19/02/2017 08:35 AM
La verdad es que después de un comentario que ha hecho Kaoseto me han entrado ciertas dudas sobre como puede afectar el cambio de protagonista al nexo que la historia pueda crear con los lectores. Generalmente uno se suele encariñar/identificar con alguno de los personajes principales y si este no se mantiene constante más o menos durante todo el relato, todo el peso de mantener al lector enganchado recae en la historia únicamente. Ya sé que Martin lo hace, y Erikson y otros muchos, pero como yo no soy ninguno de ellos, os agradeceré los comentarios que os salgan de buenas a primeras.
Por cierto, como ya comenté en el tercer capítulo quise experimentar con la hemoglobina. No apto para estómagos delicados
3 . El hijo menor (I)
Lo dejaron de rodillas en el centro del salón, frente a la elevada mesa de Hroan, y fijaron sus cadenas a la decorada argolla que habían colocado en el suelo, en su honor, hacia ya varios años. Lo suficientemente cortas para que no pudiera ponerse en pie. Férenwir se dejó caer sentado sobre sus talones, enfrentado al rey de Kriuh. Se habían conocido tiempo atrás, cuando él era aún un dios y Hroan un príncipe pretencioso. Las tornas se habían vuelto por completo de una manera que nunca hubiera imaginado. El camarero mayor del rey se aproximó al prisionero, al tiempo que uno de los guardias le obligaba a alzar la mano derecha tirando de los eslabones. El hombre enjuto y cetrino que se había acercado ni siquiera lo miró. La verdad es que lo trataba como si fuera una res. Le aflojó el vendaje de la muñeca y después tomó el cuchillo que un pálido paje le alcanzaba sobre un cojín de terciopelo ocre. Con un movimiento certero y profundo, fruto de la costumbre, el camarero real le reabrió la herida aún no cicatrizada y la sangre cayó en la copa de oro que otro paje rubio sostenía bajo ella. Férenwir mordió el bocado que llevaba al sentir el corte, sin dejar de mirar al rey. Este le sonrió apenas, despectivamente, contemplando luego como el abundante flujo de sangre caía a borbotones en la copa, con un sonido casi ensordecedor en medio del silencio del salón. El paje que sostenía el cojín parecía a punto de caerse redondo al suelo. Después de tantos años la herida era muy honda y llegaba al hueso. La carne tajada y los tendones se veían con claridad. El jovencito de cabellos castaños soportó como pudo la sensación de mareo y fijó la mirada en la pared. Sabía que el rey no consentía el menor desliz y cualquier detalle que le desagradara lo pagaría muy caro. Férenwir, al advertirle tan rígido, le echó una ojeada. Estaba claro que el miedo le agarrotaba todo el cuerpo.
La copa era grande y el camarero no volvió su brazo hacia arriba para vendarle de nuevo hasta que casi rebosó por el borde. El apuesto paje rubio colocó la copa en la bandeja de oro y ascendió hasta la mesa. Colocándose a la diestra del rey, se la sirvió con una inclinación.
Maldito bastardo, pensó Férenwir, mientras el camarero le anudaba el vendaje con fuerza. ¿Qué piensa que va a conseguir con eso? ¿De verdad cree que mi sangre le va proporcionar algún tipo de poder sobrenatural?
Cuando el camarero lo soltó, se presionó la muñeca con la otra mano. Intentó cerrar el puño, pero apenas lo consiguió.
O quizá Hroan lo hacía simplemente porque le venía en gana darse ese capricho y podía permitírselo. De igual manera que le hacía cortar los cabellos y los utilizaba como relleno para sus almohadas. Quizá consideraba aquello una exquisitez o, quizá... era solo una manera más de humillarle. Férenwir no estaba seguro. Nunca había llegado a comprender realmente a aquel rey. No conseguía ver que había más allá del monstruoso orgullo que alentaba tras cada uno de sus actos. Apartó la mirada a pesar de todo. Después de tanto tiempo aún le resultaba desagradable ver a Hroan bebiéndose su sangre.
