12/05/2017 12:36 PM
3 . El hijo menor (V)
El velo de llovizna hizo que la silueta de Dhys en el horizonte le pareciera un fantasma. El capitán lo hizo desmontar. No iba a permitir que entrara a lomos de un caballo en la ciudad. Entraría como el esclavo que era. A la vista de todos. Ató el cabo de la cuerda que le sujetaba las manos al arzón de su silla y después lo arrastró con él. Férenwir apenas tenía fuerzas y trastabilló siguiéndolo a tirones.
El celestial llegó a las puertas de Dhys al atardecer. La tierra estaba encharcada de rojo. Miró hacia arriba y un trozo de algo pegajoso casi le dio en la cara antes de chocar contra el suelo con un chasquido sumamente desagradable. Levantó un círculo de salpicaduras ensangrentadas. Cuerpos despellejados colgaban de las murallas, a la vista de todo el mundo. Les habían abierto el estómago y los intestinos, de un color pálido, se descolgaban de ellos con cuajarones casi negros, como reclamo de cuervos. Férenwir no los reconoció, pero sabía quiénes eran: los cuatro guardias de los que había escapado. Nada cambió en el rostro del celestial, aunque su calma era solo aparente. Quizá debería haberlos matado cuando tuvo ocasión, se dijo. Les hubiera evitado sufrimientos. Sus restos eran un claro signo del estado de cólera en que se encontraba Hroan. Un brusco tirón de la cuerda lo arrastró de nuevo unos pasos y atravesó el portón. Varios campesinos y niños desarrapados, mujeres llevando cestos, se apiñaban a ambos lados, cubriéndose la cabeza con toscas mantas para protegerse de la lluvia mientras los veían pasar. En otras ocasiones le habían lanzado piedras y verduras podridas, por lo tanto aquel silencio, tan sutil y férreo a la vez, que caía sobre todo y lo aplastaba, resultaba extraño. El celestial se encontró con sus ojos asustados. Una anciana murmuraba en voz baja. Quizá rezaba por él, pensó Férenwir. Aún recordaría los tiempos de antes de la guerra.
—Ahora se calmará. Ya lo vereis —murmuró apenas una voz cuando pasaban.
Se adentraron en la ciudad. Las gentes dejaban sus quehaceres al ver la enfangada partida que regresaba después de cuatro días y se reunían poco a poco al borde de la avenida. Pero no se escuchaba ni un murmullo entre el repiqueteo de la lluvia. Por fin los soldados y su cautivo llegaron a la plaza porticada que precedía al palacio. Las puertas de la dorada construcción, pesada y sin torres, mostrando su fachada recargada de arcos ciegos y columnas adosadas, les aguardaban abiertas de par en par, como las fauces de un animal que dormitaba. Cuando se hundieron en su penumbroso interior, los mismos soldados que lo acompañaban palidecieron al recorrer sus entrañas. Los hombres que habían estado de guardia durante su huída colgaban como espantajos en cada cruce de corredores y el agitado resplandor de las antorchas engañaba los ojos de quienes los contemplaban con la ilusión de una macabra danza de marionetas. Pero en realidad estaban tan lívidos e inmóviles como debían estarlo los cadáveres sin cabeza.
Dos agraciados pajes empujaron las puertas del salón real a su paso. Hroan aguardaba en su trono, pero se levantó de un salto y descendió de inmediato al verlos entrar. Atravesó el salón a zancadas y se detuvo frente a Férenwir. Lo primero que hizo fue abofetearlo de un revés con el canto de su puño cerrado. El celestial casi cayó al suelo, pero consiguió mantener el equilibrio en el último momento. Lo segundo que hizo el rey fue indicarle a su consejero que desatara el sucio trapo que amordazaba a su prisionero. Después se acercó y le pasó el índice por debajo de la correa de cuero. Tiró de ella con brusquedad y lo obligó a acercarse y a inclinarse apenas. Férenwir le sacaba una cabeza, pero era el rey quien a pesar de ello conseguía mirarle como si se encontrara dos escalones por encima de él.
—Nadie se atrevió a quitártela, ¿no es cierto? No hay arma más poderosa que el miedo —murmuró. Cada una de aquellas palabras le dejaba en la boca un regusto de victoria. Sonrió con crueldad.
—Y no hay rey más débil que aquel que lo usa para gobernar —lo menospreció el celestial—. Si lo que quieres es gobernar ovejas, no eres más que un pastor y no un monarca. Son ovejas las que pueblan tus tierras y ovejas tendrás para defenderlas cuando los míos regresen.
Hroan dejó de sonreír. Le soltó la correa.
—¡Ponedle el bocado y encadenadle! ¡Las manos y los pies!
—No... —La maldición de Férenwir se volvió ininteligible cuando le calzaron la mordaza de metal en la boca.
—Te aseguro que esta vez sí que vas a necesitar ese bocado —masculló Hroan con el furor de una fiera enloquecida brillándole en los ojos. —¡A la mesa con él!
