16/01/2017 09:01 PM
El bufón - 3
Lo despertó el susurro de una escalera al deslizarse por la pared del pozo. Se levanto lentamente y se agarró a los escalones de cuerda para mantenerse en pie. La espalda ya no le molestaba, pero la debilidad que había quedado tras el dolor casi le impedía moverse. Después de un largo momento, empezó a trepar. A medio camino se detuvo y se abrazó a la escalera con todas sus fuerzas, balanceándose. Estaba tan mareado que temía caer. Cuando se hubo recuperado un poco continuó ascendiendo. Se sentía muy inseguro, con la vacilante cuerda bajo sus pies. Con la luz tuvo que cerrar los ojos y avanzar a ciegas. Palpó el borde de la pared con una mano. El aire libre le había despejado un poco, pero a pesar de sus denodados esfuerzos no conseguía izarse fuera del pozo. Lo intentó de nuevo y consiguió apoyar los codos sobre el borde. Se quedó quieto, tomando aliento y entreabrió los ojos. Dos soldados que estaban comiendo pan y queso sentados en el suelo lo observaban de vez en cuando.
—Ya era hora —exclamó uno de ellos levantándose.
—Ya te dije que saldría —le respondió su compañero—. Este siempre sale.
Arjesen apoyó los pies en las cuerdas y se izó del todo. Se quedó inmóvil, tendido cuan largo era, con los ojos clavados en las migajas que se esparcían por el suelo. Alargó la mano, pero uno de los soldados se la apartó de una patada.
—Todavía no. Antes tienes que ver al rey.
Los soldados lo levantaron y lo condujeron hasta el salón principal. Nérdegar y su dama Naradein estaban comiendo. Las viandas se extendían por toda la mesa hasta cubrirla por completo. Con solo aspirar el aire especiado y sabroso el joven sintió que se caía al suelo. Un soldado lo sostuvo por debajo del brazo.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó el rey con exquisita gentileza.
—No, mi señor —respondió Arjesen en voz baja, aunque sentía que las piernas le flaqueaban por momentos. Intentó no mirar la comida y volvió los ojos hacia las ventanas. Hacía un día nublado.
Nérdegar elevó las cejas mientras le arrancaba el muslo a una codorniz.
—Veo que la estancia en el pozo te ha sentado realmente bien —sonrió el rey lacónicamente—. Eres el único de mis prisioneros que siempre sale de él con muchísimo mejor aspecto que cuando entró. Y además sin hambre —aquello pareció hacerle gracia. Después continuó — La mayoría suelen morirse.
Arjesen bastante trabajo tenía con mantenerse en pie y no dijo nada. El rey se levantó de la mesa con la mitad de una codorniz asada en una mano y se acercó hasta él.
—Quizá debería mandarte allí abajo más a menudo.
El joven se volvió a mirarle. Sabía que debía hacerlo, si no quería enfurecerlo. Aunque la visión del ave asada lo estaba poniendo casi enfermo. Para evitarla se fijó en los iris grises del rey, preguntándose que querría esta vez. Nunca había conocido a nadie más retorcido.
—Puedo pasar sin ese placer —le respondió con cierta dificultad, porque tenía la boca reseca.
Esperaba un golpe, pero inexplicablemente a Nérdegar pareció agradarle aquella respuesta un tanto insolente. Le miró un momento, como recordaba que alguna vez le había mirado de niño. Pero enseguida todo aquello desapareció.
—¿Sabes cuantos días has estado en el pozo? —le preguntó.
—¿Cuatro? —respondió el joven frunciendo el ceño, inseguro.
El rey sacudió la cabeza en un lento gesto de negación.
—Diez.
Arjesen lo contempló, confuso.
—Quiero ver su espalda —le ordenó Nérdegar a uno de los soldados que le acompañaban.
Lo despojaron del andrajoso jubón y lo hicieron volverse.
—Apenas te quedan morados. ¿Está Thanagad perdiendo fuerzas, bufón? ¿A ti que te parece?
Arjesen apretó la mandíbula, airado. El rey estaba singularmente sarcástico esa mañana.
