oficial se quitó los audífonos y dejó de escuchar la grabación.
Si de algo no cabía duda alguna era que, más pronto que tarde, serían víctimas de un ataque perfectamente orquestado por los enemigos de la Nación; como había pasado con anterioridad en los campos de Nízar o Sierra Jara. Así pues, los temores que tanto les habían preocupado durante las últimas semanas al fin se confirmaban.
Tragó saliva con incomodidad. Porque no le quedaba más remedio que acatar las tan temidas ordenes venidas desde la capital, por más que su ejecución pudiera acabar en tragedia, exponiéndolos a un peligro incontrolable. Sin embargo, ¿quién era él para contrariar las directrices impuestas por las autoridades del Partido Nacional de Austracia? A fin de cuentas, era aquella una situación excepcional para la que se habían preparado concienzudamente.
Por lo que el oficial caminó con paso ligero hacia el otro extremo de la sala, acercándose a la barandilla que aseguraba esta planta de la inferior. Desde allí, contempló la cápsula de contención que retenía a un varón anómalamente hipertrofiado, con el cuerpo desnudo surcado de venas henchidas, el cual estaba suspendido en un líquido viscoso con la única asistencia de una máscara de oxígeno. Su piel era blanquecina, de un aspecto irremediablemente enfermizo; y su físico estaba exento de vello alguno.
Marcado en la frente, tenía el número "6".
―Liberad al autómata ―indicó a los científicos de la planta inferior, los cuales velaban por el sujeto―. Liberadlo y preparadlo de inmediato. ―Suspiró gravemente―. Y que los Arcontes, si son justos y benévolos, nos guarden en su infinita misericordia. A todos.
El apagón habría ocurrido mientras la encapuchada atraía la atención de un pelotón de soldados austracios, empeñados en darle caza a cualquier coste. Y es que, a estas alturas de la incursión, cualquier desplazamiento se había convertido en todo un desafío; no solo por la dificultad que entrañaba exponerse adrede ante una masa de soldados enajenados, sino más bien por su tendencia a dosificar el contenido restante en su cápsula de Éter. Por desgracia, privándose de aquel compuesto tan solo conseguía el efecto contrario: sentirse agotada, con todos los músculos entumecidos y la respiración agitada.
Para colmo, aquellos tipos no le daban ni un mísero segundo de tregua. Así que sus saltos cada vez eran más cortos, y sus zancadas más lentas. De seguir, más pronto que tarde caería rendida. Era demasiado peligroso reiterar en el uso de sus poderes sin haberlos alimentado previamente. Sin embargo, aunque estuviese al borde de la extenuación, se negaba a abusar de la única dosis que le habían conseguido. Debía moderar su consumo tanto como le fuera posible.
Y entonces se apagaron los focos eléctricos, desconcertando a sus perseguidores. Como única fuente de luz, la gigantesca y resplandeciente luna llena suspendida en el cielo nocturno.
Aprovechando la confusión, la encapuchada se escondió rápidamente de sus captores. Estos la buscaron con insistencia, comunicándose a voces después de revisar cada rincón. Así pues, agazapada en un recoveco en el que se creyó a salvo, extrajo el inhalador con las manos temblorosas. Se lo llevó a la boca, mordió la boquilla y oprimió con los labios a su alrededor, preparada para inhalar una carga de su contenido con moderación.
Por mísera que fuera, pronto sentiría cómo su cuerpo se reactivaba. Cada fibra de su anatomía gozó de un subidón de adrenalina; y la quemazón de sus entrañas, así como el entumecimiento de sus músculos, desaparecieron casi de inmediato. Como muestra de tal poder, sus ojos relampaguearon en la oscuridad con un fulgor aguamarina, y sus sentidos ―anteriormente embotados― se intensificaron.
Inmediatamente después, la sacudiría aquella inaudita sensación de euforia que acompañaba el consumo de Éter.
Aunque esta no se alargaría por mucho tiempo, ya que el sonido de los disparos, las explosiones y los vehículos irrumpiendo con violencia la sacarían de su momento de mayor éxtasis, devolviéndola a la realidad. Sería entonces cuando recordase el propósito de su misión, así como que se encontraba rodeada por individios que, de una manera u otra, ansiaban matarla.
Salió de su escondrijo ―envuelta en una maraña de tela que crujía al agitarse― para vérselas frente a frente con un soldado imberbe e inexperto, el cual pretendía encañonarla sin mostrar misericordia. Sin embargo, lo único que consiguió fue trabar el fusil entre las estrechas paredes del callejón. En ese momento, la encapuchada pellizcó una fuerza invisible con la mano izquierda, y la retorció hasta sentirse tan ligera como una pluma. Hecho esto, escaló con un par de zancadas sobre los hombros del muchacho y, una vez allí, se impulsó en diagonal. El soldado cayó de bruces al suelo, accionando algunos disparos por error; pero ninguno de ellos acertó en objetivo alguno.
Ascendió notando el contacto del aire frío del desierto en el rostro... Por primera vez en los últimos minutos, con sus poderes reinstaurados y al amparo de la noche, la encapuchada se supo a salvo de sus perseguidores. Así pues, se tomó unos instantes para reconocer los alrededores.
Lo primero que vislumbró fue una oleada de prisioneros ―liderados por un sujeto vestido con un uniforme austracio― enfrentándose a un batallón de soldados cada vez más mermado, en su camino hacia el polvorín donde se concentraban la mayoría de los presos amotinados. También advirtió el gran incendio que se había originado en la distancia, al otro extremo del campo de trabajos forzados de Coral, donde se intuían las formas de la central eléctrica, ahora oscurecidas por la humareda y la ausencia de suministro eléctrico. Y por último, divisó cómo una marabunta de enemigos cubría los puntos de acceso al recinto, mientras una enorme fila de vehículos circulaban a toda velocidad por la maltrecha carretera del desierto, evitando la llanura que intuían repleta de minas de proximidad.
Sonrió levemente al ver estos últimos. Por fin llegaban los refuerzos.
Estableciendo ese como su próximo destino, redujo bruscamente la presión de su muñeca izquierda. Sintió cómo el estómago le daba un vuelco antes de incrementar su velocidad de caída, usando aquella inercia para planear hacia el lugar donde sus compañeros se abrirían paso. Cayó conforme abría su capote a modo de asistencia, creando resistencia para facilitar la navegación.
Aquellos vehículos todoterreno irrumpieron en el complejo carcelero mientras tanto. El primero de todos ellos arrasó la verja electrificada, y los demás le siguieron a rebufo, a la vez que sus pasajeros abrían fuego de cobertura contra los parapetos enemigos. Al margen del tiroteo, la encapuchada advirtió que unos soldados pretendían utilizar una ametralladora montada contra el convoy. Sin más dilación, se obligó a descender en picado sobre ellos.
Ignorantes de su presencia, uno de los soldados amortiguaría su caída. La encapuchada rodó por el suelo, desenfundando su cuchillo de combate para rajar el muslo del segundo con corte certero. Al siguiente lo derribaría de una patada en el pecho. Y el último se acongojaría con tan solo mirar la hoja ensangrentada y el incesante fulgurar de aquellos ojos anómalos; se alejaría del arma montada con los brazos en alto, suplicando clemencia. Mientras este huía a trompicones, la encapuchada abrió el cajetín de la ametralladora y desenganchó la cinta de munición con un fuerte tirón, asegurándose de que su próximo accionamiento la encasquillase.
