12/12/2016 07:27 PM
2 . El bufón (1)
Aquella vez no pudo descender al pozo por su propio pie con la escalerilla descolgada y decidieron bajarlo atado a una cuerda. No había ninguna tan larga y lo dejaron tendido en el suelo mientras la buscaban. No podía moverse. Ni siquiera abrió los ojos. Sentía lágrimas de dolor y de rabia en ellos y no quería que nadie las advirtiera. Desde que habían jugado al postre con él la primera vez el bufón no recordaba haber sufrido nunca un castigo tan duro. En medio de aquella niebla de dolor que lo envolvía lo asaltó la idea de que la razón de todo había sido la reina de Nydgaal. Finalmente no habían encontrado una cuerda lo suficientemente larga y tuvieron que empalmar dos. Se la pasaron por debajo de los brazos y se la anudaron en el pecho. Después lo arrojaron al pozo sin demasiados miramientos. El tirón de la cuerda contra su espalda le arrancó un gemido.
—Pues está vivo —dijo alguien por encima de su cabeza.
Tardaron bastante en hacerlo bajar. Cuando notaron que habían llegado al final del pozo, dejaron caer la cuerda sobre él. Casi le cubrió el rostro, pero le daba igual.
Bastante después se dijo que debía moverse para quedar boca abajo. Tener la espalda contra el suelo era una verdadera tortura. Pero aquel pensamiento se hizo eterno y no se movió. Por fin se obligó a volverse. No podía ser peor que las piedras y la cuerda contra su espalda. Pero sí que lo era. El esfuerzo lo hizo vomitar. Cuando terminó aquel simple movimiento, no sabía cuánto tiempo había transcurrido. Le ardía la espalda. En realidad le palpitaba todo el cuerpo con el intenso dolor. Cada vez que respiraba creía morir. Y al mismo tiempo sentía que se ahogaba, porque no se atrevía apenas a respirar. Pero no podía hacer nada. Sólo esperar a que aquello pasara. Como había hecho tantas otras veces. Deseo perder el conocimiento, pero era algo que nunca le había ocurrido por completo. Desgraciadamente. Al final solo el puro cansancio consiguió vencer aquel dolor omnipresente y llevarle hasta un sueño inquieto. Pero eso fue muchas horas después.
Cuando despertó quiso levantar un brazo para colocar la mano bajo su mejilla, que sentía entumecida contra la piedra húmeda. Pero no pudo y tuvo que quedarse como estaba. Notaba algo extraño bajo el pecho, además del nudo de la cuerda. Le pareció percibir cierto olor a manzana.
La siguiente vez que despertó consiguió moverse un poco. Ahora también le atormentaba el hambre confundiéndose con el latir de las heridas. Buscó entre los pliegues del jubón deslizando su mano entre su pecho y el suelo, pero sin alzarse. Como esperaba encontró una manzana aplastada. Luchando desesperadamente contra los rebeldes pliegues de ropa, consiguió tras tres tentativas, entre las que tuvo que intercalar prolongados descansos, sacar un trozo. Mientras tragaba casi a la fuerza, recordó vagamente detalles del banquete que le parecían incongruentes. Todo el episodio se le antojaba una pesadilla. Pero le costaba concentrarse a causa del sufrimiento que lo dominaba y no podía mantener el pensamiento fijo en un solo tema. Se mareaba y veía una confusión de imágenes. Se dio por vencido. Prefirió concentrase en algo más práctico, como recuperar uno a uno los pedazos de manzana de su jubón.