Entre seis hombres lo subieron a pulso a la enorme mesa de caoba y aún así tuvieron que llamar a más guardias, porque no conseguían mantenerle quieto para cerrarle los grilletes.
Hroan desenvainó.
—No podrás volver a escapar cuando te haya cortado los pies.
Cuando el celestial oyó aquello necesitaron de tres hombres tirando de cada una de las cadenas para mantenerle inmóvil sobre la mesa. Férenwir continuó forcejeando, con tal ímpetu que la tensión creció hasta el punto de que creyó que iban arrancarle los brazos y las piernas. Los soldados, sudorosos, gruñían por el esfuerzo y se sostenían tan solo de las cadenas que tensaban. Hubieran caído de espaldas de no ser por ellas.
Hroan alzó la espada. Férenwir mordió el metal envuelto en cuero con desesperación, anticipando el golpe.
—Mi señor —el consejero encogido y obsequioso, colocado junto a su rey, hablaba en voz muy baja, apaciguadora, —pensad en el bienestar de las tierras —continuó con cautela. Se encogió un poco más si aquello era posible. Parecía un perro a punto de ser apaleado. —Cuanto más poder pierde él, más poder perdéis vos.
Hroan mantuvo la hoja en alto con los músculos tensos. Su rostro era una máscara de desprecio.
—Tienes razón —dijo al fin. Sus ojos estaban clavados en los de Férenwir que respiraba agitadamente bajo él. De repente una sonrisa torva le torció el gesto. —Le cortaré solo uno.
La espada descendió con un golpe seco. En medio de la intensa oleada de dolor, el celestial dejó de sentir la insoportable tensión que inmovilizaba su pie izquierdo. Su grito se ahogó bajo el bocado y los hombres que sujetaban aquella cadena cayeron al suelo.
Hroan retrocedió contemplando su obra, casi sin aliento.
—El hijo menor de Crein de Pernmar —murmuró por fin. —Nunca nadie volverá a decir de él que es perfecto.
A su alrededor el silencio se hubiera podido cortar con un cuchillo. La pierna mutilada dejaba caer la sangre por el borde de la mesa. El lento goteo y los entrecortados jadeos de Férenwir, a punto de romperse en un alarido o quizá en un sollozo, eran lo único que se escuchaba.
Entonces el capitán se acercó al rey y dejó caer a sus pies un jirón de tela verde con un delicado blasón plateado. El trozo de tela estaba oscurecido por la sangre seca.
—Os traicionó por segunda vez, pero ya no podrá volver a hacerlo.
El rey apoyó la punta enrojecida de su espada en el suelo. Estaba extrañamente serio.
—Por lo visto no tenía en mucha estima la seguridad de su familia. Ahora ellos pagarán por él. —Avanzó y se detuvo junto a la mesa. Se dirigió a su cautivo con acidez. —¿Lo entiendes ahora, Férenwir? Es como te dije. Todo lo ocurrido es obra tuya. Intentaban liberarte. Creían que tú les salvarías. Y mírate ahora... Ni siquiera puedes salvarte a ti mismo.
En medio del dolor que casi le hacía perder el sentido, Férenwir comprendió por fin a qué se refería Hroan. Comprendió que la conjura de los jóvenes nobles había sido por su causa. Se dio cuenta de que habían planeado liberarle con el propósito de que el celestial, una vez despojado de la correa que lo contenía, destruyera al rey. Y todas aquellas esperanzas habían terminado en un baile de cabezas cortadas. Férenwir cerró los ojos para contener las lágrimas, respirando aún como si le faltara el aire. Sentía en el pecho el peso de todo lo que su caída había arrastrado consigo. Era como si se ahogara en toda la sangre derramada, en todas las esperanzas rotas que habían seguido después.
Quizá debería haber matado a uno de los campesinos para que los demás le liberaran. Quizá debería haber matado a los guardias para evitar que sufrieran. Quizá había estado equivocado desde el principio.
El guerrero apareció en medio de uno de los luminosos corredores de Noronnagro, casi como si una gran nube hubiera cubierto el cielo y todo se oscureciera. Su coraza que antaño habría sido el orgullo de un rey, ahora oxidada y abollada, relucía apenas, recubierta con los restos de un andrajoso dorado; el yelmo machacado, insinuando antiguos horrores que hubiera sido mejor ignorar, chorreaba aun agua sobre las losas de sardónice pardo rojizo veteado de blanco. La altísima silueta se había materializado de la nada entre los acicalados cortesanos y de inmediato extendió un silencio oneroso en el ancho corredor, bullicioso apenas un instante antes. Criados y nobles retrocedieron hacia las sombras que yacían entre las delicadas columnatas blancas, esculpidas como si fueran fuentes que arrojaban aguas perfumadas. Los pocos caballeros armados presentes se mantuvieron donde estaban a duras penas. Entre ellos el recién llegado se dirigió al final del corredor con aquel andar tan suave y enérgico al mismo tiempo, a pesar del peso de la armadura, y que tanto parecía intimidar a los mortales. Los presentes lo eludían con el irresistible movimiento de una piedra imán ante otra encarada por el lado equivocado y, mientras avanzaba, el desconocido escuchó los desagradables cuchicheos de los súbditos de Fërngàel de Nerhu a su espalda.