Luego se impulsaría hacia el cielo, no sin antes haber activado sus poderes antigravitatorios. Describiría un arco perfecto en el aire antes de aterrizar en medio del tumulto, rodeada de enemigos, conforme los guerrilleros bajaban de sus vehículos y se parapetaban detrás de los mismos. En cuestión de segundos, aquello se convirtió en una batalla campal. Los austracios resistían con fiereza; los rebeldes, por su parte, se desvivían presionando el frente; y mientras tanto, ella seguía enfrenándolos en la retaguardia, cuchillo en mano. Llenos de estupor por lo que veían, a los soldados enemigos no les quedó más remedio que retroceder en desbandada.
Una vez se detuvo el fuego, los guerrilleros aclamaron a la encapuchada, quien de nuevo se había impulsado para tomar una posición ventajosa. Estos derrocharían munición al aire, arengándose los unos a los otros a continuar avasallando hasta que el campo de trabajos forzados de Coral fuese tomado.
Pero entonces, nada más tomar cierta altura, la encapuchada advirtió el gran peligro que los acechaba.
Erguido entre el fuego, con su sobretodo de cuero ondeando al viento y su casco de metal oscuro arrancándole destellos a la luna, los amenazadores ojos de aquella robusta figura refulgían del mismo aguamarina que los de ella, tras un grueso visor de cristal empañado. Orgulloso, pese a respirar sonoramente de un depósito que cargaba a la espalda, y al cual estaba conectado mediante un tubo que pendía de su máscara. Sin ningún atisbo de duda, este fijaría su atención en la encapuchada.
Tragó saliva, temerosa. Pues se hallaba frente a la prueba inequívoca de que Guerón estaba en lo cierto: se encontraban ante un «autómata» del Partido Único. De pronto la sobrevino una retahíla de imágenes mentales, como si fueran retazos de un pasado remoto. Sumergida en una vorágine de recuerdos angustiosos, notó la sangre golpeando sus sienes con un grotesco palpitar.
No pudo evitar sentirse doblegada por un oscuro sentimiento, elemental y primitivo: el miedo.
Aquel siniestro sujeto se recortaba en el horizonte incendiado, evaluando la situación con sus inquietos ojos refulgentes ―idénticos a los suyos―, vagamente escondidos tras el visor de una máscara integral. Su respiración, sonoramente acompasada, le servía para aspirar el Éter depositado en la bombona que cargaba a la espalda. Los pliegues de su largo sobretodo desabotonado agitándose sacudidos por el frío viento desértico.
Una fortísima racha de aire arreció el lugar, levantando a ratos sendas nubes de polvo.
Entonces se crujió los nudillos, haciendo sonar de paso el cuero de sus dedos enguantados en negro, reforzados y claveteados a la altura de la primera falange. Y sin más dilación, se precipitó contra el enemigo.
Con la salvedad de que, a diferencia de la encapuchada, este caería sin ofrecer resistencia alguna, sin más protección que sus articulaciones, y desde una altura imposible de amortiguar. Sin embargo, lo consiguió: aterrizó con la destreza de un felino, las rodillas flexionadas y el faldón del sobretodo removiéndose con estrépito; a pocos pasos del autómata, un grupito de guerrilleros eufóricos. Su continuo resuello los puso en alerta, pero fue demasiado tarde.
En apenas un pestañeo, entre el griterío frenético y una retahíla de disparos descoordinados, el autómata cargaría con el puño en alto. Inmune a las balas de sus enemigos, desataría toda su ira asestando un puñetado devastador... ¿Resultado? El guerrillero murió instantáneamente, reducido a un borrón sanguinolento; a un mejunje nauseabundo, mezcla de carne, órganos y fragmentos óseos. Lo restante de su cadáver destrozado volaría hasta estrellarse contra uno de los vehículos todoterreno, abollando la carrocería.
Embadurnados con los despojos de su compañero de armas, los demás se sumieron en el horror. Temblorosos y ojipláticos, ninguno reaccionó mientras el autómata se les acercaba, sus ojos abstraídos refulgiendo tras una pátina de sangre, y los nudillos llenos de salpiconazos preparados para aplastar.
Habría masacrado a un segundo guerrillero de no haberse entrometido la encapuchada, consiguiendo apartarlo de un empujón. Ambos rodaron por el suelo; esta vez, el autómata había errado el golpe.
Ágilmente, la mujer se incorporó a la lucha, sus extremidades ofreciéndole firmes puntos de apoyo mientras se deslizaba sobre la tierra batida. Aquellos seres anómalos de ojos resplandecientes establecieron contacto visual; se midieron con la mirada. La encapuchada por un lado, tensa e incómoda; el autómata con la cabeza ladeada, extrañamente satisfecho.
Con el ceño fruncido, torció su muñeca izquierda, tomó distancia y emprendió la huida hacia un lugar alejado. Resuelto y con fiereza, el autómata se recompuso y la persiguió dando grandes saltos, escalando paredes y encaramándose a ellas, hostigándola con una eficiencia abrumadora para tratarse de alguien sin más poder que su fuerza bruta. Sin embargo, pese a la notable diferencia de habilidades, cualquiera que presenciase aquello juzgaría que ambos eran una misma cosa: dos criaturas insólitas fuera de la comprensión de todo ser convencional.
La encapuchada siguió rebotando de edificio en edificio, con la respiración desvocada y el corazón en la garganta. No obstante, sin importar cuán lejos corriese o cuán alto saltase, jamás dejaría de oír sus resuellos continuos, acrecentados por el respirador artificial de su máscara; pues en ningún momento se alteraba, sino que parecía tan estable como la de un depredador que juega con su presa, consciente de tenerla sometida.
Presa de este tormento, la encapuchada posaría sus pies en el suelo; a su alrededor, un llano desolado por el fuego, de llamas altas y crepitantes. Justo después llegaría el autómata, logrando aterrizar con las rodillas flexionadas a no más de diez metros de su posición.
La encapuchada entrecerraría los ojos y respiraría hondo, con lentitud, tratando de calmarse. Mientras tanto, el autómata esperaría pacientemente sin mover un solo músculo. Sus ojos aguamarinas refulgiendo bajo aquella siniestra máscara integral, como dos luces en la oscuridad.
Apretando las mandíbulas, así como la empuñadura de su cuchillo de combate entre sus dedos, procedió a desenfundar su pistola conforme adoptaba una postura beligerante. El autómata se reiría lúgubremente, y sus terribles carcajadas retumbarían capaces de helar incluso la sangre del más valiente; pero no dijo una sola palabra. Como bien se sabía, el diálogo no se encontraba entre las selectas competencias de los autómatas creados por el Partido Único.
Pues su único propósito consistía en ser herramientas letales, infalibles e incondicionales a los intereses de la Nación.
Después de que ella se hubiese acomodado en aquella posición de combate, el autómata correría a su encuentro, tan rápido que incluso lograría confundirse con la penumbra. Se deslizaría zigzagueante, imposible de seguir con la mirada, mientras la encapuchada disparaba ráfagas descontroladas, advirtiendo con pánico cómo sus proyectiles no le causaban la más mínima mella.
