17/02/2017 02:48 PM
El bufón llegó tarde al banquete y se maldijo a sí mismo por haberse entretenido tanto. Se deslizó sigilosamente a lo largo de la pared y se sentó en el sitio acostumbrado, al fondo del salón y lo más lejos posible de la mesa del rey. Se dio cuenta de que Nérdegar le miraba de vez en cuando. Comprendió que estaba enojado por su tardanza. Al menos las mesas no estaban juntas, así que no tenía previsto jugar al postre con él. Había albergado la esperanza de que le ignorara esa noche, pero eso ocurría muy pocas veces y nunca dejaba de llamarlo a su presencia cuando estaba irritado. Y era evidente que esa noche lo estaba. Así que esa alegre perspectiva se esfumó de inmediato. Nérdegar golpeó a uno de los pajes porque había derramado el vino y el resto se pusieron tan nerviosos que temblaban como hojas al acercarle los platos. Arjesen reconoció al muchacho que Nérdegar le había ofrecido a la reina de Nydgaal para que ocupara su lugar. Le pareció tan pálido y lloroso como aquel día. Dudó que llegara a recuperar la serenidad mientras estuviera al servicio personal de Nérdegar. Era el que había derramado la copa de vino. Si seguía tan torpe y nervioso con un poco de suerte el rey lo mandaría a las pocilgas a cuidar cerdos. Afortunado él. El bufón solía evitar recoger los restos de los banquetes del rey, porque no quería añadir esa satisfacción a todas las que ya obtenía Nérdegar de su presencia, pero aquel día estaba tan hambriento que le costaba un esfuerzo sobrehumano contenerse. Para evitar la tentación apartó la mirada hacia el muro reposando una mejilla contra sus rodillas y casi se quedo adormilado. El banquete se acercaba al final cuando oyó la voz de Nérdegar reclamando a su bufón. A Arjesen le pareció que tenía un tono más imperativo que de costumbre. Levantó la cabeza y se puso en pie de inmediato. Como siempre se detuvo al pie de la elevada mesa y esperó. Nérdegar lo tuvo allí de pie frente a él un buen rato, mientras terminaba de hablar con su tesorero y después atendía a Thanagad. El viejo guerrero se acercó en compañía de su arisco hijo, engalanado como un verdadero cortesano con motivo de su presentación en la corte. Cuando se retiraban Vrenar, desde aquel montón de rico terciopelo negro le dirigió una mirada tan breve y distante como si contemplara a un gusano. Arjesen le pasó la lengua por el corte que tenía en el labio con amargura. Entonces el rey se volvió por fin a su bufón. Tomó su copa de vino.
—¿Qué importantes asuntos te han retenido esta tarde, bufón? —le preguntó, recorriéndole con los ojos de arriba abajo.
Resultaba evidente, así que el joven no pudo hacer otra cosa que admitirlo.
—Me he bañado, majestad.
Como acababa de salir del pozo, Arjesen aún no tenía ninguna marca en el rostro, a parte del corte en el labio, y mostraba un aspecto espléndido a pesar de su delgadez. Los cabellos de un rubio purísimo le caían en mechones cortos e irregulares sobre la frente y alrededor de la cabeza, porque Nérdegar lo hacía rapar cuando se enojaba, pero incluso eso le favorecía. Nérdegar centró su atención en aquella chaqueta que no había visto antes y después escrutó el rostro del joven. Su boca esbozó un leve mohín, comprendiendo enseguida lo que aquel baño había significado en realidad para su bufón. Por un momento Arjesen tuvo la sensación de que el rey podía leer en él como en un libro abierto.
—Ya lo veo, pero a decir verdad estás demasiado limpio para mi gusto.
El bufón se mordió los labios presintiendo que iba a ser una noche especialmente difícil. El rey permaneció en silencio, contemplándolo. Se tomó su tiempo paladeando el vino, hasta que por fin chasqueó la lengua como si hubiera encontrado la solución a aquel complejo problema. Llamó a dos pajes.
—Traed pintura para el bufón—. Lo pensó un momento—. No. Traedme tinte de los telares. Blanco y negro.
