03/12/2019 04:13 PM
(This post was last modified: 03/12/2019 08:55 PM by Emmanuel Tent.)
¡Hola a todos! Mil disculpas por la tardanza. Aquí está el capítulo renovado. Espero que haya logrado las expectativas de ustedes. En caso de que haya algo más que mejorar, estoy abierto a cualquier comentario. Pediré de favor también que den apoyo a esta historia en wattpad si les es posible: https://www.wattpad.com/509446957-la-esp...es-de-leer
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Amancia miró la lluvia caer a través de la ventana. Era como si el mismo cielo estuviese triste de su desdicha. Desde el terrible azote de su enfermedad la noble rehuía el trato con los demás y solía encerrarse en aquella pequeña sala de estar frente a una hermoseada ventana. La mujer volvió en sí cuando escuchó que alguien tocaba la puerta. Era su escribano a quien había constituido regente del reino debido a su enfermedad algunos meses atrás.
—Adelante —concibió con desgano al saber que era él.
El escriba entró y cerró la puerta tras sí. Resopló levemente tratando de adaptarse a la escasa luz. Solía visitar a la reina todas las mañanas para ver cómo se encontraba. Como de costumbre, más adusta.
Sin embargo y aunque le importaba saber del estado de la noble, esta vez la visitaba por algo completamente diferente. Esperó un momento de pie hasta que la misma concediera el acercarse un poco más.
—¿Nada aún? —preguntó de pronto haciendo un ademán con sus finos labios. La oscura excentricidad de la reina había borrado de ella parte de la rebuscada educación regia. Él no vio el gesto. Se encontraba a sus espaldas, pero sabía a qué se refería. Elocuentemente contestó:
—No, mi señora. Los soldados que hemos enviado a los bosques malditos señalan que no hay indicios de Su Majestad. Agregado a esto, solo dos de ellos regresaron... con vida.
La mujer intensificó la vista hacia las ventanas y escuchó el golpeteo de la fina lluvia que caía con detenimiento. En cierto modo la relajaba escuchar la lluvia caer.
El silencio de la mujer extrañó al escribano. Entendía lo doloroso que era sufrir de una extraña enfermedad y ser responsable de las riendas de un reino y la crianza de un niño, sin mencionar el duelo por el que aún pasaba. Hermán alisó la gruesa capa de un pulcro color morado brillante que llevaba y se detuvo muy cerca del bordillo del reposabrazos del sillón donde yacía la reina.
Ella lo miró fijamente. Se quedó callada sin sacar a relucir sus pensamientos. Finalmente dio por sentado que su esposo había muerto. Fueron tres meses intensos de búsquedas en los que no había ninguna novedad, salvo que más de sus hombres desaparecían en el Bosque de Vítos durante las jornadas de busca del monarca.
—Supongo que ya es hora de dar por sentado la muerte de Orfrak... —dijo al fin acariciándose la barbilla angulosa e impoluta—. Haz un edicto, notifica a todos sobre su muerte. No detalles nada, mientras menos específico sea, mejor. No tengo ánimos de aclarar dudas.
—No tenemos su cuerpo para realizar un velatorio... —comentó.
—Oh, no lo habrá, por lo menos no uno público —aclaró como si lo hubiese olvidado.
Hermán le preocupó la situación. El pueblo exigiría saber qué ha pasado con su rey, cosa que su esposa mantenía oculta por tener la esperanza de que estuviera con vida. El silencio se condensó un poco más; el regente aún estudiaba la implicación algo vacilante. Finalmente asintió.
Aprovechó el estar cerca para estudiar a la mujer. Aunque ni siquiera llegaba a la cuarentena la extraña patología que sufría había cavado muy hondo en ella. Unas prominentes ojeras devoraban sus claros ojos, su piel estaba tan pálida como marfil. Pese a esto, su cabellera seguía ondeante y llena de vigor a sus espaldas.
—Han pasado tres largos meses —soltó de pronto sin mirar al hombre.
