28/01/2017 10:02 AM
El bufón - 4
Los soldados arrojaron al bufón más allá del umbral de la torre de homenaje y éste trastabilló hasta quedar sentado en los escalones. Un fugaz rayo de sol sobre su rostro le arrancó un suspiró, pero su estómago rugía constantemente pidiendo más comida, así que puso en pie y terminó de bajar la escalera. Afortunadamente el pozo no estaba muy lejos porque avanzaba por las sombrías callejas dando tumbos. Ya no sabía si era a causa del vino o del hambre. Cuando llegó al pozo había una anciana sacando agua y esperó pacientemente a que acabara, procurando no perder el equilibrio. Antes de que pudiera beber, varias mujeres pasaron por su lado como si él no estuviera allí y empezaron a bajar y subir el cubo para llenar sus cántaros, mientras charlaban alegremente. Les hubiera pedido un poco de agua, pero sabía que no podía hacerlo. Así que se sentó en el suelo, recostado contra el brocal, aún mareado y con la boca seca, y esperó otra vez. Tardaron un buen rato en terminar. En cuanto se alejaron se puso en pie con algún esfuerzo, con una sed tan espantosa que si hubiera llegado alguien más antes de que consiguiera sacar un poco de agua se hubiera arrojado al pozo de cabeza. Subió el cubo y bebió directamente de él hasta que no pudo más. Se sentía un poco más despejado, aunque empezó a temblar. Estaba prácticamente empapado y ya hacía frío. La poca comida que había probado en la mesa de Nérdegar le había despertado aún más el apetito.
Se dirigió al comedor de la guardia. No era un lugar que le gustara demasiado. Allí siempre recibía algún golpe, pero era invariablemente donde más comida había por el suelo. Pocas veces se atrevía a coger algo que estuviera sobre las mesas a no ser que el comedor se encontrara vacío, lo que no ocurría muy a menudo. Para su contrariedad oyó un clamor de voces broncas atronando en la amplia estancia. Si no hubiera estado tan hambriento, habría dado media vuelta para regresar más tarde, pero decidió arriesgarse. Sólo esperaba que los presentes no estuvieran demasiado borrachos. Cuando atravesó la puerta nadie pareció advertir su presencia. Arrugó el ceño. Había varios perros alrededor de las mesas. Maldijo su mala suerte. Apenas quedaría nada. Se sentó en el suelo, ceñudo y escrutando entre la paja esparcida.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó una voz sobre él.
Levantó la cabeza y se encontró con un capitán picado de viruela. Le sonaba su cara roída y creyó recordar que había participado en el juego del postre. Parecía mirarle con muy pocas simpatías.
—¿Tienes hambre, perro?
Arrancó un trozo del pan que estaba mordiendo y se lo lanzó un poco más lejos.
—Ve a buscarlo.
Arjesen no se movió y recibió una fuerte patada en el costado que casi lo tumbó de lado. Eso le confirmaba lo que ya sabía: no debería haber entrado allí tan pronto. Se levantó. Era mucho más alto que el capitán.
—Ve a buscarlo tú —le dijo con calma.
Sabía que no podía golpearlo, pero no existía ninguna orden que le impidiera contestar. El rostro del hombre se contrajo de furia.
—¿Quién te crees que eres para replicarme de esa manera? Tú, mierda de bufón, que vales menos que una cagada de vaca.
El hombre lo aferró por la muñeca, pero Arjesen consiguió escurrirse de entre sus dedos y se alejó dos pasos. Al comprobar el temperamento encendido del aquel capitán se le había ocurrido de repente como conseguir el pan que llevaba en la mano y darle a la vez una lección. Sólo esperaba que su cuerpo le respondiera. Se puso en tensión.
—Hasta una cagada de vaca es más presentable que tú, cara de queso podrido —le provocó hablándole con todo el desprecio que pudo encontrar en su interior. Y era bastante.
El capitán enrojeció e intentó golpearlo dos veces con el puño. Las dos veces Arjesen lo esquivó fácilmente. Había conseguido ponerlo furioso. Retrocedió hasta el muro y dejó que lo acorralara contra él. El hombre le lanzó un puñetazo al estómago. El bufón se apartó en el último instante con un movimiento tan natural que parecía no costarle el más mínimo esfuerzo.
—¡Maldito cerdo! —gritó el capitán cuando su puño se estrelló contra la piedra—. Te vas a enterar.
El dolor le hizo soltar el pan que tenía en la otra mano. Se frotó los nudillos ensangrentados.