Lo despertó un estremecimiento de frío. El pozo estaba encharcado. A pesar del latigazo de dolor que sentía en la espalda, el bufón se acurrucó en el suelo intentando retener el calor de su cuerpo. Sentía como el agua le corría por la espalda y le goteaba de los cabellos. En el exterior debía estar lloviendo. El pozo era tan profundo que incluso de día la oscuridad era absoluta. No sabía cuánto tiempo llevaba ya allí. Podían ser días, podían ser años enteros. No tenía la menor idea. Quizá se habían olvidado de él. En aquella soledad impenetrable sólo existía un torbellino de pensamientos incoherentes. Tanteó a ciegas con su mano sobre la piedra húmeda, hasta que dio con los trozos de la manzana que había amontonado en el suelo después de haberlos separado cuidadosamente del jubón. Cogió un pedazo de piel. Lo apretó contra su rostro y aspiró el perfume ácido. Temía comérselo demasiado pronto, pero el hambre se le retorcía en el estómago como una culebra. Mordió un poco. Después se lo metió todo en la boca. Le dio unas cuantas vueltas con la lengua antes de tragarlo, mientras recordaba a la joven que le había dado la manzana. ¿Qué podían tener en común la reina de Nydgaal y el bufón del rey de Ofräem? Si no hubiera estado tan aterido de frío aquella pregunta le habría arrancado una sonrisa. O si recordara como era sonreír. No recordaba la última vez que lo había hecho. En lugar de una sonrisa su boca se torció en una mueca agria. Quizá todo aquello era una nueva burla del rey. Se acarició el lugar donde debía estar el dogal. Una vez había intentado quitárselo, pero era imposible porque ni siquiera podía tocarlo. Sus dedos no encontraban nada alrededor de su cuello. Brujería quizá. Seguramente se lo habían puesto cuando era aún muy pequeño, porque no lo recordaba. En realidad tenía la impresión de no recordar absolutamente nada. Como si jamás hubiera poseído un pasado. ¿Cómo había dicho ella...? Como si fuera un eterno recién nacido. Jamás le habían revelado su nombre ni su origen. En tiempos mejores sus compañeros de juego lo habían llamado Freyn, por llamarlo de alguna manera. El nombre lo había elegido él mismo, pero el rey le prohibía usar nombre alguno y sólo lo usaban sus amigos cuando nadie podía oírles. El resto de habitantes de castillo lo habían llamado siempre muchacho. Ahora lo llamaban bufón. Pero ella lo había llamado Arjesen. Frunció el ceño. Ese nombre no significaba nada para él. Se esforzó en recordar, en aquel lugar sin tiempo, repitiéndolo en su mente una y otra vez. Pero por fin solo consiguió que le sonara familiar de tanto pensar en él. La reina de Nydgaal y el bufón de Nérdegar, el dogal compartido, el nombre. ¿Cómo se relacionaban cosas tan dispares? Se sumió en un sueño inquieto, pensando en todo aquello.
Se despertó sobresaltado. No recordaba donde estaba. Creía haber abierto los ojos, pero no veía absolutamente nada. Una agónica contracción en la espalda al incorporarse se lo recordó de pronto. Volvió a caer al suelo. Sin embargo las molestias ya no eran tan insoportables. Conocía bien su cuerpo y pensó esperanzado que quizá ya habrían pasado unos cuatro días. La sensación de hambre sí que se había convertido en un constante tormento. No podía soportarlo más. Alargó la mano y se terminó uno a uno todos los trocitos de la manzana. Allí la humedad era espantosa, pero no podía beberse las piedras. Los charcos del suelo habían desaparecido. A rastras se acercó hasta la pared y pasó las manos sobre el muro circular intentando dar con alguna gota de agua. Cómo recordaba de estancias anteriores, contra el muro descansaban varios esqueletos. Aquellos que no habían tenido las fuerzas suficientes para volver a subir por la escalera de cuerda y se habían quedado allí para siempre. Después de un tiempo que le pareció interminable encontró un hilillo que caía desde un saliente de la piedra. Apartó una calavera de tacto grimoso. Se colocó debajo del lento goteo y se humedeció los labios hasta que se le agotó la paciencia. Le molestaba el cuello. Se sentía pegajoso, sucio y envarado. En realidad como se sentía la mayor parte del tiempo que estaba fuera de allí. De repente sintió que le abandonaban las fuerzas y se dejó caer otra vez al suelo. ¿Qué importaba estar dentro o fuera del pozo? En realidad era lo mismo. Sin embargo la reina de Nydgaal había querido ayudarlo. Una reina que parecía tan desvalida como él. Le había dado una manzana y un nombre. Se frotó el rostro con una mano, irritado. Los pensamientos se confundían en su mente y nada tenía sentido. Porque también lo había comparado con un perro callejero, aunque de eso ya no estaba tan seguro. En ese momento lo estaban azotando. Y casi había conseguido que lo mataran. O eso creía. La cabeza empezó a darle vueltas. Un día enloquecería allí abajo. De repente le pareció que sí había escuchado antes el nombre que ella había pronunciado. Pero no cuando era niño. No hacía tanto tiempo. Él estaba en el patio de armas. Lo habían sacado allí a la fuerza y dos mozos de cuadra le estaban propinando una buena tunda. Sabían que no podía defenderse. El rey se lo había repetido cientos de veces. No tenía derecho a devolver ningún golpe. No entendía a que venía aquella norma tan extraña. Como no entendía casi nada de lo que le pasaba. Hasta el último porquerizo de la fortaleza podía azotarlo si le apetecía. Y si se revolvía solo conseguía una paliza aún más brutal de la guardia real y que lo metieran otra vez en el pozo. De vez en cuando los jóvenes ociosos lo acusaban falsamente de haberse defendido, cuando ni siquiera se había acercado a molestarlos, sólo para disfrutar con el espectáculo de la zurra que le propinaban los soldados. No recordaba haber hecho nada para merecer ese trato. ¿O sí? Se hizo un ovillo. Una vez había intentado escapar. Todo había cambiado después de ese día. Fue cuando el rey lo convirtió en bufón o lo que fuera aquello que era, porque él consideraba que no se había hecho merecedor de tal nombre. En realidad su único mérito consistía en esquivar los golpes tan bien como podía y en caerse bastante a menudo. Antes de aquello su existencia había sido bastante agradable. No recibía más pescozones de los que recibe un pinche de cocina, aunque le habían dejado bien claro desde niño que era un prisionero en el castillo. Pero un día había intentado huir. Se preguntó si, de haber podido volver atrás, lo hubiera intentado otra vez, a pesar de todo lo que había ocurrido después. Pero en aquellos momentos se sentía incapaz de decidirlo. Estaba demasiado agotado. Se durmió con la sensación de que olvidaba algo importante.
