La segunda parte, por si alguien a sobrevivido a la primera
En cuanto cayó sobre ella empezó a recibir golpes. No podía evitarlos todos, así que más que nada prestaba atención a los que se dirigían a sus pies, para evitar tropezar, y a los que intentaban darle en la entrepierna. Afortunadamente era demasiado alto para que le alcanzaran en la cabeza, a no ser que le derribaran antes o que el comensal se subiera a la silla para hacerlo. Eso ya era una indicación clara de sus intenciones y le permitía anticiparse. Apenas había dado seis pasos y ya le ardían los muslos y las costillas. Se deslizó entre tres golpes seguidos, casi con la fluidez de una anguila. Al mismo tiempo alguien lo empujó violentamente con el extremo del bastón, intentando lanzarlo por el borde de la mesa. Lo había visto venir, pero entre tanto bastón yendo y viniendo, solo consiguió evitarlo a medias. Recuperó el equilibrio por muy poco. Eludiendo otros dos bastonazos volvió al centro del pasillo que formaban los comensales. Lo que más temía, aun más que caer sobre la mesa, era que lo sacarán de ella y lo dejaran a merced del arquero. No lo miró al hombre, pero sabía que ya tendría el arco tenso, apuntando hacia él. Lo que Nérdegar había contado sobre las flechas de espina apenas se acercaba a lo que realmente podían llegar a ser. Era evidente que a él no le habían disparado nunca con una de ellas, pensó amargamente. Saltó sobre el golpe bajo que llegaba desde atrás y que intentaba darle en los tobillos para hacerle caer. Al mismo tiempo recibió un impacto en el costado. Cayó sobre una mano y una rodilla, rompiendo varios platos. Los agudos bordes le cortaron la piel. El soldado que tenía justo al lado intentó golpearle en la cara con fuerza, pero ya se había levantado como un resorte y sólo le alcanzó en la cadera. Comenzaba a tener el cuerpo dolorido, pero sabía que si no iba con cuidado podía ser mucho peor.
—Lo están golpeando más de dos veces —le recriminó Briseyd a su anfitrión sin poderse contener.
—¿Estáis segura? Es difícil llevar la cuenta —respondió Nérdegar con suavidad. Era evidente que no pensaba hacer nada al respecto.
—Es demasiado rápido... —murmuró Caens casi con un deje de temor en la voz que su reina no alcanzó a comprender. Su esposo tenía los ojos clavados en el joven y parecía incapaz de apartarlos.
Era cierto. Briseyd también lo había advertido. El bufón se movía con una velocidad y una gracia felinas. Poseía unos reflejos tan asombrosos que parecía presentir los golpes aún antes de que los hombres que le rodeaban los hubieran iniciado. Incluso los que le llegaban desde atrás. Había algo de irreal en aquel fascinante despliegue de destreza. Briseyd observó el rostro fuertemente concentrado del joven. Adivinó que el único que ignoraba lo extraordinario que era verle en aquellos momentos sobre la mesa, era él mismo. Nunca se había visto jugando al postre y posiblemente no era consciente de estar haciendo nada que otro no pudiera haber hecho en su lugar. Pero nadie podía hacer lo que él estaba haciendo.
—Sí. Es un hermoso espectáculo, ¿verdad? —asintió Nérdegar, por una vez con cierto calor en la voz.
Más adelante sentado en el lado izquierdo de aquella mesa, el bufón reconoció a Wriem, con quien había jugado de niño. Ahora era uno de los capitanes de Nérdegar. Desvió la mirada hacia el palo que se dirigía como una centella hacia su pie izquierdo y apartó la pierna, al tiempo que saltaba hacia delante. Aterrizó cuidadosamente entre las jarras y las bandejas, inclinado para evitar un golpe alto. Pero cuando se irguió ya le estaban esperando. Evitó un golpe a su cabeza, pero no pudo eludir los que se dirigían a su estómago. Los impactos le hicieron doblarse y otra vez intentaron echarle fuera de la mesa. Pero se ladeó en el último instante para evitar el empujón. Saltó de nuevo hacia delante, manteniendo a duras penas el equilibrio. Cuando pasó cerca de Wriem, el capitán que se hallaba a su lado intentó golpearle en el tobillo para hacerle caer del todo. Wriem alzó su palo y desvió el golpe de su compañero, como por accidente. El bufón se zafó, pero hubiera preferido que Wriem no lo hiciera. Nada escapaba a los ojos de Nérdegar. Se había erguido de nuevo y había alcanzado casi el final del brazo izquierdo de la mesa. Entonces alguien se levantó tras él y se estiró cuan largo era por encima de ella. Ni siquiera empuñaba una porra. El bufón pensó que el hombre debía estar borracho y se sobresaltó cuando lo agarró con todo el brazo por la cintura y tiró de él hacia atrás. Era fuerte. El bufón trastabilló y como retrocedía una lluvia de golpes lo alcanzó por todas partes. Se protegió como pudo con los brazos y se volvió a medias. El capitán corpulento, de rostro enrojecido, volvió a hacerlo retroceder de un tirón. Quería derribarlo, pero él no oponía resistencia y se dejaba arrastrar hacia atrás para no quedar tumbado. La vajilla se rompía a su paso. Ahora los bastonazos eran constantes y estaba inmovilizado. De buena gana le hubiera aplastado la nariz a aquel bastardo de una patada. Le habían alcanzado en la cara varias veces y sentía que la sangre le corría por la mejilla. Después del segundo tirón, el joven se giró bruscamente por el lado contrario al que lo tenían sujeto y consiguió soltarse. Sin embargo se encontró con varias manos que lo empujaron de nuevo hacia aquel hombre. Por lo visto a los demás también les divertía mucho aquello y no consentían que se librara de su captor con tanta facilidad. Con un quiebro casi increíble, el joven encaró la dirección correcta y se lanzó hacia delante, dio una voltereta y quedó sobre una rodilla. Las astillas de porcelana se le habían clavado por todas partes. Se puso en pie de un salto y retrocedió al mismo tiempo para evitar otro golpe a su estómago. Alguien le estrelló un bastón en los tobillos desde atrás y le hizo perder el equilibrio. Aún así no cayó. Lo agarraron con las manos y tiraron de él hacia abajo, para evitar que recuperara pie. Pensó que no era justo, pero sabía que sería inútil quejarse. Por fin cayó de espaldas. Se golpeó la cabeza contra una jarra y, por un instante, quedó aturdido. Entonces el capitán de la cara enrojecida lo asió por el cabello y lo arrastró por encima de la mesa. El bufón sentía los trozos de porcelana rota como agujas en su espalda. El hombre se colocó mirándolo de frente y lo inmovilizó, colocando su mano en su garganta. Con la otra lo aferró por los genitales, hasta hacerle sentir dolor. El joven se dio cuenta de que no estaba borracho en absoluto. Ya nadie lo golpeaba, anticipando un interesante forcejeo. El bufón se sentía desorientado. El juego ya no parecía seguir ninguna regla conocida para él.
—Eres una preciosidad. Quizá yo podría encontrar alguna otra ocupación para ti.
Aquello no lo esperaba. Algunas veces lo habían llamado muchachita, cara bonita y cosas parecidas, pero nunca antes se lo habían dicho de esa manera. Enrojeció. Disparó su pie desnudo hacia el rostro del capitán y se desasió con inusitada furia. Se levantó de un salto, retrocediendo. El capitán había caído sobre su silla con el empujón, pero se levantó de inmediato con toda la intención de encaramarse a la mesa. El bufón se detuvo a esperarle. Los comensales que se interponían entre ellos se apartaron. Inesperadamente el bufón entrelazó los dedos y utilizando ambas manos unidas golpeó al capitán en la sien, con tanta fuerza que lo hizo caer al suelo Él mismo quedó de rodillas por el impulso, pero se puso en pie enseguida, dándose cuenta de que los acontecimientos se precipitaban. Los comensales estaban tan sorprendidos como él mismo y se habían olvidado de utilizar sus porras. El corpulento capitán se levantó con la rapidez de una serpiente. Se había partido el labio contra una silla. El bufón comprendió que de nada le valdría correr. Las puertas del salón estaban cerradas y nadie iba a ayudarle. El arquero seguía junto a Nérdegar con el arco dispuesto y apuntando hacia él. No se atrevió a abandonar la mesa sin un gesto explicito del rey. Le dirigió una mirada acorralada esperando su intervención, pero Nérdegar lo contemplaba con aire enigmático. Se encontró con los ojos de Briseyd. La reina hacía un esfuerzo sobrehumano por no llorar. Todavía tenía su mano entre las de su esposo, con los dedos crispados, y no podía ocultar el espanto y el asco que se le desbordaban por los ojos. El capitán apartó a las sillas vacías que tenía delante y se subió a la mesa de un brinco, decidido a cobrarse su herida. Nadie hizo nada para impedirlo. El bufón retrocedió, casi sin aliento, sorteando las manos que se tendían hacia él, hasta que uno de los comensales le colocó una espada envainada por detrás de las piernas. Cayó hacia atrás y de inmediato sintió el cuerpo del hombre, a horcajas sobre él, cortándole la respiración. Y entonces un cuchillo apareció ante sus ojos. El bufón consiguió arquearse y levantar el enorme cuerpo que lo aprisionaba al presentir como la hoja se acercaba a su cuello, sabiendo sin embargo que sería demasiado tarde para evitarla. Justo entonces se escuchó un inesperado grito y el cuchillo cayó sobre la mesa, rojo como una brasa y humeando. Al mismo tiempo se escuchó un chasquido y cuando el joven levantó la mirada, la punta de una flecha surgía del cuello del capitán que lo tenía sujeto. Y no era una flecha de espina. La sangre de su atacante le cayó sobre la cara, mientras el rostro enrojecido le observaba en un gesto helado de incredulidad. De golpe el cuerpo se desplomó sobre su pecho.