—¿Es qué no piensas contestar? —insistió el rey a su espalda.
Se tragó la humillación.
— Yo no he notado ninguna diferencia, mi señor —le contestó con la mayor frialdad que pudo. La rabia contenida hizo que su voz no temblara tanto de debilidad.
—Está bien. Puedes vestirte —. El rey volvió a la mesa. Naradein los contemplaba en silencio. Era apenas una chiquilla. A Arjesen le recordaba a la reina de Nydgaal por su extremada juventud. Los soldados le entregaron el jubón ensangrentado al joven. Se lo puso con cierta torpeza. Después esperó preguntándose cuánto tiempo más iba a durar aquella pantomima. Deseaba irse cuanto antes para encontrar un trozo de pan en cualquier rincón y un buen vaso de agua fresca. Realmente lo necesitaba. Sentía que el suelo se balanceaba bajo sus pies y quería vomitar, aunque no tenía nada en el estómago.
Pero el rey le hizo un gesto.
—Siéntate. Hoy comerás conmigo.
El joven no hizo ningún movimiento. Estaba demasiado sorprendido.
El mayordomo apartó una silla de la mesa y le dirigió una mirada un tanto angustiada para que obedeciera de inmediato. Arjesen no supo muy bien si la angustia era por él o por sí mismo. De todas formas aceptó la silla que le ofrecían. Se acercó con paso vacilante y se sentó. Tenía la visión borrosa. Apoyó el codo en la mesa para poder recostar la cabeza en su mano.
El mayordomo le sirvió un plato de ternera y setas.
—No te equivoques —le dijo Nérdegar algo abstraído—. Mañana todo volverá ser igual que siempre.
El joven dudó antes de tomar el tenedor que había junto al plato. En el fondo le repugnaba aceptar la comida de Nérdegar a pesar del hambre que sentía. El rey sonrió al advertir aquel gesto.
—Come. Te aseguro que mañana te hará falta.
Aunque le hubiera parecido imposible un momento antes, aquel comentario casi consiguió quitarle el apetito. Pero se obligó a comer. Sabía que de una u otra forma lo que decía el rey sería una realidad al día siguiente. Cuando empezó a tragar tuvo que hacer un esfuerzo para contener las arcadas. Su estómago no aceptaba la comida. Se había acostumbrado al ayuno. Pero después de los primeros bocados empezó a poseerle una voracidad incontrolable. El joven no recordaba haber comido nunca nada tan suculento. Ni siquiera de niño. Consiguió sentarse erguido.
—Es un muchacho guapo, ¿no te parece Naradein? —preguntó el rey ensimismado, mientras lo miraba.
El joven levantó los ojos sin dejar de comer. Masticaba con cuidado y tragaba con bastantes pausas para evitar las náuseas. La dama Naradein le lanzó un vistazo ausente. Tenía más o menos la misma edad que la reina de Nydgaal, pero Arjesen pensó que no poseía ni su belleza ni la fascinante chispa de brío y vivacidad que había visto brillar en los ojos de Briseyd. Seguro que así sería menos molesta para el rey, pensó.
—Sí —respondió la dama. Después de un momento se dedicó a comer otra vez.
—¿Has estado ya con alguna mujer? —le preguntó Nérdegar al joven, siempre en el mismo tono displicente. Aquella pregunta casi hizo que Arjesen se atragantara con la comida.
—¿Qué? —preguntó como si no le entendiera. El rey había extendido por todo el castillo la orden de que nadie hablara ni una palabra más de lo imprescindible con él, bajo pena de veinte latigazos. Así que no conocía a nadie realmente ni tenía amigos ni siquiera conocidos. La mayoría de la gente solía tratarlo como a un apestado y el resto, simplemente, o lo ignoraba o se dedicaba a golpearlo. Y desde luego ninguna mujer lo miraba dos veces seguidas. O quizá sí, pero sólo lo miraban. Desde luego nunca se habían acercado a hablarle.
