10/01/2016 02:08 AM
(This post was last modified: 22/01/2016 08:11 PM by Juno Natsugane.)
Hola, compañeros.
Estaba leyendo uno de los textos que tengo en mi ordenador, de aquellos que no he corregido todavía y que tienen "muuuuuchos" errores pero sin embargo, creo que se pueden leer. Repeticiones, palabras mal colocadas... el punto es que lo leí y quise compartirlo por acá.
Este texto pertenece a la segunda parte de la historia que estoy posteando en el dragón.
Bueno, quienes la están siguiendo tal vez comprendan algunos nombres raros o se les hagan familiares. Acá los dejo pues, con un texto sin editar.
Estaba leyendo uno de los textos que tengo en mi ordenador, de aquellos que no he corregido todavía y que tienen "muuuuuchos" errores pero sin embargo, creo que se pueden leer. Repeticiones, palabras mal colocadas... el punto es que lo leí y quise compartirlo por acá.
Este texto pertenece a la segunda parte de la historia que estoy posteando en el dragón.
Bueno, quienes la están siguiendo tal vez comprendan algunos nombres raros o se les hagan familiares. Acá los dejo pues, con un texto sin editar.
Cuando Rodas de Gonesse derribó la puerta de un puntapié, su vista quedó nublada por una borrasca de humo. El caballero soltó el mandoble y se llevó las manos a los ojos enloquecido por el ardor. Su cabello de plata se le pegó al rostro como una telaraña, al tiempo que un olor a huesos quemados lo asfixiaba.
Rodas dio un paso atrás, sobre el barro. Retrocedió desarmado mientras la estela de humo seguía brotando hacia el bosque.
Luego de unos segundos los ojos le seguían ardiendo y el caballero quedó rodeado por gritos de guerra y un llanto amargo. El sonido del acero cortando carne; el chasquido de las mazas sobre el metal, la maderas y los cráneos; el silbido de los virotes aullando y el ruido de un manantial, rojo, áspero, húmedo, sobre las charcas. Pero también el sonido de unas pisadas.
«Atento… Escucha…», se recordó.
Y casi fue demasiado tarde. Porque una corriente de aire silbante sopló junto a sus dedos como queriendo cortarlos. Pero Rodas se movió. Rápido. Raudo. Como si fuese un sable empuñado. El viento, empero, silbó nuevamente. Y esta vez con una melodía distinta; un sonido hiriente y tornasolado, pero también desesperado y tonto. El caballero se tambaleó como si perdiera el equilibrio y el sonido del metal sobre el quijote de una armadura cantó dos veces.
Chischás.
Chischás.
«Demonios…»
Rodas retrocedió. Se arrodilló en una pierna perdiendo el equilibrio y recibió un golpe inesperado en la barbilla. Un golpe con un objeto metálico y oblongo, similar a un escudo.
«¡Ay…!»
Y luego recibió otro. Esta vez en el hombro.
Pum.
El tercer golpe, sin embargo nunca llegó.
Cuando su enemigo intentó golpearlo, el caballero detuvo el arma con las manos. Era un arma metálica, como de hojalata, y sin filo. Se la quitó. Y la hizo volar por los aires. Luego tomó a su agresor por los cabellos, y con la mano que le quedaba libre le arreó un puñetazo en el centro del rostro. El caballero sintió que rompió huesos y cartílagos. Pero no paró. Rodas golpeó de nuevo. Una y otra vez. En el mismo sitio. Con fuerza. Y con más fuerza. Hasta que sintió que golpeaba una maza húmeda. De carne y huesos molidos.
«Es suficiente… Ya detente…»
Su respiración, agitada, le decía que su enemigo estaba muerto. Que no representaba peligro. El ardor en los ojos había disminuido transformándose sólo en una molestia leve. Pero al fin al cabo, una molestia.
Silencio….
Rodas de Gonesse abrió los ojos con lentitud. Como si tuviera miedo. Y vio el cadáver flotante al cual sujetaba de las greñas.
El rostro del muerto ya no era rostro. Sino una masa carnosa e indescriptible. Una abominación.
―Qué diablos…―musitó el caballero sin poder disimular su horror. Un horror palpitante y perenne que le recordaba lo que en realidad era. Un asesino…― Pero si sólo es un niño… Por la puta mierda…
Rodas aspiró el olor a quemado que seguía emanando de la cabaña, e, incrédulo, soltó el cadáver sobre del pasto fangoso. El caballero estaba paralizado. Después de tantos combates, cruzadas, guerras y carnicerías en las que había tomado parte, nunca se imaginó haber cometido una canallada de semejante caudal. Del otro lado del campo de batalla, la sombra de un lobo royendo la carne de un cadáver le decía que no era el único. El cuerpo que roía, que era el de una mujer gestante, había sido partido en dos más menos a la altura de la pelvis; y Rodas pensó que podía ser la madre o algún pariente del crío al que había asesinado. Pensó que lo había confundido con el asesino de esa mujer, y que por eso lo atacó.