No permitió que lo anunciaran. Pasó entre los guardias haciéndolos retroceder y empujó las puertas con ambas manos. Las pesadas hojas de roble labrado se abrieron de golpe. En el interior el señor de la fortaleza levantó su cabeza de cabellos castaños desde detrás de un inmenso escritorio. La luz clara del norte iluminaba su figura entrando por los ventanales abiertos. Fërngàel de Nerhu era fuerte y de piel muy clara. Su cuerpo se adivinaba armonioso, enfundado en ajustados ropajes de cuero grabado y oscuro, bajo los que asomaba la blanca seda de su camisa.
—¡Sheran! ¿Qué haces aquí?
Sheran se dio cuenta, una vez más, de que aquella era la única voz entre todas en la que no detectaba desconfianza alguna cuando se dirigía a él.
—Férenwir está vivo. Lo vi anoche.
A un gesto tranquilizador de Fërngàel los guardias cerraron las puertas tras su visitante.
Solo entonces Sheran se despojó del viejo yelmo.
Pocos ojos había en Faro Are que pudieran compararse a los ojos de Sheran. Decían las leyendas que eran verdes como las esmeraldas y que poseían el hechizo del dragón bajo la sombra de sus largas pestañas negras. Era cierto, pero poco más quedaba de toda la apostura que había poseído una vez. Las heridas abiertas destrozaban su carne como un plaga. Sheran pocas veces solía despojarse de su yelmo. Salvo en presencia de Fërngàel. El señor de Nerhu lo sabía todo de él y en cierta manera ese hecho lo hacía sentirse más libre cuando iba a su encuentro.
Levantó aquellos ojos estremecedores para mirar a su anfitrión y dejó el yelmo sobre el escritorio.
—Usa esta información como mejor te plazca, porque no tiene nada que ver conmigo. Es un regalo que te hago.
Sus palabras tenían cierto tinte de sarcasmo, pero Fërngàel lo ignoró.
—¿Dónde lo has visto? ¿Y cómo?
—En la linde sur del bosque de Hnoreth. Cerca del Ilaënth. Lo perseguían los hombres de Hroan.
A Sheran no le pasó inadvertido como la expresión de Fërngàel cambiaba al escuchar aquello. Ya lo esperaba. Lo había previsto desde el principio, pero saberlo de antemano no lo había detenido en su decisión de ir a Noronnagro.
—¿Y por qué no está aquí contigo? —preguntó lentamente Fërngàel.
Sheran se apartó del escritorio sosteniendo la intensa mirada de aquellos ojos serenos y castaños que se habían clavado en él, esperando una explicación.
—Porque yo no quise —respondió Sheran sin morderse la lengua en absoluto.
Fërngàel apretó la mandíbula y cerró el libro con un gesto que, a pesar de ser contenido, demostraba con claridad meridiana su ira.
—Pues te equivocaste —dijo al fin.
El señor de Noronnagro levantó la vista y se encontró con la mirada de su huésped. No supo interpretarla. Como le ocurría a menudo.
—Te equivocaste —repitió Fërngàel, aquella vez con menos acritud.
—Eso es lo que tú piensas, pero yo tengo mis propias opiniones respecto a esa cuestión —replicó Sheran después de un segundo. Tampoco había animadversión en aquella respuesta.
Fërngàel hizo un gesto de abandono y se levantó de la mesa. Se paseó por el estudio. Se detuvo al fin frente a la alargada ventana, esculpida en forma de lirios de agua entrelazados sobre piedras multicolores. El mar, a sus pies, bramaba contra los acantilados.
—Crein cree que su hijo está muerto. ¿A quién hizo ajusticiar entonces Hroan al final de la guerra?
—Es evidente que no fue a Férenwir. Me temo que a cualquier infeliz que se le pareciera lo suficiente. Luego dejó que se extendiera la noticia —. Sheran elevó apenas las cejas en un gesto ausente. Varias heridas enrojecidas y sin sangre se abrieron en su frente y sus sienes—. Típico de ese rey malnacido.
—Cuando Crein se entere, se va a desatar una verdadera tormenta.
Por primera vez Sheran pareció salir de su tibio desinterés.
—¿Es qué vas a decírselo?
Fërngàel le dirigió una mirada extraña. Lo consideraba un amigo, pero era consciente de que era diferente al resto de sus parientes. Muy pocas veces lo había visto realmente afectado por algo, pero dudaba si, en aquel momento, se sentía lo suficientemente preocupado por la reacción de Crein cuando éste conociera todos los hechos.