El silencio era como un cristal a punto de quebrarse.
—Tienes un marcado por el fuego… —murmuró por fin la voz del Caens desde la alta mesa. Bajo su férrea contención latía una nota de asombro. El cuchillo al rojo vivo se enfriaba lentamente ante los ojos de los presentes. Entre la vajilla quebrada.
Junto a Nérdegar, el arquero apoyó el arco en el suelo.
—Puedes apostar tu reino a que éste es el único de todo Faro Are —le respondió Nérdegar, apartando tan solo cuando ya hacía unos segundos que había terminado de hablar sus ojos de la escena que se acababa de desarrollar para volverse a su huésped.
A su lado Caens estudiaba el abarrotado salón. Era imposible saber de quién se trataba. Después de todo no eran más que hombres y mujeres corrientes a los que una vez uno de los cuatro grandes Artesanos habían tocado por capricho o por agradecimiento. A él le repugnaba todo aquello que se apartara de lo simplemente humano. No tenía ningún marcado en su corte ni los buscaba.
—De vez en cuando aún se oye hablar de algún marcado por la tierra o el aire —continuó Caens lentamente—. Los de agua son mucho más raros, pero podría haberlos. Sin embargo el gran Artesano del fuego partió de Faro Are hace casi un milenio. ¿Cómo es posible que tu tengas uno de fuego?
—A este hombre no lo tocó Aubron en persona, Caens. Olvidas que uno de sus hijos regresó brevemente durante la última guerra.
—Ya veo — musitó Caens, escrutando aún a los presentes.
Nérdegar sabía perfectamente que el rey de Nydgaal se preguntaba ahora si aquel marcado por el fuego le estaba sirviendo por el oro o si bien había sido "lavado". Desde luego podían conseguirse marcados previamente lavados, desprovistos de todo recuerdo. Incluso algunos marcados de agua lavados por otros con su mismo don. Eso se hacía cuando eran reacios a abandonar sus vidas para servir a grandes señores. Pero también era posible que el reino de Ofraëm poseyera su propio marcado por el agua para tales menesteres y otros incluso aún más detestables teniendo en cuenta cuáles eran sus habilidades más apreciadas. Caens entornó los párpados. Eso sería muy propio de Nérdegar. Le encantaba jugar con ventaja.
El rey de Ofräem sonrió apenas al advertir como los ojos de su huésped se volvían hacía él. Y lo cierto era que no le resultaba desagradable arrastrar a la incertidumbre a un hombre de carácter tan recio y firme como Caens.
A su espalda los ojos de Arjesen, aún tendido, se cruzaron con los de Briseyd. La reina apenas había prestado atención a lo que se decía a su alrededor, aunque el salón permanecía todavía en un silencio casi reverente, esperando la reacción del rey. Nérdegar la vislumbró apenas tras su esposo y su expresión se enfrió. Volvió de nuevo a lo que tenía en mente.
—No me juzgues erróneamente, Caens. No lo he hecho venir para hacer ostentación—. Nerdegar se levantó con extraña lentitud y dirigió su atención a la mesa donde Arjesen, después de haberse desembarazado del cadáver que tenía encima, se secaba ahora la sangre de la cara—. Si no para asegurarme que no habrán consecuencias desafortunadas en este tipo de juegos. Cosa que, como has podido ver, puede darse.
El rey de Ofraëm descendió del estrado.
—Os he dicho cientos de veces que podéis golpearlo tanto como queráis, pero jamás matarlo —tronó. El silencio en la sala era impresionante—. Traedle —ordenó, mirando al bufón.
El joven contuvo el aliento. Sabía muy bien lo que le esperaba. Durante aquella breve conversación Briseyd había rogado interiormente para que la distracción de los marcados de alguna manera diera por finalizado el tema del bufón después de aquel sangriento desenlace. Instintivamente comprendió que no sería así y se agarró con fuerza a la mano de su esposo. No conocía nada más, así que tampoco conocía ningún otro lugar donde agarrarse cuando se sentía perdida, a pesar de los golpes que había recibido de aquella mano en el pasado. Pero la gélida voz de Nérdegar le daba más pavor que el cuchillo del capitán y los golpes de su rey. Se preguntó por qué Nérdegar había tardado tanto en intervenir. ¿Por qué había esperado hasta que se había hecho imprescindible matar a su capitán? Si es que realmente había sido necesario matarlo, reflexionó de repente. De hecho ya había soltado el cuchillo candente cuando el arquero había disparado. Y recordó una vez más lo que Caens le había dicho sobre el rey de Ofräem. Nunca hacia nada innecesariamente. Si matar a aquel hombre no había sido innecesario, ¿qué finalidad tenía su muerte? Empezaba descubrir que aquel banquete no era lo que aparentaba.
—¿Qué te pasa, niña? —le preguntó Caens con cierta dulzura por primera vez en toda la noche. Le apretó la mano hasta casi hacerle daño, pero en esa ocasión aquel dolor la calmó un poco.
—No entiendo lo que ocurre —murmuró ella.
De un tirón dos hombres bajaron al bufón de la mesa y lo llevaron ante el rey cogiéndolo por los brazos. El joven no se resistió. Nérdegar abandonó su silla y se detuvo frente a él. Desenvainó la espada. Por un momento Briseyd temió que él mismo lo mataría.
—Colocad la mesa —dijo el rey sin dejar de mirarlo.
Uno de los capitanes despejó una mesa con su espada y la vajilla cayó al suelo con estrépito, haciéndose añicos. Dos soldados la levantaron por un extremo y la empujaron hasta dejarla apoyada de pie, con las patas contra el muro. Briseyd tuvo la desagradable sensación de que no era la primera vez que lo hacían. El joven fue colocado contra la mesa, de espaldas al rey. Los soldados tiraron con tanta fuerza de sus brazos, para mantenerlo inmóvil, que casi se oyó el crujir de las articulaciones. Era evidente que culpaban al bufón de la muerte de su compañero. Nérdegar acarició la espalda del prisionero con el filo de su espada.
—Sabes que tienes prohibido golpear a nadie —dijo—. Pero tú continuas haciéndolo.
El rey de Ofräém se giró.
—Thanagad, ya sabes lo que hay que hacer. No uses el látigo esta vez.
Un hombre alto y de miembros largos y fibrosos, coronados por un rostro y un cráneo pequeños y lleno de pelo gris e hirsuto, se acercó con la espada en la mano. Nérdegar volvió a sentarse en su trono.
El comandante de la guardia levantó la espada y golpeó al prisionero brutalmente en los riñones, con la hoja plana. La reina de Nydgaal cerró los ojos con fuerza para no verlo. Thanagad era un hombre enérgico y no se contenía en absoluto. Todo el cuerpo del joven se estremeció en silencio. Los golpes continuaron. Apenas habían llegado a la media docena cuando el joven no pudo tragarse ya sus quejidos. Poco después las ropas y la espada empezaron a mancharse de sangre. Briseyd empezó a dar un respingo cada vez que la hoja de la espada descendía. El sonido sordo y rítmico de cada golpe y las ahogadas exclamaciones de dolor que los seguían, eran lo único que se escuchaba en el salón. El comandante prosiguió con sistemática dureza hasta que el joven dejó de tenerse en pie por sí mismo. Si los soldados no lo hubieran tenido aferrado por los brazos, hubiera caído de rodillas al suelo.