El caballero, por segunda vez en lo que iba de la noche, sintió un profundo dolor en el corazón, mientras las garras de un pasado horrendo lo atrapaban. Cuando era niño, Rodas de Gonesse también había visto a su madre morir. Unos bandidos le hicieron un corte en el vientre y, poco a poco, le arrancaron las tripas. Pero antes había observado cómo se turnaban para violarla, y después, como violaron su cadáver. Cuando terminaron lo habían violado también a él, mientras le hundían la cabeza en las entrañas de su madre muerta. «Probaste su leche. Ahora dime a qué sabe su sangre», eran las palabras que resonaban en su memoria cada vez que volvían esos recuerdos.
Rodas movió la cabeza de un lado a otro para olvidar. Pero le era difícil. En ese momento, junto al cadáver del niño, se sintió como uno de los bandidos que habían arruinado su infancia.
«¿Para eso te convertiste en caballero? ―se preguntó, sintiendo nuevamente una presión en el pecho― ¿Para eso, realmente…? Quizá ya sea el momento de desertar, Rodas… Quizá haya llegado el momento de mandar todo la mierda y ser fiel a tus principios. Creo que ya has tenido suficiente de estas porquerías. La Orden de los Caballeros Mendigantes ya no es ni la sombra de lo que era.»
Rodas de Gonesse, con las manos temblantes, tomó el medallón que colgaba de su cuello. Era un medallón negro, fraguado en plata, con la figura de una cruz astada. Entonces se lo arrancó. Lo arrojó lejos, describiendo una curva sobre el bosque, y se perdió tras los tejados de las cabañas abandonadas. Desde esa mañana pensó que ese gesto sería el inicio para convertirse en un hombre nuevo. En el hombre que siempre había deseado ser. Sin embargo, no sería tan fácil borrar la vergüenza que sentía por la sangre derramada en el nombre del Clero y del Árbol de Hierro.
El caballero, sin proponérselo, vio que Rencornegro, el lobo que devoraba a la embarazada, trituraba la cabeza de un feto con los colmillos. A ojos vista se notaba que al lobo le parecía un manjar sabroso. Rodas se volvió hacia atrás, donde se encontraban las demás cabañas.
―¡Rodas! ¡Rodas! ―escuchó que alguien lo llamaba poco antes de levantar la vista. Al inicio se encontró con el panorama desolador del bosque. Pero una sombra alta, armada con sables, maza y cota de maya, comenzó a acercase rompiendo la niebla.
Rencornegro detuvo su merienda, y se volvió a la sombra del guerrero que corría apresurado. Era Bèri Marquié, un lobero de cabellos rojos y caballero de la cruz astada.
―No la hemos encontrado… ―musitó luego de alcanzar a su compañero, dando respiros ininterrumpidos―. No la hemos encontrado… mierda… Dijeron que la bastarda estaba aprisionada en este asentamiento. Pero Andriet y Jivete tampoco la han hallado. Solamente encontraron huesos, pieles humanas, y caldos a medio servir. También se han tenido que cargar a unos tíos. Yo creo que alguien estuvo aquí antes. Que alguien se nos adelantó. ¿Y a ti como diablos te ha ido, Rodas?
―Igual que tú. He matado… a algunos. Pero no he entrado a todas las chozas. En esa de allí, de donde sale humo ―dijo con una voz gruesa y arrepentida― perdí mi espada. El humo me dio a los ojos y por un momento no pude ver. Luego me atacaron y… tuve que defenderme. Tuve que salvar mi vida. Escucha… Escucha… Esto ha sido sin querer.
Bèri bajó la mirada y observó el cadáver desfigurado. Luego se volvió al de la mujer, al cual su lobo seguía devorando. El lobero, de pronto, se pasó la lengua por los labios.
―No lo sientas ―susurró bajo la niebla―. El asentamiento estaba poblado por antropófagos. No son nada más que escoria. Sólo abominaciones que merecen la muerte.
Rodas sabía cuán peligrosos eran, pero nunca pensó que fueran padres o madres, ni que a sus hijos les enseñaran una de las costumbres prohibidas: la castigada antropofagia. Cada ataque y cada emboscada a los ciudadanos de Cadeburg, los antropófagos la habían planificado al detalle. Cada trampa. Cada secuestro. Cada asesinato. Era por eso que los Peces Sangrientos se habían alzado en armas. Y al mando de sus capitanes, habían empezado una carnicería sin medida, en la que no distinguían sexo, edad, ni raza. Rodas de Gonesse, aunque había enfrentado a clanes de comedores-de-hombres anteriormente, conocía sus límites, y hacía ciertas distinciones. Una elección que tarde o temprano podía costarle caro.