Arjesen sintió que se le caía el alma a los pies. No pudo contener una exclamación. Acababa de bañarse. Estaba limpio por primera vez en mucho tiempo y el rey quería que se cubriera el cuerpo de tinte. Lo único que después no había forma de quitarse de encima de ninguna manera. Sintió que se le revolvía el estómago. Empezó a sentir que se le aceleraba la respiración.
Dos pajes salieron corriendo del salón. Tardaron un buen rato en regresar. Habían tenido que ir a buscar el tinte hasta los telares que estaban fuera de las murallas. En todo ese tiempo Arsejen ni se movió ni miró al rey. Sentía una maraña salvaje de pensamientos bullendo en su cabeza. Los pajes regresaron jadeando y dejaron dos tinajas justo a sus pies. Uno de ellos era el muchacho que había derramado el vino. Le miró asustado cuando retrocedía, al descubrir la expresión tormentosa con la que el joven contemplaba el tinte.
—Eres un bufón —le dijo Nérdegar. Arjesen levantó los ojos de las tinajas para mirarlo. Fulguraban. El rey conocía esa mirada. Ya la había visto en otras ocasiones—. Y tienes que parecer un bufón —terminó.
Ambos se miraron.
—Empieza a pintarte —le dijo el rey.
El salón había enmudecido por completo. Arjesen abrió los labios resecos y tragó saliva.
—No pienso hacerlo.
El rey frunció apenas el ceño, como si estuviese considerando detenidamente aquella respuesta. No sonreía, pero el joven advirtió un destello de diversión en su mirada.
—Pero no es una decisión que puedas tomar tú, ¿verdad? —dijo por fin, con la misma tranquilidad que había mantenido en toda la conversación—. No puedes evitarlo. Sabes que terminarás lleno de tinte, quieras o no. Si no lo haces tú mismo, lo harán ellos —le dijo señalando a los soldados— y será mucho peor. ¿Por qué te empeñas en hacerlo más difícil?
Pero Arjesen se resistía a doblegarse. Empezaba a sentir una ira incontenible que le latía en el pecho y le estallaba en la cabeza. Sencillamente aquella vez se sentía incapaz de aceptar lo que el rey quería imponerle en contra de su voluntad.
—¿Y porque habría de hacértelo fácil? —le respondió con acento inesperadamente fogoso.
Se daba cuenta de que a Nérdegar le complacía verle en aquel estado, pero ni aún así conseguía contenerse.
Para el gusto del rey, Arjesen sufría de aquellos estallidos de ira demasiado de tarde en tarde. Durante los cinco años que lo había tenido como bufón solo lo había visto descontrolado en dos ocasiones. A veces se preguntaba de dónde sacaba las fuerzas para contenerse tan bien. El dominio que ejercía sobre sus propias emociones le sorprendía. Sin embargo a Nérdegar nada le causaba mayor placer que aplastar aquellas violentas explosiones de genio. Quizá el joven lo adivinaba y por ello las evitaba con tanta determinación.
Les hizo un gesto a los soldados.
—No lo golpeéis —les advirtió el rey. Quería que Arjesen fuera completamente consciente de todo lo que le hacían.
Arjesen esquivó a los soldados y retrocedió hasta que lo acorralaron contra el muro. Sin embargo por fin tres de ellos consiguieron aferrarle por los brazos y por los hombros y lo arrastraron de nuevo hacia el centro del salón. Otros dos le rasgaron la chaqueta y se la quitaron a trozos. Arjesen se sintió tan descorazonado que se sacudió a los soldados. Intentaron contenerle, pero no lo consiguieron. Thanagad tuvo que hacer venir a los guardias que estaban en el pasadizo. Arjesen se revolvía como una fiera. Finalmente consiguieron sujetarlo. Lo asieron por el cabello y le echaron la cabeza hacia atrás. Con las manos enguantadas para no mancharse la piel, dos soldados empezaron a pasarle los dedos mojados en tinte por la cara. Pero Arjesen no se estaba quieto y la tarea resultaba bastante ardua. Le pintaron el rostro y el cuello con gruesas bandas en diagonal, siguiendo las precisas indicaciones de Nérdegar. Y el torso y los brazos con grandes manchas que ondulaban sobre su piel.
—No quiero que le quede un rincón de piel sin pintar —dijo el rey.