Hermán resopló desalentado. Lo sabía. La situación del reino estaba color de hormiga. Sobre todo, porque la finalización de su periodo como regente se extendía cada vez más y el tendría que encarar las problemáticas sociales y políticas que acuciaban la ciudadela. Aunque tenía la opción de declinar esto llevaría el reino a parar en manos equivocadas. Demasiados problemas para alguien que se planteaba tener un poco de poder y fama. Sin embargo nunca hubiese deseado tener que crucificar su propia paz por el bienestar de un pueblo. Removió la cabeza y se limitó a escuchar a la mujer algo taciturno.
—Nemuel todavía es un niño... —continuó con la retahíla de preocupaciones con cierto pesar— y yo... —miró al regente con una profunda tristeza en su rostro— estoy cercana a la muerte. Pido encarecidamente que envíes a alguien nuevamente ante la presencia del Padre Unicornio.
El regente entrecerró los ojos molesto; sin duda una petición inesperada. La reina había pedido lo mismo reiteradas ocasiones. El ente místico era supuestamente la deidad que resguardaba el reino de Melden del Sur. Sin embargo nunca lo había visto con sus propios ojos. Sus sirvientes solían caminar por la ciudad o el palacio en forma animalesca, por lo que nadie los notaba. Esto hacían para notificar al Padre Unicornio cómo iban las cosas.
«Patrañas —pensó Hermán para sí atusándose la barba—, no son más que cuentos para niños. Si así fuese, ya hubiesen por lo menos mostrado sus condolencias a la reina o quizás haberla sanado». Muchos de la corte habían desertado, mucha gente se había movido a tierras más productivas. El reino caía en picado por las bajas en la milicia sin razón aparente, por la escasez de comida, por el silencio de la nobleza. Y ningún unicornio se paseaba por allí para bendecirles.
Finalmente Hermán se irguió un poco más y se ciñó a su capa. Era el momento oportuno de aclarar las cosas.
—En ese caso tendremos que extender el proceso de regencia —explicó Hermán—. Aunque aprecio su confianza, Su Alteza, no sé cuanto tiempo pueda aguantar en el trono. Las cosas allá afuera no están muy bien que digamos.
—Por eso te pido este último deseo —suplicó de pronto la mujer de ojos caídos con vehemencia, tomó la mano del anciano; este observó lo manchada que estaba su piel producto de la pérdida del preciado líquido rojo—. Envía una comisión de heraldos ante el santuario del Padre Unicornio, dales tres días para volver, y si no consiguieres respuesta en el tiempo estimado, puedes irte en paz con tu familia. Yo entregaré el cetro a Rodel hasta que Nemuel tenga edad para gobernar.
Hermán puso los ojos como platos ante tal súplica. Por supuesto cumpliría lo encomendado por tan harto que esté puesto que nunca obtenían respuesta. Pero le asombraba en extremo lo dicho por la reina acerca de Rodel... El hermano del rey desaparecido era un déspota maquiavélico que gobernaba con mano dura los lejanos reinos del sureste. Apretó los dientes solo imaginarlo y desvío la vista.
—Que así sea mujer —concedió finalmente.
Amancia asió con fuerza la mano del regente algo agradecida. La soltó y se reclinó en el mullido sillón. Hermán la reverenció y se fue de allí. La mujer quedó sola y al junto del cielo nubloso, lloró.
—Escribe con precisión —ordenó—. Esta será la última carta que enviaremos al Padre Unicornio, por lo tanto hazla breve y detallada, con tal vehemencia y pasión que sientan nuestra pena. Necesito que este último deseo sea escuchado.
El escriba apretó la pluma. El regente se alzaba a su lado muy molesto. Su nariz aguilucha y su sabiduría revoloteaban en su cabeza. El hombre curvó los labios en un gesto de terror observando luego cómo el regente se acercaba a la cristalera del recinto para otear hacia el exterior; prosiguió con lo ordenado.
Se encontraban en un amplio salón con un único escritorio. Varios ventanales decoraban la instancia. Una docena de nobles discutían entre sí acerca del envío de una nueva misiva. Ninguna de las anteriores había tenido resultado. ¿Por qué seguía la reina empeñada en la ayuda de un ser que jamas habían visto? Al parecer las deidades eran lo bastante sublimes como para escuchar a los mundanos humanos. Hermán mismo sabía que este último esfuerzo no daría resultados. Pero de igual forma quería conceder a la reina enferma su último deseo. Los demás cortesanos veían a la mujer ya muy avanzada en su enfermedad por lo que igual accedían al convenio.