—Vamos, no acuses al chico de tu torpeza —se rió alguien—. Tú mismo te has peleado con la pared.
Las risas se extendieron de inmediato por el comedor.
Con un movimiento rápido de su mano Arjesen cogió el pan antes de que lo alcanzara uno de los perros y se incorporó de un salto. Atravesó la puerta sin volverse, perseguido por las maldiciones del capitán y las carcajadas del resto de hombres.
Apenas había alcanzado la esquina cuando tuvo que detenerse con la sensación de que iba a caerse redondo al suelo. Apoyándose en la pared, buscó una calleja lateral y se sentó. Se comió el pan con avidez. Después cerró los ojos esperando que se le pasara el mareo, pero al notar que lo observaban volvió a abrirlos. En la bocacalle, recortado contra la luz de la plaza, se había detenido un hombre achaparrado que llevaba a hombros a un niño de pocos años. El desconocido esbozó una débil sonrisa y Arjesen lo reconoció. Era el caballerizo del rey. En otros tiempos aquel hombre lo había tratado como a su propio hijo. El caballerizo echó un vistazo a la plaza y luego a la oscura calleja desierta, indeciso. Por fin se acercó y se detuvo ante Arjesen. Bajó a su hijo hasta el suelo, frente al joven. Después se acuclilló junto al niño.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó con gravedad.
Era evidente que le habían llegado noticias de lo ocurrido en el banquete de hacía diez días.
—Bien —respondió Arjesen, algo lacónico.
El niño agarró un mechón de Arjesen y empezó a tirar de él. Se rió con expresión traviesa. El caballerizo enarcó las cejas, mientras observaba como el bufón jugaba distraídamente con su hijo. O las noticias que le habían llegado eran exageradas o el muchacho no estaba tan bien como decía.
—¿Con qué te golpeó Thanagad?
Arjesen lo miró extrañado de que le hiciera aquella pregunta. Apartó con suavidad la mano del niño de su cara.
—¿Qué importancia tiene eso?
—Tú dímelo —insistió el hombre.
—Con su espada.
Eso era lo que el caballerizo había oído.
—¿Cinco ¿Seis veces?
El joven levantó la cabeza, mirándolo como si ambos estuvieran hablando de temas diferentes.
—No conté los golpes —le respondió con amarga ironía—. Hasta que se le cayó la espada de la mano. Me dedicó toda su atención durante casi una hora.
El rostro rubicundo del caballerizo se endureció. Contuvo un gesto de ira.
—¡Por todos los dioses!
Después acarició la cabeza de su hijo, ensimismado.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —. Se calló. Dos mujeres cruzaban en ese momento la bocacalle—. Cualquier hombre estaría muerto después de eso —terminó cuando hubieron desaparecido.
El joven le devolvió la mirada. Parecía confuso.
—¿A dónde quieres ir a parar, Dewrer? —murmuró.
Pero el caballerizo parecía sumido en sus propias reflexiones.
—¿No recuerdas nada anterior a tu llegada a Ofräem?
—No. ¿Por qué me estás haciendo todas estas preguntas? —insistió Arjesen.
El caballerizo sacudió la cabeza de hirsuta cabellera castaña como si quisiera morderse la lengua para no decir más. Inesperadamente su expresión tensa desapareció tras una súbita reserva. Contempló con fijeza al bufón. Después se volvió a su hijo con una expresión pesarosa y angustiada.
—Olvida todo lo que te he dicho.
—¿Qué olvide el qué? —exclamó Arjesen en voz baja, cada vez más desconcertado.
Vio a dos soldados que cruzaban la plaza para enfilar el sucio callejón.
—Es mejor que te vayas, Dewrer.
El hombre volvió la cabeza para mirar en la misma dirección y asintió.
—Cuídate tanto como puedas —le sonrió con tristeza antes de levantarse
Cogió a su hijo y se lo cargó a hombros. De pronto se volvió.
—No te lo he dicho. Mi hijo se llama Freyn. Ya sabes por quién.
Aquel era el nombre que él mismo se había dado de niño, pero Arjesen hubiera preferido no saberlo. Era otro peso más que llevar a cuestas. Durante los doce primeros años que había pasado en la fortaleza había creado lazos muy fuertes con algunos de los habitantes del castillo. Y ahora cada una de aquellas personas a las que había querido como a la familia que nunca había tenido, formaban los eslabones de la férrea cadena con la que Nérdegar lo sujetaba sin remedio a su trono. La amenaza del hacha pendía siempre sobre sus cabezas, dispuesta a caer sobre cualquiera de ellos en cuanto Arjesen osara hacer el menor movimiento para sacudirse el yugo del rey. En una ocasión Nérdegar le había demostrado ya amargamente hasta donde era capaz de llegar. Aquel pensamiento lo puso de un humor terriblemente sombrío. Los dos soldados pasaron por su lado.
