Bueno, después de mi larga ausencia espero que habreis recuperado el aliento, así que os dejo el siguiente fragmento. Como siempre no os corteis.
3 . El hijo menor (III)
Cuando Férenwir llegó al final del valle ya era noche cerrada y había dejado de llover. El torrente burbujeaba a sus pies dirigiéndose al río. Igual que él. Pero al celestial decenas de antorchas le cortaban el paso y se detuvo. Escuchó los gañidos de los perros removiéndose inquietos en la oscuridad. Los soldados se preparaban para iniciar la batida que había de darle caza al amanecer. Férenwir sabía que tendría que cruzar como fuera, porque no podía volver atrás y el río era lo único que podía quitarle de encima las jaurías de Hroan. Empezó a correr hacia la ribera, protegido por las sombras. En cuanto se acercó al campamento los perros parecieron enloquecer. Venteaban su sangre.
Al advertir la excitación de los perros los soldados se dieron cuenta de que estaba allí. En medio de la confusión le buscaron en vano y al final soltaron las traíllas. La jauría lo encontró en un instante. Intentaron lamerle las heridas y casi lo derribaron. El celestial se deshizo de ellos como pudo. Los jinetes ya sabían dónde estaba, a pesar de que apenas podían verle, y lo cercaron. Las espadas cortaban el aire helado a ciegas. Férenwir ni siquiera se tomó el trabajo de desenvainar porque era consciente de que no podría con todos aquellos hombres y tan solo se lanzó a una carrera desesperada, salvando cuanto obstáculo se interpuso en su camino, fueran perros, espadas o caballos. Un ciervo acosado no hubiera sido más rápido.
Pero, cuando Férenwir ya creía haber dejado atrás a sus perseguidores y olía la proximidad del río, el último de los jinetes hizo girar a su montura en un quiebro que casi derribó al animal y le lanzó un tajo inesperado. Sintió la espada acariciándole el hombro y vio apenas el destello de una capa dorada bajo el violento destello de la antorcha. Férenwir entró en el agua. El semental blanco se recuperó y le siguió, azuzado con un grito desgarrado por su jinete. Lo embistió y pasó sobre él sin misericordia. Férenwir se hundió en el río helado pisoteado por uno de los cascos del caballo. El intenso dolor en la espalda le hizo gritar y tragó agua cenagosa. Sintió que se ahogaba y tosió, pero ni aún así intentó salir a la superficie. Buceó corriente abajo maldiciendo sus grilletes hasta que casi le estallaron los pulmones y aún entonces se obligó a seguir un poco más.
Emergió sin aliento. Desde la orilla los arqueros lanzaban flechas ardiendo a lo largo del cauce para encontrarle y parecía llover fuego. Apenas a pocos pasos los jinetes lo buscaban con antorchas y se gritaban entre ellos. El jinete de la capa dorada se había adentrado tanto en el agua que su montura estaba a punto de perder pie y ahogarse. Férenwir, exhausto, dejó que la corriente lo alejara de allí.
Al amanecer salió del río. Las campanas de alarma que habían estado sonando toda la noche ya habían enmudecido, pero Férenwir, desde las sombras de los bosques que atravesaba, vio que los caminos estaban infestados de soldados y aún había más alrededor de las aldeas. Hroan podía ser un bárbaro, pero no era en absoluto un necio y lo mantenía alejado de lo que ambos sabían que más necesitaba. La primera granja que encontró, al borde de un umbrío hayedo, tenía las puertas abiertas de par en par, los aperos abandonados en el campo y la mesa dispuesta para la cena, pero no había ni un alma en ella. El celestial se sentó a la mesa. Apoyó los codos sobre ella y durante unos momentos inclinó la cabeza con los ojos cerrados y la sostuvo entre sus manos con un intenso sentimiento de pesadumbre y soledad oprimiéndole el pecho. Necesitaba a alguien que le ayudara. Por encima de todo debía librarse de la correa y no podía hacerlo por sí mismo. Suspiró y se sirvió unos cuantos cazos de potaje frío en una escudilla. Cogió la cuchara de madera con desgana. Tuvo que obligarse a comer. Todo aquello que era parte de él y que le había sido robado, aunque aún durmiera en su interior, le provocaba tal sensación de vacío que le quitaba el apetito. Dentro de él y sin embargo completamente fuera de su alcance, convirtiéndolo en una sombra de sí mismo. Cuando terminó tomó un odre de agua y metió en una bolsa pan y queso. Salió al exterior y se acercó a la linde del hayedo. Intentó no dejarse vencer por el desánimo. Antes de adentrarse otra vez entre los árboles contempló pensativamente el paisaje hacia el norte, a donde se dirigía. Se dijo que aún no estaba todo perdido. Aún le quedaban esperanzas mientras consiguiera eludir a los ejércitos de Hroan. Si no se cruzaba con nadie que pudiese liberarle, al menos intentaría llegar al bosque de Hnoreth. Y al Ilaënth.