Así pues, cuando lo tuvo suficientemente cerca, se apartó para retorcer la gravedad a la que se encontraba sometida, abandonándose al retroceso de su pistola mientras esta escupía balas en ráfaga. Actuó a sabiendas de que, cada vez que hacía esto, sus articulaciones ―sus muñecas, sus codos y sus hombros― se resentían más de lo normal; por suerte, sus músculos imbuidos de Éter evitaban dislocación o fractura alguna. No obstante, esto jamás evitaría que la munición se le agotase.
Su capote se agitó mientras retrocedía, repelida por las detonaciones de su pistola, ahora descargada, con la corredera retraída. Fue despedida de espaldas, con el viento silbándole en los oídos, creyendo moverse a la suficiente velocidad como para evitar que aquella siniestra figura encorsetada en cuero negro la alcanzase.
Pero se equivocó.
El contacto de una mano extraña aferrándola con fuerza por el tobillo le hizo reparar en su catastrófico error de cálculo. Ejecutando una cabriola, el autómata la arrojaría contra la superficie; y por más que ella intentase corregir su trayectoria de caída, era demasiado tarde.
La encapuchada se estamparía contra la pared de un barracón construido con restos desiguales de chapa, abollando su superficie hasta entonces irregularmente plana. A pesar del golpe, pudo reaccionar con inmediatez luego de advertir cómo una sombra oscura se le echaba encima. Con apenas unos instantes de antelación, y a pesar del latigazo de dolor que sentía en el hombro, se hizo a un lado mientras el otro descendía con el puño cargado...
Al golpear, lo hundió en el metal con estruendo.
El autómata chasqueó la lengua, liberándose sin esfuerzo de aquel amasijo de chapas. Cuando destrabó el brazo, la otra ya se había incorporado, trastabillante. Intercambió el cargador de su pistola, pero le costó hacerlo entrar en la cavidad con normalidad. Luego caminaría unos pasos hacia atrás, alejándose inconscientemente de la fuente de su miedo.
El autómata rio entre dientes, entrecortado por aquel tétrico y continuo resuello artificial.
Amartilló la pistola y se dispuso a acribillarlo con una ráfaga letal... Pero entonces, en un acto reflejo súbitamente brutal, el autómata desclavaría una de las láminas de chapa que segundos atrás había golpeado por error, y la interpuso a modo de cobertura.
Fuego.
Algunas balas rebotaron. Otras penetraron el metal, con trayectorias desconocidas. Solo unas pocas impactaron sobre tejido blando. La encapuchada siguió disparando hasta que la pistola se encasquilló.
Desgraciadamente, y por más sorprendente que esto parezca, el autómata salió indemne. Se desprendió del escudo improvisado y se miró el hombro, uno de los pocos lugares donde una bala ―o varias de ellas― había atravesado limpiamente, dejando un reguero de sangre. Sin embargo, acabaría haciendo caso omiso al dolor, como si fuese completamente incapaz de sentirlo.
Ojiplática, la encapuchada intentó desencasquillar la pistola. Él, en cambio, se abalanzó iracundo, como una bestia depredadora, asestándole un potentísimo rodillazo en el vientre; se retorció, doblegada por el dolor intenso. Con la pistola bloqueada, intentó defenderse esgrimiendo su cuchillo: realizó un corte horizontal, de carácter disuasorio, pero el autómata lo esquivó sin problema. Ella cayó la suelo, arrojada por la inercia de su ataque.
Las botas del autómata pisotearon la gravilla donde yacía debilitada. Intentó defenderse, pero falló. Aquella criatura la tomó burdamente, como si se tratase de un muñeco de lana maltrecho, agarrándola del cuello; también le aprisionó el brazo que sostenía el cuchillo de combate. Luego apretaría ambas constricciones... pero sobre todo la que se ceñía en turno a su muñeca izquierda. La encapuchada luchó, resistiéndose al tormento que este le procuraba, hasta sentir un fuerte crujido e, inmediatamente, un insoportable latigazo de dolor.
La mujer gritó agónicamente. En cuanto al cuchillo, este se le escurrió de entre los dedos.
El autómata reía entre dientes, repitiendo el mismo salmo una y otra vez: «vivo por la gracia del Legado; muero por la gloria de Austracia». Ella se asfixiaba mientras el otro reproducía esta consigna; esta frase de condicionamiento introducida en su cerebro durante los eternos periodos de contención. Batallando por su supervivencia, la encapuchada se sintió mentalmente asediada por aquellos mismos eslóganes que creyó haber dejado atrás hace mucho tiempo. Por unos segundos dejó de luchar, cumpliendo de ese modo ―sin ser consciente de ello― el propósito para el cual había sido preparada. Así pues, se abandonaría a la muerte, incapacitada para ignorar las consecuencias de toda una vida de adoctrinamiento. Supo que, por más rechazo que esto le causase, ambos seguían siendo una misma cosa.
No obstante, el autómata asimiló su pasividad de mala gana; ansiaba continuar provocándole sufrimiento. Por ese motivo redujo la presión de su mano antes de desprenderse de ella. Con un simple bamboleo de brazo la arrojó hacia las llamas, tal y como haría con un despojo cualquiera.
La encapuchada cayó abruptamente, tosiendo con violencia. Sintió el calor del fuego mientras su agresor se carcajeaba entre espasmos. Débilmente, ella lo observaría aproximarse; sus pasos eran lentos, medidos, acompasados con su despreciable respiración. De pronto, tuvo una perspectiva de sus botas militares pisando la tierra batida. Sumida en la desesperación, buscaría una forma de salvarse a su alrededor; pero no encontró ninguna.
Cerró los ojos, preparándose para morir... Y entonces la sobrevino una luz blanca, cálida y acogedora, capaz de desgarrar la oscuridad hasta hacerla jirones; envuelta en esta luminosidad, había una dama radiante, de rasgos faciales difusos, brillante cabello blanco y tiernos ojos aguamarina. Entregada al éxtasis, la encapuchada levantó los brazos hacia la aparición; ella le tomó las manos y habló. Sonreía al mover los labios con lentitud, gesticulando una sola palabra sin emitir sonido alguno.
Aún sin escuchar el mensaje, su corazón se llenó de júbilo. Porque supo, inmediata e incomprensiblemente, que aquella dama radiante había pronunciado su auténtico nombre; y eso la hizo feliz.
Cuando la aparición se apartó, entre sus manos se encontraba su cuchillo de combate, resplandeciendo con un hermoso brillo metálico.
Después llegaron la sombra, trayendo desgarradoramente consigo a su campeón. Los pasos del autómata retumbaban en el suelo, acercándose. Ya se encontraba a escasos centímetros cuando ella aferró los dedos a la rugosa empuñadura de su cuchillo. El otro la agarró entre crueles risotadas, disponiéndose a estrujarla entre sus poderosas manos antes de asestarle el golpe definitivo.
Entonces lo apuñaló.
Y luego... tan solo hubo oscuridad.
Por primera vez durante todo el encuentro, el autómata experimentaría en sus carnes la terrorífica sensación del miedo. O, al menos, así lo indicaban sus ojos desorbitados e incrédulos.