—Pero no estoy seguro de que tengas la edad suficiente. ¿No te parece? —. Ante la expresión desorientada del joven el rey elevó las cejas—. Es cierto. No sabes qué edad tienes. Ni siquiera conoces tu nombre. Sin embargo, a mí me parece que eres demasiado joven todavía. Aunque Caens insiste en que ya ha llegado el momento.
Arjesen siguió comiendo. Esperaba haberse terminado la mayor parte del plato antes de que el rey se cansara de él y lo echara de allí.
—¿Te gustaría? —le preguntó Nérdegar.
—Dudo mucho que ninguna mujer quiera acercarse a mí —le respondió Arjesen sin mirarlo. No entendía que importancia podía tener su vida sexual para Nérdegar o para Caens de Nydgaal. Pero tampoco lo preguntó. Nérdegar nunca decía más de lo quería decir.
—Yo podría solucionar eso.
Por fin el joven levantó los ojos hacia el rey, con desconfianza. Sabía desde hacía mucho tiempo que la generosidad no era una de sus virtudes. Dudó antes de llevarse la copa de vino a los labios. No estaba acostumbrado a beber más que agua. Pero tenía la garganta como un rastrillo y necesitaba algo para ayudar a pasar la carne. La apuró hasta el final.
—No —le dijo. Ya tenía suficiente con haber aceptado su comida. Si no hubiera estado tan hambriento, en realidad se la habría escupido a la cara. Sabía por experiencia que cualquier cosa que el rey deseara no podía ser buena para él. De alguna u otra manera lo engañaría o lo perjudicaría. Y si no era así seguramente es que esperaba obtener algún provecho, aunque el joven no llegara a imaginar cómo. Y eso era algo que no estaba dispuesto a concederle de ninguna manera. Así que decidió negarse, aunque no fuera por falta de ganas.
—Avísame cuando cambies de opinión —le replicó Nérdegar.
Hizo un gesto un tanto brusco. Los soldados lo arrancaron de la silla y se lo llevaron de allí a empellones. El plato de Arjesen estaba aún casi entero.
Mientras se lo llevaban, Nérdegar pensó que el joven estaba demostrando ser más inteligente de lo que había creído. Esbozó una sonrisa ensimismada.
Lo despertó el susurro de una escalera al deslizarse por la pared del pozo. Se levanto lentamente y se agarró a los escalones de cuerda para mantenerse en pie. La espalda ya no le molestaba, pero la debilidad que había quedado tras el dolor casi le impedía moverse. Después de un largo momento, empezó a trepar. A medio camino se detuvo y se abrazó a la escalera con todas sus fuerzas, balanceándose. Estaba tan mareado que temía caer. Cuando se hubo recuperado un poco continuó ascendiendo. Se sentía muy inseguro, con la vacilante cuerda bajo sus pies. Con la luz tuvo que cerrar los ojos y avanzar a ciegas. Palpó el borde de la pared con una mano. El aire libre le había despejado un poco, pero a pesar de sus denodados esfuerzos no conseguía izarse fuera del pozo. Lo intentó de nuevo y consiguió apoyar los codos sobre el borde. Se quedó quieto, tomando aliento y entreabrió los ojos. Dos soldados que estaban comiendo pan y queso sentados en el suelo lo observaban de vez en cuando.
—Ya era hora —exclamó uno de ellos levantándose.
—Ya te dije que saldría —le respondió su compañero—. Este siempre sale.
Arjesen apoyó los pies en las cuerdas y se izó del todo. Se quedó inmóvil, tendido cuan largo era, con los ojos clavados en las migajas que se esparcían por el suelo. Alargó la mano, pero uno de los soldados se la apartó de una patada.
—Todavía no. Antes tienes que ver al rey.
Los soldados lo levantaron y lo condujeron hasta el salón principal. Nérdegar y su dama Naradein estaban comiendo. Las viandas se extendían por toda la mesa hasta cubrirla por completo. Con solo aspirar el aire especiado y sabroso el joven sintió que se caía al suelo. Un soldado lo sostuvo por debajo del brazo.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó el rey con exquisita gentileza.
—No, mi señor —respondió Arjesen en voz baja, aunque sentía que las piernas le flaqueaban por momentos. Intentó no mirar la comida y volvió los ojos hacia las ventanas. Hacía un día nublado.