Alejados de las aldeas, los campos estaban desiertos, los senderos vacíos. Hasta mediodía Férenwir se dirigió hacia el norte a buen paso, a veces corriendo, sin acercarse ni a las carreteras principales ni a las aldeas. Por fin el bosque se aclaró y el celestial salió entre los frondosos tejos a una solitaria encrucijada. Contempló los largos caminos de tierra, desnudos a un lado y a otro. Ni mercaderes ni aldeanos ni carros ni rebaños. Como si ya nadie recorriera aquella tierra salvo él. Como si cualquier aliento de vida se hubiera desvanecido a su alrededor. Era desesperanzador. Hroan había barrido de su camino cualquier vestigio de sus súbditos. De repente una sombra se movió en la arboleda cercana y un jinete apareció en el camino que se dirigía al este. Se detuvo mirando en su dirección. Férenwir reconoció al guerrero de capa dorada del que había tenido que escapar en el río y que parecía seguirle con singular saña. El celestial estaba cansado y no iba a retroceder. Dejó caer la bolsa que llevaba. Aunque era diestro, desenvainó con su mano izquierda. Al ver el brillo de la espada el caballero avanzó hacia él, primero al trote, luego al galope. Férenwir, de pie en la encrucijada, no se movió hasta que el caballo casi se le echó encima. Vio el filo de la hoja acercándose a su pecho como una exhalación y se agachó en el último momento al tiempo que golpeaba las patas del animal con la suya. El impacto lo derribó hacia atrás. A su lado el caballo blanco casi volteó sobre su cerviz y el guerrero salió despedido y cayó de cabeza sobre el camino. El celestial se incorporó con rapidez. Al hacerlo notó que se le había abierto otra vez la herida del costado. Se volvió con la espada chorreando sangre, aunque no toda la que había en el suelo, a su alrededor, era del caballo. El hermoso semental pateaba a pocos pasos, tendido de lado en medio de una mancha escarlata que se iba extendiendo más y más. Tenía el vientre abierto y la pata derecha medio seccionada y resollaba de una manera que hubiera hecho estremecer a cualquiera que no estuviera jugándose la vida en aquel momento. Su jinete, algo más lejos, sacudió la cabeza y se levantó. Su capa casi le cubría el rostro y se la echó hacia atrás con un movimiento brusco. Se desató el pesado ropaje. Contempló a su montura que agonizaba y luego se quitó también el yelmo y lo dejó caer al suelo. Era un hombre apuesto de cabellos encrespados del color de la cerveza y sus ojos, de un azul oscuro, tenían algo sobrecogedor. Férenwir frunció apenas el ceño. No comprendía por qué le miraba de aquella manera, como si lo conociera y lo odiara, cuando nunca lo había visto antes. Dejó caer también su capa al suelo. No comprobó su herida, pero vio la intensa mirada que le dirigió su adversario al descubrirla y supuso que estaba tan mal como la sentía.
El guerrero no esperó. Se abalanzó sobre él como si le fuera la vida en ello y como si cada segundo fuera irrecuperable.
La mano de Férenwir vaciló al detener el primer mandoble. Se sentía lento y torpe empuñando la espada con la mano izquierda. Retrocedió un paso. Estaba agotado y quería terminar cuanto antes, pero su contrincante manejaba la espada con maestría. Y con sorprendente furia. El joven lo hizo retroceder de nuevo y Férenwir se agachó para evitar su filo por poco.