De esta forma, el asunto quedó zanjado cuando la carta fue terminada y enviada por una procesión de heraldos que llevaban también consigo ofrendas al dios protector. Aunque muchos no creían en la soberanía del mismo, daban respeto al místico ser. De este modo los heraldos se dirigieron hacia las montañas, a poco más de dos días de camino en carruaje hacia donde se decía habitaba el Unicornio de Plata.
El regente observó el carro partir desde el amplio balcón, las manos en la espalda. Apartó su vista del carruaje que ya se perdía con el cenit.
Se dirigió a la sala de estudios donde el pequeño Nemuel recibía las enseñanzas privadas de su maestra. Desde hacía poco más de la desaparición del rey, el muchacho se había mostrado muy hosco en compartir con otros niños por lo que fue necesario impartirle clases a solas.
El salón era pequeño; algunas estanterías de libros estaban dispersas en hileras. En su centro, una mesa con dos figuras una frente a la otra.
Una mujer enseñaba con noble entusiasmo a lo que un niño de no más de nueve años se limitaba a responder sus preguntas con monosílabos totalmente neutral. La maestra celebraba la resolución e inteligencia del muchacho, pero este solo se limitaba a responder sin ninguna emoción aparente.
Hermán husmeó abriendo un poco la puerta y observándolo todo por la rendija. La mujer alzó la vista y supo que era él. Enseguida su semblante alegre cambió a uno más serio mientras el niño se enfrascaba en su cuaderno y escribía. Con una mirada, la mujer le dejó saber que le era muy difícil mantener al muchacho contento con lo que estaba pasando a su alrededor. Cosas que el aún no entendía.
El regente asintió a la mujer y esta prosiguió con sus clases de forma entusiasta y alagando al muchacho para alivianar su pesar.
Hermán cerró la puerta con cuidado y se retiró de allí. Solo quedaba esperar tres días. No había por qué desesperar. Pasado el tiempo, tomaría a su esposa e hijas y se iría de allí...
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Amancia miró la lluvia caer a través de la ventana. Era como si el mismo cielo estuviese triste de su desdicha. Desde el terrible azote de su enfermedad la noble rehuía el trato con los demás y solía encerrarse en aquella pequeña sala de estar frente a una hermoseada ventana. La mujer volvió en sí cuando escuchó que alguien tocaba la puerta. Era su escribano a quien había constituido regente del reino debido a su enfermedad algunos meses atrás.
—Adelante —concibió con desgano al saber que era él.
El escriba entró y cerró la puerta tras sí. Resopló levemente tratando de adaptarse a la escasa luz. Solía visitar a la reina todas las mañanas para ver cómo se encontraba. Como de costumbre, más adusta.
Sin embargo y aunque le importaba saber del estado de la noble, esta vez la visitaba por algo completamente diferente. Esperó un momento de pie hasta que la misma concediera el acercarse un poco más.
—¿Nada aún? —preguntó de pronto haciendo un ademán con sus finos labios. La oscura excentricidad de la reina había borrado de ella parte de la rebuscada educación regia. Él no vio el gesto. Se encontraba a sus espaldas, pero sabía a qué se refería. Elocuentemente contestó:
—No, mi señora. Los soldados que hemos enviado a los bosques malditos señalan que no hay indicios de Su Majestad. Agregado a esto, solo dos de ellos regresaron... con vida.
La mujer intensificó la vista hacia las ventanas y escuchó el golpeteo de la fina lluvia que caía con detenimiento. En cierto modo la relajaba escuchar la lluvia caer.
El silencio de la mujer extrañó al escribano. Entendía lo doloroso que era sufrir de una extraña enfermedad y ser responsable de las riendas de un reino y la crianza de un niño, sin mencionar el duelo por el que aún pasaba. Hermán alisó la gruesa capa de un pulcro color morado brillante que llevaba y se detuvo muy cerca del bordillo del reposabrazos del sillón donde yacía la reina.