De repente el rey de Ofräem hizo un gesto hacia su comandante y le detuvo. Se giró hacia sus huéspedes, como si solo entonces cayera en la cuenta de la presencia de Briseyd. Sin embargo a esas alturas la joven ya empezaba a sospechar que Nérdegar no era un hombre al que se le pasara nada por alto. Ni siquiera lo más insignificante. Se había percatado de inmediato de su interés por el bufón y después había recordado muy oportunamente el detalle de la manzana. Aunque aún no comprendía el motivo, Briseyd presentía que debía ser extremadamente prudente en todo lo que hiciera o dijera. Por eso no había abierto la boca durante el castigo de su pariente.
—Mi señora, disculpadme. Me he dejado llevar por la ira—. Briseyd dudó que tal cosa pudiera llegar a ser posible. Hubiera apostado su vida a que Nérdegar poseía la fría rapidez de una serpiente, pero en absoluto era apasionado en nada de lo que emprendía.
—Estáis en vuestro castillo, señor —le replicó sin apartar la mirada—. Podéis hacer lo que os plazca.
—¿No os incomoda que imparta justicia a mis súbditos en vuestra presencia? Soy un juez severo.
—¿Cómo habría de incomodarme si, como decís, lo que hacéis es justo?
—¿No os mueve al menos la misericordia?
Fue como si un grueso velo se desplomara a los pies de Briseyd y comenzó a ver todo lo que la rodeaba con otros ojos. La reina de Nydgaal supo que toda aquella horripilante escena había sido preparada única y exclusivamente en su honor, con la involuntaria participación de su pariente. Ese era el motivo de que ella fuera la única mujer presente. Y Nérdegar tenía las entrañas de una víbora. Había sacrificado a uno de sus propios hombres con el fin de obtener una excusa para golpear a Arjesen sin clemencia ante su ilustre invitada. Posiblemente el capitán había seguido las indicaciones de su rey al provocar al bufón. Lo que no sabía es que iba a pagar su obediencia con la vida, en el momento en que al rey le fuera más provechosa su muerte.
—No siento ni más ni menos compasión por vuestro bufón de la que sentiría por un perro callejero —le respondió Briseyd despectivamente—. No me agrada lo que hacéis, rey Nérdegar, pero es vuestro cautivo. ¿Por qué habría de intervenir yo?
—Porque sois casi una niña —le replicó el rey, mirándola como si quisiera leer en sus ojos—. Los niños tienen el corazón tierno.
—Soy una niña que sabe muy bien lo tremendamente dura que es la vida —le replicó con voz firme.
No miró a su esposo, pero apartó su mano de las suyas.
—Está bien. Si no tenéis nada que decir al respecto, terminaré lo que he empezado —dijo Nérdegar, dedicándole una leve inclinación.
Eso era más de lo que Briseyd podía soportar.
—Y si yo dijera algo al respecto, ¿os detendrías?
—Quizá.
—Entonces deteneos.
—Dadme un motivo, hermosa señora.
—Que yo os le he pedido. ¿No os basta eso?
—Sabéis que ayer fueron azotados diez hombres. ¿Por qué no me detuvisteis entonces?
—Vos me lo habéis preguntado ahora, no me lo pregustasteis ayer. Y pronunciar una sola palabra para daros respuesta no me cuesta nada.
—No me dais un motivo muy poderoso. Una palabra que no cuesta nada.
—¿Qué queréis que os diga? —le preguntó Briseyd, sabiendo que su única defensa ante Nérdegar era justamente no caer en su juego y esquivarle en todo momento.
—La verdad ni más ni menos —le dijo con repentina dureza.
La joven sabía perfectamente a que se refería. El rey de Ofraëm y su esposo le habían tendido una trampa en la que el cebo era Arjesen y ella había mordido el anzuelo con toda la boca. Ya esperaban que le reconociera al instante en el caso de saber más de lo debido. Ahora Nérdegar tiraba del sedal con todas sus fuerzas. Si quería salvarle debía darle un motivo y el motivo era que sabía quién era en realidad aquel bufón. Sintió ganas de llorar por su increíble ceguera. Por arrastrar con ella a Arjesen a aquel desastre de una manera tan infantil. Ya no podía echarse atrás, pero por puro instinto también sabía que no debía doblegarse.
—Os he dicho la verdad, ni más ni menos. Si eso no os basta, me temo que tendréis que seguir azotando a vuestro reo, me guste a mí o no —respondió, en tono indiferente.
—Podría ofreceros otra opción —murmuró Nérdegar, arrugando sus sensuales labios en un gesto reflexivo. Su rostro delgado y atractivo sonrió casi para sí mismo.
A la joven no le gustó el tono de aquella proposición.
—Podríais elegir a otro para que ocupe su lugar. Un paje quizá —dijo el rey, despreocupadamente.
Hizo una seña y dos soldados aferraron al paje más cercano. El muchacho se dejó caer al suelo, aterrorizado. Mientras lo arrastraban ante ella, no cesaba de gemir en voz baja, demasiado intimidado ante la presencia de su señor como para gritar sin permiso. Briseyd palideció mortalmente. Era monstruoso. Ni siquiera pudo responder. Por la forma en que el rey sonrió, Bryseid supo que era justamente en aquella elección donde residía la verdadera celada. Trajeron a rastras a su pariente y lo obligaron también a arrodillarse a sus pies, sin dejar de sujetarlo por los brazos. Arjesen levantó la vista y miró a su alrededor, con aspecto dolorido. La sangre le caía por la espalda. No sabía muy bien lo que ocurría. Junto a él el paje sollozaba y se retorcía entre las férreas manos de los soldados. Su pariente se volvió a mirarlo sin comprender que pintaba aquel chico allí.
—¿Y bien? —le dijo el rey a Briseyd, de su rostro había desaparecido toda amabilidad—. Ahora no podéis echaros a atrás. Si no elegís a ninguno, me veré obligado a matarlos a los dos.
—¿Matarlos? —balbuceó Briseyd por completo estupefacta—. No ibais a matarlos antes. ¿Por qué habíais de hacerlo ahora?
—Piedad, mi señora —gimió el muchacho. Lo repitía casi como una oración—. Elegidme a mí. No permitáis que me hagan daño. Por favor… Por favor…
—Acabo de cambiar las reglas de nuestro trato —le dijo Nérdegar.
Bryseid empezó a respirar agitadamente. Aquello trastocaba por completo el signo de aquel juego. Nérdegar había hecho matar a uno de sus propios capitanes y no dudada de que cumpliría lo que decía. Se volvió hacia su esposo, pero lo único que encontró en él fue una máscara imperturbable. Se sintió terriblemente sola.
Intentó pensar con frialdad, como hacía Nérdegar.
—Podría pensar que pretendéis jugar conmigo, señor. Antes habéis matado a uno de vuestros propios capitanes, porque vos mismo habéis dado orden de respetar la vida del bufón. Si es tan valioso para vos como parece, es que en realidad no pensáis matarlo y quizá al elegir al paje los salve a los dos —dijo buscando desesperadamente una manera de eludir la elección.
El rey sonrió con cierta impaciencia.
—Olvidáis que el rey puede quebrantar las leyes del rey —le hizo un gesto a Thanagad, pasándose el pulgar por el cuello—. ¿Y si yo os dijera que este bufón es ciertamente muy valioso para mí, pero en ningún caso imprescindible? Y no deberíais dudar de mis palabras, señora.
Thanagad agarró a su pariente por los cabellos, le levantó la cabeza y le puso la afilada espada bajo la barbilla, sin dejar de mirar a su rey. Éste alzó apenas la mano y le detuvo en el último momento. Un hilo de sangre empezó a deslizarse por el cuello de Arjesen. Briseyd se sentía atrapada en una ratonera. Sabía que Arjesen tenía un hermano mayor que también estaba en poder del rey de Ofräem. Si Nérdegar lo mataba, siempre le quedaría Kerrar. Quizá cumpliera lo que decía.
—¿Mato al bufón, entonces?
Thanagad con una sonrisa torva presionó más la espada contra el cuello de Arjesen. El joven cerró los ojos y apretó los dientes, intentando no tragar saliva. El hilo de sangre que se deslizaba ahora por su cuello era más abundante.