—No puedes estar aquí —le dijo uno de ellos sin detenerse—. El rey no quiere que andes escondido por los rincones. Vete a la plaza.
Se levantó con gesto cansado, pero no se encaminó a la plaza. Aún tenía hambre y se dirigió a la bodega del castillo. Hacía las veces de improvisada taberna y la regentaba el hombre que se encargaba del suministro de vinos para Nérdegar.
Nada mas atravesar la puerta lo recibió un trozo de lechuga que le dio en el rostro.
—¿Ya vuelves a estar aquí? Te he dicho mil veces que no quiero que vengas. No traes más que problemas y me espantas a la clientela con esa pinta.
El hombrecillo calvo y abotargado lo contempló con una mueca desde detrás del mostrador. Arjesen había entrado en uno de los escasos momentos en que la taberna estaba vacía.
—Entonces déjame coger lo que pueda y me marcharé enseguida, Ogerne —le respondió el joven.
—¿Cómo puedo deshacerme de ti, bufón? Cada vez que vienes tendría que denunciarte a la guardia y decirles que me has golpeado. Así seguro que no regresarías.
Arjesen se había inclinado para coger un trozo mordido de panceta. Le daba un poco de asco, pero no estaba en situación de hacerse el remilgado. Se irguió y miró al tabernero algo preocupado, pero finalmente decidió que el hombre no hablaba en serio. Renegaba mucho, pero no era mala persona. Tenía la impresión de que le trataba de aquella manera debido tan solo al miedo que le causaba la ira del rey.
—Regresaría igual. Tengo que comer, ¿sabes? —le respondió mientras se dirigía a la siguiente mesa.
Por un momento el tabernero no supo que decir, pero Arjesen, arrodillado tras las sillas, no advirtió su mirada contrita.
El bufón se levantó. Sobre la última de las mesas quedaba un resto de queso que parecía casi entero. Al verlo Arjesen tragó saliva. Aquello era un verdadero banquete, pero no estaba seguro de que el tabernero le dejara cogerlo. Todavía se podía aprovechar. Lo miró.
—Maldita sea —dijo el tabernero, irritado—. No quiero ni verte —gruñó y se fue hacia la bodega llevándose varias jarras vacías—. Cuando salga ya no quiero que estés aquí.
Arjesen esbozó un mohín pensativo mientras recogía el pedazo de queso. Había otro trozo de pan en una esquina del suelo. Estaba duro como una piedra, pero se lo llevó igualmente. Después salió de la taberna.
Al atravesar el umbral, se dio de bruces con un grupo de jóvenes. Lo empujaron hacia atrás.
—Mira por dónde vas, idiota.
Arjesen dio un respingo. Los conocía. Elegantemente vestidos y de porte orgulloso. Una vez se habían quejado a la guardia de él, cuando ni siquiera sabía aún quienes eran ni les había visto las caras, y eso le había costado una buena tunda y tres días en el pozo. Después lo habían vuelto a denunciar dos veces más, sin motivo. Lo encontraban divertido. Había sabido que uno de ellos se llamaba Vrenar: el más alto, de cabello oscuro y facciones rudas y angulosas, que ahora le estaba mirando con una sonrisa torcida. Era el hijo de Thanagad.
—Mira a quien tenemos aquí —al decir esto le dio un golpe en la nuca con la palma de la mano. Era un poco más bajo que él—. Al bufón del rey.
Arjesen retrocedió sin decir nada. Intentó marcharse en dirección contraria, pero Vrenar lo agarró del brazo con mano de hierro.
—No te vayas tan deprisa —le dijo en tono burlón—. ¿Por qué no nos entretienes un poco? Da unas volteretas o haz alguna de esas cosas tan graciosas que hacen los bufones. Si nos haces reír, te dejaremos marchar.
—Vete a la mierda —le escupió Arjesen con ira. Prefería que se enfurecieran y le pegaran de una vez ellos mismos, antes de que volvieran a denunciarle a la guardia y eso le costara una paliza aún peor y otra bajada al pozo. Acababa de salir de allí y no le apetecía volver. Si se apaciguaban pegándole, quizá se sintieran satisfechos sólo con eso y se olvidarían de lo demás.