—No le diré que podrías haber salvado a Férenwir y no lo hiciste —le dijo con cierta frialdad—. Pero no puedo negarle que sepa que su hijo sigue vivo. Tiene derecho a saberlo.
Sheran comprendió lo que Fërngàel había deducido al escuchar su pregunta. Sin embargo lo cierto era que la furia de sus parientes le preocupaba tan poco como que un soplo de brisa le agitara los cabellos. De hecho la deseaba y tenía que contenerse para no provocarla. Los tiempos en que le importaba lo que los demás pensaran, dijeran o escupieran sobre él habían quedado enterrados bajo seis siglos de miseria. Así que ni siquiera intentó desmentir la errónea conclusión a la que había llegado Fërngàel.
—Sabes lo que ocurrirá si se lo dices.
—No puedo ocultárselo.
—Siempre haces lo mismo—. Sheran se apoyó contra el muro y cruzó los brazos. Era extraño descubrir toda la peligrosa indolencia de un gato en los suaves movimientos de aquel cuerpo, alto, poderoso, casi en carne viva—. Actúas de la manera que te parece más justa, sin importarte las consecuencias. Crein se arrojará de cabeza hacia Kriuh. ¿Es eso lo que quieres?
Pero ante aquel latido salvaje de ira contenida, Fërngàel parecía alzarse con toda la inamovible fuerza de un peñasco. Seguro como una roca. Su fuerza no era agresiva, no era salvaje y sin embargo Sheran se daba cuenta de cómo siempre conseguía contenerle. La energía que irradiaba no la comprendía, pero a menudo le resultaba casi consolador dejarse calmar por él.
—Tú se lo impedirás.
Sheran no hizo el menor gesto, su expresión no cambió en absoluto. Tampoco apartó los ojos de su interlocutor con una mirada entre incrédula y sarcástica.
—Deberías haber salvado a Férenwir. Así repararás tu error —continuó Fërngàel.
—No lo haría ni aunque considerara haber cometido un error —le respondió Sheran simplemente.
—Lo harás. —Fërngàel no añadió más, pero Sheran supo que le reclamaba una deuda.
Por fin los ojos de Sheran cambiaron y se entrecerraron. Ahora latía en ellos una chispa de amargura y enojo.
—¿Cuánto tiempo tendré que seguir pagándote que me liberaras de Nargthodome?
Fërngàel le devolvió una mirada severa.
—Esta vez la deuda no es conmigo. Y lo sabes muy bien.
Por un segundo Fërngàel creyó intuir una sombra de tensión en el rostro de Sheran. Se preguntó hasta que punto podía llegar a arrepentirse de lo ocurrido, de haber abandonado a Férenwir a su suerte, si es que realmente era capaz de arrepentirse de algo.
—De acuerdo —le concedió Sheran de malagana. Apenas era posible percatarse del rictus rígido en sus labios cortados—. Aunque puede que me cueste el cuello. Crein me la tiene jurada.
—Te lo tendrías bien merecido —le respondió Fërngàel secamente—. Pero sé que no será así.
Sheran apartó la mirada por fin.
—¿Y qué harás tú mientras yo me las veo con Crein? —preguntó con algo de brusquedad.
Fërngáel acarició el libro de cubiertas plateadas, repujadas con hojas y flores, que descansaba sobre el escritorio.
—No estamos preparados para una guerra y menos aún para una iniciada en un acceso de ira. Mientras tú entorpeces su camino hacia Kriuh, yo encontraré el modo de detenerle definitivamente.
—Si intentas hacerle desistir de que rescate a su hijo, eres aún más estúpido de lo que creía.
Fërngàel levantó la cabeza. Sheran le contemplaba con su devastado ceño levemente fruncido, pero, sorprendentemente, tras aquellas palabras por una vez el señor de Nerhu presintió cierto deje de calidez. Casi sonrió para sí mismo.
—Tú ocúpate tan solo de que tanto Crein como Erren lleguen ante los muros de Dhys lo más tarde posible.
Sheran no preguntó a que venía aquel extraño capricho. Haría lo que le pedía Fërngàel, pero en verdad la estirpe de Pernmar le traía sin cuidado. Y ese desinterés en todo lo que tuviera que ver con los suyos era lo máximo que Fërngàel había conseguido arrancarle en una promesa para detenerle en su sed de venganza.
—No tendrías que preocuparte por nada de eso si simplemente no le revelaras que su hijo está vivo —le recordó Sheran al cabo de un momento—. ¿Dónde está ahora ese tan cacareado sentido común tuyo, Fërngàel?
El señor de Nerhu inhaló hondamente. Alzó un rostro noble y firme, de piel extraordinariamente clara, hacia su pariente. Sus luminosos ojos del color del cobre y sus cabellos castaños como la madera pulida resaltaban de una forma hermosa en ella. Pero su expresión era inquebrantable.
—Mi sentido común me dice que no soy quien para decidir sobre un tema tan delicado entre un padre y un hijo. Detendré a Crein, pero jamás le mentiré.