De repente el celestial se giró y lanzó un golpe bajo que hirió a su adversario en el muslo y lo desequilibró. Un golpe más y le arrancó la espada de la mano. El siguiente chocó duramente contra la coraza y lo hizo caer por fin al suelo. El cuarto descendió para terminar aquel inoportuno combate. Pero Férenwir detuvo el filo de su espada en el último momento, rozando la garganta de su enemigo caído. Había reconocido el blasón sobre la coraza. El mismo motivo que se repetía una y otra vez en la capa dorada que descansaba entre el barro, apenas a pocos pasos. El mismo motivo del manto brocado de oro que envolvía a la mujer que Hroan había decapitado ante sus ojos hacía menos de dos días. Retrocedió para incorporarse dejando aún que la punta de su espada acariciara el cuello del guerrero.
—Hroan asesinó a tu esposa... —dijo apagadamente, incrédulo. —¿Por qué le sirves?
Se apartó y apartó también la espada sin dejar de observar a aquel joven. Ahora reconocía los trazos del sufrimiento en su rostro. Las profundas ojeras. Las huellas de las lágrimas. Finalmente se apoyó en el tronco de un tejo, al borde del camino, dándose cuenta de que no tenía razones para matarlo. Los ojos del joven guerrero se encendieron con una desesperación rayana en la insensatez. Se levantó inesperadamente con un grito roto y le embistió.
—¡Tiene a mi hijo!
Férenwir, ya casi sin aliento, no tuvo tiempo de apartarse. Sintió el golpe en la herida y se dobló sobre sí mismo. El joven tomó la hoja de su espada con la mano enfundada en el guantelete y después giró sobre ella torciéndola sobre el tronco con el peso de su propio cuerpo. Férenwir no soltó la empuñadura a pesar de la brusca sacudida y la hoja se partió. Entonces el guerrero sacó su daga.
—Lo traicioné —murmuraba casi como si estuviera delirando—. Y sólo me lo devolverá si te llevo conmigo.
La hoja de su daga se clavó entre el vendaje hasta la empuñadura y le hizo un largo tajo hacia abajo, al mismo tiempo que Férenwir le cortaba la garganta con un movimiento preciso del fragmento de espada que aún sostenía en la mano. El rostro del joven se heló en una expresión de incomprensión y sus palabras se ahogaron en la sangre que brotaba de sus labios.
—Lo siento... —jadeó Férenwir. Retrocedió, mientras se tambaleaba presionándose la herida—. Eso no puedo concedértelo.
Dejó caer la espada rota y se desplomó de rodillas. A pocos pasos montura y jinete yacían uno junto al otro. El joven guerrero había muerto con rapidez. El caballo se estaba desangrando y aún resollaba con violencia. Ahora sí que aquellos estertores agónicos parecían estallarle en la cabeza y Férenwir contempló al animal. Hubiera dado lo que fuera por acallarlos, pero ya no tenía ni espada ni fuerzas. Oyó el galope de varios caballos que se acercaban.
Cuando los seis jinetes refrenaron sus monturas junto a los restos de la lucha, el caballo ya había dejado de patear al aire y todo estaba sumido en un quietud de piedra.
—Ha sido ese bastardo... —dijo un soldado. Se sacó el casco y se pasó la mano por el cabello negro y húmedo. —Menuda masacre.
Otro jinete de barba gris detuvo su bayo junto al cadáver del guerrero caído.
—Este andaba medio ido ni comía ni hablaba ni dormía y al final ha encontrado lo que buscaba.
—Un traidor menos —masculló el primero con indiferencia.
Un hombre joven, de capa verde y de origen noble por sus atavíos, descabalgó de un salto. Se arrodilló junto al guerrero rubio que yacía con la garganta rajada. Contuvo a fuerza de voluntad el gesto de desolación que asomaba a su rostro ante lo que veía. Luego le cerró los ojos al cadáver con un gesto cuidadoso.
Otro soldado, pelirrojo y de hombros anchos, también descabalgó. Mientras sujetaba a su caballo de las riendas echó un vistazo alrededor. Vio la espada quebrada y la daga manchada de sangre. Se agachó a coger esta última. La espada del guerrero muerto asomaba entre la hierba del camino y también se acercó a recogerla.
—Ese engendro del infierno ahora está desarmado...
—Y con un tajo que le llega hasta los higadillos y medio muerto de hambre. Y con la mano derecha inútil —rezongó el soldado de pelo negro—. Pero, visto lo visto, es mejor no confiarse y si te digo la verdad ya me da igual que empuñe un espadón o una ramita de sauce —. Volvió a colocarse el casco—. ¿Algún rastro?