Pues lo que para ella era un cuchillo de combate entre sus dedos, se trataba en realidad de una masa de energía blanca y vibrante, la cual manaba de sus manos dispuestas la una sobre la otra. Como un radiante haz tubular al que se aferraba dolorosamente, clamando un grito desgarrador mientras esgrimía su creciente hoja calorífica...
Como un enorme sable compuesto de luz sólida, estremecedoramente nítida a la vista de cualquiera.
Este hecho tomaría desprevenido al autómata, quien imprudentemente habría acortado toda distancia con su oponente, disponiéndose a darle fin de la manera más cruenta posible: se imaginó aplastando su rostro mediante una sucesión de golpes brutales, hasta convertirlo en una masa pulposa e irreconocible; pues una traición a la Nación no merecía otro trato. Una vez satisficiera su insaciable sed de venganza, regresaría a la contienda preparado para repeler el ataque de aquellos insectos miserables. Pronto desearían no haber invadido jamás el campo de trabajos forzados de Coral.
Lamentablemente para él, tal cosa nunca ocurriría.
Porque el susodicho sable de luz lo habría ensartado de un lado a otro ―desintegrando sus principales órganos vitales― justo antes de descomponerse en pequeñas volutas lumiscentes que se esfumarían mágicamente. Acto seguido, ambos contendientes caerían al suelo debilitados...
La encapuchada trastabilló sin llegar a advertir que el resuello del autómata menguaba hasta extinguirse, dado el tamaño del gran agujero humeante que le atravesaba el tronco.
Tan masivo e impactante que inducía a pensar que este había muerto prácticamente al instante.
Una vez se enteraron de lo ocurrido, Guerón y los suyos se abrieron paso en busca de la encapuchada. Durante el camino lucharon encarnizadamente contra algunos soldados rezagados y desmoralizados, antes de adentrarse en una sección del complejo que era pasto de las llamas.
Sería allí donde la encontrarían, tirada en el suelo; afortunadamente todavía con vida, aunque inconsciente después de su arduo combate con un autómata del Partido Único.
Antes de desfallecer, esta se había deshecho de la capucha... Debajo no había otra cosa que una mujer de aspecto cadavérico, con la tez pálida y consumida, que apenas mostraba rastro de vello; pero sí un "13" grabado en la frente. Su pecho se movía con inquietud, acompasado a su respiración ligera pero silbante. A juzgar por el ángulo innatural de su muñeca izquierda, debía de estar rota.
Pero, sin lugar a dudas, el detalle que más sorprendió a Guerón fue el hedor a carne abrasada que desprendían sus manos ennegrecidas.
Superado el impacto inicial, los guerrilleros la asistirían de inmediato. Mientras tanto, Guerón observó el cadáver del autómata con marcado sobrecogimiento, ignorante de las misteriosas causas que pudieron provocarle un enorme agujero humeante en el pecho. Por más que lo estudiase con detenimiento, jamás llegaría a comprender cómo se produjo.
Así pues, recogerían el cuerpo moribundo de la mujer que antaño habían denominado Edel ―en honor a la decimotercer y última Arconte venerada que enfrentase la Calamidad en los tiempos del Desastre―, y la cargarían hasta el hospital de campaña que habían improvisado a las afueras.
Por su parte, Guerón se mantendría al margen mientras los otros marchaban, arrodillado junto al cadáver del autómata. En un alarde de valentía, procedió a retirar a su máscara integral...
Bajo esta no había otra cosa que un rostro desencajado, macilento, tatuado con el número "6" en la frente. El líder guerrillero suspiraría con amargura, intimidado por aquella sombría apariencia... tan semejante a la de ella. Conforme esto ocurría, la radio que colgaba de su cinturón emitió un mensaje de contagiosa euforia, el cual pasaría totalmente desapercibido para él dadas sus preocupaciones actuales.
«¡El campo de trabajos forzados de Coral ha sido liberado!»
SIETE
―Lo han conseguido... ―susurró uno de los guerrilleros, el cual se acercaría a husmear junto a otros cuantos nada más se hubo corrido la voz―. ¡Maldita sea, lo han conseguido!
Un grupo de jugadores empedernidos bromearon con desdén al respecto, antes de tomarlo por estúpido con sorna.
―Que sí, joder. ¿Cómo iba a mentiros con algo tan serio, cenutrios? ―confirmó―. ¡Vamos, acercaos! Venid a verlo vosotros mismos si no me creéis.
Lentamente y con desgana, los jugadores apilaron los naipes y se incorporaron, arrastrando los pies al caminar.
―Por la gloria de los Trece... ¡Pero más rápido, que el tiempo apremia!
A estos tantos se les unirían algunos más, y después unos cuantos de por allá. Hasta que, al final, una marabunta de hombres se aproximaría mientras el primero de ellos señalaba hacia el invisible campo de trabajos de Coral, entusiasmado y eufórico a partes iguales.
―¿Lo veis? ―insistió―. ¡Exacto! Ni una sola luz a la vista en todo el desierto.
Los guerrilleros se sorprendieron, algunos incluso vitorearon a destiempo.
―¿Se puede saber qué cojones hacéis ahí parados? ―intervino Guerón desde atrás, con el ceño fruncido y los brazos en jarra―. No hay tiempo para celebraciones.
»Vosotros dos, Lando y Fígaro. No oigo los motores encendidos; corred a arrancarlos, rápido ―ordenó―. Los demás, ¿sabéis dónde se ha metido Gaude con la pistola de bengalas? Maldita sea... Y pensar que solo le encargué una cosa a ese zoquete. ―Bufó enérgicamente―. Bueno, no importa; ya aparecerá.
»Ahora, oídme bien. ¡Todo el mundo a los coches, partimos de inmediato! Estad preparados, hermanos míos, porque ha llegado el momento de saldar deudas con esos hijos de puta. ¡Este momento será recordado por los enemigos de la Nación como la noche que nosotros, la Compañía de los Devotos, pusimos en jaque una jodida prisión austracia! ―gritó con énfasis―. ¡Y sabed que no será la única en caer!
En esta ocasión, todos los guerrilleros al unísono. Sin excepción.
Con una sonrisa orgullosa en los labios, Guerón encaró el desierto nocturno mientras los hombres bajo su mando corrían a sus puestos. Tenía la radio en la mano; la misma que no habían podido usar durante las últimas dos semanas por temor a que toda comunicación fuera interceptada por el enemigo, y que ahora entregaba escuetos mensajes de tanto en cuanto. Oprimió el botón con gran satifacción justo antes de pronunciar unas sencillas palabras cargadas de significado.
―Aquí Equipo Tarasca. Estamos preparados.
OCHO
Hacía minutos que el centro de operaciones de Coral ―ubicado en el mismo corazón del campo de trabajos forzados― era un completo descontrol.
Primero detectaron la misteriosa aparición de un supuesto comando de guerra; luego supieron del amotinamiento de una treintena de reclusos, los cuales se guarecieron en un antiguo almacén de explosivos y municiones; y en último lugar, fueron víctimas del inoportuno sabotaje de una infraestructura clave, necesaria para el correcto funcionamiento de todo el complejo carcelero.