El rey Hroan tomó la copa y la paladeó, acrecentando su deleite sorbo a sorbo al comprobar que el celestial que permanecía arrodillado ante su mesa tenía los ojos clavados en el suelo. Gotas rojas le temblaban entre la barba oscura. Finalmente apuró la copa hasta el fondo y chasqueó la lengua. El sabor de la sangre era dulzón y cálido y, fuera o no fuente de poder e inmortalidad, sentía como le quemaba por dentro. Pero lo que en realidad le satisfacía, lo que realmente lo empujaba a repetir aquel ritual una mañana tras otra, era el supremo placer de tomar algo tan íntimo de su enemigo y hacerlo suyo de una manera casi animal. Tomó el paño de oro que le tendía el paje de ensortijados cabellos rubios y se secó cuidadosamente. Observó a Férenwir un momento y luego hizo un gesto. Todos los presentes salieron del salón, excepto su camarero personal y el capitán de su guardia.
En cuanto el salón estuvo vacío el camarero se acercó a Férenwir y lo libró de la mordaza de metal y cuero. Aquello era bastante inusual. Férenwir se humedeció los labios, expectante. Sus palabras no eran nunca del agrado de Hroan, así que jamás le quitaban aquel artilugio en su presencia. Solo lo hacían cada tres días para que comiera apenas un mendrugo y un trozo de carne reseca en la misma jaula en la que le mantenían confinado, a la vista de toda la fortaleza, y siempre sujetándole antes las manos por detrás de los barrotes, con lo cual el acto de comer se transformaba en algo realmente complejo.
Hroan abandonó la mesa. Su soberbia figura se recortaba contra el resplandor de las vidrieras multicolores que había a su espalda. Descendió del estrado. Tenía una andar regio e imponente y cada uno de sus gestos irradiaba poder. Y atesoraba mucho. De los tres reyes que habían quedado tras la guerra era el más temido.
—Estoy harto de que rechaces a cuanta hembra pongo a tu disposición —dijo por fin en tono seco.
—Entonces deja de importunarme con ese tema —le respondió el celestial con igual dureza.
—Antes cederás ante mí, Férenwir. —La voz del rey sonó bronca. Empezó a andar alrededor de su prisionero. —Y a no tardar mucho. Te juro que has colmado mi paciencia para cien años. Recuerda que partir de ahora todo lo que ocurra es obra tuya.
El rey se encontraba a su espalda y el celestial se giró un momento para observarle sin comprender a qué se refería.
—Nunca presté demasiada atención a tu forma de ser y puede que eso haya sido un error —continuó el rey mostrando los dientes en un mohín de aversión. —Después de todo fuisteis creados para proteger a cuanta criatura viviente hay en Aar. —Lo agarró del cabello y le echó la cabeza hacia atrás para verle el rostro. —Teneis el corazón demasiado tierno y eso os hace débiles.
Lo soltó con brusquedad.
—La única debilidad que tengo es derribarte de ese trono ensangrentado en cuanto me sea posible —dijo el celestial con furia.
—Si te vieras con los mismos ojos con los que te veo yo ahora, comprenderías lo patético de esa afirmación —le contestó Hroan con desdén.
Férenwir sintió una punzada de vergüenza. Imaginó que su aspecto distaba mucho de ser el que había sido antaño.
—No estaré encadenado a tus pies para siempre —dijo ásperamente.
—No tengas tanta prisa en que llegue ese día, porque solo muerto te librarás de estas cadenas. —El rey se detuvo frente a él. —Y antes de eso harás todas y cada una de las cosas que te pida.