El velo de llovizna hizo que la silueta de Dhys en el horizonte le pareciera un fantasma. El capitán lo hizo desmontar. No iba a permitir que entrara a lomos de un caballo en la ciudad. Entraría como el esclavo que era. A la vista de todos. Ató el cabo de la cuerda que le sujetaba las manos al arzón de su silla y después lo arrastró con él. Férenwir apenas tenía fuerzas y trastabilló siguiéndolo a tirones.
El celestial llegó a las puertas de Dhys al atardecer. La tierra estaba encharcada de rojo. Miró hacia arriba y un trozo de algo pegajoso casi le dio en la cara antes de chocar contra el suelo con un chasquido sumamente desagradable. Levantó un círculo de salpicaduras ensangrentadas. Cuerpos despellejados colgaban de las murallas, a la vista de todo el mundo. Les habían abierto el estómago y los intestinos, de un color pálido, se descolgaban de ellos con cuajarones casi negros, como reclamo de cuervos. Férenwir no los reconoció, pero sabía quiénes eran: los cuatro guardias de los que había escapado. Nada cambió en el rostro del celestial, aunque su calma era solo aparente. Quizá debería haberlos matado cuando tuvo ocasión, se dijo. Les hubiera evitado sufrimientos. Sus restos eran un claro signo del estado de cólera en que se encontraba Hroan. Un brusco tirón de la cuerda lo arrastró de nuevo unos pasos y atravesó el portón. Varios campesinos y niños desarrapados, mujeres llevando cestos, se apiñaban a ambos lados, cubriéndose la cabeza con toscas mantas para protegerse de la lluvia mientras los veían pasar. En otras ocasiones le habían lanzado piedras y verduras podridas, por lo tanto aquel silencio, tan sutil y férreo a la vez, que caía sobre todo y lo aplastaba, resultaba extraño. El celestial se encontró con sus ojos asustados. Una anciana murmuraba en voz baja. Quizá rezaba por él, pensó Férenwir. Aún recordaría los tiempos de antes de la guerra.
—Ahora se calmará. Ya lo vereis —murmuró apenas una voz cuando pasaban.
Se adentraron en la ciudad. Las gentes dejaban sus quehaceres al ver la enfangada partida que regresaba después de cuatro días y se reunían poco a poco al borde de la avenida. Pero no se escuchaba ni un murmullo entre el repiqueteo de la lluvia. Por fin los soldados y su cautivo llegaron a la plaza porticada que precedía al palacio. Las puertas de la dorada construcción, pesada y sin torres, mostrando su fachada recargada de arcos ciegos y columnas adosadas, les aguardaban abiertas de par en par, como las fauces de un animal que dormitaba. Cuando se hundieron en su penumbroso interior, los mismos soldados que lo acompañaban palidecieron al recorrer sus entrañas. Los hombres que habían estado de guardia durante su huída colgaban como espantajos en cada cruce de corredores y el agitado resplandor de las antorchas engañaba los ojos de quienes los contemplaban con la ilusión de una macabra danza de marionetas. Pero en realidad estaban tan lívidos e inmóviles como debían estarlo los cadáveres sin cabeza.
Dos agraciados pajes empujaron las puertas del salón real a su paso. Hroan aguardaba en su trono, pero se levantó de un salto y descendió de inmediato al verlos entrar. Atravesó el salón a zancadas y se detuvo frente a Férenwir. Lo primero que hizo fue abofetearlo de un revés con el canto de su puño cerrado. El celestial casi cayó al suelo, pero consiguió mantener el equilibrio en el último momento. Lo segundo que hizo el rey fue indicarle a su consejero que desatara el sucio trapo que amordazaba a su prisionero. Después se acercó y le pasó el índice por debajo de la correa de cuero. Tiró de ella con brusquedad y lo obligó a acercarse y a inclinarse apenas. Férenwir le sacaba una cabeza, pero era el rey quien a pesar de ello conseguía mirarle como si se encontrara dos escalones por encima de él.
—Nadie se atrevió a quitártela, ¿no es cierto? No hay arma más poderosa que el miedo —murmuró. Cada una de aquellas palabras le dejaba en la boca un regusto de victoria. Sonrió con crueldad.
—Y no hay rey más débil que aquel que lo usa para gobernar —lo menospreció el celestial—. Si lo que quieres es gobernar ovejas, no eres más que un pastor y no un monarca. Son ovejas las que pueblan tus tierras y ovejas tendrás para defenderlas cuando los míos regresen.
Hroan dejó de sonreír. Le soltó la correa.
—¡Ponedle el bocado y encadenadle! ¡Las manos y los pies!
—No... —La maldición de Férenwir se volvió ininteligible cuando le calzaron la mordaza de metal en la boca.
—Te aseguro que esta vez sí que vas a necesitar ese bocado —masculló Hroan con el furor de una fiera enloquecida brillándole en los ojos. —¡A la mesa con él!