Ella lo miró fijamente. Se quedó callada sin sacar a relucir sus pensamientos. Finalmente dio por sentado que su esposo había muerto. Fueron tres meses intensos de búsquedas en los que no había ninguna novedad, salvo que más de sus hombres desaparecían en el Bosque de Vítos durante las jornadas de busca del monarca.
—Supongo que ya es hora de dar por sentado la muerte de Orfrak... —dijo al fin acariciándose la barbilla angulosa e impoluta—. Haz un edicto, notifica a todos sobre su muerte. No detalles nada, mientras menos específico sea, mejor. No tengo ánimos de aclarar dudas.
—No tenemos su cuerpo para realizar un velatorio... —comentó.
—Oh, no lo habrá, por lo menos no uno público —aclaró como si lo hubiese olvidado.
Hermán le preocupó la situación. El pueblo exigiría saber qué ha pasado con su rey, cosa que su esposa mantenía oculta por tener la esperanza de que estuviera con vida. El silencio se condensó un poco más; el regente aún estudiaba la implicación algo vacilante. Finalmente asintió.
Aprovechó el estar cerca para estudiar a la mujer. Aunque ni siquiera llegaba a la cuarentena la extraña patología que sufría había cavado muy hondo en ella. Unas prominentes ojeras devoraban sus claros ojos, su piel estaba tan pálida como marfil. Pese a esto, su cabellera seguía ondeante y llena de vigor a sus espaldas.
—Han pasado tres largos meses —soltó de pronto sin mirar al hombre.
Hermán resopló desalentado. Lo sabía. La situación del reino estaba color de hormiga. Sobre todo, porque la finalización de su periodo como regente se extendía cada vez más y el tendría que encarar las problemáticas sociales y políticas que acuciaban la ciudadela. Aunque tenía la opción de declinar esto llevaría el reino a parar en manos equivocadas. Demasiados problemas para alguien que se planteaba tener un poco de poder y fama. Sin embargo nunca hubiese deseado tener que crucificar su propia paz por el bienestar de un pueblo. Removió la cabeza y se limitó a escuchar a la mujer algo taciturno.
—Nemuel todavía es un niño... —continuó con la retahíla de preocupaciones con cierto pesar— y yo... —miró al regente con una profunda tristeza en su rostro— estoy cercana a la muerte. Pido encarecidamente que envíes a alguien nuevamente ante la presencia del Padre Unicornio.
El regente entrecerró los ojos molesto; sin duda una petición inesperada. La reina había pedido lo mismo reiteradas ocasiones. El ente místico era supuestamente la deidad que resguardaba el reino de Melden del Sur. Sin embargo nunca lo había visto con sus propios ojos. Sus sirvientes solían caminar por la ciudad o el palacio en forma animalesca, por lo que nadie los notaba. Esto hacían para notificar al Padre Unicornio cómo iban las cosas.
«Patrañas —pensó Hermán para sí atusándose la barba—, no son más que cuentos para niños. Si así fuese, ya hubiesen por lo menos mostrado sus condolencias a la reina o quizás haberla sanado». Muchos de la corte habían desertado, mucha gente se había movido a tierras más productivas. El reino caía en picado por las bajas en la milicia sin razón aparente, por la escasez de comida, por el silencio de la nobleza. Y ningún unicornio se paseaba por allí para bendecirles.
Finalmente Hermán se irguió un poco más y se ciñó a su capa. Era el momento oportuno de aclarar las cosas.
—En ese caso tendremos que extender el proceso de regencia —explicó Hermán—. Aunque aprecio su confianza, Su Alteza, no sé cuanto tiempo pueda aguantar en el trono. Las cosas allá afuera no están muy bien que digamos.
—Por eso te pido este último deseo —suplicó de pronto la mujer de ojos caídos con vehemencia, tomó la mano del anciano; este observó lo manchada que estaba su piel producto de la pérdida del preciado líquido rojo—. Envía una comisión de heraldos ante el santuario del Padre Unicornio, dales tres días para volver, y si no consiguieres respuesta en el tiempo estimado, puedes irte en paz con tu familia. Yo entregaré el cetro a Rodel hasta que Nemuel tenga edad para gobernar.