Briseyd creyó que iba a desmayarse. Por un momento, las palabras que el rey Nérdegar esperaba estuvieron a punto de escaparse entre sus labios. Elegir al paje salvaría a éste, o podía salvar a Arjesen escogiéndolo a él, pero reconocer que el bufón era su pariente detendría aquella pantomima y los salvaría a ambos. Sin embargo no podía permitirse ser débil en aquel momento. Intentó adivinar dónde estaba el engaño. Intentó ponerse en el lugar de Nérdegar. Recordar lo que quería saber. Quería saber si ella conocía su origen y el origen de aquel bufón por el que tan indiscretamente había mostrado interés. ¿Cómo hubiera reaccionado ella si no lo hubiera sabido? Pero ahora ya le era imposible volver atrás. Sin embargo ellos no sabían que había hablado con Férenwir. Sólo sabían que había leído el libro de las estirpes de los señores de Faro Are. No estaba segura de si eso le concedía alguna ventaja. ¿Qué era exactamente lo que había leído? No lo recordaba. Le costaba concentrarse. De pronto se echó a llorar. Y fue entonces, cuando comprendió que justamente todo lo que sabía y no debía saber era la baza que jugaba a favor de Nérdegar y en contra suya. Tenía que olvidarlo todo por completo.
—Matadle de una vez si os place —exclamó entre un furioso estallido de sollozos—. Estoy harta de tantas tonterías. Y, después de todo, esto ha empezado a causa del bufón. El paje no tiene nada que ver. Me pedís decisiones que me dan dolor de cabeza. ¡Y qué tengo que ver yo con vuestros asuntos de justicia!
Cada vez la voz le salía más aguda y chillona. Por un momento había olvidado que acababa de cumplir diecisiete años y que esa era justamente la respuesta correcta. Debía comportarse como una chiquilla de su edad, que aún no había madurado ni sabía nada de dioses ni de guerras antiguas. Que había estaba leyendo el libro que habían encontrado en su habitación como quien lee un cuento de hadas. No debía comportarse como una persona inteligente, sino como una niña. Se dirigió corriendo hacia la puerta con el corazón en un puño, sabiendo que estaba arriesgando más de lo que nunca había arriesgado antes. La vida de su pariente. Si se equivocaba.... Su elección debía parecer tan poco valiosa, una decisión tan irreflexiva e infantil, que no valiera la pena pagar por ella un precio tan elevado. La vida de uno de los descendientes de Umruhre.
—Esperad, señora —la llamó Nérdegar. Thanagad había retirado la espada de la garganta de Arjesen.
Ella se volvió desde la puerta cerrada, con los ojos todavía húmedos.
—No me quedaré para ver cómo le cortáis la cabeza —le dijo más serena, pero con voz inflexible.
—Ahora os concedo el deseo que os negué antes. Si os quedáis y me otorgáis vuestro perdón.
—Tendréis que conformaros con mi presencia —le dijo Briseyd con ojos ardientes—. Aun no entiendo porque me habéis hecho pasar por todo esto. Así que no pienso perdonar algo que desconozco.
El rey le dirigió una reverencia.
—Ya que vos me concedéis sólo media petición, yo os concederé solo medio deseo. No mataré al bufón, pero cumplirá su castigo hasta el final.
Una vez más el rey de Ofräem demostraba su verdadera naturaleza.
Muy a su pesar Briseyd regresó a la mesa con la sensación de que había vuelto a equivocarse. Poco sabía que su impetuosa respuesta había sido la que finalmente había disipado por completo las dudas de Nérdegar. Si se hubiera apresurado demasiado en aceptar la oferta del rey, sólo con que hubiera demostrado un poco más de interés por el joven prisionero, Nérdegar hubiera sospechado de nuevo. Mientras se lo llevaban para finalizar el castigo, Arjesen le dirigió una fugaz mirada de reproche. A Briseyd le dolió enormemente.
Briseyd rezó para que su pariente perdiera el conocimiento, pero se daba cuenta de que seguía consciente por cómo se encogía apenas con cada golpe, aunque ya ni siquiera se quejaba. Aquella paliza se le hizo eterna y le dolió como si la estuviera recibiendo ella, pero el rey de Ofräem no la detuvo hasta que al mismo comandante de su guardia le dolió tanto el brazo que ya no pudo levantar más la espada. Los soldados, que habían mantenido tenso al joven, soltaron a su prisionero. Tenían los rostros sudorosos por el esfuerzo. El bufón se desplomó a los pies de Nérdegar y se quedó inmóvil.
—A ver si te queda claro de una vez que tú no tienes derecho a devolver ningún golpe. Por tu culpa he perdido a uno de mis mejores hombres —le dijo el rey de mal humor, mientras Thanagad se masajeaba el hombro. El joven no dio muestras de haberle oído. El rey se dirigió a los soldados—. Bajadlo al pozo para que se le enfríen los ánimos. Cuatro días. Sin comida ni agua.
La joven reina nunca antes había visto azotar a nadie con una espada. Al principio se había sentido aliviada al escuchar que Nérdegar descartaba el látigo, pero después golpe a golpe ese alivio se había desvanecido por completo. Un hombre hubiera muerto a poco de empezar los golpes. Reventado por dentro. Era cierto que el libro que había encontrado hablaba sobre la increíble resistencia de los descendientes de Urmuhre, pero para ella en aquel momento eran solo palabras escritas en un viejo papel amarillento. Se le humedecieron los ojos. El bufón podía estar muerto. Quizá lo estaba y todos sus esfuerzos habían sido en vano. Al escuchar como el rey mandaba a su prisionero al pozo se estremeció. Si no estaba muerto, seguro que allí lo estaría en poco tiempo. No sabía ya que pensar. Intentó no mirar con demasiada atención, pero cuando arrastraban a su pariente fuera del salón vio que tenía los ojos cerrados y la espalda empapada de sangre y estaba tan pálido e inerte como un cadáver. Briseyd no se atrevió a decir nada. Ahora que había desaparecido la tensión, recordaba otra vez que Nérdegar le provocaba verdadero pánico. Hubiera deseado esconderse en cualquier agujero para que no pudiera mirarla a los ojos. Temía lo que pudiera ver en ellos.
Al verla tan temblorosa, su esposo se inclinó hacia ella para besarla.
—No te preocupes, pequeña, todo está bien. Ahora todo volverá a ser como antes —le susurró.
Lo odió. Nada volvería a ser como antes. Después de sus esponsales, había aceptado la inesperada benevolencia de su reciente marido con entregado agradecimiento. Después de trece años de golpes no estaba acostumbrada a sentirse protegida, aunque fuera por el mismo hombre que la había maltratado. Se entregó a sus cuidados como un perro abandonado busca un lugar donde refugiarse. Y no miró atrás. Al principio incluso ignoró el descubrimiento sobre sus orígenes. Y si poco tiempo atrás había cogido aquel maldito libro de la biblioteca, había sido más por simple curiosidad que por un verdadero deseo de cambiar su situación. Pero ahora comprendía que no tenía nada que agradecer. Ahora comprendía. Lo que había ocurrido esa noche en ese salón, el motivo mismo de aquel viaje, había sido a causa del libro sobre la genealogía de su familia que habían descubierto en su aposento. La habían puesto a prueba tentándola con la presencia de su pariente, para averiguar que sabía en realidad. Ella había dicho que solo había leído aquel libro tan viejo porque narraba historias bonitas. Todo el mundo sabía que le gustaba leer. Pero evidentemente no la habían creído. Para llegar hasta aquel libro había tenido que llegar hasta lo más recóndito de la biblioteca de Nydgaal, burlar las puertas cerradas, los acechantes ojos de los bibliotecarios. No apartó el rostro del beso de su esposo. ¿Dioses, que había hecho? Había sido una niña irreflexiva y caprichosa y Arjesen había pagado las consecuencias en su lugar. Ella debería haber sido la castigada y no él. Quizá estaba muerto por su estupidez, por su falta de cuidado. Férenwir había intentado advertírselo. No es tan sencillo escapar del lugar que nos ha señalado el destino. No es tan fácil luchar contra eso sin provocar grandes cambios a nuestro alrededor y enredarnos en el destino de otros. No era como en los cuentos que había leído a escondidas, de niña. Ella apenas había tentado su suerte y casi había provocado un daño irreparable.
Permaneció erguida y silenciosa, con los ojos perdidos en medio del aquel salón que atronaba de voces a su alrededor. Hasta entonces había sido una niña, pero aquel día aprendió a temblar por dentro de ira y de pena, mientras sonreía lánguidamente a las atenciones de su esposo. Tenía solo diecisiete años y se había convertido de golpe en una mujer. Pero por el mero hecho de verse sometida a semejante prueba, Briseyd adivinó también que, de alguna manera, aquel rey anciano y aguerrido que la había desposado la temía. Temía el poder de la sangre que latía en ella. Y eso le dio aliento en medio de su desesperación.