El caballero, durante los últimos meses, había servido en las filas de Rembrandt le Courdier. Y en las incursiones al Bosque de los Ahorcados, había luchado hombro a hombro no sólo junto a Rembrandt, sino también, junto a soldados como Estefon de Qilbert y Tommarth de Casmiion. Esa mañana no era la primera vez que mataba a un antropófago. Pero sí era la primera vez que asesinaba a un niño de una manera tan cruel. Le había destruido la cara. Y a golpes.
―Jivete y Andriet se encuentran retrasados ―le dijo su compañero luego de darle una palmada en el hombro―. Vamos, ya olvídalo. Tenemos que encontrar a la bastarda. Ahora estamos por nuestra cuenta. Son otros tiempos. Tú, yo, y Jivete, ya no servimos a Cadeburg, ni seguimos las órdenes de Rembrandt. Los caballeros de la cruz astada somos libres de nuevo.
«Cállate, Bèri ―pensó Rodas, en silencio―. Nunca seremos libres si continuamos sirviendo al clero. La libertad no existe, y mucho menos, está representada por un paladín con una orquídea en el pecho, o por un caballero con una cruz.»
Bèri dio un silbido agudo. Y su lobo, Rencornegro, dejó el cadáver para trotar a su encuentro. La niebla se deshacía, despacio, mientras la bestia penetraba en ella. El lobero se armó con un sable curvo, se colocó la capucha y cubrió su rostro con su bufanda para que no lo molestara el humo. Bèri Marquié estaba vestido casi con el mismo uniforme que Rodas. La armadura de acero, vieja, y robusta, parecía pesarle. La cota de anillas se le notaba bajo la región pélvica y abdominal. Mientras que los colores de su jubón eran el blanco, el color de los caballeros mendigantes, y el emblema, era la cruz astada en campo de sables. El largo cabello del lobero, rojo como el fuego, se agitó bajo la niebla, mientras los ojos de su bestia brillaban, rojizos y sangrientos, como las lejanas estrellas. Rodas los siguió, y pasó al lado del arma con la que el niño lo había golpeado: una charola de hojalata para la comida.
Rodas, también llamado el Volcán de Plata, debido a su estatura de más de dos metros y al color de su cabello, se envolvió el rostro con unos pañuelos blancos. El humo seguía bullendo del interior de la cabaña, y luego de que los caballeros cruzaron el umbral, fueron envueltos por las tinieblas y por un olor a humo, a sangre y a grasa.
Rodas recogió su mandoble, el cuál yacía junto a una pajarera. El caballero observó los pucheros colgantes sobre la pared, los cuchillos de carnicero, y escuchó los zumbidos de las moscas que revoloteaban sobre trozos de cadáveres. Un brazo podrido, con plaga, incubaba gusanos sobre una tabla de cortar carne, al borde de una mesa. Junto al brazo se pudría un cráneo con la piel a medio desollar. El caballero respiró un hedor avinagrado, y crudo, antes de distinguir el llamado que el lobero le hacía con las manos.
«No te alejes», parecía decirle, mientras caminaba hacia las dos únicas puertas al interior del matadero. Una de ellas se encontraba cerrada. Trancada y cubierta con bolsas de mimbre, las cuales, habían sido rellenadas de carne acabada de cortar. La otra, de donde bullía una delgada estela de humo, estaba abierta. Y un olor a huesos quemados se mezclada con el olor a podrido y a cuerpos agusanados.
Bèri se acercó. Despacio. El lobero echó un vistazo discreto, y se volvió a su compañero.
―Alguien ha sido quemado allí ―le dijo.
Pero era raro que el fuego no se hubiese propagado por otros rincones de la choza.
Béri le indicó con las manos que lo ayudara a quitar las bolsas que trancaban la puerta de la izquierda, luego de decirle a Rencornegro que aguardara.
El lobo se hizo a un lado, obediente. Pero nunca dejó de mostrar los colmillos. Mientras tanto, Rodas retiraba las bolsas, ahogado por una pestilencia que le revolvía el estómago. Una sensación de náuseas subía como un cuchillo por el interior de su tráquea, avinagrándole la lengua y la saliva.
El contenido de una de las bolsas se derramó. Medio tórax humano, todavía con carne, dejaba ver unos huesos que parecían astillas. Rodas pateó los restos, mientras Bèri quitaba las últimas bolsas que los estorbaban. Unos mosquitos revolotearon frente a la puerta, molestos, trazando curvas en la penumbra, y Rodas pensó que tal vez, el rostro del niño al que acababa de matar, no era un rostro como el de los otros niños. Sino más bien, un rostro tirano. Un rostro retorcido. Pero eso era algo que nunca iba a saber con claridad.
―Bien. Todo está listo… ―susurró el lobero, poco antes de indicarle a Rodas que se hiciera atrás―. Mantente alerta. Mata si te atacan primero. No titubees.