—Vino del bosque —. El hombre pelirrojo señaló hacia la maleza que crecía entre los tejos—. Pero no hay más señales suyas. Hacia el norte solo huellas de caballo y él va a pie. A la linde del camino no se ve ni una pisada. La tierra está húmeda y andar sobre ella es como escribir en un libro. Diría que volvió por donde vino, para no revelar por donde se fue.
—En marcha pues. Hacia el bosque.
El soldado pelirrojo pasó junto al joven de cabellos lacios y oscuros que aún permanecía arrodillado junto al guerrero caído. Lo miró con desprecio.
—Deja de lloriquear como una mujerzuela y levántate, escoria.
El noble alargó el brazo y cubrió el rostro del cadáver con un borde de la capa dorada que había cerca, sin apresurarse. Al hacerlo descubrió apenas una de las huellas que ocultaba junto al tronco del tejo. Contuvo la respiración y su mano vaciló, pero finalmente no dijo nada y dejó caer otra vez el ropaje dorado. El soldado le dio una patada en el costado que le hizo ladearse.
—¿Es que no me has oído? Tú no estás casado, pero tienes madre y hermanas, ¿no es cierto? ¡Así que arriba! El rey aún no ha terminado contigo.
El joven, delgado y pálido, montó en silencio. Y luego lo hizo el pelirrojo.
—¡Malditos cachorros de rancio abolengo! ¡Qué la peste se los lleve! ¡A todos ellos! No hacen más que jodernos a los demás con sus malditas confabulaciones —dijo el soldado pelirrojo, mientras espoleaba su montura hacia el bosque.
—Como si poner y quitar reyes fuera igual que jugar a las cien colinas —se rió desagradablemente el soldado de cabello negro. Azotó la grupa del caballo del joven de cabellos lacios cuando pasaba por su lado. —¡Vamos! ¡No te quedes atrás!
El joven de la capa verde contempló la espesa copa del tejo antes de espolear a su montura.
Cuando el rumor de los cascos se hubo apagado, Férenwir se descolgó desde el tejo. Aunque, más que descolgarse, la verdad es que cayó de bruces al suelo desde una rama bastante alta.
Se puso en pie apoyándose en una mano. Con la otra sujetaba los faldones de la camisa completamente enrojecidos y arrugados sobre la herida. Había intentado detener con ella el abundante flujo de sangre para que no revelara su presencia. Le llevó un segundo mantenerse seguro sobre sus pies. Pero no tenía demasiado tiempo. Sus perseguidores no tardarían en darse cuenta de que las huellas iban en una sola dirección. Soltó un exabrupto por lo bajo. Ni la daga ni la espada estaban ya allí. Recogió su bolsa y su capa mordiéndose los labios de dolor y, entonces sí, levantó apenas los ropajes con los que presionaba su herida. Lo que vio le hizo dudar de que consiguiera llegar al bosque de Hnoreth en las condiciones en las que se encontraba. La daga le había cortado todos los puntos y además le había ensanchado la herida hacia el vientre. Volvió a cubrirla. Antes de marcharse se acercó al joven que había matado. Tras haber escuchado la conversación entre los soldados había comprendido muchas cosas. No tenía ni idea de lo que ocurría en la corte de Hroan, evidentemente el rey no le hacía partícipe de sus confidencias, pero estaba claro que se había fraguado una conjura en una facción de la nobleza que finalmente había sido descubierta y aplastada. Y el castigo para los conjurados estaba siendo tan despiadado como podía esperarse del rey de Kriuh. El noble que acompañaba a los soldados había descubierto sus huellas junto al tejo. Férenwir había dejado caer la capa del muerto sobre ellas después de encaramarse para ocultarlas. Sin embargo el joven no lo había delatado. Un acto de generosidad que Férenwir ya no esperaba en realidad de ningún hombre. Terminó de cubrir el cadáver con la punta del pie. El destino de aquel joven guerrero y su esposa había sido terriblemente desgraciado y él había tomado parte en ello a su pesar.
Se pasó una mano por el rostro en un gesto extenuado. Tenía que encontrar a alguien que le quitara la correa. O su historia terminaría tan mal como la de aquella trágica pareja. Ahora ya casi no le quedaban esperanzas de llegar al bosque de Hnoreth.