Recibió un rudo golpe en la cabeza y chocó contra la pared.
—¿Qué forma de hablarme es esa? —le increpó Vrenar.
El bufón sacudió la cabeza, dolorido.
—Tienes manos de mantequilla —le dijo, aunque el golpe había sido bastante fuerte.
—Al suelo con él —dijo Vrenar.
Lo tumbaron entre los cinco y empezaron a darle patadas. Se encogió tanto como pudo protegiéndose la cabeza con los brazos. Afortunadamente eran hijos de cortesanos y comerciantes y llevaban caras botas de suela blanda. Nada que ver con las duras botas de los guardias.
—¿Qué llevas en la mano? —preguntó Vrenar al ver que, a pesar de los golpes, el bufón no soltaba lo que tenía en ella. Intentó aferrarle el brazo, pero Arjesen se le adelantó y lo esquivó—. Sujetadlo —dijo. Lo inmovilizaron entre todos a pesar de su denodada resistencia y Vrenar tuvo que abrirle los dedos a la fuerza. Uno a uno—. ¿Un pedazo de queso? —se sorprendió. Seguramente pensaba que no era nada del otro mundo—. ¿Es ésta tu cena, bufón? Pues mira lo que hago con ella.
Arjesen, sujeto contra el suelo, contempló con una mueca como la bota de Vrenar hacia puré el queso contra el empedrado.
—Ahora será de tu gusto. Es una cena más adecuada para ti.
Mientras mantenía el brazo del bufón aprisionado bajo su rodilla, sacó la daga. La posó sobre el meñique de Arjesen. El bufón, tumbado en el suelo e incapaz de desasirse, levantó los ojos hacia el rostro alargado y de expresión tiránica que tenía justo encima, sin lograr hacerse una idea de lo que pretendía aquel endemoniado noble. La afilada hoja se clavó en el nacimiento de su dedo cortando la carne hasta llegar al hueso. Arjesen se retorció en vano. Un alarido roto se escapó de su garganta. De repente una mano crispada se aferró a la muñeca de Vrenan y le detuvo.
—¿Qué haces? —exclamó espantado el joven de ojos claros que tenía al lado.
El forcejeo que mantenían ambos nobles apenas consiguió apartar la hoja de la carne.
—Suéltame, Grae. Quiero ese dedo —masculló Vrenan sin dejarse vencer. Sus ojos relucían como los de un demonio.
—¿Para qué narices quieres el dedo de un bufón? —se sobresaltó otra voz.
—Eso es cosa mía —murmuró Vrenan. Parecía decidido hasta un punto que resultaba incomprensible.
—Si lo haces el rey te despellejará. Y a nosotros contigo—. Había una nota de terror en la voz del joven llamado Grae que le contenía.
El resto de manos habían soltado su presa una tras otra al advertir el peligroso giro que había tomado aquel encuentro. Arjesen aprovechó para zafarse. Consiguió retirar su brazo de un brusco tirón, dejándose un buen trozo de piel y carne bajo la hoja de Vrenan, pero con el dedo aún entero y unido a su mano.
Vrenan se mordía los finos labios, considerando hasta qué punto la posición de su padre en la corte podía protegerle. De golpe se incorporó y se guardó la daga en el cinto, mientras Arjesen seguía mirándole sin aliento desde en el suelo. Grae soltó a su camarada, pero antes de volverse Vrenan le lanzó a una patada al bufón en plena cara que éste esquivó por poco.
Grae se llevó a Vrenan casi a rastras. Desparecieron por la esquina, mientras Arjesen aún los seguía con la mirada, aferrándose el dedo herido. Luego se tendió en el suelo, ignorado por los transeúntes que pasaban de vez en cuando por aquella calle. Solo al cabo de un largo momento se incorporó. Se pasó la mano sana por la cara y notó sangre en la boca. No había salido tan mal parado. Sólo tenía unas cuantas contusiones y un corte en el labio. Y un dedo medio arrancado. Se sintió desanimado al mirar el pedazo de queso. Recogió lo poco que quedaba intentando quitarle en vano la tierra. Solo consiguió llenarlo de sangre. Apretó la mandíbula, airado, mientras arrancaba una tira de su maltrecho jubón para envolverse el meñique. ¿Por qué cojones quería el lunático de Vrenar un dedo suyo? Algún día se daría el gusto de darles una paliza a aquellos zopencos al coste que fuera. Se había quedado otra vez prácticamente sin nada que comer. Y no habría mercado hasta el día siguiente. Sacudió la cabeza para despejarse un poco, se puso en pie y se encaminó a la herrería.