―No seas hijo de puta ―respondió Rodas, sereno―. Que no es la primera vez que hacemos esto.
Rodas, sin embargo, se detuvo. En ese momento se dio cuenta que sus manos estaban temblando. El mandoble no se imponía con ferocidad ni vehemencia. Empero, el caballero se mantuvo callado.
Bèri se volvió a la puerta. Corrió la tranca. Despacio. Tomó el mango y jaló. Rodas permaneció parado, mandoble en manos, frente al umbral y en compañía de Rencornegro. Sus ojos celestes, como el cielo matutino, brillaron al encontrar una despensa estrecha en donde sólo había cabida para unos plumeros, escobas y para una mujer delgada y con rostro de hambrienta. La fémina tenía los ojos negros como el infinito y, la melena larga del color de la pez, le caía hasta la altura del cuello. Una trenza azul-océano, la adornaba como una serpiente mas abajo de los senos caídos. Rodas quedó absorto ante su desnudez.
―Largo de aquí ―dijo la joven ―. O los mataré a ambos.
Rencornegro gruñó, ofendido, y como si se sintiese ignorado.
Pero Rodas se mantuvo en su posición.
―Buscamos a una niña de cabellos negros ―respondió―, así como los tuyos. Una bastarda. ¿La has visto?
Eso fue todo. No podía ser más preciso.
La mujer, sin embargo, no respondió. Simplemente, se quedó de pie, observando.
―Por favor, contesta ―insistió Rodas―. Te prometo que no te haremos daño. Afuera no queda nadie vivo. Todos los antropófagos han muerto. Te han capturado, ¿cierto? Te han capturado para que seas su cena. ¿Quién eres y cómo te llamas, chica?
La mujer lo observó. Observó a Bèri, su cruz, y también a Rencornegro. Entonces, lentamente, descendió las manos por sus pequeños senos hasta tocarse un pezón rosado y erecto. La joven abrió la boca. Pero sólo emitió un soplido.
―Caballeros de la Cruz Astada ―dijo finalmente―. Lo sabía… Vuestra orden sólo ha llevado miseria por donde viaja. Sólo son los perros de los paladines. Los que hacen el trabajo sucio para el Clero ―y luego, mirando a Bèri, repitió muy despacio con la voz de una sibila:― No son nada más que escoria. Sólo asesinos que merecen la muerte.
Rencornegro gruñó de nuevo, colérico.
―Tienes agallas, primor ―le dijo Bèri, con un tono desvergonzado y descreído―. Tratar con un par de caballeros de esa forma, acorralada y desnuda… típico de una mujer que no tiene nada que perder. Por tu aspecto, diría que eres una bruja. Y por tu aspecto podríamos cazarte y decir muchas calumnias. Por ejemplo, que usaste tu brujería para quemar al tío del cuarto de al lado. Podríamos tomarte. Mentirle a los paladines. Y ellos te quemarían viva en una hoguera. Pero el Clero de paladines, por lo menos en Caldeburg, ya no existe. Todos cayeron. Se contagiaron de plaga. Si nosotros estamos aquí, hemos venido por nuestra cuenta. Buscamos a una bastarda. Así que si sabes algo, será mejor que nos lo digas.
―No sé nada, caballero. Lo juro. No sé de qué bastarda hablas ―La mujer hizo una pausa, intrigante y misteriosa. Por un momento sólo se escuchó su respiración y el zumbido de las moscas―. Bastardos y bastardas los hay muchos. Tantos como no te puedes imaginar. Ahora ambos, dejadme tranquila. Largaos de esta cabaña. O quedaos. Y seguro que os contagiaréis. Porque la plaga se extiende rápido en estos bosques.
Rodas, silencioso, dio un paso adelante, ignorando su advertencia. Pero el caballero titubeó. Y se detuvo. Unas marcas en el cuerpo de la mujer, a pesar de la penumbra, se hicieron visibles. Unas marcas de dientes.
Rodas, muy despacio, contó una en la pierna. Dos en las caderas. Y tres o cuatro en zona abdominal. Al acercarse más, vio que el cuello de la mujer había sido desgarrado, y que presentaba una herida abierta y pestilente.
―Esa herida… ―susurró para sí mismo, casi sin pensar― Tiene que cerrarse. O de lo contrario le dará una fiebre y morirá.
En ese momento, el caballero se volvió a Bèri, quien lo observaba con la boca echa un anillo, y una expresión incrédula en su mirada.
«Tal vez sepa algo y esté asustada», pensó Rodas de repente, poco antes de mirar los profundos ojos negros de la mujer.
―Escucha. No somos como las personas que te han encerrado, ni como los que te han hecho daño. Nosotros fuimos caballeros mendigantes. Hombres que vivíamos para ayudar y servir, aunque te parezcamos unos asesinos vulgares. ―El caballero, sin dudarlo, envainó el mandoble en bandolera, y le extendió la mano a la mujer para mostrarle su ayuda―. Venir con nosotros si quieres vivir, o quédate a aquí a morir, es al final decisión tuya. Pero me gustaría que vinieras. ¿No es verdad, Bèri?