Nérdegar elevó las cejas mientras le arrancaba el muslo a una codorniz.
—Veo que la estancia en el pozo te ha sentado realmente bien —sonrió el rey lacónicamente—. Eres el único de mis prisioneros que siempre sale de él con muchísimo mejor aspecto que cuando entró. Y además sin hambre —aquello pareció hacerle gracia. Después continuó — La mayoría suelen morirse.
Arjesen bastante trabajo tenía con mantenerse en pie y no dijo nada. El rey se levantó de la mesa con la mitad de una codorniz asada en una mano y se acercó hasta él.
—Quizá debería mandarte allí abajo más a menudo.
El joven se volvió a mirarle. Sabía que debía hacerlo, si no quería enfurecerlo. Aunque la visión del ave asada lo estaba poniendo casi enfermo. Para evitarla se fijó en los iris grises del rey, preguntándose que querría esta vez. Nunca había conocido a nadie más retorcido.
—Puedo pasar sin ese placer —le respondió con cierta dificultad, porque tenía la boca reseca.
Esperaba un golpe, pero inexplicablemente a Nérdegar pareció agradarle aquella respuesta un tanto insolente. Le miró un momento, como recordaba que alguna vez le había mirado de niño. Pero enseguida todo aquello desapareció.
—¿Sabes cuantos días has estado en el pozo? —le preguntó.
—¿Cuatro? —respondió el joven frunciendo el ceño, inseguro.
El rey sacudió la cabeza en un lento gesto de negación.
—Diez.
Arjesen lo contempló, confuso.
—Quiero ver su espalda —le ordenó Nérdegar a uno de los soldados que le acompañaban.
Lo despojaron del andrajoso jubón y lo hicieron volverse.
—Apenas te quedan morados. ¿Está Thanagad perdiendo fuerzas, bufón? ¿A ti que te parece?
Arjesen apretó la mandíbula, airado. El rey estaba singularmente sarcástico esa mañana.
—¿Es qué no piensas contestar? —insistió el rey a su espalda.
Se tragó la humillación.
— Yo no he notado ninguna diferencia, mi señor —le contestó con la mayor frialdad que pudo. La rabia contenida hizo que su voz no temblara tanto de debilidad.
—Está bien. Puedes vestirte —. El rey volvió a la mesa. Naradein los contemplaba en silencio. Era apenas una chiquilla. A Arjesen le recordaba a la reina de Nydgaal por su extremada juventud. Los soldados le entregaron el jubón ensangrentado al joven. Se lo puso con cierta torpeza. Después esperó preguntándose cuánto tiempo más iba a durar aquella pantomima. Deseaba irse cuanto antes para encontrar un trozo de pan en cualquier rincón y un buen vaso de agua fresca. Realmente lo necesitaba. Sentía que el suelo se balanceaba bajo sus pies y quería vomitar, aunque no tenía nada en el estómago.
Pero el rey le hizo un gesto.
—Siéntate. Hoy comerás conmigo.
El joven no hizo ningún movimiento. Estaba demasiado sorprendido.
El mayordomo apartó una silla de la mesa y le dirigió una mirada un tanto angustiada para que obedeciera de inmediato. Arjesen no supo muy bien si la angustia era por él o por sí mismo. De todas formas aceptó la silla que le ofrecían. Se acercó con paso vacilante y se sentó. Tenía la visión borrosa. Apoyó el codo en la mesa para poder recostar la cabeza en su mano.
El mayordomo le sirvió un plato de ternera y setas.
—No te equivoques —le dijo Nérdegar algo abstraído—. Mañana todo volverá ser igual que siempre.
El joven dudó antes de tomar el tenedor que había junto al plato. En el fondo le repugnaba aceptar la comida de Nérdegar a pesar del hambre que sentía. El rey sonrió al advertir aquel gesto.
—Come. Te aseguro que mañana te hará falta.