Los guardias lo desnudaron del todo. Le derramaron tinte por el resto del cuerpo hasta cubrirlo por completo. Arjesen escuchaba las burlas y los murmullos de los cortesanos. Distinguió voces conocidas, entre ellas las risas de Vrenar, sentía la sorna que llenaba el salón, la malsana diversión que flotaba entre los presentes. Por un instante pensó que iba a enloquecer de rabia.
Cuando hubieron terminado, los soldados lo mantuvieron en pie, ante Nérdegar.
—Ahora está más a mi gusto —lo aprobó.
—Te juro que me lo quitaré, aunque tenga que arrancarme la piel a tiras —le gritó Arjesen estremecido de ira.
El rey lo contempló, con una sonrisa ensimismada.
—Atadle las manos a la espalda. Es bien capaz de hacer lo que dice.
Los soldados lo hicieron inclinarse y le sujetaron las manos hacia atrás. Trajeron una cuerda y le ataron fuertemente las muñecas. Arjesen gritó otra vez. Cuando lo soltaron cayó al suelo. Se puso de rodillas y se levantó enseguida. Los soldados lo sujetaron de nuevo, para mantenerlo en el sitio.
—Traed la jaula para lobos más grande que encontréis —le dijo a Thanagad—. Si lo dejo libre es capaz de dejarse la piel en las paredes, aún con las manos atadas.
—Eres un bastardo. Malnacido. Algún día te veré arrodillado a mis pies. Te lo juro —rugió el joven con la voz desgarrada, intentando a la vez liberarse de las manos de los soldados.
—Mañana hablaremos sobre ese tema, bufón —le respondió el rey, de repente con una gelidez que resultaba más peligrosa que cualquier amenaza—. Largo y tendido.
Varios guardias llegaron con una gran jaula de hierro y la dejaron en el suelo, en el centro del salón. Arrastraron al joven por el suelo tirando del cabo de la cuerda y después lo empujaron para meterlo dentro. Pero no había manera de hacerlo entrar. Finalmente Thanagad introdujo la cuerda entre los barrotes de la cabecera de la jaula. Varios hombres la sujetaron con todas su fuerzas, mientras el mismo Thanagad tiraba de la cuerda con brusquedad. Arjesen fue introducido por la estrecha abertura con tirones tan secos, que creyó que iban a arrancarle los brazos. Quedó con la cabeza inclinada, porque la jaula no tenía suficiente altura para que pudiera mantener la espalda erguida. Los soldados fijaron el cabo de la cuerda a dos de los barrotes para mantenerlo lo más quieto posible. Bajaron la puerta de la jaula y la aseguraron con una cadena. Después le cogieron los pies y los sujetaron a los barrotes opuestos con otra cuerda. Como debido al forcejeo las manchas se habían difuminado en algunas partes de su cuerpo, le volcaron encima lo que quedaba en las tinajas de tinte.
El rey los contemplaba desde su silla, aún con su copa en la mano y con los pies descansando sobre la mesa. Por último se levantó para abandonar el salón vacío. Antes de salir descendió del estrado y se detuvo un momento junto a la jaula. Arjesen apenas podía moverse, pero aún así intentó escupirle al rey. Nérdegar se sonrió. El joven tenía los músculos tensos hasta el límite. Le pasó una mano enguantada por el hombro, cerciorándose de las marcas que estaba dejando el tinte.
—He conseguido que parezcas un bufón —le dijo con expresión ausente—. Pero no he conseguido que te sientas como un bufón—. Se secó los dedos en los cabellos del joven—. Thanagad —llamó, mientras se incorporaba—. Voy a celebrar un festín durante tres días ininterrumpidos en su honor. Búscame invitados, ya sabes de qué clase de asistentes hablo.
El joven lo insultó sin morderse la lengua en absoluto. El rey salió del salón encabezando a su corte y esperó al otro lado del umbral. Los soldados les siguieron y atrancaron la puerta, dejando al joven a oscuras en el salón vacio.
—¡Maldito seas! ¡Hijo de una cerda leprosa! ¡Maldito bastardo! Cabrón. Nérdegar
El bufón lo gritó y lo repitió hasta que se cansó, mientras forcejeaba con las cuerdas. Se retorció, soltando los insultos más soeces que había aprendido durante su larga estancia en las callejas del castillo.
Finalmente se detuvo.