Bèri Marquié, el lobero, sin embargo no respondió. El caballero se mantuvo firme, envuelto por los retazos de humo que continuaban danzando al interior de la choza.
―Sólo será hasta vendarle la herida, y hasta que se recupere ―añadió Rodas, luego de volverse al sombrío rostro de su compañero. En ese momento bajó la mirada hacia su pecho, en donde colgaba un medallón igual al que él había arrojado al bosque hacía unos momentos―. Tenemos que hacerlo. Es parte de nuestros deberes como caballeros mendigantes. Si nos alistamos a la Orden en un principio fue para servir. Y eso es lo que haré y lo que tú también deberías hacer.
El lobo de Bèri gruñó, como si no estuviese de acuerdo. Bèri, con el semblante severo, simplemente se limitó a observar a la bestia, a sus ojos rojos y renegados. Luego se volvió a Rodas, quien se había quedado mirando a la mujer. Una figura pálida y débil. Una mujer que se había hecho la fuerte. Pero que realmente, estaba indefensa como un niño.
En ese momento, Rodas de Gonesse supo que Bèri Marquié no haría nada para impedir que cumpliera su voluntad. Bèri era, después de todo, su compañero. Su amigo. No obstante, algo en la mujer lo aterraba. Y no sabía si era su pasado. Su presente. O esos ojos oscuros. Sombríos. Que lo seguían observando sin pestañear. Nota:- la parte de la herida en elcuello debe aparecer a penas ven a la mujer.
Rodas dio un paso atrás, sobre el barro. Retrocedió desarmado mientras la estela de humo seguía brotando hacia el bosque.
Luego de unos segundos los ojos le seguían ardiendo y el caballero quedó rodeado por gritos de guerra y un llanto amargo. El sonido del acero cortando carne; el chasquido de las mazas sobre el metal, la maderas y los cráneos; el silbido de los virotes aullando y el ruido de un manantial, rojo, áspero, húmedo, sobre las charcas. Pero también el sonido de unas pisadas.
«Atento… Escucha…», se recordó.
Y casi fue demasiado tarde. Porque una corriente de aire silbante sopló junto a sus dedos como queriendo cortarlos. Pero Rodas se movió. Rápido. Raudo. Como si fuese un sable empuñado. El viento, empero, silbó nuevamente. Y esta vez con una melodía distinta; un sonido hiriente y tornasolado, pero también desesperado y tonto. El caballero se tambaleó como si perdiera el equilibrio y el sonido del metal sobre el quijote de una armadura cantó dos veces.
Chischás.
Chischás.
«Demonios…»
Rodas retrocedió. Se arrodilló en una pierna perdiendo el equilibrio y recibió un golpe inesperado en la barbilla. Un golpe con un objeto metálico y oblongo, similar a un escudo.
«¡Ay…!»
Y luego recibió otro. Esta vez en el hombro.
Pum.
El tercer golpe, sin embargo nunca llegó.
Cuando su enemigo intentó golpearlo, el caballero detuvo el arma con las manos. Era un arma metálica, como de hojalata, y sin filo. Se la quitó. Y la hizo volar por los aires. Luego tomó a su agresor por los cabellos, y con la mano que le quedaba libre le arreó un puñetazo en el centro del rostro. El caballero sintió que rompió huesos y cartílagos. Pero no paró. Rodas golpeó de nuevo. Una y otra vez. En el mismo sitio. Con fuerza. Y con más fuerza. Hasta que sintió que golpeaba una maza húmeda. De carne y huesos molidos.
«Es suficiente… Ya detente…»
Su respiración, agitada, le decía que su enemigo estaba muerto. Que no representaba peligro. El ardor en los ojos había disminuido transformándose sólo en una molestia leve. Pero al fin al cabo, una molestia.
Silencio….
Rodas de Gonesse abrió los ojos con lentitud. Como si tuviera miedo. Y vio el cadáver flotante al cual sujetaba de las greñas.
El rostro del muerto ya no era rostro. Sino una masa carnosa e indescriptible. Una abominación.
―Qué diablos…―musitó el caballero sin poder disimular su horror. Un horror palpitante y perenne que le recordaba lo que en realidad era. Un asesino…― Pero si sólo es un niño… Por la puta mierda…
Rodas aspiró el olor a quemado que seguía emanando de la cabaña, e, incrédulo, soltó el cadáver sobre del pasto fangoso. El caballero estaba paralizado. Después de tantos combates, cruzadas, guerras y carnicerías en las que había tomado parte, nunca se imaginó haber cometido una canallada de semejante caudal. Del otro lado del campo de batalla, la sombra de un lobo royendo la carne de un cadáver le decía que no era el único. El cuerpo que roía, que era el de una mujer gestante, había sido partido en dos más menos a la altura de la pelvis; y Rodas pensó que podía ser la madre o algún pariente del crío al que había asesinado. Pensó que lo había confundido con el asesino de esa mujer, y que por eso lo atacó.