Hermán puso los ojos como platos ante tal súplica. Por supuesto cumpliría lo encomendado por tan harto que esté puesto que nunca obtenían respuesta. Pero le asombraba en extremo lo dicho por la reina acerca de Rodel... El hermano del rey desaparecido era un déspota maquiavélico que gobernaba con mano dura los lejanos reinos del sureste. Apretó los dientes solo imaginarlo y desvío la vista.
—Que así sea mujer —concedió finalmente.
Amancia asió con fuerza la mano del regente algo agradecida. La soltó y se reclinó en el mullido sillón. Hermán la reverenció y se fue de allí. La mujer quedó sola y al junto del cielo nubloso, lloró.
—Escribe con precisión —ordenó—. Esta será la última carta que enviaremos al Padre Unicornio, por lo tanto hazla breve y detallada, con tal vehemencia y pasión que sientan nuestra pena. Necesito que este último deseo sea escuchado.
El escriba apretó la pluma. El regente se alzaba a su lado muy molesto. Su nariz aguilucha y su sabiduría revoloteaban en su cabeza. El hombre curvó los labios en un gesto de terror observando luego cómo el regente se acercaba a la cristalera del recinto para otear hacia el exterior; prosiguió con lo ordenado.
Se encontraban en un amplio salón con un único escritorio. Varios ventanales decoraban la instancia. Una docena de nobles discutían entre sí acerca del envío de una nueva misiva. Ninguna de las anteriores había tenido resultado. ¿Por qué seguía la reina empeñada en la ayuda de un ser que jamas habían visto? Al parecer las deidades eran lo bastante sublimes como para escuchar a los mundanos humanos. Hermán mismo sabía que este último esfuerzo no daría resultados. Pero de igual forma quería conceder a la reina enferma su último deseo. Los demás cortesanos veían a la mujer ya muy avanzada en su enfermedad por lo que igual accedían al convenio.
De esta forma, el asunto quedó zanjado cuando la carta fue terminada y enviada por una procesión de heraldos que llevaban también consigo ofrendas al dios protector. Aunque muchos no creían en la soberanía del mismo, daban respeto al místico ser. De este modo los heraldos se dirigieron hacia las montañas, a poco más de dos días de camino en carruaje hacia donde se decía habitaba el Unicornio de Plata.
El regente observó el carro partir desde el amplio balcón, las manos en la espalda. Apartó su vista del carruaje que ya se perdía con el cenit.
Se dirigió a la sala de estudios donde el pequeño Nemuel recibía las enseñanzas privadas de su maestra. Desde hacía poco más de la desaparición del rey, el muchacho se había mostrado muy hosco en compartir con otros niños por lo que fue necesario impartirle clases a solas.
El salón era pequeño; algunas estanterías de libros estaban dispersas en hileras. En su centro, una mesa con dos figuras una frente a la otra.
Una mujer enseñaba con noble entusiasmo a lo que un niño de no más de nueve años se limitaba a responder sus preguntas con monosílabos totalmente neutral. La maestra celebraba la resolución e inteligencia del muchacho, pero este solo se limitaba a responder sin ninguna emoción aparente.
Hermán husmeó abriendo un poco la puerta y observándolo todo por la rendija. La mujer alzó la vista y supo que era él. Enseguida su semblante alegre cambió a uno más serio mientras el niño se enfrascaba en su cuaderno y escribía. Con una mirada, la mujer le dejó saber que le era muy difícil mantener al muchacho contento con lo que estaba pasando a su alrededor. Cosas que el aún no entendía.
El regente asintió a la mujer y esta prosiguió con sus clases de forma entusiasta y alagando al muchacho para alivianar su pesar.
Hermán cerró la puerta con cuidado y se retiró de allí. Solo quedaba esperar tres días. No había por qué desesperar. Pasado el tiempo, tomaría a su esposa e hijas y se iría de allí...
“No tengo idea de lo que estoy escribiendo hasta que acabo. La creación artística es espontánea”.