Aquellas últimas palabras habían sido pronunciadas con una certeza absoluta. El celestial maldijo en su interior, porque supo que ese día no iba a ser igual a los cientos de días anteriores. El fuego que esa mañana ardía en los ojos de Hroan lo decía a gritos. Lo observó ante él, tan cerca y por completo fuera de su alcance, y apretó los dientes mortificado. El día que se viera libre de la asquerosa correa que le ceñía el cuello lo haría pedazos con sus propias manos. El rey hizo un gesto y el capitán abrió la puerta del salón. Dos guardias entraron custodiando a una mujer cubierta por un manto de brocado dorado. Estaba pálida y se encogía bajo el amplio ropaje. Hroan se adelantó y la agarró por la nuca. Con un movimiento violento, la hizo detenerse frente a Férenwir. Las manos de la mujer se asomaban entre los bordes del manto, crispadas, intentando mantenerlo cerrado.
Hroan desenvainó y le colocó la hoja bajo la barbilla. Se la levantó hasta que la mujer tuvo que ponerse de puntillas para que no le cortara la piel. Se la oía jadear con claridad, desconcertada, sin atreverse a hacer el menor movimiento que enojara a su señor. Los guardias le arrancaron la capa de los hombros y apareció desnuda en el salón. Intentó cubrirse con las manos. Por sus carnes rotundas, los pechos hinchados y la curvatura de su estomago, era evidente que había sido madre no hacía mucho, pero era muy hermosa, rubia y de ojos azules, como Férenwir. Y esbelta y de piel clara. No era una campesina, sino una dama de la corte.
—¿Es de tu gusto? —le preguntó Hroan, manteniendo a su víctima en vilo.
La dama, casi sin respiración y sin osar hacer el menor movimiento, volvió tan solo los ojos hacia Férenwir al darse cuenta de que el rey se dirigía a aquel desconocido. Cerró los párpados un momento y las lagrimas temblaron en sus pestañas.
Férenwir apartó la mirada.
—Déjame tranquilo.
Ni siquiera había terminado de hablar cuando un chorro de sangre le cayó sobre el rostro. El celestial se echó hacia atrás al sentir como las cálidas gotas tocaban su piel. Con un sordo golpe la cabeza de la mujer cayó al suelo y un instante después el cuerpo se desplomó también. La cabeza rodó hasta detenerse poco a poco junto al estrado. Férenwir absolutamente consternado contempló los ojos azules y húmedos que aún parecían mirarle. Sorprendidos. Un charco rojo creció desde el cuerpo decapitado, empapando la gruesa alfombra.
—Traed a otra —ordenó con impaciencia el rey de Kriuh sin dejar de observar a su cautivo. —Seguiremos así, hasta encontrar a una que satisfaga las exigencias de nuestro ilustre prisionero.
Férenwir comprendió de inmediato. Hroan ni siquiera había perdido el tiempo con palabras de misericordia para ablandarle ni con amenazas para amedrentarle. Simplemente había usado la espada y le había dejado claro de buenas a primeras lo que ocurriría cada vez que se negase a obedecer.
—Es inútil que sigas con esto. Eres tú quien sostiene la espada. No yo —dijo el celestial casi en un ronco jadeo.
—Y tú eres el único que puede detenerme —le respondió Hroan con una mirada acerada. Sus botas se estaban empapando en sangre.
Férenwir volvió la cabeza al oír que la puerta se abría de nuevo. Los guardias hicieron entrar a una muchacha de piel blanca y cabellos oscuros. En cuanto descubrió el cadáver tendido sobre la alfombra, la menuda joven empezó a gritar e intentó escapar de la estancia. Los guardias tuvieron que acorralarla como a un cervatillo y llevarla ante Hroan a pulso. Entre los pliegues agitados de su manto de seda verde asomaba un cuerpo aterciopelado.
—¡Mantenedla sujeta! —rugió Hroan.
Al escuchar aquella voz que llenaba la estancia como un mazazo la muchacha se encogió y trató de tragarse sus sollozos. Sus pies desnudos resbalaron sobre la alfombra encharcada y los guardias la aferraron para que no cayera. Le arrancaron el manto de los hombros. Era muy joven, pero había perdido la lisura de su estómago y la redondez de su caderas revelaba que había dado a luz. Sus pezones aún rezumaban leche. Al pisar la mano todavía caliente de su predecesora se le escapó un chillido y se dobló hacia delante.