El caballero, por segunda vez en lo que iba de la noche, sintió un profundo dolor en el corazón, mientras las garras de un pasado horrendo lo atrapaban. Cuando era niño, Rodas de Gonesse también había visto a su madre morir. Unos bandidos le hicieron un corte en el vientre y, poco a poco, le arrancaron las tripas. Pero antes había observado cómo se turnaban para violarla, y después, como violaron su cadáver. Cuando terminaron lo habían violado también a él, mientras le hundían la cabeza en las entrañas de su madre muerta. «Probaste su leche. Ahora dime a qué sabe su sangre», eran las palabras que resonaban en su memoria cada vez que volvían esos recuerdos.
Rodas movió la cabeza de un lado a otro para olvidar. Pero le era difícil. En ese momento, junto al cadáver del niño, se sintió como uno de los bandidos que habían arruinado su infancia.
«¿Para eso te convertiste en caballero? ―se preguntó, sintiendo nuevamente una presión en el pecho― ¿Para eso, realmente…? Quizá ya sea el momento de desertar, Rodas… Quizá haya llegado el momento de mandar todo la mierda y ser fiel a tus principios. Creo que ya has tenido suficiente de estas porquerías. La Orden de los Caballeros Mendigantes ya no es ni la sombra de lo que era.»
Rodas de Gonesse, con las manos temblantes, tomó el medallón que colgaba de su cuello. Era un medallón negro, fraguado en plata, con la figura de una cruz astada. Entonces se lo arrancó. Lo arrojó lejos, describiendo una curva sobre el bosque, y se perdió tras los tejados de las cabañas abandonadas. Desde esa mañana pensó que ese gesto sería el inicio para convertirse en un hombre nuevo. En el hombre que siempre había deseado ser. Sin embargo, no sería tan fácil borrar la vergüenza que sentía por la sangre derramada en el nombre del Clero y del Árbol de Hierro.
El caballero, sin proponérselo, vio que Rencornegro, el lobo que devoraba a la embarazada, trituraba la cabeza de un feto con los colmillos. A ojos vista se notaba que al lobo le parecía un manjar sabroso. Rodas se volvió hacia atrás, donde se encontraban las demás cabañas.
―¡Rodas! ¡Rodas! ―escuchó que alguien lo llamaba poco antes de levantar la vista. Al inicio se encontró con el panorama desolador del bosque. Pero una sombra alta, armada con sables, maza y cota de maya, comenzó a acercase rompiendo la niebla.
Rencornegro detuvo su merienda, y se volvió a la sombra del guerrero que corría apresurado. Era Bèri Marquié, un lobero de cabellos rojos y caballero de la cruz astada.
―No la hemos encontrado… ―musitó luego de alcanzar a su compañero, dando respiros ininterrumpidos―. No la hemos encontrado… mierda… Dijeron que la bastarda estaba aprisionada en este asentamiento. Pero Andriet y Jivete tampoco la han hallado. Solamente encontraron huesos, pieles humanas, y caldos a medio servir. También se han tenido que cargar a unos tíos. Yo creo que alguien estuvo aquí antes. Que alguien se nos adelantó. ¿Y a ti como diablos te ha ido, Rodas?
―Igual que tú. He matado… a algunos. Pero no he entrado a todas las chozas. En esa de allí, de donde sale humo ―dijo con una voz gruesa y arrepentida― perdí mi espada. El humo me dio a los ojos y por un momento no pude ver. Luego me atacaron y… tuve que defenderme. Tuve que salvar mi vida. Escucha… Escucha… Esto ha sido sin querer.
Bèri bajó la mirada y observó el cadáver desfigurado. Luego se volvió al de la mujer, al cual su lobo seguía devorando. El lobero, de pronto, se pasó la lengua por los labios.
―No lo sientas ―susurró bajo la niebla―. El asentamiento estaba poblado por antropófagos. No son nada más que escoria. Sólo abominaciones que merecen la muerte.
Rodas sabía cuán peligrosos eran, pero nunca pensó que fueran padres o madres, ni que a sus hijos les enseñaran una de las costumbres prohibidas: la castigada antropofagia. Cada ataque y cada emboscada a los ciudadanos de Cadeburg, los antropófagos la habían planificado al detalle. Cada trampa. Cada secuestro. Cada asesinato. Era por eso que los Peces Sangrientos se habían alzado en armas. Y al mando de sus capitanes, habían empezado una carnicería sin medida, en la que no distinguían sexo, edad, ni raza. Rodas de Gonesse, aunque había enfrentado a clanes de comedores-de-hombres anteriormente, conocía sus límites, y hacía ciertas distinciones. Una elección que tarde o temprano podía costarle caro.