En cuanto cayó sobre ella empezó a recibir golpes. No podía evitarlos todos, así que más que nada prestaba atención a los que se dirigían a sus pies, para evitar tropezar, y a los que intentaban darle en la entrepierna. Afortunadamente era demasiado alto para que le alcanzaran en la cabeza, a no ser que le derribaran antes o que el comensal se subiera a la silla para hacerlo. Eso ya era una indicación clara de sus intenciones y le permitía anticiparse. Apenas había dado seis pasos y ya le ardían los muslos y las costillas. Se deslizó entre tres golpes seguidos, casi con la fluidez de una anguila. Al mismo tiempo alguien lo empujó violentamente con el extremo del bastón, intentando lanzarlo por el borde de la mesa. Lo había visto venir, pero entre tanto bastón yendo y viniendo, solo consiguió evitarlo a medias. Recuperó el equilibrio por muy poco. Eludiendo otros dos bastonazos volvió al centro del pasillo que formaban los comensales. Lo que más temía, aun más que caer sobre la mesa, era que lo sacarán de ella y lo dejaran a merced del arquero. No lo miró al hombre, pero sabía que ya tendría el arco tenso, apuntando hacia él. Lo que Nérdegar había contado sobre las flechas de espina apenas se acercaba a lo que realmente podían llegar a ser. Era evidente que a él no le habían disparado nunca con una de ellas, pensó amargamente. Saltó sobre el golpe bajo que llegaba desde atrás y que intentaba darle en los tobillos para hacerle caer. Al mismo tiempo recibió un impacto en el costado. Cayó sobre una mano y una rodilla, rompiendo varios platos. Los agudos bordes le cortaron la piel. El soldado que tenía justo al lado intentó golpearle en la cara con fuerza, pero ya se había levantado como un resorte y sólo le alcanzó en la cadera. Comenzaba a tener el cuerpo dolorido, pero sabía que si no iba con cuidado podía ser mucho peor.
—Lo están golpeando más de dos veces —le recriminó Briseyd a su anfitrión sin poderse contener.
—¿Estáis segura? Es difícil llevar la cuenta —respondió Nérdegar con suavidad. Era evidente que no pensaba hacer nada al respecto.
—Es demasiado rápido... —murmuró Caens casi con un deje de temor en la voz que su reina no alcanzó a comprender. Su esposo tenía los ojos clavados en el joven y parecía incapaz de apartarlos.
Era cierto. Briseyd también lo había advertido. El bufón se movía con una velocidad y una gracia felinas. Poseía unos reflejos tan asombrosos que parecía presentir los golpes aún antes de que los hombres que le rodeaban los hubieran iniciado. Incluso los que le llegaban desde atrás. Había algo de irreal en aquel fascinante despliegue de destreza. Briseyd observó el rostro fuertemente concentrado del joven. Adivinó que el único que ignoraba lo extraordinario que era verle en aquellos momentos sobre la mesa, era él mismo. Nunca se había visto jugando al postre y posiblemente no era consciente de estar haciendo nada que otro no pudiera haber hecho en su lugar. Pero nadie podía hacer lo que él estaba haciendo.
—Sí. Es un hermoso espectáculo, ¿verdad? —asintió Nérdegar, por una vez con cierto calor en la voz.
Más adelante sentado en el lado izquierdo de aquella mesa, el bufón reconoció a Wriem, con quien había jugado de niño. Ahora era uno de los capitanes de Nérdegar. Desvió la mirada hacia el palo que se dirigía como una centella hacia su pie izquierdo y apartó la pierna, al tiempo que saltaba hacia delante. Aterrizó cuidadosamente entre las jarras y las bandejas, inclinado para evitar un golpe alto. Pero cuando se irguió ya le estaban esperando. Evitó un golpe a su cabeza, pero no pudo eludir los que se dirigían a su estómago. Los impactos le hicieron doblarse y otra vez intentaron echarle fuera de la mesa. Pero se ladeó en el último instante para evitar el empujón. Saltó de nuevo hacia delante, manteniendo a duras penas el equilibrio. Cuando pasó cerca de Wriem, el capitán que se hallaba a su lado intentó golpearle en el tobillo para hacerle caer del todo. Wriem alzó su palo y desvió el golpe de su compañero, como por accidente. El bufón se zafó, pero hubiera preferido que Wriem no lo hiciera. Nada escapaba a los ojos de Nérdegar. Se había erguido de nuevo y había alcanzado casi el final del brazo izquierdo de la mesa. Entonces alguien se levantó tras él y se estiró cuan largo era por encima de ella. Ni siquiera empuñaba una porra. El bufón pensó que el hombre debía estar borracho y se sobresaltó cuando lo agarró con todo el brazo por la cintura y tiró de él hacia atrás. Era fuerte. El bufón trastabilló y como retrocedía una lluvia de golpes lo alcanzó por todas partes. Se protegió como pudo con los brazos y se volvió a medias. El capitán corpulento, de rostro enrojecido, volvió a hacerlo retroceder de un tirón. Quería derribarlo, pero él no oponía resistencia y se dejaba arrastrar hacia atrás para no quedar tumbado. La vajilla se rompía a su paso. Ahora los bastonazos eran constantes y estaba inmovilizado. De buena gana le hubiera aplastado la nariz a aquel bastardo de una patada. Le habían alcanzado en la cara varias veces y sentía que la sangre le corría por la mejilla. Después del segundo tirón, el joven se giró bruscamente por el lado contrario al que lo tenían sujeto y consiguió soltarse. Sin embargo se encontró con varias manos que lo empujaron de nuevo hacia aquel hombre. Por lo visto a los demás también les divertía mucho aquello y no consentían que se librara de su captor con tanta facilidad. Con un quiebro casi increíble, el joven encaró la dirección correcta y se lanzó hacia delante, dio una voltereta y quedó sobre una rodilla. Las astillas de porcelana se le habían clavado por todas partes. Se puso en pie de un salto y retrocedió al mismo tiempo para evitar otro golpe a su estómago. Alguien le estrelló un bastón en los tobillos desde atrás y le hizo perder el equilibrio. Aún así no cayó. Lo agarraron con las manos y tiraron de él hacia abajo, para evitar que recuperara pie. Pensó que no era justo, pero sabía que sería inútil quejarse. Por fin cayó de espaldas. Se golpeó la cabeza contra una jarra y, por un instante, quedó aturdido. Entonces el capitán de la cara enrojecida lo asió por el cabello y lo arrastró por encima de la mesa. El bufón sentía los trozos de porcelana rota como agujas en su espalda. El hombre se colocó mirándolo de frente y lo inmovilizó, colocando su mano en su garganta. Con la otra lo aferró por los genitales, hasta hacerle sentir dolor. El joven se dio cuenta de que no estaba borracho en absoluto. Ya nadie lo golpeaba, anticipando un interesante forcejeo. El bufón se sentía desorientado. El juego ya no parecía seguir ninguna regla conocida para él.
—Eres una preciosidad. Quizá yo podría encontrar alguna otra ocupación para ti.
Aquello no lo esperaba. Algunas veces lo habían llamado muchachita, cara bonita y cosas parecidas, pero nunca antes se lo habían dicho de esa manera. Enrojeció. Disparó su pie desnudo hacia el rostro del capitán y se desasió con inusitada furia. Se levantó de un salto, retrocediendo. El capitán había caído sobre su silla con el empujón, pero se levantó de inmediato con toda la intención de encaramarse a la mesa. El bufón se detuvo a esperarle. Los comensales que se interponían entre ellos se apartaron. Inesperadamente el bufón entrelazó los dedos y utilizando ambas manos unidas golpeó al capitán en la sien, con tanta fuerza que lo hizo caer al suelo Él mismo quedó de rodillas por el impulso, pero se puso en pie enseguida, dándose cuenta de que los acontecimientos se precipitaban. Los comensales estaban tan sorprendidos como él mismo y se habían olvidado de utilizar sus porras. El corpulento capitán se levantó con la rapidez de una serpiente. Se había partido el labio contra una silla. El bufón comprendió que de nada le valdría correr. Las puertas del salón estaban cerradas y nadie iba a ayudarle. El arquero seguía junto a Nérdegar con el arco dispuesto y apuntando hacia él. No se atrevió a abandonar la mesa sin un gesto explicito del rey. Le dirigió una mirada acorralada esperando su intervención, pero Nérdegar lo contemplaba con aire enigmático. Se encontró con los ojos de Briseyd. La reina hacía un esfuerzo sobrehumano por no llorar. Todavía tenía su mano entre las de su esposo, con los dedos crispados, y no podía ocultar el espanto y el asco que se le desbordaban por los ojos. El capitán apartó a las sillas vacías que tenía delante y se subió a la mesa de un brinco, decidido a cobrarse su herida. Nadie hizo nada para impedirlo. El bufón retrocedió, casi sin aliento, sorteando las manos que se tendían hacia él, hasta que uno de los comensales le colocó una espada envainada por detrás de las piernas. Cayó hacia atrás y de inmediato sintió el cuerpo del hombre, a horcajas sobre él, cortándole la respiración. Y entonces un cuchillo apareció ante sus ojos. El bufón consiguió arquearse y levantar el enorme cuerpo que lo aprisionaba al presentir como la hoja se acercaba a su cuello, sabiendo sin embargo que sería demasiado tarde para evitarla. Justo entonces se escuchó un inesperado grito y el cuchillo cayó sobre la mesa, rojo como una brasa y humeando. Al mismo tiempo se escuchó un chasquido y cuando el joven levantó la mirada, la punta de una flecha surgía del cuello del capitán que lo tenía sujeto. Y no era una flecha de espina. La sangre de su atacante le cayó sobre la cara, mientras el rostro enrojecido le observaba en un gesto helado de incredulidad. De golpe el cuerpo se desplomó sobre su pecho.