Abrió los ojos. Tenía la mejilla helada. Había oído ese nombre antes. Arjesen. Hacía dos otoños. Él estaba en el patio y alguien había gritado ese nombre, casi como un rugido. Los mozos de cuadra dejaron de pegarle y se volvieron con curiosidad hacia la pequeña ventana a ras de suelo que se abría al nivel superior de las mazmorras. Era diminuta y oscura, pero de sus entrañas surgía el fragor de una lucha encarnizada y entre las voces de alarma alguien repetía ese nombre sin parar. De pronto el bufón comprendió que lo habían estado llamando a él. Se sintió aún más perdido, con los ojos abiertos en la oscuridad. Después suspiró. Ahora lamentaba haberse comido toda la manzana de golpe la última vez. No podía dejar de pensar en esa manzana y en el sabor que tenía. La boca se le llenó de saliva. Supuso que estaba muy mareado, porque el suelo del pozo oscilaba sin parar bajo él como si lo estuviera acunando.
Aquella vez no pudo descender al pozo por su propio pie con la escalerilla descolgada y decidieron bajarlo atado a una cuerda. No había ninguna tan larga y lo dejaron tendido en el suelo mientras la buscaban. No podía moverse. Ni siquiera abrió los ojos. Sentía lágrimas de dolor y de rabia en ellos y no quería que nadie las advirtiera. Desde que habían jugado al postre con él la primera vez el bufón no recordaba haber sufrido nunca un castigo tan duro. En medio de aquella niebla de dolor que lo envolvía lo asaltó la idea de que la razón de todo había sido la reina de Nydgaal. Finalmente no habían encontrado una cuerda lo suficientemente larga y tuvieron que empalmar dos. Se la pasaron por debajo de los brazos y se la anudaron en el pecho. Después lo arrojaron al pozo sin demasiados miramientos. El tirón de la cuerda contra su espalda le arrancó un gemido.
—Pues está vivo —dijo alguien por encima de su cabeza.
Tardaron bastante en hacerlo bajar. Cuando notaron que habían llegado al final del pozo, dejaron caer la cuerda sobre él. Casi le cubrió el rostro, pero le daba igual.
Bastante después se dijo que debía moverse para quedar boca abajo. Tener la espalda contra el suelo era una verdadera tortura. Pero aquel pensamiento se hizo eterno y no se movió. Por fin se obligó a volverse. No podía ser peor que las piedras y la cuerda contra su espalda. Pero sí que lo era. El esfuerzo lo hizo vomitar. Cuando terminó aquel simple movimiento, no sabía cuánto tiempo había transcurrido. Le ardía la espalda. En realidad le palpitaba todo el cuerpo con el intenso dolor. Cada vez que respiraba creía morir. Y al mismo tiempo sentía que se ahogaba, porque no se atrevía apenas a respirar. Pero no podía hacer nada. Sólo esperar a que aquello pasara. Como había hecho tantas otras veces. Deseo perder el conocimiento, pero era algo que nunca le había ocurrido por completo. Desgraciadamente. Al final solo el puro cansancio consiguió vencer aquel dolor omnipresente y llevarle hasta un sueño inquieto. Pero eso fue muchas horas después.