3 . El hijo menor (III)
Cuando Férenwir llegó al final del valle ya era noche cerrada y había dejado de llover. El torrente burbujeaba a sus pies dirigiéndose al río. Igual que él. Pero al celestial decenas de antorchas le cortaban el paso y se detuvo. Escuchó los gañidos de los perros removiéndose inquietos en la oscuridad. Los soldados se preparaban para iniciar la batida que había de darle caza al amanecer. Férenwir sabía que tendría que cruzar como fuera, porque no podía volver atrás y el río era lo único que podía quitarle de encima las jaurías de Hroan. Empezó a correr hacia la ribera, protegido por las sombras. En cuanto se acercó al campamento los perros parecieron enloquecer. Venteaban su sangre.
Al advertir la excitación de los perros los soldados se dieron cuenta de que estaba allí. En medio de la confusión le buscaron en vano y al final soltaron las traíllas. La jauría lo encontró en un instante. Intentaron lamerle las heridas y casi lo derribaron. El celestial se deshizo de ellos como pudo. Los jinetes ya sabían dónde estaba, a pesar de que apenas podían verle, y lo cercaron. Las espadas cortaban el aire helado a ciegas. Férenwir ni siquiera se tomó el trabajo de desenvainar porque era consciente de que no podría con todos aquellos hombres y tan solo se lanzó a una carrera desesperada, salvando cuanto obstáculo se interpuso en su camino, fueran perros, espadas o caballos. Un ciervo acosado no hubiera sido más rápido.
Pero, cuando Férenwir ya creía haber dejado atrás a sus perseguidores y olía la proximidad del río, el último de los jinetes hizo girar a su montura en un quiebro que casi derribó al animal y le lanzó un tajo inesperado. Sintió la espada acariciándole el hombro y vio apenas el destello de una capa dorada bajo el violento destello de la antorcha. Férenwir entró en el agua. El semental blanco se recuperó y le siguió, azuzado con un grito desgarrado por su jinete. Lo embistió y pasó sobre él sin misericordia. Férenwir se hundió en el río helado pisoteado por uno de los cascos del caballo. El intenso dolor en la espalda le hizo gritar y tragó agua cenagosa. Sintió que se ahogaba y tosió, pero ni aún así intentó salir a la superficie. Buceó corriente abajo maldiciendo sus grilletes hasta que casi le estallaron los pulmones y aún entonces se obligó a seguir un poco más.
Emergió sin aliento. Desde la orilla los arqueros lanzaban flechas ardiendo a lo largo del cauce para encontrarle y parecía llover fuego. Apenas a pocos pasos los jinetes lo buscaban con antorchas y se gritaban entre ellos. El jinete de la capa dorada se había adentrado tanto en el agua que su montura estaba a punto de perder pie y ahogarse. Férenwir, exhausto, dejó que la corriente lo alejara de allí.
Al amanecer salió del río. Las campanas de alarma que habían estado sonando toda la noche ya habían enmudecido, pero Férenwir, desde las sombras de los bosques que atravesaba, vio que los caminos estaban infestados de soldados y aún había más alrededor de las aldeas. Hroan podía ser un bárbaro, pero no era en absoluto un necio y lo mantenía alejado de lo que ambos sabían que más necesitaba. La primera granja que encontró, al borde de un umbrío hayedo, tenía las puertas abiertas de par en par, los aperos abandonados en el campo y la mesa dispuesta para la cena, pero no había ni un alma en ella. El celestial se sentó a la mesa. Apoyó los codos sobre ella y durante unos momentos inclinó la cabeza con los ojos cerrados y la sostuvo entre sus manos con un intenso sentimiento de pesadumbre y soledad oprimiéndole el pecho. Necesitaba a alguien que le ayudara. Por encima de todo debía librarse de la correa y no podía hacerlo por sí mismo. Suspiró y se sirvió unos cuantos cazos de potaje frío en una escudilla. Cogió la cuchara de madera con desgana. Tuvo que obligarse a comer. Todo aquello que era parte de él y que le había sido robado, aunque aún durmiera en su interior, le provocaba tal sensación de vacío que le quitaba el apetito. Dentro de él y sin embargo completamente fuera de su alcance, convirtiéndolo en una sombra de sí mismo. Cuando terminó tomó un odre de agua y metió en una bolsa pan y queso. Salió al exterior y se acercó a la linde del hayedo. Intentó no dejarse vencer por el desánimo. Antes de adentrarse otra vez entre los árboles contempló pensativamente el paisaje hacia el norte, a donde se dirigía. Se dijo que aún no estaba todo perdido. Aún le quedaban esperanzas mientras consiguiera eludir a los ejércitos de Hroan. Si no se cruzaba con nadie que pudiese liberarle, al menos intentaría llegar al bosque de Hnoreth. Y al Ilaënth.