—Si también la desprecias, perderá la cabeza.
La joven levantó el rostro. Entre los mechones oscuros que le caían sobre la frente, sus ojos húmedos miraron a su alrededor hasta que se encontraron con los de Férenwir.
—Por favor, quiero volver con mi niño... —suplicó con un hilo de voz que se le quebró enseguida.
Hroan colocó la espada sobre la nuca de la muchacha. Acarició sus cabellos con el filo y la joven se quedó de repente inmóvil, sin aliento. Fue como si los dedos de la muerte la hubieran rozado. Volvió a fijar sus grandes ojos castaños en Férenwir. Sus labios temblaban.
—Tengo centenares de mujeres y mucho tiempo. Si hoy no encontramos hembra que te convenga, proseguiremos mañana —pero Hroan hablaba con una contención que desmentía su mirada. Como la fina lámina de hielo que oculta las mortales corrientes de un río desbocado.
Férenwir apretó los dientes para que no se le escaparan las palabras que estaba a punto de pronunciar. Sentía que se partía en dos. Se había jurado que no engendraría hijos para Hroan. La paciencia no era el fuerte del rey de Kriuh y sus dedos se cerraron alrededor de la empuñadura. Levantó la espada. Un grito se escapó de la garganta de la joven dama, con tal crispación que apenas pareció humano.
—¡Basta! ¡La tomaré! —exclamó Férenwir. Sus ojos, intensamente azules, destacaban aún más entre las manchas de sangre que le cubrían el rostro y por ello tenían una expresión extraña y temible.
La espada de Hroan se detuvo en el aire, justo sobre la cabeza de la joven que ahora se desgañitaba y se retorcía histéricamente, resbalando y pisando en su ciega desesperación el cuerpo sin cabeza que yacía desmadejado tras ella. De repente la espada del rey cambió de rumbo de forma inesperada y se clavó entre las costillas del celestial. Férenwir cayó hacia delante con un hondo quejido.
Hroan respiraba profundamente sobre él.
—Deberías haber obedecido desde el principio.
Los lamentos entrecortados de la muchacha, embardunada de sangre hasta la cintura y derrumbada entre los dos guardias que aún la sujetaban, era lo único que se escuchaba en la estancia.
Por cierto, como ya comenté en el tercer capítulo quise experimentar con la hemoglobina. No apto para estómagos delicados
3 . El hijo menor (I)
Lo dejaron de rodillas en el centro del salón, frente a la elevada mesa de Hroan, y fijaron sus cadenas a la decorada argolla que habían colocado en el suelo, en su honor, hacia ya varios años. Lo suficientemente cortas para que no pudiera ponerse en pie. Férenwir se dejó caer sentado sobre sus talones, enfrentado al rey de Kriuh. Se habían conocido tiempo atrás, cuando él era aún un dios y Hroan un príncipe pretencioso. Las tornas se habían vuelto por completo de una manera que nunca hubiera imaginado. El camarero mayor del rey se aproximó al prisionero, al tiempo que uno de los guardias le obligaba a alzar la mano derecha tirando de los eslabones. El hombre enjuto y cetrino que se había acercado ni siquiera lo miró. La verdad es que lo trataba como si fuera una res. Le aflojó el vendaje de la muñeca y después tomó el cuchillo que un pálido paje le alcanzaba sobre un cojín de terciopelo ocre. Con un movimiento certero y profundo, fruto de la costumbre, el camarero real le reabrió la herida aún no cicatrizada y la sangre cayó en la copa de oro que otro paje rubio sostenía bajo ella. Férenwir mordió el bocado que llevaba al sentir el corte, sin dejar de mirar al rey. Este le sonrió apenas, despectivamente, contemplando luego como el abundante flujo de sangre caía a borbotones en la copa, con un sonido casi ensordecedor en medio del silencio del salón. El paje que sostenía el cojín parecía a punto de caerse redondo al suelo. Después de tantos años la herida era muy honda y llegaba al hueso. La carne tajada y los tendones se veían con claridad. El jovencito de cabellos castaños soportó como pudo la sensación de mareo y fijó la mirada en la pared. Sabía que el rey no consentía el menor desliz y cualquier detalle que le desagradara lo pagaría muy caro. Férenwir, al advertirle tan rígido, le echó una ojeada. Estaba claro que el miedo le agarrotaba todo el cuerpo.