Cuando despertó quiso levantar un brazo para colocar la mano bajo su mejilla, que sentía entumecida contra la piedra húmeda. Pero no pudo y tuvo que quedarse como estaba. Notaba algo extraño bajo el pecho, además del nudo de la cuerda. Le pareció percibir cierto olor a manzana.
La siguiente vez que despertó consiguió moverse un poco. Ahora también le atormentaba el hambre confundiéndose con el latir de las heridas. Buscó entre los pliegues del jubón deslizando su mano entre su pecho y el suelo, pero sin alzarse. Como esperaba encontró una manzana aplastada. Luchando desesperadamente contra los rebeldes pliegues de ropa, consiguió tras tres tentativas, entre las que tuvo que intercalar prolongados descansos, sacar un trozo. Mientras tragaba casi a la fuerza, recordó vagamente detalles del banquete que le parecían incongruentes. Todo el episodio se le antojaba una pesadilla. Pero le costaba concentrarse a causa del sufrimiento que lo dominaba y no podía mantener el pensamiento fijo en un solo tema. Se mareaba y veía una confusión de imágenes. Se dio por vencido. Prefirió concentrase en algo más práctico, como recuperar uno a uno los pedazos de manzana de su jubón.
Lo despertó un estremecimiento de frío. El pozo estaba encharcado. A pesar del latigazo de dolor que sentía en la espalda, el bufón se acurrucó en el suelo intentando retener el calor de su cuerpo. Sentía como el agua le corría por la espalda y le goteaba de los cabellos. En el exterior debía estar lloviendo. El pozo era tan profundo que incluso de día la oscuridad era absoluta. No sabía cuánto tiempo llevaba ya allí. Podían ser días, podían ser años enteros. No tenía la menor idea. Quizá se habían olvidado de él. En aquella soledad impenetrable sólo existía un torbellino de pensamientos incoherentes. Tanteó a ciegas con su mano sobre la piedra húmeda, hasta que dio con los trozos de la manzana que había amontonado en el suelo después de haberlos separado cuidadosamente del jubón. Cogió un pedazo de piel. Lo apretó contra su rostro y aspiró el perfume ácido. Temía comérselo demasiado pronto, pero el hambre se le retorcía en el estómago como una culebra. Mordió un poco. Después se lo metió todo en la boca. Le dio unas cuantas vueltas con la lengua antes de tragarlo, mientras recordaba a la joven que le había dado la manzana. ¿Qué podían tener en común la reina de Nydgaal y el bufón del rey de Ofräem? Si no hubiera estado tan aterido de frío aquella pregunta le habría arrancado una sonrisa. O si recordara como era sonreír. No recordaba la última vez que lo había hecho. En lugar de una sonrisa su boca se torció en una mueca agria. Quizá todo aquello era una nueva burla del rey. Se acarició el lugar donde debía estar el dogal. Una vez había intentado quitárselo, pero era imposible porque ni siquiera podía tocarlo. Sus dedos no encontraban nada alrededor de su cuello. Brujería quizá. Seguramente se lo habían puesto cuando era aún muy pequeño, porque no lo recordaba. En realidad tenía la impresión de no recordar absolutamente nada. Como si jamás hubiera poseído un pasado. ¿Cómo había dicho ella...? Como si fuera un eterno recién nacido. Jamás le habían revelado su nombre ni su origen. En tiempos mejores sus compañeros de juego lo habían llamado Freyn, por llamarlo de alguna manera. El nombre lo había elegido él mismo, pero el rey le prohibía usar nombre alguno y sólo lo usaban sus amigos cuando nadie podía oírles. El resto de habitantes de castillo lo habían llamado siempre muchacho. Ahora lo llamaban bufón. Pero ella lo había llamado Arjesen. Frunció el ceño. Ese nombre no significaba nada para él. Se esforzó en recordar, en aquel lugar sin tiempo, repitiéndolo en su mente una y otra vez. Pero por fin solo consiguió que le sonara familiar de tanto pensar en él. La reina de Nydgaal y el bufón de Nérdegar, el dogal compartido, el nombre. ¿Cómo se relacionaban cosas tan dispares? Se sumió en un sueño inquieto, pensando en todo aquello.