Jadeaba y estaba temblando. Arjesen había cambiado de opinión. Había cosas peores que el juego del postre. Las humillaciones que le infligía Nérdegar. El tinte penetraba en la piel y tardaría meses en librarse de las aquellos caprichosos dibujos blancos y negros. Se sentía como si llevara una marca que Nérdegar le había puesto y que todo el mundo podría ver. Estaba tan ciego de furia que bajó la cabeza y la volvió a alzar, golpeándose contra los barrotes de hierro. La brutal punzada de dolor le hizo reaccionar. Respiró hondo. En realidad sabía que aquella ira que lo poseía no tenía sentido. No le servía de nada. No lo ayudaba en absoluto. Lo único que conseguía era colmar aún más los deseos de Nérdegar. Pero ni el mismo comprendía lo que le ocurría a veces. Quizá era un error empeñarse en ignorar la constante tensión que soportaba como si no existiera. Era evidente que estaba dentro de él. Apoyó la frente contra los barrotes. Recordó que en su obcecación, había llamado bastardo y cabrón al rey y había intentado escupirle. No era algo que un rey pudiera pasar por alto y estaba seguro de que a la mañana siguiente Nérdegar pasaría cuentas con él en la pantomima de banquete que se acercaba. Durante tres largos días.
De repente cerró los ojos en un gesto crispado. Esperaba que fuera sólo con él. Aún recordaba con toda claridad lo que había ocurrido la primera vez que lo había desafiado.
Durante el primer año Arjesen no cedía por propia voluntad a nada de lo que le pedían. Le daba igual cuanto llegaran a azotarlo. El no era un bufón. Un bufón no se abalanza sobre un rey y lo golpea. Y eso es lo que hizo en cuanto tuvo ocasión. Ninguno de los soldados logró alcanzarle antes de que saltara sobre la mesa. Él mismo se había sorprendido de la rapidez de su reacción. Le cruzó la cara a Nérdegar con la misma fusta con la que pensaba golpearle a él, con tanto ímpetu que lo derribó de su trono y le provocó una herida larga y sangrante que le recorría el rostro. En ese momento una multitud de soldados lo hizo caer y lo inmovilizó en el suelo. Se preparó para que lo molieran a palos, pero cuando el rey se levantó, secándose la sangre que le caía por las mejillas, les ordenó que no le pegaran. Aquella vez no le tocaron ni un solo cabello. Únicamente lo encadenaron. Pero al día siguiente levantaron un patíbulo en el patio y le cortaron la cabeza a su mejor amigo. Sólo tenía dieciséis años. A Arjesen lo obligaron a presenciarlo. Aun recordaba la mirada asustada que le había dirigido Soer. La tenía clavada dentro como una daga envenenada. Cuando todo hubo terminado, arrastraron al bufón ante los padres del muchacho muerto. La madre de Soer, entre una convulsión de sollozos, lo abofeteó. Arjesen comprendió lo que Nérdegar había querido demostrarle. Quizá había estado esperando desde hacía tiempo una oportunidad como aquella para dejarle las cosas bien claras. Y lo había conseguido. Arjesen supo que no podía huir, que no podía golpearlo y que debía hacer lo que le decían, si no quería que las consecuencias de sus actos cayeran sobre otros. A partir de aquel día su actitud cambió. Cambió su forma de enfrentarse a su situación. Sabía que debía ser más dócil. Y lo fue.
Pero a pesar de su inquebrantable decisión había veces que ya no podía más.
—¿Qué importantes asuntos te han retenido esta tarde, bufón? —le preguntó, recorriéndole con los ojos de arriba abajo.
Resultaba evidente, así que el joven no pudo hacer otra cosa que admitirlo.
—Me he bañado, majestad.
Como acababa de salir del pozo, Arjesen aún no tenía ninguna marca en el rostro, a parte del corte en el labio, y mostraba un aspecto espléndido a pesar de su delgadez. Los cabellos de un rubio purísimo le caían en mechones cortos e irregulares sobre la frente y alrededor de la cabeza, porque Nérdegar lo hacía rapar cuando se enojaba, pero incluso eso le favorecía. Nérdegar centró su atención en aquella chaqueta que no había visto antes y después escrutó el rostro del joven. Su boca esbozó un leve mohín, comprendiendo enseguida lo que aquel baño había significado en realidad para su bufón. Por un momento Arjesen tuvo la sensación de que el rey podía leer en él como en un libro abierto.