El silencio era como un cristal a punto de quebrarse.
—Tienes un marcado por el fuego… —murmuró por fin la voz del Caens desde la alta mesa. Bajo su férrea contención latía una nota de asombro. El cuchillo al rojo vivo se enfriaba lentamente ante los ojos de los presentes. Entre la vajilla quebrada.
Junto a Nérdegar, el arquero apoyó el arco en el suelo.
—Puedes apostar tu reino a que éste es el único de todo Faro Are —le respondió Nérdegar, apartando tan solo cuando ya hacía unos segundos que había terminado de hablar sus ojos de la escena que se acababa de desarrollar para volverse a su huésped.
A su lado Caens estudiaba el abarrotado salón. Era imposible saber de quién se trataba. Después de todo no eran más que hombres y mujeres corrientes a los que una vez uno de los cuatro grandes Artesanos habían tocado por capricho o por agradecimiento. A él le repugnaba todo aquello que se apartara de lo simplemente humano. No tenía ningún marcado en su corte ni los buscaba.
—De vez en cuando aún se oye hablar de algún marcado por la tierra o el aire —continuó Caens lentamente—. Los de agua son mucho más raros, pero podría haberlos. Sin embargo el gran Artesano del fuego partió de Faro Are hace casi un milenio. ¿Cómo es posible que tu tengas uno de fuego?
—A este hombre no lo tocó Aubron en persona, Caens. Olvidas que uno de sus hijos regresó brevemente durante la última guerra.
—Ya veo — musitó Caens, escrutando aún a los presentes.
Nérdegar sabía perfectamente que el rey de Nydgaal se preguntaba ahora si aquel marcado por el fuego le estaba sirviendo por el oro o si bien había sido "lavado". Desde luego podían conseguirse marcados previamente lavados, desprovistos de todo recuerdo. Incluso algunos marcados de agua lavados por otros con su mismo don. Eso se hacía cuando eran reacios a abandonar sus vidas para servir a grandes señores. Pero también era posible que el reino de Ofraëm poseyera su propio marcado por el agua para tales menesteres y otros incluso aún más detestables teniendo en cuenta cuáles eran sus habilidades más apreciadas. Caens entornó los párpados. Eso sería muy propio de Nérdegar. Le encantaba jugar con ventaja.
El rey de Ofräem sonrió apenas al advertir como los ojos de su huésped se volvían hacía él. Y lo cierto era que no le resultaba desagradable arrastrar a la incertidumbre a un hombre de carácter tan recio y firme como Caens.
A su espalda los ojos de Arjesen, aún tendido, se cruzaron con los de Briseyd. La reina apenas había prestado atención a lo que se decía a su alrededor, aunque el salón permanecía todavía en un silencio casi reverente, esperando la reacción del rey. Nérdegar la vislumbró apenas tras su esposo y su expresión se enfrió. Volvió de nuevo a lo que tenía en mente.
—No me juzgues erróneamente, Caens. No lo he hecho venir para hacer ostentación—. Nerdegar se levantó con extraña lentitud y dirigió su atención a la mesa donde Arjesen, después de haberse desembarazado del cadáver que tenía encima, se secaba ahora la sangre de la cara—. Si no para asegurarme que no habrán consecuencias desafortunadas en este tipo de juegos. Cosa que, como has podido ver, puede darse.
El rey de Ofraëm descendió del estrado.
—Os he dicho cientos de veces que podéis golpearlo tanto como queráis, pero jamás matarlo —tronó. El silencio en la sala era impresionante—. Traedle —ordenó, mirando al bufón.
El joven contuvo el aliento. Sabía muy bien lo que le esperaba. Durante aquella breve conversación Briseyd había rogado interiormente para que la distracción de los marcados de alguna manera diera por finalizado el tema del bufón después de aquel sangriento desenlace. Instintivamente comprendió que no sería así y se agarró con fuerza a la mano de su esposo. No conocía nada más, así que tampoco conocía ningún otro lugar donde agarrarse cuando se sentía perdida, a pesar de los golpes que había recibido de aquella mano en el pasado. Pero la gélida voz de Nérdegar le daba más pavor que el cuchillo del capitán y los golpes de su rey. Se preguntó por qué Nérdegar había tardado tanto en intervenir. ¿Por qué había esperado hasta que se había hecho imprescindible matar a su capitán? Si es que realmente había sido necesario matarlo, reflexionó de repente. De hecho ya había soltado el cuchillo candente cuando el arquero había disparado. Y recordó una vez más lo que Caens le había dicho sobre el rey de Ofräem. Nunca hacia nada innecesariamente. Si matar a aquel hombre no había sido innecesario, ¿qué finalidad tenía su muerte? Empezaba descubrir que aquel banquete no era lo que aparentaba.
—¿Qué te pasa, niña? —le preguntó Caens con cierta dulzura por primera vez en toda la noche. Le apretó la mano hasta casi hacerle daño, pero en esa ocasión aquel dolor la calmó un poco.
—No entiendo lo que ocurre —murmuró ella.
De un tirón dos hombres bajaron al bufón de la mesa y lo llevaron ante el rey cogiéndolo por los brazos. El joven no se resistió. Nérdegar abandonó su silla y se detuvo frente a él. Desenvainó la espada. Por un momento Briseyd temió que él mismo lo mataría.
—Colocad la mesa —dijo el rey sin dejar de mirarlo.
Uno de los capitanes despejó una mesa con su espada y la vajilla cayó al suelo con estrépito, haciéndose añicos. Dos soldados la levantaron por un extremo y la empujaron hasta dejarla apoyada de pie, con las patas contra el muro. Briseyd tuvo la desagradable sensación de que no era la primera vez que lo hacían. El joven fue colocado contra la mesa, de espaldas al rey. Los soldados tiraron con tanta fuerza de sus brazos, para mantenerlo inmóvil, que casi se oyó el crujir de las articulaciones. Era evidente que culpaban al bufón de la muerte de su compañero. Nérdegar acarició la espalda del prisionero con el filo de su espada.
—Sabes que tienes prohibido golpear a nadie —dijo—. Pero tú continuas haciéndolo.
El rey de Ofräém se giró.
—Thanagad, ya sabes lo que hay que hacer. No uses el látigo esta vez.
Un hombre alto y de miembros largos y fibrosos, coronados por un rostro y un cráneo pequeños y lleno de pelo gris e hirsuto, se acercó con la espada en la mano. Nérdegar volvió a sentarse en su trono.
El comandante de la guardia levantó la espada y golpeó al prisionero brutalmente en los riñones, con la hoja plana. La reina de Nydgaal cerró los ojos con fuerza para no verlo. Thanagad era un hombre enérgico y no se contenía en absoluto. Todo el cuerpo del joven se estremeció en silencio. Los golpes continuaron. Apenas habían llegado a la media docena cuando el joven no pudo tragarse ya sus quejidos. Poco después las ropas y la espada empezaron a mancharse de sangre. Briseyd empezó a dar un respingo cada vez que la hoja de la espada descendía. El sonido sordo y rítmico de cada golpe y las ahogadas exclamaciones de dolor que los seguían, eran lo único que se escuchaba en el salón. El comandante prosiguió con sistemática dureza hasta que el joven dejó de tenerse en pie por sí mismo. Si los soldados no lo hubieran tenido aferrado por los brazos, hubiera caído de rodillas al suelo.