Los soldados arrojaron al bufón más allá del umbral de la torre de homenaje y éste trastabilló hasta quedar sentado en los escalones. Un fugaz rayo de sol sobre su rostro le arrancó un suspiró, pero su estómago rugía constantemente pidiendo más comida, así que puso en pie y terminó de bajar la escalera. Afortunadamente el pozo no estaba muy lejos porque avanzaba por las sombrías callejas dando tumbos. Ya no sabía si era a causa del vino o del hambre. Cuando llegó al pozo había una anciana sacando agua y esperó pacientemente a que acabara, procurando no perder el equilibrio. Antes de que pudiera beber, varias mujeres pasaron por su lado como si él no estuviera allí y empezaron a bajar y subir el cubo para llenar sus cántaros, mientras charlaban alegremente. Les hubiera pedido un poco de agua, pero sabía que no podía hacerlo. Así que se sentó en el suelo, recostado contra el brocal, aún mareado y con la boca seca, y esperó otra vez. Tardaron un buen rato en terminar. En cuanto se alejaron se puso en pie con algún esfuerzo, con una sed tan espantosa que si hubiera llegado alguien más antes de que consiguiera sacar un poco de agua se hubiera arrojado al pozo de cabeza. Subió el cubo y bebió directamente de él hasta que no pudo más. Se sentía un poco más despejado, aunque empezó a temblar. Estaba prácticamente empapado y ya hacía frío. La poca comida que había probado en la mesa de Nérdegar le había despertado aún más el apetito.
Se dirigió al comedor de la guardia. No era un lugar que le gustara demasiado. Allí siempre recibía algún golpe, pero era invariablemente donde más comida había por el suelo. Pocas veces se atrevía a coger algo que estuviera sobre las mesas a no ser que el comedor se encontrara vacío, lo que no ocurría muy a menudo. Para su contrariedad oyó un clamor de voces broncas atronando en la amplia estancia. Si no hubiera estado tan hambriento, habría dado media vuelta para regresar más tarde, pero decidió arriesgarse. Sólo esperaba que los presentes no estuvieran demasiado borrachos. Cuando atravesó la puerta nadie pareció advertir su presencia. Arrugó el ceño. Había varios perros alrededor de las mesas. Maldijo su mala suerte. Apenas quedaría nada. Se sentó en el suelo, ceñudo y escrutando entre la paja esparcida.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó una voz sobre él.
Levantó la cabeza y se encontró con un capitán picado de viruela. Le sonaba su cara roída y creyó recordar que había participado en el juego del postre. Parecía mirarle con muy pocas simpatías.
—¿Tienes hambre, perro?
Arrancó un trozo del pan que estaba mordiendo y se lo lanzó un poco más lejos.
—Ve a buscarlo.
Arjesen no se movió y recibió una fuerte patada en el costado que casi lo tumbó de lado. Eso le confirmaba lo que ya sabía: no debería haber entrado allí tan pronto. Se levantó. Era mucho más alto que el capitán.
—Ve a buscarlo tú —le dijo con calma.
Sabía que no podía golpearlo, pero no existía ninguna orden que le impidiera contestar. El rostro del hombre se contrajo de furia.
—¿Quién te crees que eres para replicarme de esa manera? Tú, mierda de bufón, que vales menos que una cagada de vaca.
El hombre lo aferró por la muñeca, pero Arjesen consiguió escurrirse de entre sus dedos y se alejó dos pasos. Al comprobar el temperamento encendido del aquel capitán se le había ocurrido de repente como conseguir el pan que llevaba en la mano y darle a la vez una lección. Sólo esperaba que su cuerpo le respondiera. Se puso en tensión.
—Hasta una cagada de vaca es más presentable que tú, cara de queso podrido —le provocó hablándole con todo el desprecio que pudo encontrar en su interior. Y era bastante.
El capitán enrojeció e intentó golpearlo dos veces con el puño. Las dos veces Arjesen lo esquivó fácilmente. Había conseguido ponerlo furioso. Retrocedió hasta el muro y dejó que lo acorralara contra él. El hombre le lanzó un puñetazo al estómago. El bufón se apartó en el último instante con un movimiento tan natural que parecía no costarle el más mínimo esfuerzo.
—¡Maldito cerdo! —gritó el capitán cuando su puño se estrelló contra la piedra—. Te vas a enterar.
El dolor le hizo soltar el pan que tenía en la otra mano. Se frotó los nudillos ensangrentados.