—Ya lo veo, pero a decir verdad estás demasiado limpio para mi gusto.
El bufón se mordió los labios presintiendo que iba a ser una noche especialmente difícil. El rey permaneció en silencio, contemplándolo. Se tomó su tiempo paladeando el vino, hasta que por fin chasqueó la lengua como si hubiera encontrado la solución a aquel complejo problema. Llamó a dos pajes.
—Traed pintura para el bufón—. Lo pensó un momento—. No. Traedme tinte de los telares. Blanco y negro.
Arjesen sintió que se le caía el alma a los pies. No pudo contener una exclamación. Acababa de bañarse. Estaba limpio por primera vez en mucho tiempo y el rey quería que se cubriera el cuerpo de tinte. Lo único que después no había forma de quitarse de encima de ninguna manera. Sintió que se le revolvía el estómago. Empezó a sentir que se le aceleraba la respiración.
Dos pajes salieron corriendo del salón. Tardaron un buen rato en regresar. Habían tenido que ir a buscar el tinte hasta los telares que estaban fuera de las murallas. En todo ese tiempo Arsejen ni se movió ni miró al rey. Sentía una maraña salvaje de pensamientos bullendo en su cabeza. Los pajes regresaron jadeando y dejaron dos tinajas justo a sus pies. Uno de ellos era el muchacho que había derramado el vino. Le miró asustado cuando retrocedía, al descubrir la expresión tormentosa con la que el joven contemplaba el tinte.
—Eres un bufón —le dijo Nérdegar. Arjesen levantó los ojos de las tinajas para mirarlo. Fulguraban. El rey conocía esa mirada. Ya la había visto en otras ocasiones—. Y tienes que parecer un bufón —terminó.
Ambos se miraron.
—Empieza a pintarte —le dijo el rey.
El salón había enmudecido por completo. Arjesen abrió los labios resecos y tragó saliva.
—No pienso hacerlo.
El rey frunció apenas el ceño, como si estuviese considerando detenidamente aquella respuesta. No sonreía, pero el joven advirtió un destello de diversión en su mirada.
—Pero no es una decisión que puedas tomar tú, ¿verdad? —dijo por fin, con la misma tranquilidad que había mantenido en toda la conversación—. No puedes evitarlo. Sabes que terminarás lleno de tinte, quieras o no. Si no lo haces tú mismo, lo harán ellos —le dijo señalando a los soldados— y será mucho peor. ¿Por qué te empeñas en hacerlo más difícil?
Pero Arjesen se resistía a doblegarse. Empezaba a sentir una ira incontenible que le latía en el pecho y le estallaba en la cabeza. Sencillamente aquella vez se sentía incapaz de aceptar lo que el rey quería imponerle en contra de su voluntad.
—¿Y porque habría de hacértelo fácil? —le respondió con acento inesperadamente fogoso.
Se daba cuenta de que a Nérdegar le complacía verle en aquel estado, pero ni aún así conseguía contenerse.
Para el gusto del rey, Arjesen sufría de aquellos estallidos de ira demasiado de tarde en tarde. Durante los cinco años que lo había tenido como bufón solo lo había visto descontrolado en dos ocasiones. A veces se preguntaba de dónde sacaba las fuerzas para contenerse tan bien. El dominio que ejercía sobre sus propias emociones le sorprendía. Sin embargo a Nérdegar nada le causaba mayor placer que aplastar aquellas violentas explosiones de genio. Quizá el joven lo adivinaba y por ello las evitaba con tanta determinación.
Les hizo un gesto a los soldados.
—No lo golpeéis —les advirtió el rey. Quería que Arjesen fuera completamente consciente de todo lo que le hacían.