Entre seis hombres lo subieron a pulso a la enorme mesa de caoba y aún así tuvieron que llamar a más guardias, porque no conseguían mantenerle quieto para cerrarle los grilletes.
Hroan desenvainó.
—No podrás volver a escapar cuando te haya cortado los pies.
Cuando el celestial oyó aquello necesitaron de tres hombres tirando de cada una de las cadenas para mantenerle inmóvil sobre la mesa. Férenwir continuó forcejeando, con tal ímpetu que la tensión creció hasta el punto de que creyó que iban arrancarle los brazos y las piernas. Los soldados, sudorosos, gruñían por el esfuerzo y se sostenían tan solo de las cadenas que tensaban. Hubieran caído de espaldas de no ser por ellas.
Hroan alzó la espada. Férenwir mordió el metal envuelto en cuero con desesperación, anticipando el golpe.
—Mi señor —el consejero encogido y obsequioso, colocado junto a su rey, hablaba en voz muy baja, apaciguadora, —pensad en el bienestar de las tierras —continuó con cautela. Se encogió un poco más si aquello era posible. Parecía un perro a punto de ser apaleado. —Cuanto más poder pierde él, más poder perdéis vos.
Hroan mantuvo la hoja en alto con los músculos tensos. Su rostro era una máscara de desprecio.
—Tienes razón —dijo al fin. Sus ojos estaban clavados en los de Férenwir que respiraba agitadamente bajo él. De repente una sonrisa torva le torció el gesto. —Le cortaré solo uno.
La espada descendió con un golpe seco. En medio de la intensa oleada de dolor, el celestial dejó de sentir la insoportable tensión que inmovilizaba su pie izquierdo. Su grito se ahogó bajo el bocado y los hombres que sujetaban aquella cadena cayeron al suelo.
Hroan retrocedió contemplando su obra, casi sin aliento.
—El hijo menor de Crein de Pernmar —murmuró por fin. —Nunca nadie volverá a decir de él que es perfecto.
A su alrededor el silencio se hubiera podido cortar con un cuchillo. La pierna mutilada dejaba caer la sangre por el borde de la mesa. El lento goteo y los entrecortados jadeos de Férenwir, a punto de romperse en un alarido o quizá en un sollozo, eran lo único que se escuchaba.
Entonces el capitán se acercó al rey y dejó caer a sus pies un jirón de tela verde con un delicado blasón plateado. El trozo de tela estaba oscurecido por la sangre seca.
—Os traicionó por segunda vez, pero ya no podrá volver a hacerlo.
El rey apoyó la punta enrojecida de su espada en el suelo. Estaba extrañamente serio.
—Por lo visto no tenía en mucha estima la seguridad de su familia. Ahora ellos pagarán por él. —Avanzó y se detuvo junto a la mesa. Se dirigió a su cautivo con acidez. —¿Lo entiendes ahora, Férenwir? Es como te dije. Todo lo ocurrido es obra tuya. Intentaban liberarte. Creían que tú les salvarías. Y mírate ahora... Ni siquiera puedes salvarte a ti mismo.
En medio del dolor que casi le hacía perder el sentido, Férenwir comprendió por fin a qué se refería Hroan. Comprendió que la conjura de los jóvenes nobles había sido por su causa. Se dio cuenta de que habían planeado liberarle con el propósito de que el celestial, una vez despojado de la correa que lo contenía, destruyera al rey. Y todas aquellas esperanzas habían terminado en un baile de cabezas cortadas. Férenwir cerró los ojos para contener las lágrimas, respirando aún como si le faltara el aire. Sentía en el pecho el peso de todo lo que su caída había arrastrado consigo. Era como si se ahogara en toda la sangre derramada, en todas las esperanzas rotas que habían seguido después.
Quizá debería haber matado a uno de los campesinos para que los demás le liberaran. Quizá debería haber matado a los guardias para evitar que sufrieran. Quizá había estado equivocado desde el principio.
El guerrero apareció en medio de uno de los luminosos corredores de Noronnagro, casi como si una gran nube hubiera cubierto el cielo y todo se oscureciera. Su coraza que antaño habría sido el orgullo de un rey, ahora oxidada y abollada, relucía apenas, recubierta con los restos de un andrajoso dorado; el yelmo machacado, insinuando antiguos horrores que hubiera sido mejor ignorar, chorreaba aun agua sobre las losas de sardónice pardo rojizo veteado de blanco. La altísima silueta se había materializado de la nada entre los acicalados cortesanos y de inmediato extendió un silencio oneroso en el ancho corredor, bullicioso apenas un instante antes. Criados y nobles retrocedieron hacia las sombras que yacían entre las delicadas columnatas blancas, esculpidas como si fueran fuentes que arrojaban aguas perfumadas. Los pocos caballeros armados presentes se mantuvieron donde estaban a duras penas. Entre ellos el recién llegado se dirigió al final del corredor con aquel andar tan suave y enérgico al mismo tiempo, a pesar del peso de la armadura, y que tanto parecía intimidar a los mortales. Los presentes lo eludían con el irresistible movimiento de una piedra imán ante otra encarada por el lado equivocado y, mientras avanzaba, el desconocido escuchó los desagradables cuchicheos de los súbditos de Fërngàel de Nerhu a su espalda.