Alejados de las aldeas, los campos estaban desiertos, los senderos vacíos. Hasta mediodía Férenwir se dirigió hacia el norte a buen paso, a veces corriendo, sin acercarse ni a las carreteras principales ni a las aldeas. Por fin el bosque se aclaró y el celestial salió entre los frondosos tejos a una solitaria encrucijada. Contempló los largos caminos de tierra, desnudos a un lado y a otro. Ni mercaderes ni aldeanos ni carros ni rebaños. Como si ya nadie recorriera aquella tierra salvo él. Como si cualquier aliento de vida se hubiera desvanecido a su alrededor. Era desesperanzador. Hroan había barrido de su camino cualquier vestigio de sus súbditos. De repente una sombra se movió en la arboleda cercana y un jinete apareció en el camino que se dirigía al este. Se detuvo mirando en su dirección. Férenwir reconoció al guerrero de capa dorada del que había tenido que escapar en el río y que parecía seguirle con singular saña. El celestial estaba cansado y no iba a retroceder. Dejó caer la bolsa que llevaba. Aunque era diestro, desenvainó con su mano izquierda. Al ver el brillo de la espada el caballero avanzó hacia él, primero al trote, luego al galope. Férenwir, de pie en la encrucijada, no se movió hasta que el caballo casi se le echó encima. Vio el filo de la hoja acercándose a su pecho como una exhalación y se agachó en el último momento al tiempo que golpeaba las patas del animal con la suya. El impacto lo derribó hacia atrás. A su lado el caballo blanco casi volteó sobre su cerviz y el guerrero salió despedido y cayó de cabeza sobre el camino. El celestial se incorporó con rapidez. Al hacerlo notó que se le había abierto otra vez la herida del costado. Se volvió con la espada chorreando sangre, aunque no toda la que había en el suelo, a su alrededor, era del caballo. El hermoso semental pateaba a pocos pasos, tendido de lado en medio de una mancha escarlata que se iba extendiendo más y más. Tenía el vientre abierto y la pata derecha medio seccionada y resollaba de una manera que hubiera hecho estremecer a cualquiera que no estuviera jugándose la vida en aquel momento. Su jinete, algo más lejos, sacudió la cabeza y se levantó. Su capa casi le cubría el rostro y se la echó hacia atrás con un movimiento brusco. Se desató el pesado ropaje. Contempló a su montura que agonizaba y luego se quitó también el yelmo y lo dejó caer al suelo. Era un hombre apuesto de cabellos encrespados del color de la cerveza y sus ojos, de un azul oscuro, tenían algo sobrecogedor. Férenwir frunció apenas el ceño. No comprendía por qué le miraba de aquella manera, como si lo conociera y lo odiara, cuando nunca lo había visto antes. Dejó caer también su capa al suelo. No comprobó su herida, pero vio la intensa mirada que le dirigió su adversario al descubrirla y supuso que estaba tan mal como la sentía.
El guerrero no esperó. Se abalanzó sobre él como si le fuera la vida en ello y como si cada segundo fuera irrecuperable.
La mano de Férenwir vaciló al detener el primer mandoble. Se sentía lento y torpe empuñando la espada con la mano izquierda. Retrocedió un paso. Estaba agotado y quería terminar cuanto antes, pero su contrincante manejaba la espada con maestría. Y con sorprendente furia. El joven lo hizo retroceder de nuevo y Férenwir se agachó para evitar su filo por poco.