Arjesen esquivó a los soldados y retrocedió hasta que lo acorralaron contra el muro. Sin embargo por fin tres de ellos consiguieron aferrarle por los brazos y por los hombros y lo arrastraron de nuevo hacia el centro del salón. Otros dos le rasgaron la chaqueta y se la quitaron a trozos. Arjesen se sintió tan descorazonado que se sacudió a los soldados. Intentaron contenerle, pero no lo consiguieron. Thanagad tuvo que hacer venir a los guardias que estaban en el pasadizo. Arjesen se revolvía como una fiera. Finalmente consiguieron sujetarlo. Lo asieron por el cabello y le echaron la cabeza hacia atrás. Con las manos enguantadas para no mancharse la piel, dos soldados empezaron a pasarle los dedos mojados en tinte por la cara. Pero Arjesen no se estaba quieto y la tarea resultaba bastante ardua. Le pintaron el rostro y el cuello con gruesas bandas en diagonal, siguiendo las precisas indicaciones de Nérdegar. Y el torso y los brazos con grandes manchas que ondulaban sobre su piel.
—No quiero que le quede un rincón de piel sin pintar —dijo el rey.
Los guardias lo desnudaron del todo. Le derramaron tinte por el resto del cuerpo hasta cubrirlo por completo. Arjesen escuchaba las burlas y los murmullos de los cortesanos. Distinguió voces conocidas, entre ellas las risas de Vrenar, sentía la sorna que llenaba el salón, la malsana diversión que flotaba entre los presentes. Por un instante pensó que iba a enloquecer de rabia.
Cuando hubieron terminado, los soldados lo mantuvieron en pie, ante Nérdegar.
—Ahora está más a mi gusto —lo aprobó.
—Te juro que me lo quitaré, aunque tenga que arrancarme la piel a tiras —le gritó Arjesen estremecido de ira.
El rey lo contempló, con una sonrisa ensimismada.
—Atadle las manos a la espalda. Es bien capaz de hacer lo que dice.
Los soldados lo hicieron inclinarse y le sujetaron las manos hacia atrás. Trajeron una cuerda y le ataron fuertemente las muñecas. Arjesen gritó otra vez. Cuando lo soltaron cayó al suelo. Se puso de rodillas y se levantó enseguida. Los soldados lo sujetaron de nuevo, para mantenerlo en el sitio.
—Traed la jaula para lobos más grande que encontréis —le dijo a Thanagad—. Si lo dejo libre es capaz de dejarse la piel en las paredes, aún con las manos atadas.
—Eres un bastardo. Malnacido. Algún día te veré arrodillado a mis pies. Te lo juro —rugió el joven con la voz desgarrada, intentando a la vez liberarse de las manos de los soldados.
—Mañana hablaremos sobre ese tema, bufón —le respondió el rey, de repente con una gelidez que resultaba más peligrosa que cualquier amenaza—. Largo y tendido.
Varios guardias llegaron con una gran jaula de hierro y la dejaron en el suelo, en el centro del salón. Arrastraron al joven por el suelo tirando del cabo de la cuerda y después lo empujaron para meterlo dentro. Pero no había manera de hacerlo entrar. Finalmente Thanagad introdujo la cuerda entre los barrotes de la cabecera de la jaula. Varios hombres la sujetaron con todas su fuerzas, mientras el mismo Thanagad tiraba de la cuerda con brusquedad. Arjesen fue introducido por la estrecha abertura con tirones tan secos, que creyó que iban a arrancarle los brazos. Quedó con la cabeza inclinada, porque la jaula no tenía suficiente altura para que pudiera mantener la espalda erguida. Los soldados fijaron el cabo de la cuerda a dos de los barrotes para mantenerlo lo más quieto posible. Bajaron la puerta de la jaula y la aseguraron con una cadena. Después le cogieron los pies y los sujetaron a los barrotes opuestos con otra cuerda. Como debido al forcejeo las manchas se habían difuminado en algunas partes de su cuerpo, le volcaron encima lo que quedaba en las tinajas de tinte.
El rey los contemplaba desde su silla, aún con su copa en la mano y con los pies descansando sobre la mesa. Por último se levantó para abandonar el salón vacío. Antes de salir descendió del estrado y se detuvo un momento junto a la jaula. Arjesen apenas podía moverse, pero aún así intentó escupirle al rey. Nérdegar se sonrió. El joven tenía los músculos tensos hasta el límite. Le pasó una mano enguantada por el hombro, cerciorándose de las marcas que estaba dejando el tinte.