Pero la historia no acabaría aquí, ya que dicho centro de operaciones disponía de un minúsculo generador secundario que les permitía operar bajo mínimos, sin renunciar a ninguno de sus servicios esenciales, como lo eran los de telecomunicaciones. Por lo tanto, los altos mandos austracios a cargo del recinto seguirían bramando órdenes, organizando la defensa o exigiendo acciones inmediatas contra las masas sublevadas, aun cuando eso significara hacer uso de la fuerza letal.
Todo ello mientras giraban las dichosas luces de emergencia, inundándolo toda la sala con su intermitente luz ambarina. Hasta que, finalmente, el aullido de aquella sirena se detuvo.
―¿Qué diablos ocurre ahora? ―preguntó el oficial al mando.
Había tensión en el ambiente.
―No se preocupe, señor ―respondió el jefe técnico, tecleando comandos a toda velocidad―. Hemos activado el sistema de eficiencia energética.
―Arcontes, céntrese en el problema principal. ¿Puede usted restituir la corriente eléctrica? ―Se giró para encarar a los otros técnicos subordinados, confrontativo―. ¿Alguien en esta sala puede hacerlo?
―Me temo que no, señor ―respondió el jefe técnico, titubeante, tan rígido como si le hubiesen introducido un palo por el recto―. Esos malditos incursores deben haber encontrado un método de bloquear el suministro eléctrico.
El oficial al mando exclamó un exabrupto antes de descargar un puñetazo sobre la mesa. Acto seguido, arrojó una montaña de informes al suelo, embargado por la frustración. Requirió de algunos segundos para tranquilizarse.
―Decidme entonces, ¿cómo diantres explicarían ustedes que haya ocurrido semejante cosa, cuando el motín se concentra en el otro extremo de la instalación?
El jefe técnico no supo responder; si había causa alguna, el enemigo consiguió colarla con discreción. Por suerte, la aparición de un nuevo contratiempo lo sacaría del aprieto, evitándole el disgusto de dar explicaciones.
―Señor. ―Le llamó la atención otro de los técnicos presentes, esta vez uno responsable de las comunicaciones radiofónicas―. Venga aquí. Hemos encontrado unas emisiones, cuanto poco, sospechosas. A no más de cinco kilómetros de distancia, puede que menos. ―Suspiró descolgándose los audífonos―. Acérquese y oiga, por favor. Me temo que es importante.
El oficial acudió rápidamente. Agarró los auriculares y los acomodó sobre sus orejas, acallando el murmullo que había a su alrededor con un chistido. Ya en silencio, escucharía con atención ―y pánico mal disimulado― el contenido de aquella retransmisión.
Consistía en la reproducción en bucle del Himno de Liberación Burmenio, un cántico partisano gestado en la trinchera, en tiempos de guerra, y convertido en la actualidad en un símbolo de resistencia y oposición a las prácticas hegemónicas de Austracia. Las notas de su melodía estaban vivas, la percusión marcaba un ritmo ágil y enérgico, y sus voces a coro proclamaban un mensaje subversivo con estruendosa sonoridad, en una lengua que apenas balbucía a modo de advertencia.
Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda de arriba a abajo, sabiendo que dicha emisión no podía ser casualidad. Siendo completamente consciente de lo que aquello suponía, el oficial se quitó los audífonos y dejó de escuchar la grabación.
Si de algo no cabía duda alguna era que, más pronto que tarde, serían víctimas de un ataque perfectamente orquestado por los enemigos de la Nación; como había pasado con anterioridad en los campos de Nízar o Sierra Jara. Así pues, los temores que tanto les habían preocupado durante las últimas semanas al fin se confirmaban.
Tragó saliva con incomodidad. Porque no le quedaba más remedio que acatar las tan temidas ordenes venidas desde la capital, por más que su ejecución pudiera acabar en tragedia, exponiéndolos a un peligro incontrolable. Sin embargo, ¿quién era él para contrariar las directrices impuestas por las autoridades del Partido Nacional de Austracia? A fin de cuentas, era aquella una situación excepcional para la que se habían preparado concienzudamente.
Por lo que el oficial caminó con paso ligero hacia el otro extremo de la sala, acercándose a la barandilla que aseguraba esta planta de la inferior. Desde allí, contempló la cápsula de contención que retenía a un varón anómalamente hipertrofiado, con el cuerpo desnudo surcado de venas henchidas, el cual estaba suspendido en un líquido viscoso con la única asistencia de una máscara de oxígeno. Su piel era blanquecina, de un aspecto irremediablemente enfermizo; y su físico estaba exento de vello alguno.
Marcado en la frente, tenía el número "6".
―Liberad al autómata ―indicó a los científicos de la planta inferior, los cuales velaban por el sujeto―. Liberadlo y preparadlo de inmediato. ―Suspiró gravemente―. Y que los Arcontes, si son justos y benévolos, nos guarden en su infinita misericordia. A todos.
NUEVE
El apagón habría ocurrido mientras la encapuchada atraía la atención de un pelotón de soldados austracios, empeñados en darle caza a cualquier coste. Y es que, a estas alturas de la incursión, cualquier desplazamiento se había convertido en todo un desafío; no solo por la dificultad que entrañaba exponerse adrede ante una masa de soldados enajenados, sino más bien por su tendencia a dosificar el contenido restante en su cápsula de Éter. Por desgracia, privándose de aquel compuesto tan solo conseguía el efecto contrario: sentirse agotada, con todos los músculos entumecidos y la respiración agitada.
Para colmo, aquellos tipos no le daban ni un mísero segundo de tregua. Así que sus saltos cada vez eran más cortos, y sus zancadas más lentas. De seguir, más pronto que tarde caería rendida. Era demasiado peligroso reiterar en el uso de sus poderes sin haberlos alimentado previamente. Sin embargo, aunque estuviese al borde de la extenuación, se negaba a abusar de la única dosis que le habían conseguido. Debía moderar su consumo tanto como le fuera posible.
Y entonces se apagaron los focos eléctricos, desconcertando a sus perseguidores. Como única fuente de luz, la gigantesca y resplandeciente luna llena suspendida en el cielo nocturno.
Aprovechando la confusión, la encapuchada se escondió rápidamente de sus captores. Estos la buscaron con insistencia, comunicándose a voces después de revisar cada rincón. Así pues, agazapada en un recoveco en el que se creyó a salvo, extrajo el inhalador con las manos temblorosas. Se lo llevó a la boca, mordió la boquilla y oprimió con los labios a su alrededor, preparada para inhalar una carga de su contenido con moderación.
Por mísera que fuera, pronto sentiría cómo su cuerpo se reactivaba. Cada fibra de su anatomía gozó de un subidón de adrenalina; y la quemazón de sus entrañas, así como el entumecimiento de sus músculos, desaparecieron casi de inmediato. Como muestra de tal poder, sus ojos relampaguearon en la oscuridad con un fulgor aguamarina, y sus sentidos ―anteriormente embotados― se intensificaron.
Inmediatamente después, la sacudiría aquella inaudita sensación de euforia que acompañaba el consumo de Éter.