No permitió que lo anunciaran. Pasó entre los guardias haciéndolos retroceder y empujó las puertas con ambas manos. Las pesadas hojas de roble labrado se abrieron de golpe. En el interior el señor de la fortaleza levantó su cabeza de cabellos castaños desde detrás de un inmenso escritorio. La luz clara del norte iluminaba su figura entrando por los ventanales abiertos. Fërngàel de Nerhu era fuerte y de piel muy clara. Su cuerpo se adivinaba armonioso, enfundado en ajustados ropajes de cuero grabado y oscuro, bajo los que asomaba la blanca seda de su camisa.
—¡Sheran! ¿Qué haces aquí?
Sheran se dio cuenta, una vez más, de que aquella era la única voz entre todas en la que no detectaba desconfianza alguna cuando se dirigía a él.
—Férenwir está vivo. Lo vi anoche.
A un gesto tranquilizador de Fërngàel los guardias cerraron las puertas tras su visitante.
Solo entonces Sheran se despojó del viejo yelmo.
Pocos ojos había en Faro Are que pudieran compararse a los ojos de Sheran. Decían las leyendas que eran verdes como las esmeraldas y que poseían el hechizo del dragón bajo la sombra de sus largas pestañas negras. Era cierto, pero poco más quedaba de toda la apostura que había poseído una vez. Las heridas abiertas destrozaban su carne como un plaga. Sheran pocas veces solía despojarse de su yelmo. Salvo en presencia de Fërngàel. El señor de Nerhu lo sabía todo de él y en cierta manera ese hecho lo hacía sentirse más libre cuando iba a su encuentro.
Levantó aquellos ojos estremecedores para mirar a su anfitrión y dejó el yelmo sobre el escritorio.
—Usa esta información como mejor te plazca, porque no tiene nada que ver conmigo. Es un regalo que te hago.
Sus palabras tenían cierto tinte de sarcasmo, pero Fërngàel lo ignoró.
—¿Dónde lo has visto? ¿Y cómo?
—En la linde sur del bosque de Hnoreth. Cerca del Ilaënth. Lo perseguían los hombres de Hroan.
A Sheran no le pasó inadvertido como la expresión de Fërngàel cambiaba al escuchar aquello. Ya lo esperaba. Lo había previsto desde el principio, pero saberlo de antemano no lo había detenido en su decisión de ir a Noronnagro.
—¿Y por qué no está aquí contigo? —preguntó lentamente Fërngàel.
Sheran se apartó del escritorio sosteniendo la intensa mirada de aquellos ojos serenos y castaños que se habían clavado en él, esperando una explicación.
—Porque yo no quise —respondió Sheran sin morderse la lengua en absoluto.
Fërngàel apretó la mandíbula y cerró el libro con un gesto que, a pesar de ser contenido, demostraba con claridad meridiana su ira.
—Pues te equivocaste —dijo al fin.
El señor de Noronnagro levantó la vista y se encontró con la mirada de su huésped. No supo interpretarla. Como le ocurría a menudo.
—Te equivocaste —repitió Fërngàel, aquella vez con menos acritud.
—Eso es lo que tú piensas, pero yo tengo mis propias opiniones respecto a esa cuestión —replicó Sheran después de un segundo. Tampoco había animadversión en aquella respuesta.
Fërngàel hizo un gesto de abandono y se levantó de la mesa. Se paseó por el estudio. Se detuvo al fin frente a la alargada ventana, esculpida en forma de lirios de agua entrelazados sobre piedras multicolores. El mar, a sus pies, bramaba contra los acantilados.
—Crein cree que su hijo está muerto. ¿A quién hizo ajusticiar entonces Hroan al final de la guerra?
—Es evidente que no fue a Férenwir. Me temo que a cualquier infeliz que se le pareciera lo suficiente. Luego dejó que se extendiera la noticia —. Sheran elevó apenas las cejas en un gesto ausente. Varias heridas enrojecidas y sin sangre se abrieron en su frente y sus sienes—. Típico de ese rey malnacido.
—Cuando Crein se entere, se va a desatar una verdadera tormenta.
Por primera vez Sheran pareció salir de su tibio desinterés.
—¿Es qué vas a decírselo?
Fërngàel le dirigió una mirada extraña. Lo consideraba un amigo, pero era consciente de que era diferente al resto de sus parientes. Muy pocas veces lo había visto realmente afectado por algo, pero dudaba si, en aquel momento, se sentía lo suficientemente preocupado por la reacción de Crein cuando éste conociera todos los hechos.