—He conseguido que parezcas un bufón —le dijo con expresión ausente—. Pero no he conseguido que te sientas como un bufón—. Se secó los dedos en los cabellos del joven—. Thanagad —llamó, mientras se incorporaba—. Voy a celebrar un festín durante tres días ininterrumpidos en su honor. Búscame invitados, ya sabes de qué clase de asistentes hablo.
El joven lo insultó sin morderse la lengua en absoluto. El rey salió del salón encabezando a su corte y esperó al otro lado del umbral. Los soldados les siguieron y atrancaron la puerta, dejando al joven a oscuras en el salón vacio.
—¡Maldito seas! ¡Hijo de una cerda leprosa! ¡Maldito bastardo! Cabrón. Nérdegar
El bufón lo gritó y lo repitió hasta que se cansó, mientras forcejeaba con las cuerdas. Se retorció, soltando los insultos más soeces que había aprendido durante su larga estancia en las callejas del castillo.
Finalmente se detuvo.
Jadeaba y estaba temblando. Arjesen había cambiado de opinión. Había cosas peores que el juego del postre. Las humillaciones que le infligía Nérdegar. El tinte penetraba en la piel y tardaría meses en librarse de las aquellos caprichosos dibujos blancos y negros. Se sentía como si llevara una marca que Nérdegar le había puesto y que todo el mundo podría ver. Estaba tan ciego de furia que bajó la cabeza y la volvió a alzar, golpeándose contra los barrotes de hierro. La brutal punzada de dolor le hizo reaccionar. Respiró hondo. En realidad sabía que aquella ira que lo poseía no tenía sentido. No le servía de nada. No lo ayudaba en absoluto. Lo único que conseguía era colmar aún más los deseos de Nérdegar. Pero ni el mismo comprendía lo que le ocurría a veces. Quizá era un error empeñarse en ignorar la constante tensión que soportaba como si no existiera. Era evidente que estaba dentro de él. Apoyó la frente contra los barrotes. Recordó que en su obcecación, había llamado bastardo y cabrón al rey y había intentado escupirle. No era algo que un rey pudiera pasar por alto y estaba seguro de que a la mañana siguiente Nérdegar pasaría cuentas con él en la pantomima de banquete que se acercaba. Durante tres largos días.
De repente cerró los ojos en un gesto crispado. Esperaba que fuera sólo con él. Aún recordaba con toda claridad lo que había ocurrido la primera vez que lo había desafiado.
Durante el primer año Arjesen no cedía por propia voluntad a nada de lo que le pedían. Le daba igual cuanto llegaran a azotarlo. El no era un bufón. Un bufón no se abalanza sobre un rey y lo golpea. Y eso es lo que hizo en cuanto tuvo ocasión. Ninguno de los soldados logró alcanzarle antes de que saltara sobre la mesa. Él mismo se había sorprendido de la rapidez de su reacción. Le cruzó la cara a Nérdegar con la misma fusta con la que pensaba golpearle a él, con tanto ímpetu que lo derribó de su trono y le provocó una herida larga y sangrante que le recorría el rostro. En ese momento una multitud de soldados lo hizo caer y lo inmovilizó en el suelo. Se preparó para que lo molieran a palos, pero cuando el rey se levantó, secándose la sangre que le caía por las mejillas, les ordenó que no le pegaran. Aquella vez no le tocaron ni un solo cabello. Únicamente lo encadenaron. Pero al día siguiente levantaron un patíbulo en el patio y le cortaron la cabeza a su mejor amigo. Sólo tenía dieciséis años. A Arjesen lo obligaron a presenciarlo. Aun recordaba la mirada asustada que le había dirigido Soer. La tenía clavada dentro como una daga envenenada. Cuando todo hubo terminado, arrastraron al bufón ante los padres del muchacho muerto. La madre de Soer, entre una convulsión de sollozos, lo abofeteó. Arjesen comprendió lo que Nérdegar había querido demostrarle. Quizá había estado esperando desde hacía tiempo una oportunidad como aquella para dejarle las cosas bien claras. Y lo había conseguido. Arjesen supo que no podía huir, que no podía golpearlo y que debía hacer lo que le decían, si no quería que las consecuencias de sus actos cayeran sobre otros. A partir de aquel día su actitud cambió. Cambió su forma de enfrentarse a su situación. Sabía que debía ser más dócil. Y lo fue.
Pero a pesar de su inquebrantable decisión había veces que ya no podía más.