El caballero, durante los últimos meses, había servido en las filas de Rembrandt le Courdier. Y en las incursiones al Bosque de los Ahorcados, había luchado hombro a hombro no sólo junto a Rembrandt, sino también, junto a soldados como Estefon de Qilbert y Tommarth de Casmiion. Esa mañana no era la primera vez que mataba a un antropófago. Pero sí era la primera vez que asesinaba a un niño de una manera tan cruel. Le había destruido la cara. Y a golpes.
―Jivete y Andriet se encuentran retrasados ―le dijo su compañero luego de darle una palmada en el hombro―. Vamos, ya olvídalo. Tenemos que encontrar a la bastarda. Ahora estamos por nuestra cuenta. Son otros tiempos. Tú, yo, y Jivete, ya no servimos a Cadeburg, ni seguimos las órdenes de Rembrandt. Los caballeros de la cruz astada somos libres de nuevo.
«Cállate, Bèri ―pensó Rodas, en silencio―. Nunca seremos libres si continuamos sirviendo al clero. La libertad no existe, y mucho menos, está representada por un paladín con una orquídea en el pecho, o por un caballero con una cruz.»
Bèri dio un silbido agudo. Y su lobo, Rencornegro, dejó el cadáver para trotar a su encuentro. La niebla se deshacía, despacio, mientras la bestia penetraba en ella. El lobero se armó con un sable curvo, se colocó la capucha y cubrió su rostro con su bufanda para que no lo molestara el humo. Bèri Marquié estaba vestido casi con el mismo uniforme que Rodas. La armadura de acero, vieja, y robusta, parecía pesarle. La cota de anillas se le notaba bajo la región pélvica y abdominal. Mientras que los colores de su jubón eran el blanco, el color de los caballeros mendigantes, y el emblema, era la cruz astada en campo de sables. El largo cabello del lobero, rojo como el fuego, se agitó bajo la niebla, mientras los ojos de su bestia brillaban, rojizos y sangrientos, como las lejanas estrellas. Rodas los siguió, y pasó al lado del arma con la que el niño lo había golpeado: una charola de hojalata para la comida.
Rodas, también llamado el Volcán de Plata, debido a su estatura de más de dos metros y al color de su cabello, se envolvió el rostro con unos pañuelos blancos. El humo seguía bullendo del interior de la cabaña, y luego de que los caballeros cruzaron el umbral, fueron envueltos por las tinieblas y por un olor a humo, a sangre y a grasa.
Rodas recogió su mandoble, el cuál yacía junto a una pajarera. El caballero observó los pucheros colgantes sobre la pared, los cuchillos de carnicero, y escuchó los zumbidos de las moscas que revoloteaban sobre trozos de cadáveres. Un brazo podrido, con plaga, incubaba gusanos sobre una tabla de cortar carne, al borde de una mesa. Junto al brazo se pudría un cráneo con la piel a medio desollar. El caballero respiró un hedor avinagrado, y crudo, antes de distinguir el llamado que el lobero le hacía con las manos.
«No te alejes», parecía decirle, mientras caminaba hacia las dos únicas puertas al interior del matadero. Una de ellas se encontraba cerrada. Trancada y cubierta con bolsas de mimbre, las cuales, habían sido rellenadas de carne acabada de cortar. La otra, de donde bullía una delgada estela de humo, estaba abierta. Y un olor a huesos quemados se mezclada con el olor a podrido y a cuerpos agusanados.
Bèri se acercó. Despacio. El lobero echó un vistazo discreto, y se volvió a su compañero.
―Alguien ha sido quemado allí ―le dijo.
Pero era raro que el fuego no se hubiese propagado por otros rincones de la choza.
Béri le indicó con las manos que lo ayudara a quitar las bolsas que trancaban la puerta de la izquierda, luego de decirle a Rencornegro que aguardara.
El lobo se hizo a un lado, obediente. Pero nunca dejó de mostrar los colmillos. Mientras tanto, Rodas retiraba las bolsas, ahogado por una pestilencia que le revolvía el estómago. Una sensación de náuseas subía como un cuchillo por el interior de su tráquea, avinagrándole la lengua y la saliva.
El contenido de una de las bolsas se derramó. Medio tórax humano, todavía con carne, dejaba ver unos huesos que parecían astillas. Rodas pateó los restos, mientras Bèri quitaba las últimas bolsas que los estorbaban. Unos mosquitos revolotearon frente a la puerta, molestos, trazando curvas en la penumbra, y Rodas pensó que tal vez, el rostro del niño al que acababa de matar, no era un rostro como el de los otros niños. Sino más bien, un rostro tirano. Un rostro retorcido. Pero eso era algo que nunca iba a saber con claridad.