La copa era grande y el camarero no volvió su brazo hacia arriba para vendarle de nuevo hasta que casi rebosó por el borde. El apuesto paje rubio colocó la copa en la bandeja de oro y ascendió hasta la mesa. Colocándose a la diestra del rey, se la sirvió con una inclinación.
Maldito bastardo, pensó Férenwir, mientras el camarero le anudaba el vendaje con fuerza. ¿Qué piensa que va a conseguir con eso? ¿De verdad cree que mi sangre le va proporcionar algún tipo de poder sobrenatural?
Cuando el camarero lo soltó, se presionó la muñeca con la otra mano. Intentó cerrar el puño, pero apenas lo consiguió.
O quizá Hroan lo hacía simplemente porque le venía en gana darse ese capricho y podía permitírselo. De igual manera que le hacía cortar los cabellos y los utilizaba como relleno para sus almohadas. Quizá consideraba aquello una exquisitez o, quizá... era solo una manera más de humillarle. Férenwir no estaba seguro. Nunca había llegado a comprender realmente a aquel rey. No conseguía ver que había más allá del monstruoso orgullo que alentaba tras cada uno de sus actos. Apartó la mirada a pesar de todo. Después de tanto tiempo aún le resultaba desagradable ver a Hroan bebiéndose su sangre.
El rey Hroan tomó la copa y la paladeó, acrecentando su deleite sorbo a sorbo al comprobar que el celestial que permanecía arrodillado ante su mesa tenía los ojos clavados en el suelo. Gotas rojas le temblaban entre la barba oscura. Finalmente apuró la copa hasta el fondo y chasqueó la lengua. El sabor de la sangre era dulzón y cálido y, fuera o no fuente de poder e inmortalidad, sentía como le quemaba por dentro. Pero lo que en realidad le satisfacía, lo que realmente lo empujaba a repetir aquel ritual una mañana tras otra, era el supremo placer de tomar algo tan íntimo de su enemigo y hacerlo suyo de una manera casi animal. Tomó el paño de oro que le tendía el paje de ensortijados cabellos rubios y se secó cuidadosamente. Observó a Férenwir un momento y luego hizo un gesto. Todos los presentes salieron del salón, excepto su camarero personal y el capitán de su guardia.
En cuanto el salón estuvo vacío el camarero se acercó a Férenwir y lo libró de la mordaza de metal y cuero. Aquello era bastante inusual. Férenwir se humedeció los labios, expectante. Sus palabras no eran nunca del agrado de Hroan, así que jamás le quitaban aquel artilugio en su presencia. Solo lo hacían cada tres días para que comiera apenas un mendrugo y un trozo de carne reseca en la misma jaula en la que le mantenían confinado, a la vista de toda la fortaleza, y siempre sujetándole antes las manos por detrás de los barrotes, con lo cual el acto de comer se transformaba en algo realmente complejo.
Hroan abandonó la mesa. Su soberbia figura se recortaba contra el resplandor de las vidrieras multicolores que había a su espalda. Descendió del estrado. Tenía una andar regio e imponente y cada uno de sus gestos irradiaba poder. Y atesoraba mucho. De los tres reyes que habían quedado tras la guerra era el más temido.
—Estoy harto de que rechaces a cuanta hembra pongo a tu disposición —dijo por fin en tono seco.
—Entonces deja de importunarme con ese tema —le respondió el celestial con igual dureza.
—Antes cederás ante mí, Férenwir. —La voz del rey sonó bronca. Empezó a andar alrededor de su prisionero. —Y a no tardar mucho. Te juro que has colmado mi paciencia para cien años. Recuerda que partir de ahora todo lo que ocurra es obra tuya.