Aunque esta no se alargaría por mucho tiempo, ya que el sonido de los disparos, las explosiones y los vehículos irrumpiendo con violencia la sacarían de su momento de mayor éxtasis, devolviéndola a la realidad. Sería entonces cuando recordase el propósito de su misión, así como que se encontraba rodeada por individios que, de una manera u otra, ansiaban matarla.
Salió de su escondrijo ―envuelta en una maraña de tela que crujía al agitarse― para vérselas frente a frente con un soldado imberbe e inexperto, el cual pretendía encañonarla sin mostrar misericordia. Sin embargo, lo único que consiguió fue trabar el fusil entre las estrechas paredes del callejón. En ese momento, la encapuchada pellizcó una fuerza invisible con la mano izquierda, y la retorció hasta sentirse tan ligera como una pluma. Hecho esto, escaló con un par de zancadas sobre los hombros del muchacho y, una vez allí, se impulsó en diagonal. El soldado cayó de bruces al suelo, accionando algunos disparos por error; pero ninguno de ellos acertó en objetivo alguno.
Ascendió notando el contacto del aire frío del desierto en el rostro... Por primera vez en los últimos minutos, con sus poderes reinstaurados y al amparo de la noche, la encapuchada se supo a salvo de sus perseguidores. Así pues, se tomó unos instantes para reconocer los alrededores.
Lo primero que vislumbró fue una oleada de prisioneros ―liderados por un sujeto vestido con un uniforme austracio― enfrentándose a un batallón de soldados cada vez más mermado, en su camino hacia el polvorín donde se concentraban la mayoría de los presos amotinados. También advirtió el gran incendio que se había originado en la distancia, al otro extremo del campo de trabajos forzados de Coral, donde se intuían las formas de la central eléctrica, ahora oscurecidas por la humareda y la ausencia de suministro eléctrico. Y por último, divisó cómo una marabunta de enemigos cubría los puntos de acceso al recinto, mientras una enorme fila de vehículos circulaban a toda velocidad por la maltrecha carretera del desierto, evitando la llanura que intuían repleta de minas de proximidad.
Sonrió levemente al ver estos últimos. Por fin llegaban los refuerzos.
Estableciendo ese como su próximo destino, redujo bruscamente la presión de su muñeca izquierda. Sintió cómo el estómago le daba un vuelco antes de incrementar su velocidad de caída, usando aquella inercia para planear hacia el lugar donde sus compañeros se abrirían paso. Cayó conforme abría su capote a modo de asistencia, creando resistencia para facilitar la navegación.
Aquellos vehículos todoterreno irrumpieron en el complejo carcelero mientras tanto. El primero de todos ellos arrasó la verja electrificada, y los demás le siguieron a rebufo, a la vez que sus pasajeros abrían fuego de cobertura contra los parapetos enemigos. Al margen del tiroteo, la encapuchada advirtió que unos soldados pretendían utilizar una ametralladora montada contra el convoy. Sin más dilación, se obligó a descender en picado sobre ellos.
Ignorantes de su presencia, uno de los soldados amortiguaría su caída. La encapuchada rodó por el suelo, desenfundando su cuchillo de combate para rajar el muslo del segundo con corte certero. Al siguiente lo derribaría de una patada en el pecho. Y el último se acongojaría con tan solo mirar la hoja ensangrentada y el incesante fulgurar de aquellos ojos anómalos; se alejaría del arma montada con los brazos en alto, suplicando clemencia. Mientras este huía a trompicones, la encapuchada abrió el cajetín de la ametralladora y desenganchó la cinta de munición con un fuerte tirón, asegurándose de que su próximo accionamiento la encasquillase.
Luego se impulsaría hacia el cielo, no sin antes haber activado sus poderes antigravitatorios. Describiría un arco perfecto en el aire antes de aterrizar en medio del tumulto, rodeada de enemigos, conforme los guerrilleros bajaban de sus vehículos y se parapetaban detrás de los mismos. En cuestión de segundos, aquello se convirtió en una batalla campal. Los austracios resistían con fiereza; los rebeldes, por su parte, se desvivían presionando el frente; y mientras tanto, ella seguía enfrenándolos en la retaguardia, cuchillo en mano. Llenos de estupor por lo que veían, a los soldados enemigos no les quedó más remedio que retroceder en desbandada.
Una vez se detuvo el fuego, los guerrilleros aclamaron a la encapuchada, quien de nuevo se había impulsado para tomar una posición ventajosa. Estos derrocharían munición al aire, arengándose los unos a los otros a continuar avasallando hasta que el campo de trabajos forzados de Coral fuese tomado.
Pero entonces, nada más tomar cierta altura, la encapuchada advirtió el gran peligro que los acechaba.
Erguido entre el fuego, con su sobretodo de cuero ondeando al viento y su casco de metal oscuro arrancándole destellos a la luna, los amenazadores ojos de aquella robusta figura refulgían del mismo aguamarina que los de ella, tras un grueso visor de cristal empañado. Orgulloso, pese a respirar sonoramente de un depósito que cargaba a la espalda, y al cual estaba conectado mediante un tubo que pendía de su máscara. Sin ningún atisbo de duda, este fijaría su atención en la encapuchada.
Tragó saliva, temerosa. Pues se hallaba frente a la prueba inequívoca de que Guerón estaba en lo cierto: se encontraban ante un «autómata» del Partido Único. De pronto la sobrevino una retahíla de imágenes mentales, como si fueran retazos de un pasado remoto. Sumergida en una vorágine de recuerdos angustiosos, notó la sangre golpeando sus sienes con un grotesco palpitar.
No pudo evitar sentirse doblegada por un oscuro sentimiento, elemental y primitivo: el miedo.
DIEZ
Aquel siniestro sujeto se recortaba en el horizonte incendiado, evaluando la situación con sus inquietos ojos refulgentes ―idénticos a los suyos―, vagamente escondidos tras el visor de una máscara integral. Su respiración, sonoramente acompasada, le servía para aspirar el Éter depositado en la bombona que cargaba a la espalda. Los pliegues de su largo sobretodo desabotonado agitándose sacudidos por el frío viento desértico.
Una fortísima racha de aire arreció el lugar, levantando a ratos sendas nubes de polvo.
Entonces se crujió los nudillos, haciendo sonar de paso el cuero de sus dedos enguantados en negro, reforzados y claveteados a la altura de la primera falange. Y sin más dilación, se precipitó contra el enemigo.
Con la salvedad de que, a diferencia de la encapuchada, este caería sin ofrecer resistencia alguna, sin más protección que sus articulaciones, y desde una altura imposible de amortiguar. Sin embargo, lo consiguió: aterrizó con la destreza de un felino, las rodillas flexionadas y el faldón del sobretodo removiéndose con estrépito; a pocos pasos del autómata, un grupito de guerrilleros eufóricos. Su continuo resuello los puso en alerta, pero fue demasiado tarde.
En apenas un pestañeo, entre el griterío frenético y una retahíla de disparos descoordinados, el autómata cargaría con el puño en alto. Inmune a las balas de sus enemigos, desataría toda su ira asestando un puñetado devastador... ¿Resultado? El guerrillero murió instantáneamente, reducido a un borrón sanguinolento; a un mejunje nauseabundo, mezcla de carne, órganos y fragmentos óseos. Lo restante de su cadáver destrozado volaría hasta estrellarse contra uno de los vehículos todoterreno, abollando la carrocería.