De repente el rey de Ofräem hizo un gesto hacia su comandante y le detuvo. Se giró hacia sus huéspedes, como si solo entonces cayera en la cuenta de la presencia de Briseyd. Sin embargo a esas alturas la joven ya empezaba a sospechar que Nérdegar no era un hombre al que se le pasara nada por alto. Ni siquiera lo más insignificante. Se había percatado de inmediato de su interés por el bufón y después había recordado muy oportunamente el detalle de la manzana. Aunque aún no comprendía el motivo, Briseyd presentía que debía ser extremadamente prudente en todo lo que hiciera o dijera. Por eso no había abierto la boca durante el castigo de su pariente.
—Mi señora, disculpadme. Me he dejado llevar por la ira—. Briseyd dudó que tal cosa pudiera llegar a ser posible. Hubiera apostado su vida a que Nérdegar poseía la fría rapidez de una serpiente, pero en absoluto era apasionado en nada de lo que emprendía.
—Estáis en vuestro castillo, señor —le replicó sin apartar la mirada—. Podéis hacer lo que os plazca.
—¿No os incomoda que imparta justicia a mis súbditos en vuestra presencia? Soy un juez severo.
—¿Cómo habría de incomodarme si, como decís, lo que hacéis es justo?
—¿No os mueve al menos la misericordia?
Fue como si un grueso velo se desplomara a los pies de Briseyd y comenzó a ver todo lo que la rodeaba con otros ojos. La reina de Nydgaal supo que toda aquella horripilante escena había sido preparada única y exclusivamente en su honor, con la involuntaria participación de su pariente. Ese era el motivo de que ella fuera la única mujer presente. Y Nérdegar tenía las entrañas de una víbora. Había sacrificado a uno de sus propios hombres con el fin de obtener una excusa para golpear a Arjesen sin clemencia ante su ilustre invitada. Posiblemente el capitán había seguido las indicaciones de su rey al provocar al bufón. Lo que no sabía es que iba a pagar su obediencia con la vida, en el momento en que al rey le fuera más provechosa su muerte.
—No siento ni más ni menos compasión por vuestro bufón de la que sentiría por un perro callejero —le respondió Briseyd despectivamente—. No me agrada lo que hacéis, rey Nérdegar, pero es vuestro cautivo. ¿Por qué habría de intervenir yo?
—Porque sois casi una niña —le replicó el rey, mirándola como si quisiera leer en sus ojos—. Los niños tienen el corazón tierno.
—Soy una niña que sabe muy bien lo tremendamente dura que es la vida —le replicó con voz firme.
No miró a su esposo, pero apartó su mano de las suyas.
—Está bien. Si no tenéis nada que decir al respecto, terminaré lo que he empezado —dijo Nérdegar, dedicándole una leve inclinación.
Eso era más de lo que Briseyd podía soportar.
—Y si yo dijera algo al respecto, ¿os detendrías?
—Quizá.
—Entonces deteneos.
—Dadme un motivo, hermosa señora.
—Que yo os le he pedido. ¿No os basta eso?
—Sabéis que ayer fueron azotados diez hombres. ¿Por qué no me detuvisteis entonces?
—Vos me lo habéis preguntado ahora, no me lo pregustasteis ayer. Y pronunciar una sola palabra para daros respuesta no me cuesta nada.
—No me dais un motivo muy poderoso. Una palabra que no cuesta nada.
—¿Qué queréis que os diga? —le preguntó Briseyd, sabiendo que su única defensa ante Nérdegar era justamente no caer en su juego y esquivarle en todo momento.
—La verdad ni más ni menos —le dijo con repentina dureza.
La joven sabía perfectamente a que se refería. El rey de Ofraëm y su esposo le habían tendido una trampa en la que el cebo era Arjesen y ella había mordido el anzuelo con toda la boca. Ya esperaban que le reconociera al instante en el caso de saber más de lo debido. Ahora Nérdegar tiraba del sedal con todas sus fuerzas. Si quería salvarle debía darle un motivo y el motivo era que sabía quién era en realidad aquel bufón. Sintió ganas de llorar por su increíble ceguera. Por arrastrar con ella a Arjesen a aquel desastre de una manera tan infantil. Ya no podía echarse atrás, pero por puro instinto también sabía que no debía doblegarse.
—Os he dicho la verdad, ni más ni menos. Si eso no os basta, me temo que tendréis que seguir azotando a vuestro reo, me guste a mí o no —respondió, en tono indiferente.
—Podría ofreceros otra opción —murmuró Nérdegar, arrugando sus sensuales labios en un gesto reflexivo. Su rostro delgado y atractivo sonrió casi para sí mismo.
A la joven no le gustó el tono de aquella proposición.
—Podríais elegir a otro para que ocupe su lugar. Un paje quizá —dijo el rey, despreocupadamente.
Hizo una seña y dos soldados aferraron al paje más cercano. El muchacho se dejó caer al suelo, aterrorizado. Mientras lo arrastraban ante ella, no cesaba de gemir en voz baja, demasiado intimidado ante la presencia de su señor como para gritar sin permiso. Briseyd palideció mortalmente. Era monstruoso. Ni siquiera pudo responder. Por la forma en que el rey sonrió, Bryseid supo que era justamente en aquella elección donde residía la verdadera celada. Trajeron a rastras a su pariente y lo obligaron también a arrodillarse a sus pies, sin dejar de sujetarlo por los brazos. Arjesen levantó la vista y miró a su alrededor, con aspecto dolorido. La sangre le caía por la espalda. No sabía muy bien lo que ocurría. Junto a él el paje sollozaba y se retorcía entre las férreas manos de los soldados. Su pariente se volvió a mirarlo sin comprender que pintaba aquel chico allí.
—¿Y bien? —le dijo el rey a Briseyd, de su rostro había desaparecido toda amabilidad—. Ahora no podéis echaros a atrás. Si no elegís a ninguno, me veré obligado a matarlos a los dos.
—¿Matarlos? —balbuceó Briseyd por completo estupefacta—. No ibais a matarlos antes. ¿Por qué habíais de hacerlo ahora?
—Piedad, mi señora —gimió el muchacho. Lo repitía casi como una oración—. Elegidme a mí. No permitáis que me hagan daño. Por favor… Por favor…
—Acabo de cambiar las reglas de nuestro trato —le dijo Nérdegar.
Bryseid empezó a respirar agitadamente. Aquello trastocaba por completo el signo de aquel juego. Nérdegar había hecho matar a uno de sus propios capitanes y no dudada de que cumpliría lo que decía. Se volvió hacia su esposo, pero lo único que encontró en él fue una máscara imperturbable. Se sintió terriblemente sola.
Intentó pensar con frialdad, como hacía Nérdegar.
—Podría pensar que pretendéis jugar conmigo, señor. Antes habéis matado a uno de vuestros propios capitanes, porque vos mismo habéis dado orden de respetar la vida del bufón. Si es tan valioso para vos como parece, es que en realidad no pensáis matarlo y quizá al elegir al paje los salve a los dos —dijo buscando desesperadamente una manera de eludir la elección.
El rey sonrió con cierta impaciencia.
—Olvidáis que el rey puede quebrantar las leyes del rey —le hizo un gesto a Thanagad, pasándose el pulgar por el cuello—. ¿Y si yo os dijera que este bufón es ciertamente muy valioso para mí, pero en ningún caso imprescindible? Y no deberíais dudar de mis palabras, señora.
Thanagad agarró a su pariente por los cabellos, le levantó la cabeza y le puso la afilada espada bajo la barbilla, sin dejar de mirar a su rey. Éste alzó apenas la mano y le detuvo en el último momento. Un hilo de sangre empezó a deslizarse por el cuello de Arjesen. Briseyd se sentía atrapada en una ratonera. Sabía que Arjesen tenía un hermano mayor que también estaba en poder del rey de Ofräem. Si Nérdegar lo mataba, siempre le quedaría Kerrar. Quizá cumpliera lo que decía.
—¿Mato al bufón, entonces?
Thanagad con una sonrisa torva presionó más la espada contra el cuello de Arjesen. El joven cerró los ojos y apretó los dientes, intentando no tragar saliva. El hilo de sangre que se deslizaba ahora por su cuello era más abundante.