Aunque le hubiera parecido imposible un momento antes, aquel comentario casi consiguió quitarle el apetito. Pero se obligó a comer. Sabía que de una u otra forma lo que decía el rey sería una realidad al día siguiente. Cuando empezó a tragar tuvo que hacer un esfuerzo para contener las arcadas. Su estómago no aceptaba la comida. Se había acostumbrado al ayuno. Pero después de los primeros bocados empezó a poseerle una voracidad incontrolable. El joven no recordaba haber comido nunca nada tan suculento. Ni siquiera de niño. Consiguió sentarse erguido.
—Es un muchacho guapo, ¿no te parece Naradein? —preguntó el rey ensimismado, mientras lo miraba.
El joven levantó los ojos sin dejar de comer. Masticaba con cuidado y tragaba con bastantes pausas para evitar las náuseas. La dama Naradein le lanzó un vistazo ausente. Tenía más o menos la misma edad que la reina de Nydgaal, pero Arjesen pensó que no poseía ni su belleza ni la fascinante chispa de brío y vivacidad que había visto brillar en los ojos de Briseyd. Seguro que así sería menos molesta para el rey, pensó.
—Sí —respondió la dama. Después de un momento se dedicó a comer otra vez.
—¿Has estado ya con alguna mujer? —le preguntó Nérdegar al joven, siempre en el mismo tono displicente. Aquella pregunta casi hizo que Arjesen se atragantara con la comida.
—¿Qué? —preguntó como si no le entendiera. El rey había extendido por todo el castillo la orden de que nadie hablara ni una palabra más de lo imprescindible con él, bajo pena de veinte latigazos. Así que no conocía a nadie realmente ni tenía amigos ni siquiera conocidos. La mayoría de la gente solía tratarlo como a un apestado y el resto, simplemente, o lo ignoraba o se dedicaba a golpearlo. Y desde luego ninguna mujer lo miraba dos veces seguidas. O quizá sí, pero sólo lo miraban. Desde luego nunca se habían acercado a hablarle.
—Pero no estoy seguro de que tengas la edad suficiente. ¿No te parece? —. Ante la expresión desorientada del joven el rey elevó las cejas—. Es cierto. No sabes qué edad tienes. Ni siquiera conoces tu nombre. Sin embargo, a mí me parece que eres demasiado joven todavía. Aunque Caens insiste en que ya ha llegado el momento.
Arjesen siguió comiendo. Esperaba haberse terminado la mayor parte del plato antes de que el rey se cansara de él y lo echara de allí.
—¿Te gustaría? —le preguntó Nérdegar.
—Dudo mucho que ninguna mujer quiera acercarse a mí —le respondió Arjesen sin mirarlo. No entendía que importancia podía tener su vida sexual para Nérdegar o para Caens de Nydgaal. Pero tampoco lo preguntó. Nérdegar nunca decía más de lo quería decir.
—Yo podría solucionar eso.
Por fin el joven levantó los ojos hacia el rey, con desconfianza. Sabía desde hacía mucho tiempo que la generosidad no era una de sus virtudes. Dudó antes de llevarse la copa de vino a los labios. No estaba acostumbrado a beber más que agua. Pero tenía la garganta como un rastrillo y necesitaba algo para ayudar a pasar la carne. La apuró hasta el final.
—No —le dijo. Ya tenía suficiente con haber aceptado su comida. Si no hubiera estado tan hambriento, en realidad se la habría escupido a la cara. Sabía por experiencia que cualquier cosa que el rey deseara no podía ser buena para él. De alguna u otra manera lo engañaría o lo perjudicaría. Y si no era así seguramente es que esperaba obtener algún provecho, aunque el joven no llegara a imaginar cómo. Y eso era algo que no estaba dispuesto a concederle de ninguna manera. Así que decidió negarse, aunque no fuera por falta de ganas.
—Avísame cuando cambies de opinión —le replicó Nérdegar.
Hizo un gesto un tanto brusco. Los soldados lo arrancaron de la silla y se lo llevaron de allí a empellones. El plato de Arjesen estaba aún casi entero.
Mientras se lo llevaban, Nérdegar pensó que el joven estaba demostrando ser más inteligente de lo que había creído. Esbozó una sonrisa ensimismada.