Embadurnados con los despojos de su compañero de armas, los demás se sumieron en el horror. Temblorosos y ojipláticos, ninguno reaccionó mientras el autómata se les acercaba, sus ojos abstraídos refulgiendo tras una pátina de sangre, y los nudillos llenos de salpiconazos preparados para aplastar.
Habría masacrado a un segundo guerrillero de no haberse entrometido la encapuchada, consiguiendo apartarlo de un empujón. Ambos rodaron por el suelo; esta vez, el autómata había errado el golpe.
Ágilmente, la mujer se incorporó a la lucha, sus extremidades ofreciéndole firmes puntos de apoyo mientras se deslizaba sobre la tierra batida. Aquellos seres anómalos de ojos resplandecientes establecieron contacto visual; se midieron con la mirada. La encapuchada por un lado, tensa e incómoda; el autómata con la cabeza ladeada, extrañamente satisfecho.
Con el ceño fruncido, torció su muñeca izquierda, tomó distancia y emprendió la huida hacia un lugar alejado. Resuelto y con fiereza, el autómata se recompuso y la persiguió dando grandes saltos, escalando paredes y encaramándose a ellas, hostigándola con una eficiencia abrumadora para tratarse de alguien sin más poder que su fuerza bruta. Sin embargo, pese a la notable diferencia de habilidades, cualquiera que presenciase aquello juzgaría que ambos eran una misma cosa: dos criaturas insólitas fuera de la comprensión de todo ser convencional.
La encapuchada siguió rebotando de edificio en edificio, con la respiración desvocada y el corazón en la garganta. No obstante, sin importar cuán lejos corriese o cuán alto saltase, jamás dejaría de oír sus resuellos continuos, acrecentados por el respirador artificial de su máscara; pues en ningún momento se alteraba, sino que parecía tan estable como la de un depredador que juega con su presa, consciente de tenerla sometida.
Presa de este tormento, la encapuchada posaría sus pies en el suelo; a su alrededor, un llano desolado por el fuego, de llamas altas y crepitantes. Justo después llegaría el autómata, logrando aterrizar con las rodillas flexionadas a no más de diez metros de su posición.
La encapuchada entrecerraría los ojos y respiraría hondo, con lentitud, tratando de calmarse. Mientras tanto, el autómata esperaría pacientemente sin mover un solo músculo. Sus ojos aguamarinas refulgiendo bajo aquella siniestra máscara integral, como dos luces en la oscuridad.
Apretando las mandíbulas, así como la empuñadura de su cuchillo de combate entre sus dedos, procedió a desenfundar su pistola conforme adoptaba una postura beligerante. El autómata se reiría lúgubremente, y sus terribles carcajadas retumbarían capaces de helar incluso la sangre del más valiente; pero no dijo una sola palabra. Como bien se sabía, el diálogo no se encontraba entre las selectas competencias de los autómatas creados por el Partido Único.
Pues su único propósito consistía en ser herramientas letales, infalibles e incondicionales a los intereses de la Nación.
Después de que ella se hubiese acomodado en aquella posición de combate, el autómata correría a su encuentro, tan rápido que incluso lograría confundirse con la penumbra. Se deslizaría zigzagueante, imposible de seguir con la mirada, mientras la encapuchada disparaba ráfagas descontroladas, advirtiendo con pánico cómo sus proyectiles no le causaban la más mínima mella.
Así pues, cuando lo tuvo suficientemente cerca, se apartó para retorcer la gravedad a la que se encontraba sometida, abandonándose al retroceso de su pistola mientras esta escupía balas en ráfaga. Actuó a sabiendas de que, cada vez que hacía esto, sus articulaciones ―sus muñecas, sus codos y sus hombros― se resentían más de lo normal; por suerte, sus músculos imbuidos de Éter evitaban dislocación o fractura alguna. No obstante, esto jamás evitaría que la munición se le agotase.
Su capote se agitó mientras retrocedía, repelida por las detonaciones de su pistola, ahora descargada, con la corredera retraída. Fue despedida de espaldas, con el viento silbándole en los oídos, creyendo moverse a la suficiente velocidad como para evitar que aquella siniestra figura encorsetada en cuero negro la alcanzase.
Pero se equivocó.
El contacto de una mano extraña aferrándola con fuerza por el tobillo le hizo reparar en su catastrófico error de cálculo. Ejecutando una cabriola, el autómata la arrojaría contra la superficie; y por más que ella intentase corregir su trayectoria de caída, era demasiado tarde.
La encapuchada se estamparía contra la pared de un barracón construido con restos desiguales de chapa, abollando su superficie hasta entonces irregularmente plana. A pesar del golpe, pudo reaccionar con inmediatez luego de advertir cómo una sombra oscura se le echaba encima. Con apenas unos instantes de antelación, y a pesar del latigazo de dolor que sentía en el hombro, se hizo a un lado mientras el otro descendía con el puño cargado...
Al golpear, lo hundió en el metal con estruendo.
El autómata chasqueó la lengua, liberándose sin esfuerzo de aquel amasijo de chapas. Cuando destrabó el brazo, la otra ya se había incorporado, trastabillante. Intercambió el cargador de su pistola, pero le costó hacerlo entrar en la cavidad con normalidad. Luego caminaría unos pasos hacia atrás, alejándose inconscientemente de la fuente de su miedo.
El autómata rio entre dientes, entrecortado por aquel tétrico y continuo resuello artificial.
Amartilló la pistola y se dispuso a acribillarlo con una ráfaga letal... Pero entonces, en un acto reflejo súbitamente brutal, el autómata desclavaría una de las láminas de chapa que segundos atrás había golpeado por error, y la interpuso a modo de cobertura.
Fuego.
Algunas balas rebotaron. Otras penetraron el metal, con trayectorias desconocidas. Solo unas pocas impactaron sobre tejido blando. La encapuchada siguió disparando hasta que la pistola se encasquilló.
Desgraciadamente, y por más sorprendente que esto parezca, el autómata salió indemne. Se desprendió del escudo improvisado y se miró el hombro, uno de los pocos lugares donde una bala ―o varias de ellas― había atravesado limpiamente, dejando un reguero de sangre. Sin embargo, acabaría haciendo caso omiso al dolor, como si fuese completamente incapaz de sentirlo.
Ojiplática, la encapuchada intentó desencasquillar la pistola. Él, en cambio, se abalanzó iracundo, como una bestia depredadora, asestándole un potentísimo rodillazo en el vientre; se retorció, doblegada por el dolor intenso. Con la pistola bloqueada, intentó defenderse esgrimiendo su cuchillo: realizó un corte horizontal, de carácter disuasorio, pero el autómata lo esquivó sin problema. Ella cayó la suelo, arrojada por la inercia de su ataque.
Las botas del autómata pisotearon la gravilla donde yacía debilitada. Intentó defenderse, pero falló. Aquella criatura la tomó burdamente, como si se tratase de un muñeco de lana maltrecho, agarrándola del cuello; también le aprisionó el brazo que sostenía el cuchillo de combate. Luego apretaría ambas constricciones... pero sobre todo la que se ceñía en turno a su muñeca izquierda. La encapuchada luchó, resistiéndose al tormento que este le procuraba, hasta sentir un fuerte crujido e, inmediatamente, un insoportable latigazo de dolor.