—Vamos, no acuses al chico de tu torpeza —se rió alguien—. Tú mismo te has peleado con la pared.
Las risas se extendieron de inmediato por el comedor.
Con un movimiento rápido de su mano Arjesen cogió el pan antes de que lo alcanzara uno de los perros y se incorporó de un salto. Atravesó la puerta sin volverse, perseguido por las maldiciones del capitán y las carcajadas del resto de hombres.
Apenas había alcanzado la esquina cuando tuvo que detenerse con la sensación de que iba a caerse redondo al suelo. Apoyándose en la pared, buscó una calleja lateral y se sentó. Se comió el pan con avidez. Después cerró los ojos esperando que se le pasara el mareo, pero al notar que lo observaban volvió a abrirlos. En la bocacalle, recortado contra la luz de la plaza, se había detenido un hombre achaparrado que llevaba a hombros a un niño de pocos años. El desconocido esbozó una débil sonrisa y Arjesen lo reconoció. Era el caballerizo del rey. En otros tiempos aquel hombre lo había tratado como a su propio hijo. El caballerizo echó un vistazo a la plaza y luego a la oscura calleja desierta, indeciso. Por fin se acercó y se detuvo ante Arjesen. Bajó a su hijo hasta el suelo, frente al joven. Después se acuclilló junto al niño.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó con gravedad.
Era evidente que le habían llegado noticias de lo ocurrido en el banquete de hacía diez días.
—Bien —respondió Arjesen, algo lacónico.
El niño agarró un mechón de Arjesen y empezó a tirar de él. Se rió con expresión traviesa. El caballerizo enarcó las cejas, mientras observaba como el bufón jugaba distraídamente con su hijo. O las noticias que le habían llegado eran exageradas o el muchacho no estaba tan bien como decía.
—¿Con qué te golpeó Thanagad?
Arjesen lo miró extrañado de que le hiciera aquella pregunta. Apartó con suavidad la mano del niño de su cara.
—¿Qué importancia tiene eso?
—Tú dímelo —insistió el hombre.
—Con su espada.
Eso era lo que el caballerizo había oído.
—¿Cinco ¿Seis veces?
El joven levantó la cabeza, mirándolo como si ambos estuvieran hablando de temas diferentes.
—No conté los golpes —le respondió con amarga ironía—. Hasta que se le cayó la espada de la mano. Me dedicó toda su atención durante casi una hora.
El rostro rubicundo del caballerizo se endureció. Contuvo un gesto de ira.
—¡Por todos los dioses!
Después acarició la cabeza de su hijo, ensimismado.
—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? —. Se calló. Dos mujeres cruzaban en ese momento la bocacalle—. Cualquier hombre estaría muerto después de eso —terminó cuando hubieron desaparecido.
El joven le devolvió la mirada. Parecía confuso.
—¿A dónde quieres ir a parar, Dewrer? —murmuró.
Pero el caballerizo parecía sumido en sus propias reflexiones.
—¿No recuerdas nada anterior a tu llegada a Ofräem?
—No. ¿Por qué me estás haciendo todas estas preguntas? —insistió Arjesen.
El caballerizo sacudió la cabeza de hirsuta cabellera castaña como si quisiera morderse la lengua para no decir más. Inesperadamente su expresión tensa desapareció tras una súbita reserva. Contempló con fijeza al bufón. Después se volvió a su hijo con una expresión pesarosa y angustiada.
—Olvida todo lo que te he dicho.
—¿Qué olvide el qué? —exclamó Arjesen en voz baja, cada vez más desconcertado.
Vio a dos soldados que cruzaban la plaza para enfilar el sucio callejón.
—Es mejor que te vayas, Dewrer.
El hombre volvió la cabeza para mirar en la misma dirección y asintió.
—Cuídate tanto como puedas —le sonrió con tristeza antes de levantarse
Cogió a su hijo y se lo cargó a hombros. De pronto se volvió.
—No te lo he dicho. Mi hijo se llama Freyn. Ya sabes por quién.
Aquel era el nombre que él mismo se había dado de niño, pero Arjesen hubiera preferido no saberlo. Era otro peso más que llevar a cuestas. Durante los doce primeros años que había pasado en la fortaleza había creado lazos muy fuertes con algunos de los habitantes del castillo. Y ahora cada una de aquellas personas a las que había querido como a la familia que nunca había tenido, formaban los eslabones de la férrea cadena con la que Nérdegar lo sujetaba sin remedio a su trono. La amenaza del hacha pendía siempre sobre sus cabezas, dispuesta a caer sobre cualquiera de ellos en cuanto Arjesen osara hacer el menor movimiento para sacudirse el yugo del rey. En una ocasión Nérdegar le había demostrado ya amargamente hasta donde era capaz de llegar. Aquel pensamiento lo puso de un humor terriblemente sombrío. Los dos soldados pasaron por su lado.