—No le diré que podrías haber salvado a Férenwir y no lo hiciste —le dijo con cierta frialdad—. Pero no puedo negarle que sepa que su hijo sigue vivo. Tiene derecho a saberlo.
Sheran comprendió lo que Fërngàel había deducido al escuchar su pregunta. Sin embargo lo cierto era que la furia de sus parientes le preocupaba tan poco como que un soplo de brisa le agitara los cabellos. De hecho la deseaba y tenía que contenerse para no provocarla. Los tiempos en que le importaba lo que los demás pensaran, dijeran o escupieran sobre él habían quedado enterrados bajo seis siglos de miseria. Así que ni siquiera intentó desmentir la errónea conclusión a la que había llegado Fërngàel.
—Sabes lo que ocurrirá si se lo dices.
—No puedo ocultárselo.
—Siempre haces lo mismo—. Sheran se apoyó contra el muro y cruzó los brazos. Era extraño descubrir toda la peligrosa indolencia de un gato en los suaves movimientos de aquel cuerpo, alto, poderoso, casi en carne viva—. Actúas de la manera que te parece más justa, sin importarte las consecuencias. Crein se arrojará de cabeza hacia Kriuh. ¿Es eso lo que quieres?
Pero ante aquel latido salvaje de ira contenida, Fërngàel parecía alzarse con toda la inamovible fuerza de un peñasco. Seguro como una roca. Su fuerza no era agresiva, no era salvaje y sin embargo Sheran se daba cuenta de cómo siempre conseguía contenerle. La energía que irradiaba no la comprendía, pero a menudo le resultaba casi consolador dejarse calmar por él.
—Tú se lo impedirás.
Sheran no hizo el menor gesto, su expresión no cambió en absoluto. Tampoco apartó los ojos de su interlocutor con una mirada entre incrédula y sarcástica.
—Deberías haber salvado a Férenwir. Así repararás tu error —continuó Fërngàel.
—No lo haría ni aunque considerara haber cometido un error —le respondió Sheran simplemente.
—Lo harás. —Fërngàel no añadió más, pero Sheran supo que le reclamaba una deuda.
Por fin los ojos de Sheran cambiaron y se entrecerraron. Ahora latía en ellos una chispa de amargura y enojo.
—¿Cuánto tiempo tendré que seguir pagándote que me liberaras de Nargthodome?
Fërngàel le devolvió una mirada severa.
—Esta vez la deuda no es conmigo. Y lo sabes muy bien.
Por un segundo Fërngàel creyó intuir una sombra de tensión en el rostro de Sheran. Se preguntó hasta que punto podía llegar a arrepentirse de lo ocurrido, de haber abandonado a Férenwir a su suerte, si es que realmente era capaz de arrepentirse de algo.
—De acuerdo —le concedió Sheran de malagana. Apenas era posible percatarse del rictus rígido en sus labios cortados—. Aunque puede que me cueste el cuello. Crein me la tiene jurada.
—Te lo tendrías bien merecido —le respondió Fërngàel secamente—. Pero sé que no será así.
Sheran apartó la mirada por fin.
—¿Y qué harás tú mientras yo me las veo con Crein? —preguntó con algo de brusquedad.
Fërngáel acarició el libro de cubiertas plateadas, repujadas con hojas y flores, que descansaba sobre el escritorio.
—No estamos preparados para una guerra y menos aún para una iniciada en un acceso de ira. Mientras tú entorpeces su camino hacia Kriuh, yo encontraré el modo de detenerle definitivamente.
—Si intentas hacerle desistir de que rescate a su hijo, eres aún más estúpido de lo que creía.
Fërngàel levantó la cabeza. Sheran le contemplaba con su devastado ceño levemente fruncido, pero, sorprendentemente, tras aquellas palabras por una vez el señor de Nerhu presintió cierto deje de calidez. Casi sonrió para sí mismo.
—Tú ocúpate tan solo de que tanto Crein como Erren lleguen ante los muros de Dhys lo más tarde posible.
Sheran no preguntó a que venía aquel extraño capricho. Haría lo que le pedía Fërngàel, pero en verdad la estirpe de Pernmar le traía sin cuidado. Y ese desinterés en todo lo que tuviera que ver con los suyos era lo máximo que Fërngàel había conseguido arrancarle en una promesa para detenerle en su sed de venganza.
—No tendrías que preocuparte por nada de eso si simplemente no le revelaras que su hijo está vivo —le recordó Sheran al cabo de un momento—. ¿Dónde está ahora ese tan cacareado sentido común tuyo, Fërngàel?
El señor de Nerhu inhaló hondamente. Alzó un rostro noble y firme, de piel extraordinariamente clara, hacia su pariente. Sus luminosos ojos del color del cobre y sus cabellos castaños como la madera pulida resaltaban de una forma hermosa en ella. Pero su expresión era inquebrantable.
—Mi sentido común me dice que no soy quien para decidir sobre un tema tan delicado entre un padre y un hijo. Detendré a Crein, pero jamás le mentiré.