Se despertó sobresaltado. No recordaba donde estaba. Creía haber abierto los ojos, pero no veía absolutamente nada. Una agónica contracción en la espalda al incorporarse se lo recordó de pronto. Volvió a caer al suelo. Sin embargo las molestias ya no eran tan insoportables. Conocía bien su cuerpo y pensó esperanzado que quizá ya habrían pasado unos cuatro días. La sensación de hambre sí que se había convertido en un constante tormento. No podía soportarlo más. Alargó la mano y se terminó uno a uno todos los trocitos de la manzana. Allí la humedad era espantosa, pero no podía beberse las piedras. Los charcos del suelo habían desaparecido. A rastras se acercó hasta la pared y pasó las manos sobre el muro circular intentando dar con alguna gota de agua. Cómo recordaba de estancias anteriores, contra el muro descansaban varios esqueletos. Aquellos que no habían tenido las fuerzas suficientes para volver a subir por la escalera de cuerda y se habían quedado allí para siempre. Después de un tiempo que le pareció interminable encontró un hilillo que caía desde un saliente de la piedra. Apartó una calavera de tacto grimoso. Se colocó debajo del lento goteo y se humedeció los labios hasta que se le agotó la paciencia. Le molestaba el cuello. Se sentía pegajoso, sucio y envarado. En realidad como se sentía la mayor parte del tiempo que estaba fuera de allí. De repente sintió que le abandonaban las fuerzas y se dejó caer otra vez al suelo. ¿Qué importaba estar dentro o fuera del pozo? En realidad era lo mismo. Sin embargo la reina de Nydgaal había querido ayudarlo. Una reina que parecía tan desvalida como él. Le había dado una manzana y un nombre. Se frotó el rostro con una mano, irritado. Los pensamientos se confundían en su mente y nada tenía sentido. Porque también lo había comparado con un perro callejero, aunque de eso ya no estaba tan seguro. En ese momento lo estaban azotando. Y casi había conseguido que lo mataran. O eso creía. La cabeza empezó a darle vueltas. Un día enloquecería allí abajo. De repente le pareció que sí había escuchado antes el nombre que ella había pronunciado. Pero no cuando era niño. No hacía tanto tiempo. Él estaba en el patio de armas. Lo habían sacado allí a la fuerza y dos mozos de cuadra le estaban propinando una buena tunda. Sabían que no podía defenderse. El rey se lo había repetido cientos de veces. No tenía derecho a devolver ningún golpe. No entendía a que venía aquella norma tan extraña. Como no entendía casi nada de lo que le pasaba. Hasta el último porquerizo de la fortaleza podía azotarlo si le apetecía. Y si se revolvía solo conseguía una paliza aún más brutal de la guardia real y que lo metieran otra vez en el pozo. De vez en cuando los jóvenes ociosos lo acusaban falsamente de haberse defendido, cuando ni siquiera se había acercado a molestarlos, sólo para disfrutar con el espectáculo de la zurra que le propinaban los soldados. No recordaba haber hecho nada para merecer ese trato. ¿O sí? Se hizo un ovillo. Una vez había intentado escapar. Todo había cambiado después de ese día. Fue cuando el rey lo convirtió en bufón o lo que fuera aquello que era, porque él consideraba que no se había hecho merecedor de tal nombre. En realidad su único mérito consistía en esquivar los golpes tan bien como podía y en caerse bastante a menudo. Antes de aquello su existencia había sido bastante agradable. No recibía más pescozones de los que recibe un pinche de cocina, aunque le habían dejado bien claro desde niño que era un prisionero en el castillo. Pero un día había intentado huir. Se preguntó si, de haber podido volver atrás, lo hubiera intentado otra vez, a pesar de todo lo que había ocurrido después. Pero en aquellos momentos se sentía incapaz de decidirlo. Estaba demasiado agotado. Se durmió con la sensación de que olvidaba algo importante.
Abrió los ojos. Tenía la mejilla helada. Había oído ese nombre antes. Arjesen. Hacía dos otoños. Él estaba en el patio y alguien había gritado ese nombre, casi como un rugido. Los mozos de cuadra dejaron de pegarle y se volvieron con curiosidad hacia la pequeña ventana a ras de suelo que se abría al nivel superior de las mazmorras. Era diminuta y oscura, pero de sus entrañas surgía el fragor de una lucha encarnizada y entre las voces de alarma alguien repetía ese nombre sin parar. De pronto el bufón comprendió que lo habían estado llamando a él. Se sintió aún más perdido, con los ojos abiertos en la oscuridad. Después suspiró. Ahora lamentaba haberse comido toda la manzana de golpe la última vez. No podía dejar de pensar en esa manzana y en el sabor que tenía. La boca se le llenó de saliva. Supuso que estaba muy mareado, porque el suelo del pozo oscilaba sin parar bajo él como si lo estuviera acunando.