La mujer gritó agónicamente. En cuanto al cuchillo, este se le escurrió de entre los dedos.
El autómata reía entre dientes, repitiendo el mismo salmo una y otra vez: «vivo por la gracia del Legado; muero por la gloria de Austracia». Ella se asfixiaba mientras el otro reproducía esta consigna; esta frase de condicionamiento introducida en su cerebro durante los eternos periodos de contención. Batallando por su supervivencia, la encapuchada se sintió mentalmente asediada por aquellos mismos eslóganes que creyó haber dejado atrás hace mucho tiempo. Por unos segundos dejó de luchar, cumpliendo de ese modo ―sin ser consciente de ello― el propósito para el cual había sido preparada. Así pues, se abandonaría a la muerte, incapacitada para ignorar las consecuencias de toda una vida de adoctrinamiento. Supo que, por más rechazo que esto le causase, ambos seguían siendo una misma cosa.
No obstante, el autómata asimiló su pasividad de mala gana; ansiaba continuar provocándole sufrimiento. Por ese motivo redujo la presión de su mano antes de desprenderse de ella. Con un simple bamboleo de brazo la arrojó hacia las llamas, tal y como haría con un despojo cualquiera.
La encapuchada cayó abruptamente, tosiendo con violencia. Sintió el calor del fuego mientras su agresor se carcajeaba entre espasmos. Débilmente, ella lo observaría aproximarse; sus pasos eran lentos, medidos, acompasados con su despreciable respiración. De pronto, tuvo una perspectiva de sus botas militares pisando la tierra batida. Sumida en la desesperación, buscaría una forma de salvarse a su alrededor; pero no encontró ninguna.
Cerró los ojos, preparándose para morir... Y entonces la sobrevino una luz blanca, cálida y acogedora, capaz de desgarrar la oscuridad hasta hacerla jirones; envuelta en esta luminosidad, había una dama radiante, de rasgos faciales difusos, brillante cabello blanco y tiernos ojos aguamarina. Entregada al éxtasis, la encapuchada levantó los brazos hacia la aparición; ella le tomó las manos y habló. Sonreía al mover los labios con lentitud, gesticulando una sola palabra sin emitir sonido alguno.
Aún sin escuchar el mensaje, su corazón se llenó de júbilo. Porque supo, inmediata e incomprensiblemente, que aquella dama radiante había pronunciado su auténtico nombre; y eso la hizo feliz.
Cuando la aparición se apartó, entre sus manos se encontraba su cuchillo de combate, resplandeciendo con un hermoso brillo metálico.
Después llegaron la sombra, trayendo desgarradoramente consigo a su campeón. Los pasos del autómata retumbaban en el suelo, acercándose. Ya se encontraba a escasos centímetros cuando ella aferró los dedos a la rugosa empuñadura de su cuchillo. El otro la agarró entre crueles risotadas, disponiéndose a estrujarla entre sus poderosas manos antes de asestarle el golpe definitivo.
Entonces lo apuñaló.
Y luego... tan solo hubo oscuridad.
ONCE
Por primera vez durante todo el encuentro, el autómata experimentaría en sus carnes la terrorífica sensación del miedo. O, al menos, así lo indicaban sus ojos desorbitados e incrédulos.
Pues lo que para ella era un cuchillo de combate entre sus dedos, se trataba en realidad de una masa de energía blanca y vibrante, la cual manaba de sus manos dispuestas la una sobre la otra. Como un radiante haz tubular al que se aferraba dolorosamente, clamando un grito desgarrador mientras esgrimía su creciente hoja calorífica...
Como un enorme sable compuesto de luz sólida, estremecedoramente nítida a la vista de cualquiera.
Este hecho tomaría desprevenido al autómata, quien imprudentemente habría acortado toda distancia con su oponente, disponiéndose a darle fin de la manera más cruenta posible: se imaginó aplastando su rostro mediante una sucesión de golpes brutales, hasta convertirlo en una masa pulposa e irreconocible; pues una traición a la Nación no merecía otro trato. Una vez satisficiera su insaciable sed de venganza, regresaría a la contienda preparado para repeler el ataque de aquellos insectos miserables. Pronto desearían no haber invadido jamás el campo de trabajos forzados de Coral.
Lamentablemente para él, tal cosa nunca ocurriría.
Porque el susodicho sable de luz lo habría ensartado de un lado a otro ―desintegrando sus principales órganos vitales― justo antes de descomponerse en pequeñas volutas lumiscentes que se esfumarían mágicamente. Acto seguido, ambos contendientes caerían al suelo debilitados...
La encapuchada trastabilló sin llegar a advertir que el resuello del autómata menguaba hasta extinguirse, dado el tamaño del gran agujero humeante que le atravesaba el tronco.
Tan masivo e impactante que inducía a pensar que este había muerto prácticamente al instante.
DOCE
Una vez se enteraron de lo ocurrido, Guerón y los suyos se abrieron paso en busca de la encapuchada. Durante el camino lucharon encarnizadamente contra algunos soldados rezagados y desmoralizados, antes de adentrarse en una sección del complejo que era pasto de las llamas.
Sería allí donde la encontrarían, tirada en el suelo; afortunadamente todavía con vida, aunque inconsciente después de su arduo combate con un autómata del Partido Único.
Antes de desfallecer, esta se había deshecho de la capucha... Debajo no había otra cosa que una mujer de aspecto cadavérico, con la tez pálida y consumida, que apenas mostraba rastro de vello; pero sí un "13" grabado en la frente. Su pecho se movía con inquietud, acompasado a su respiración ligera pero silbante. A juzgar por el ángulo innatural de su muñeca izquierda, debía de estar rota.
Pero, sin lugar a dudas, el detalle que más sorprendió a Guerón fue el hedor a carne abrasada que desprendían sus manos ennegrecidas.
Superado el impacto inicial, los guerrilleros la asistirían de inmediato. Mientras tanto, Guerón observó el cadáver del autómata con marcado sobrecogimiento, ignorante de las misteriosas causas que pudieron provocarle un enorme agujero humeante en el pecho. Por más que lo estudiase con detenimiento, jamás llegaría a comprender cómo se produjo.
Así pues, recogerían el cuerpo moribundo de la mujer que antaño habían denominado Edel ―en honor a la decimotercer y última Arconte venerada que enfrentase la Calamidad en los tiempos del Desastre―, y la cargarían hasta el hospital de campaña que habían improvisado a las afueras.
Por su parte, Guerón se mantendría al margen mientras los otros marchaban, arrodillado junto al cadáver del autómata. En un alarde de valentía, procedió a retirar a su máscara integral...
Bajo esta no había otra cosa que un rostro desencajado, macilento, tatuado con el número "6" en la frente. El líder guerrillero suspiraría con amargura, intimidado por aquella sombría apariencia... tan semejante a la de ella. Conforme esto ocurría, la radio que colgaba de su cinturón emitió un mensaje de contagiosa euforia, el cual pasaría totalmente desapercibido para él dadas sus preocupaciones actuales.
«¡El campo de trabajos forzados de Coral ha sido liberado!»