—No puedes estar aquí —le dijo uno de ellos sin detenerse—. El rey no quiere que andes escondido por los rincones. Vete a la plaza.
Se levantó con gesto cansado, pero no se encaminó a la plaza. Aún tenía hambre y se dirigió a la bodega del castillo. Hacía las veces de improvisada taberna y la regentaba el hombre que se encargaba del suministro de vinos para Nérdegar.
Nada mas atravesar la puerta lo recibió un trozo de lechuga que le dio en el rostro.
—¿Ya vuelves a estar aquí? Te he dicho mil veces que no quiero que vengas. No traes más que problemas y me espantas a la clientela con esa pinta.
El hombrecillo calvo y abotargado lo contempló con una mueca desde detrás del mostrador. Arjesen había entrado en uno de los escasos momentos en que la taberna estaba vacía.
—Entonces déjame coger lo que pueda y me marcharé enseguida, Ogerne —le respondió el joven.
—¿Cómo puedo deshacerme de ti, bufón? Cada vez que vienes tendría que denunciarte a la guardia y decirles que me has golpeado. Así seguro que no regresarías.
Arjesen se había inclinado para coger un trozo mordido de panceta. Le daba un poco de asco, pero no estaba en situación de hacerse el remilgado. Se irguió y miró al tabernero algo preocupado, pero finalmente decidió que el hombre no hablaba en serio. Renegaba mucho, pero no era mala persona. Tenía la impresión de que le trataba de aquella manera debido tan solo al miedo que le causaba la ira del rey.
—Regresaría igual. Tengo que comer, ¿sabes? —le respondió mientras se dirigía a la siguiente mesa.
Por un momento el tabernero no supo que decir, pero Arjesen, arrodillado tras las sillas, no advirtió su mirada contrita.
El bufón se levantó. Sobre la última de las mesas quedaba un resto de queso que parecía casi entero. Al verlo Arjesen tragó saliva. Aquello era un verdadero banquete, pero no estaba seguro de que el tabernero le dejara cogerlo. Todavía se podía aprovechar. Lo miró.
—Maldita sea —dijo el tabernero, irritado—. No quiero ni verte —gruñó y se fue hacia la bodega llevándose varias jarras vacías—. Cuando salga ya no quiero que estés aquí.
Arjesen esbozó un mohín pensativo mientras recogía el pedazo de queso. Había otro trozo de pan en una esquina del suelo. Estaba duro como una piedra, pero se lo llevó igualmente. Después salió de la taberna.
Al atravesar el umbral, se dio de bruces con un grupo de jóvenes. Lo empujaron hacia atrás.
—Mira por dónde vas, idiota.
Arjesen dio un respingo. Los conocía. Elegantemente vestidos y de porte orgulloso. Una vez se habían quejado a la guardia de él, cuando ni siquiera sabía aún quienes eran ni les había visto las caras, y eso le había costado una buena tunda y tres días en el pozo. Después lo habían vuelto a denunciar dos veces más, sin motivo. Lo encontraban divertido. Había sabido que uno de ellos se llamaba Vrenar: el más alto, de cabello oscuro y facciones rudas y angulosas, que ahora le estaba mirando con una sonrisa torcida. Era el hijo de Thanagad.
—Mira a quien tenemos aquí —al decir esto le dio un golpe en la nuca con la palma de la mano. Era un poco más bajo que él—. Al bufón del rey.
Arjesen retrocedió sin decir nada. Intentó marcharse en dirección contraria, pero Vrenar lo agarró del brazo con mano de hierro.
—No te vayas tan deprisa —le dijo en tono burlón—. ¿Por qué no nos entretienes un poco? Da unas volteretas o haz alguna de esas cosas tan graciosas que hacen los bufones. Si nos haces reír, te dejaremos marchar.
—Vete a la mierda —le escupió Arjesen con ira. Prefería que se enfurecieran y le pegaran de una vez ellos mismos, antes de que volvieran a denunciarle a la guardia y eso le costara una paliza aún peor y otra bajada al pozo. Acababa de salir de allí y no le apetecía volver. Si se apaciguaban pegándole, quizá se sintieran satisfechos sólo con eso y se olvidarían de lo demás.
Recibió un rudo golpe en la cabeza y chocó contra la pared.