El rey se encontraba a su espalda y el celestial se giró un momento para observarle sin comprender a qué se refería.
—Nunca presté demasiada atención a tu forma de ser y puede que eso haya sido un error —continuó el rey mostrando los dientes en un mohín de aversión. —Después de todo fuisteis creados para proteger a cuanta criatura viviente hay en Aar. —Lo agarró del cabello y le echó la cabeza hacia atrás para verle el rostro. —Teneis el corazón demasiado tierno y eso os hace débiles.
Lo soltó con brusquedad.
—La única debilidad que tengo es derribarte de ese trono ensangrentado en cuanto me sea posible —dijo el celestial con furia.
—Si te vieras con los mismos ojos con los que te veo yo ahora, comprenderías lo patético de esa afirmación —le contestó Hroan con desdén.
Férenwir sintió una punzada de vergüenza. Imaginó que su aspecto distaba mucho de ser el que había sido antaño.
—No estaré encadenado a tus pies para siempre —dijo ásperamente.
—No tengas tanta prisa en que llegue ese día, porque solo muerto te librarás de estas cadenas. —El rey se detuvo frente a él. —Y antes de eso harás todas y cada una de las cosas que te pida.
Aquellas últimas palabras habían sido pronunciadas con una certeza absoluta. El celestial maldijo en su interior, porque supo que ese día no iba a ser igual a los cientos de días anteriores. El fuego que esa mañana ardía en los ojos de Hroan lo decía a gritos. Lo observó ante él, tan cerca y por completo fuera de su alcance, y apretó los dientes mortificado. El día que se viera libre de la asquerosa correa que le ceñía el cuello lo haría pedazos con sus propias manos. El rey hizo un gesto y el capitán abrió la puerta del salón. Dos guardias entraron custodiando a una mujer cubierta por un manto de brocado dorado. Estaba pálida y se encogía bajo el amplio ropaje. Hroan se adelantó y la agarró por la nuca. Con un movimiento violento, la hizo detenerse frente a Férenwir. Las manos de la mujer se asomaban entre los bordes del manto, crispadas, intentando mantenerlo cerrado.
Hroan desenvainó y le colocó la hoja bajo la barbilla. Se la levantó hasta que la mujer tuvo que ponerse de puntillas para que no le cortara la piel. Se la oía jadear con claridad, desconcertada, sin atreverse a hacer el menor movimiento que enojara a su señor. Los guardias le arrancaron la capa de los hombros y apareció desnuda en el salón. Intentó cubrirse con las manos. Por sus carnes rotundas, los pechos hinchados y la curvatura de su estomago, era evidente que había sido madre no hacía mucho, pero era muy hermosa, rubia y de ojos azules, como Férenwir. Y esbelta y de piel clara. No era una campesina, sino una dama de la corte.
—¿Es de tu gusto? —le preguntó Hroan, manteniendo a su víctima en vilo.
La dama, casi sin respiración y sin osar hacer el menor movimiento, volvió tan solo los ojos hacia Férenwir al darse cuenta de que el rey se dirigía a aquel desconocido. Cerró los párpados un momento y las lagrimas temblaron en sus pestañas.
Férenwir apartó la mirada.
—Déjame tranquilo.
Ni siquiera había terminado de hablar cuando un chorro de sangre le cayó sobre el rostro. El celestial se echó hacia atrás al sentir como las cálidas gotas tocaban su piel. Con un sordo golpe la cabeza de la mujer cayó al suelo y un instante después el cuerpo se desplomó también. La cabeza rodó hasta detenerse poco a poco junto al estrado. Férenwir absolutamente consternado contempló los ojos azules y húmedos que aún parecían mirarle. Sorprendidos. Un charco rojo creció desde el cuerpo decapitado, empapando la gruesa alfombra.