De repente el celestial se giró y lanzó un golpe bajo que hirió a su adversario en el muslo y lo desequilibró. Un golpe más y le arrancó la espada de la mano. El siguiente chocó duramente contra la coraza y lo hizo caer por fin al suelo. El cuarto descendió para terminar aquel inoportuno combate. Pero Férenwir detuvo el filo de su espada en el último momento, rozando la garganta de su enemigo caído. Había reconocido el blasón sobre la coraza. El mismo motivo que se repetía una y otra vez en la capa dorada que descansaba entre el barro, apenas a pocos pasos. El mismo motivo del manto brocado de oro que envolvía a la mujer que Hroan había decapitado ante sus ojos hacía menos de dos días. Retrocedió para incorporarse dejando aún que la punta de su espada acariciara el cuello del guerrero.
—Hroan asesinó a tu esposa... —dijo apagadamente, incrédulo. —¿Por qué le sirves?
Se apartó y apartó también la espada sin dejar de observar a aquel joven. Ahora reconocía los trazos del sufrimiento en su rostro. Las profundas ojeras. Las huellas de las lágrimas. Finalmente se apoyó en el tronco de un tejo, al borde del camino, dándose cuenta de que no tenía razones para matarlo. Los ojos del joven guerrero se encendieron con una desesperación rayana en la insensatez. Se levantó inesperadamente con un grito roto y le embistió.
—¡Tiene a mi hijo!
Férenwir, ya casi sin aliento, no tuvo tiempo de apartarse. Sintió el golpe en la herida y se dobló sobre sí mismo. El joven tomó la hoja de su espada con la mano enfundada en el guantelete y después giró sobre ella torciéndola sobre el tronco con el peso de su propio cuerpo. Férenwir no soltó la empuñadura a pesar de la brusca sacudida y la hoja se partió. Entonces el guerrero sacó su daga.
—Lo traicioné —murmuraba casi como si estuviera delirando—. Y sólo me lo devolverá si te llevo conmigo.
La hoja de su daga se clavó entre el vendaje hasta la empuñadura y le hizo un largo tajo hacia abajo, al mismo tiempo que Férenwir le cortaba la garganta con un movimiento preciso del fragmento de espada que aún sostenía en la mano. El rostro del joven se heló en una expresión de incomprensión y sus palabras se ahogaron en la sangre que brotaba de sus labios.
—Lo siento... —jadeó Férenwir. Retrocedió, mientras se tambaleaba presionándose la herida—. Eso no puedo concedértelo.
Dejó caer la espada rota y se desplomó de rodillas. A pocos pasos montura y jinete yacían uno junto al otro. El joven guerrero había muerto con rapidez. El caballo se estaba desangrando y aún resollaba con violencia. Ahora sí que aquellos estertores agónicos parecían estallarle en la cabeza y Férenwir contempló al animal. Hubiera dado lo que fuera por acallarlos, pero ya no tenía ni espada ni fuerzas. Oyó el galope de varios caballos que se acercaban.
Cuando los seis jinetes refrenaron sus monturas junto a los restos de la lucha, el caballo ya había dejado de patear al aire y todo estaba sumido en un quietud de piedra.
—Ha sido ese bastardo... —dijo un soldado. Se sacó el casco y se pasó la mano por el cabello negro y húmedo. —Menuda masacre.
Otro jinete de barba gris detuvo su bayo junto al cadáver del guerrero caído.
—Este andaba medio ido ni comía ni hablaba ni dormía y al final ha encontrado lo que buscaba.
—Un traidor menos —masculló el primero con indiferencia.
Un hombre joven, de capa verde y de origen noble por sus atavíos, descabalgó de un salto. Se arrodilló junto al guerrero rubio que yacía con la garganta rajada. Contuvo a fuerza de voluntad el gesto de desolación que asomaba a su rostro ante lo que veía. Luego le cerró los ojos al cadáver con un gesto cuidadoso.
Otro soldado, pelirrojo y de hombros anchos, también descabalgó. Mientras sujetaba a su caballo de las riendas echó un vistazo alrededor. Vio la espada quebrada y la daga manchada de sangre. Se agachó a coger esta última. La espada del guerrero muerto asomaba entre la hierba del camino y también se acercó a recogerla.
—Ese engendro del infierno ahora está desarmado...
—Y con un tajo que le llega hasta los higadillos y medio muerto de hambre. Y con la mano derecha inútil —rezongó el soldado de pelo negro—. Pero, visto lo visto, es mejor no confiarse y si te digo la verdad ya me da igual que empuñe un espadón o una ramita de sauce —. Volvió a colocarse el casco—. ¿Algún rastro?