—¿Qué forma de hablarme es esa? —le increpó Vrenar.
El bufón sacudió la cabeza, dolorido.
—Tienes manos de mantequilla —le dijo, aunque el golpe había sido bastante fuerte.
—Al suelo con él —dijo Vrenar.
Lo tumbaron entre los cinco y empezaron a darle patadas. Se encogió tanto como pudo protegiéndose la cabeza con los brazos. Afortunadamente eran hijos de cortesanos y comerciantes y llevaban caras botas de suela blanda. Nada que ver con las duras botas de los guardias.
—¿Qué llevas en la mano? —preguntó Vrenar al ver que, a pesar de los golpes, el bufón no soltaba lo que tenía en ella. Intentó aferrarle el brazo, pero Arjesen se le adelantó y lo esquivó—. Sujetadlo —dijo. Lo inmovilizaron entre todos a pesar de su denodada resistencia y Vrenar tuvo que abrirle los dedos a la fuerza. Uno a uno—. ¿Un pedazo de queso? —se sorprendió. Seguramente pensaba que no era nada del otro mundo—. ¿Es ésta tu cena, bufón? Pues mira lo que hago con ella.
Arjesen, sujeto contra el suelo, contempló con una mueca como la bota de Vrenar hacia puré el queso contra el empedrado.
—Ahora será de tu gusto. Es una cena más adecuada para ti.
Mientras mantenía el brazo del bufón aprisionado bajo su rodilla, sacó la daga. La posó sobre el meñique de Arjesen. El bufón, tumbado en el suelo e incapaz de desasirse, levantó los ojos hacia el rostro alargado y de expresión tiránica que tenía justo encima, sin lograr hacerse una idea de lo que pretendía aquel endemoniado noble. La afilada hoja se clavó en el nacimiento de su dedo cortando la carne hasta llegar al hueso. Arjesen se retorció en vano. Un alarido roto se escapó de su garganta. De repente una mano crispada se aferró a la muñeca de Vrenan y le detuvo.
—¿Qué haces? —exclamó espantado el joven de ojos claros que tenía al lado.
El forcejeo que mantenían ambos nobles apenas consiguió apartar la hoja de la carne.
—Suéltame, Grae. Quiero ese dedo —masculló Vrenan sin dejarse vencer. Sus ojos relucían como los de un demonio.
—¿Para qué narices quieres el dedo de un bufón? —se sobresaltó otra voz.
—Eso es cosa mía —murmuró Vrenan. Parecía decidido hasta un punto que resultaba incomprensible.
—Si lo haces el rey te despellejará. Y a nosotros contigo—. Había una nota de terror en la voz del joven llamado Grae que le contenía.
El resto de manos habían soltado su presa una tras otra al advertir el peligroso giro que había tomado aquel encuentro. Arjesen aprovechó para zafarse. Consiguió retirar su brazo de un brusco tirón, dejándose un buen trozo de piel y carne bajo la hoja de Vrenan, pero con el dedo aún entero y unido a su mano.
Vrenan se mordía los finos labios, considerando hasta qué punto la posición de su padre en la corte podía protegerle. De golpe se incorporó y se guardó la daga en el cinto, mientras Arjesen seguía mirándole sin aliento desde en el suelo. Grae soltó a su camarada, pero antes de volverse Vrenan le lanzó a una patada al bufón en plena cara que éste esquivó por poco.
Grae se llevó a Vrenan casi a rastras. Desparecieron por la esquina, mientras Arjesen aún los seguía con la mirada, aferrándose el dedo herido. Luego se tendió en el suelo, ignorado por los transeúntes que pasaban de vez en cuando por aquella calle. Solo al cabo de un largo momento se incorporó. Se pasó la mano sana por la cara y notó sangre en la boca. No había salido tan mal parado. Sólo tenía unas cuantas contusiones y un corte en el labio. Y un dedo medio arrancado. Se sintió desanimado al mirar el pedazo de queso. Recogió lo poco que quedaba intentando quitarle en vano la tierra. Solo consiguió llenarlo de sangre. Apretó la mandíbula, airado, mientras arrancaba una tira de su maltrecho jubón para envolverse el meñique. ¿Por qué cojones quería el lunático de Vrenar un dedo suyo? Algún día se daría el gusto de darles una paliza a aquellos zopencos al coste que fuera. Se había quedado otra vez prácticamente sin nada que comer. Y no habría mercado hasta el día siguiente. Sacudió la cabeza para despejarse un poco, se puso en pie y se encaminó a la herrería.