—Traed a otra —ordenó con impaciencia el rey de Kriuh sin dejar de observar a su cautivo. —Seguiremos así, hasta encontrar a una que satisfaga las exigencias de nuestro ilustre prisionero.
Férenwir comprendió de inmediato. Hroan ni siquiera había perdido el tiempo con palabras de misericordia para ablandarle ni con amenazas para amedrentarle. Simplemente había usado la espada y le había dejado claro de buenas a primeras lo que ocurriría cada vez que se negase a obedecer.
—Es inútil que sigas con esto. Eres tú quien sostiene la espada. No yo —dijo el celestial casi en un ronco jadeo.
—Y tú eres el único que puede detenerme —le respondió Hroan con una mirada acerada. Sus botas se estaban empapando en sangre.
Férenwir volvió la cabeza al oír que la puerta se abría de nuevo. Los guardias hicieron entrar a una muchacha de piel blanca y cabellos oscuros. En cuanto descubrió el cadáver tendido sobre la alfombra, la menuda joven empezó a gritar e intentó escapar de la estancia. Los guardias tuvieron que acorralarla como a un cervatillo y llevarla ante Hroan a pulso. Entre los pliegues agitados de su manto de seda verde asomaba un cuerpo aterciopelado.
—¡Mantenedla sujeta! —rugió Hroan.
Al escuchar aquella voz que llenaba la estancia como un mazazo la muchacha se encogió y trató de tragarse sus sollozos. Sus pies desnudos resbalaron sobre la alfombra encharcada y los guardias la aferraron para que no cayera. Le arrancaron el manto de los hombros. Era muy joven, pero había perdido la lisura de su estómago y la redondez de su caderas revelaba que había dado a luz. Sus pezones aún rezumaban leche. Al pisar la mano todavía caliente de su predecesora se le escapó un chillido y se dobló hacia delante.
—Si también la desprecias, perderá la cabeza.
La joven levantó el rostro. Entre los mechones oscuros que le caían sobre la frente, sus ojos húmedos miraron a su alrededor hasta que se encontraron con los de Férenwir.
—Por favor, quiero volver con mi niño... —suplicó con un hilo de voz que se le quebró enseguida.
Hroan colocó la espada sobre la nuca de la muchacha. Acarició sus cabellos con el filo y la joven se quedó de repente inmóvil, sin aliento. Fue como si los dedos de la muerte la hubieran rozado. Volvió a fijar sus grandes ojos castaños en Férenwir. Sus labios temblaban.
—Tengo centenares de mujeres y mucho tiempo. Si hoy no encontramos hembra que te convenga, proseguiremos mañana —pero Hroan hablaba con una contención que desmentía su mirada. Como la fina lámina de hielo que oculta las mortales corrientes de un río desbocado.
Férenwir apretó los dientes para que no se le escaparan las palabras que estaba a punto de pronunciar. Sentía que se partía en dos. Se había jurado que no engendraría hijos para Hroan. La paciencia no era el fuerte del rey de Kriuh y sus dedos se cerraron alrededor de la empuñadura. Levantó la espada. Un grito se escapó de la garganta de la joven dama, con tal crispación que apenas pareció humano.
—¡Basta! ¡La tomaré! —exclamó Férenwir. Sus ojos, intensamente azules, destacaban aún más entre las manchas de sangre que le cubrían el rostro y por ello tenían una expresión extraña y temible.
La espada de Hroan se detuvo en el aire, justo sobre la cabeza de la joven que ahora se desgañitaba y se retorcía histéricamente, resbalando y pisando en su ciega desesperación el cuerpo sin cabeza que yacía desmadejado tras ella. De repente la espada del rey cambió de rumbo de forma inesperada y se clavó entre las costillas del celestial. Férenwir cayó hacia delante con un hondo quejido.
Hroan respiraba profundamente sobre él.
—Deberías haber obedecido desde el principio.
Los lamentos entrecortados de la muchacha, embardunada de sangre hasta la cintura y derrumbada entre los dos guardias que aún la sujetaban, era lo único que se escuchaba en la estancia.