—Vino del bosque —. El hombre pelirrojo señaló hacia la maleza que crecía entre los tejos—. Pero no hay más señales suyas. Hacia el norte solo huellas de caballo y él va a pie. A la linde del camino no se ve ni una pisada. La tierra está húmeda y andar sobre ella es como escribir en un libro. Diría que volvió por donde vino, para no revelar por donde se fue.
—En marcha pues. Hacia el bosque.
El soldado pelirrojo pasó junto al joven de cabellos lacios y oscuros que aún permanecía arrodillado junto al guerrero caído. Lo miró con desprecio.
—Deja de lloriquear como una mujerzuela y levántate, escoria.
El noble alargó el brazo y cubrió el rostro del cadáver con un borde de la capa dorada que había cerca, sin apresurarse. Al hacerlo descubrió apenas una de las huellas que ocultaba junto al tronco del tejo. Contuvo la respiración y su mano vaciló, pero finalmente no dijo nada y dejó caer otra vez el ropaje dorado. El soldado le dio una patada en el costado que le hizo ladearse.
—¿Es que no me has oído? Tú no estás casado, pero tienes madre y hermanas, ¿no es cierto? ¡Así que arriba! El rey aún no ha terminado contigo.
El joven, delgado y pálido, montó en silencio. Y luego lo hizo el pelirrojo.
—¡Malditos cachorros de rancio abolengo! ¡Qué la peste se los lleve! ¡A todos ellos! No hacen más que jodernos a los demás con sus malditas confabulaciones —dijo el soldado pelirrojo, mientras espoleaba su montura hacia el bosque.
—Como si poner y quitar reyes fuera igual que jugar a las cien colinas —se rió desagradablemente el soldado de cabello negro. Azotó la grupa del caballo del joven de cabellos lacios cuando pasaba por su lado. —¡Vamos! ¡No te quedes atrás!
El joven de la capa verde contempló la espesa copa del tejo antes de espolear a su montura.
Cuando el rumor de los cascos se hubo apagado, Férenwir se descolgó desde el tejo. Aunque, más que descolgarse, la verdad es que cayó de bruces al suelo desde una rama bastante alta.
Se puso en pie apoyándose en una mano. Con la otra sujetaba los faldones de la camisa completamente enrojecidos y arrugados sobre la herida. Había intentado detener con ella el abundante flujo de sangre para que no revelara su presencia. Le llevó un segundo mantenerse seguro sobre sus pies. Pero no tenía demasiado tiempo. Sus perseguidores no tardarían en darse cuenta de que las huellas iban en una sola dirección. Soltó un exabrupto por lo bajo. Ni la daga ni la espada estaban ya allí. Recogió su bolsa y su capa mordiéndose los labios de dolor y, entonces sí, levantó apenas los ropajes con los que presionaba su herida. Lo que vio le hizo dudar de que consiguiera llegar al bosque de Hnoreth en las condiciones en las que se encontraba. La daga le había cortado todos los puntos y además le había ensanchado la herida hacia el vientre. Volvió a cubrirla. Antes de marcharse se acercó al joven que había matado. Tras haber escuchado la conversación entre los soldados había comprendido muchas cosas. No tenía ni idea de lo que ocurría en la corte de Hroan, evidentemente el rey no le hacía partícipe de sus confidencias, pero estaba claro que se había fraguado una conjura en una facción de la nobleza que finalmente había sido descubierta y aplastada. Y el castigo para los conjurados estaba siendo tan despiadado como podía esperarse del rey de Kriuh. El noble que acompañaba a los soldados había descubierto sus huellas junto al tejo. Férenwir había dejado caer la capa del muerto sobre ellas después de encaramarse para ocultarlas. Sin embargo el joven no lo había delatado. Un acto de generosidad que Férenwir ya no esperaba en realidad de ningún hombre. Terminó de cubrir el cadáver con la punta del pie. El destino de aquel joven guerrero y su esposa había sido terriblemente desgraciado y él había tomado parte en ello a su pesar.
Se pasó una mano por el rostro en un gesto extenuado. Tenía que encontrar a alguien que le quitara la correa. O su historia terminaría tan mal como la de aquella trágica pareja. Ahora ya casi no le quedaban esperanzas de llegar al bosque de Hnoreth.