Briseyd creyó que iba a desmayarse. Por un momento, las palabras que el rey Nérdegar esperaba estuvieron a punto de escaparse entre sus labios. Elegir al paje salvaría a éste, o podía salvar a Arjesen escogiéndolo a él, pero reconocer que el bufón era su pariente detendría aquella pantomima y los salvaría a ambos. Sin embargo no podía permitirse ser débil en aquel momento. Intentó adivinar dónde estaba el engaño. Intentó ponerse en el lugar de Nérdegar. Recordar lo que quería saber. Quería saber si ella conocía su origen y el origen de aquel bufón por el que tan indiscretamente había mostrado interés. ¿Cómo hubiera reaccionado ella si no lo hubiera sabido? Pero ahora ya le era imposible volver atrás. Sin embargo ellos no sabían que había hablado con Férenwir. Sólo sabían que había leído el libro de las estirpes de los señores de Faro Are. No estaba segura de si eso le concedía alguna ventaja. ¿Qué era exactamente lo que había leído? No lo recordaba. Le costaba concentrarse. De pronto se echó a llorar. Y fue entonces, cuando comprendió que justamente todo lo que sabía y no debía saber era la baza que jugaba a favor de Nérdegar y en contra suya. Tenía que olvidarlo todo por completo.
—Matadle de una vez si os place —exclamó entre un furioso estallido de sollozos—. Estoy harta de tantas tonterías. Y, después de todo, esto ha empezado a causa del bufón. El paje no tiene nada que ver. Me pedís decisiones que me dan dolor de cabeza. ¡Y qué tengo que ver yo con vuestros asuntos de justicia!
Cada vez la voz le salía más aguda y chillona. Por un momento había olvidado que acababa de cumplir diecisiete años y que esa era justamente la respuesta correcta. Debía comportarse como una chiquilla de su edad, que aún no había madurado ni sabía nada de dioses ni de guerras antiguas. Que había estaba leyendo el libro que habían encontrado en su habitación como quien lee un cuento de hadas. No debía comportarse como una persona inteligente, sino como una niña. Se dirigió corriendo hacia la puerta con el corazón en un puño, sabiendo que estaba arriesgando más de lo que nunca había arriesgado antes. La vida de su pariente. Si se equivocaba.... Su elección debía parecer tan poco valiosa, una decisión tan irreflexiva e infantil, que no valiera la pena pagar por ella un precio tan elevado. La vida de uno de los descendientes de Umruhre.
—Esperad, señora —la llamó Nérdegar. Thanagad había retirado la espada de la garganta de Arjesen.
Ella se volvió desde la puerta cerrada, con los ojos todavía húmedos.
—No me quedaré para ver cómo le cortáis la cabeza —le dijo más serena, pero con voz inflexible.
—Ahora os concedo el deseo que os negué antes. Si os quedáis y me otorgáis vuestro perdón.
—Tendréis que conformaros con mi presencia —le dijo Briseyd con ojos ardientes—. Aun no entiendo porque me habéis hecho pasar por todo esto. Así que no pienso perdonar algo que desconozco.
El rey le dirigió una reverencia.
—Ya que vos me concedéis sólo media petición, yo os concederé solo medio deseo. No mataré al bufón, pero cumplirá su castigo hasta el final.
Una vez más el rey de Ofräem demostraba su verdadera naturaleza.
Muy a su pesar Briseyd regresó a la mesa con la sensación de que había vuelto a equivocarse. Poco sabía que su impetuosa respuesta había sido la que finalmente había disipado por completo las dudas de Nérdegar. Si se hubiera apresurado demasiado en aceptar la oferta del rey, sólo con que hubiera demostrado un poco más de interés por el joven prisionero, Nérdegar hubiera sospechado de nuevo. Mientras se lo llevaban para finalizar el castigo, Arjesen le dirigió una fugaz mirada de reproche. A Briseyd le dolió enormemente.
Briseyd rezó para que su pariente perdiera el conocimiento, pero se daba cuenta de que seguía consciente por cómo se encogía apenas con cada golpe, aunque ya ni siquiera se quejaba. Aquella paliza se le hizo eterna y le dolió como si la estuviera recibiendo ella, pero el rey de Ofräem no la detuvo hasta que al mismo comandante de su guardia le dolió tanto el brazo que ya no pudo levantar más la espada. Los soldados, que habían mantenido tenso al joven, soltaron a su prisionero. Tenían los rostros sudorosos por el esfuerzo. El bufón se desplomó a los pies de Nérdegar y se quedó inmóvil.
—A ver si te queda claro de una vez que tú no tienes derecho a devolver ningún golpe. Por tu culpa he perdido a uno de mis mejores hombres —le dijo el rey de mal humor, mientras Thanagad se masajeaba el hombro. El joven no dio muestras de haberle oído. El rey se dirigió a los soldados—. Bajadlo al pozo para que se le enfríen los ánimos. Cuatro días. Sin comida ni agua.
La joven reina nunca antes había visto azotar a nadie con una espada. Al principio se había sentido aliviada al escuchar que Nérdegar descartaba el látigo, pero después golpe a golpe ese alivio se había desvanecido por completo. Un hombre hubiera muerto a poco de empezar los golpes. Reventado por dentro. Era cierto que el libro que había encontrado hablaba sobre la increíble resistencia de los descendientes de Urmuhre, pero para ella en aquel momento eran solo palabras escritas en un viejo papel amarillento. Se le humedecieron los ojos. El bufón podía estar muerto. Quizá lo estaba y todos sus esfuerzos habían sido en vano. Al escuchar como el rey mandaba a su prisionero al pozo se estremeció. Si no estaba muerto, seguro que allí lo estaría en poco tiempo. No sabía ya que pensar. Intentó no mirar con demasiada atención, pero cuando arrastraban a su pariente fuera del salón vio que tenía los ojos cerrados y la espalda empapada de sangre y estaba tan pálido e inerte como un cadáver. Briseyd no se atrevió a decir nada. Ahora que había desaparecido la tensión, recordaba otra vez que Nérdegar le provocaba verdadero pánico. Hubiera deseado esconderse en cualquier agujero para que no pudiera mirarla a los ojos. Temía lo que pudiera ver en ellos.
Al verla tan temblorosa, su esposo se inclinó hacia ella para besarla.
—No te preocupes, pequeña, todo está bien. Ahora todo volverá a ser como antes —le susurró.
Lo odió. Nada volvería a ser como antes. Después de sus esponsales, había aceptado la inesperada benevolencia de su reciente marido con entregado agradecimiento. Después de trece años de golpes no estaba acostumbrada a sentirse protegida, aunque fuera por el mismo hombre que la había maltratado. Se entregó a sus cuidados como un perro abandonado busca un lugar donde refugiarse. Y no miró atrás. Al principio incluso ignoró el descubrimiento sobre sus orígenes. Y si poco tiempo atrás había cogido aquel maldito libro de la biblioteca, había sido más por simple curiosidad que por un verdadero deseo de cambiar su situación. Pero ahora comprendía que no tenía nada que agradecer. Ahora comprendía. Lo que había ocurrido esa noche en ese salón, el motivo mismo de aquel viaje, había sido a causa del libro sobre la genealogía de su familia que habían descubierto en su aposento. La habían puesto a prueba tentándola con la presencia de su pariente, para averiguar que sabía en realidad. Ella había dicho que solo había leído aquel libro tan viejo porque narraba historias bonitas. Todo el mundo sabía que le gustaba leer. Pero evidentemente no la habían creído. Para llegar hasta aquel libro había tenido que llegar hasta lo más recóndito de la biblioteca de Nydgaal, burlar las puertas cerradas, los acechantes ojos de los bibliotecarios. No apartó el rostro del beso de su esposo. ¿Dioses, que había hecho? Había sido una niña irreflexiva y caprichosa y Arjesen había pagado las consecuencias en su lugar. Ella debería haber sido la castigada y no él. Quizá estaba muerto por su estupidez, por su falta de cuidado. Férenwir había intentado advertírselo. No es tan sencillo escapar del lugar que nos ha señalado el destino. No es tan fácil luchar contra eso sin provocar grandes cambios a nuestro alrededor y enredarnos en el destino de otros. No era como en los cuentos que había leído a escondidas, de niña. Ella apenas había tentado su suerte y casi había provocado un daño irreparable.
Permaneció erguida y silenciosa, con los ojos perdidos en medio del aquel salón que atronaba de voces a su alrededor. Hasta entonces había sido una niña, pero aquel día aprendió a temblar por dentro de ira y de pena, mientras sonreía lánguidamente a las atenciones de su esposo. Tenía solo diecisiete años y se había convertido de golpe en una mujer. Pero por el mero hecho de verse sometida a semejante prueba, Briseyd adivinó también que, de alguna manera, aquel rey anciano y aguerrido que la había desposado la temía. Temía el poder de la sangre que latía en ella. Y eso le dio aliento en medio de su desesperación.