―Bien. Todo está listo… ―susurró el lobero, poco antes de indicarle a Rodas que se hiciera atrás―. Mantente alerta. Mata si te atacan primero. No titubees.
―No seas hijo de puta ―respondió Rodas, sereno―. Que no es la primera vez que hacemos esto.
Rodas, sin embargo, se detuvo. En ese momento se dio cuenta que sus manos estaban temblando. El mandoble no se imponía con ferocidad ni vehemencia. Empero, el caballero se mantuvo callado.
Bèri se volvió a la puerta. Corrió la tranca. Despacio. Tomó el mango y jaló. Rodas permaneció parado, mandoble en manos, frente al umbral y en compañía de Rencornegro. Sus ojos celestes, como el cielo matutino, brillaron al encontrar una despensa estrecha en donde sólo había cabida para unos plumeros, escobas y para una mujer delgada y con rostro de hambrienta. La fémina tenía los ojos negros como el infinito y, la melena larga del color de la pez, le caía hasta la altura del cuello. Una trenza azul-océano, la adornaba como una serpiente mas abajo de los senos caídos. Rodas quedó absorto ante su desnudez.
―Largo de aquí ―dijo la joven ―. O los mataré a ambos.
Rencornegro gruñó, ofendido, y como si se sintiese ignorado.
Pero Rodas se mantuvo en su posición.
―Buscamos a una niña de cabellos negros ―respondió―, así como los tuyos. Una bastarda. ¿La has visto?
Eso fue todo. No podía ser más preciso.
La mujer, sin embargo, no respondió. Simplemente, se quedó de pie, observando.
―Por favor, contesta ―insistió Rodas―. Te prometo que no te haremos daño. Afuera no queda nadie vivo. Todos los antropófagos han muerto. Te han capturado, ¿cierto? Te han capturado para que seas su cena. ¿Quién eres y cómo te llamas, chica?
La mujer lo observó. Observó a Bèri, su cruz, y también a Rencornegro. Entonces, lentamente, descendió las manos por sus pequeños senos hasta tocarse un pezón rosado y erecto. La joven abrió la boca. Pero sólo emitió un soplido.
―Caballeros de la Cruz Astada ―dijo finalmente―. Lo sabía… Vuestra orden sólo ha llevado miseria por donde viaja. Sólo son los perros de los paladines. Los que hacen el trabajo sucio para el Clero ―y luego, mirando a Bèri, repitió muy despacio con la voz de una sibila:― No son nada más que escoria. Sólo asesinos que merecen la muerte.
Rencornegro gruñó de nuevo, colérico.
―Tienes agallas, primor ―le dijo Bèri, con un tono desvergonzado y descreído―. Tratar con un par de caballeros de esa forma, acorralada y desnuda… típico de una mujer que no tiene nada que perder. Por tu aspecto, diría que eres una bruja. Y por tu aspecto podríamos cazarte y decir muchas calumnias. Por ejemplo, que usaste tu brujería para quemar al tío del cuarto de al lado. Podríamos tomarte. Mentirle a los paladines. Y ellos te quemarían viva en una hoguera. Pero el Clero de paladines, por lo menos en Caldeburg, ya no existe. Todos cayeron. Se contagiaron de plaga. Si nosotros estamos aquí, hemos venido por nuestra cuenta. Buscamos a una bastarda. Así que si sabes algo, será mejor que nos lo digas.
―No sé nada, caballero. Lo juro. No sé de qué bastarda hablas ―La mujer hizo una pausa, intrigante y misteriosa. Por un momento sólo se escuchó su respiración y el zumbido de las moscas―. Bastardos y bastardas los hay muchos. Tantos como no te puedes imaginar. Ahora ambos, dejadme tranquila. Largaos de esta cabaña. O quedaos. Y seguro que os contagiaréis. Porque la plaga se extiende rápido en estos bosques.
Rodas, silencioso, dio un paso adelante, ignorando su advertencia. Pero el caballero titubeó. Y se detuvo. Unas marcas en el cuerpo de la mujer, a pesar de la penumbra, se hicieron visibles. Unas marcas de dientes.
Rodas, muy despacio, contó una en la pierna. Dos en las caderas. Y tres o cuatro en zona abdominal. Al acercarse más, vio que el cuello de la mujer había sido desgarrado, y que presentaba una herida abierta y pestilente.
―Esa herida… ―susurró para sí mismo, casi sin pensar― Tiene que cerrarse. O de lo contrario le dará una fiebre y morirá.
En ese momento, el caballero se volvió a Bèri, quien lo observaba con la boca echa un anillo, y una expresión incrédula en su mirada.
«Tal vez sepa algo y esté asustada», pensó Rodas de repente, poco antes de mirar los profundos ojos negros de la mujer.
―Escucha. No somos como las personas que te han encerrado, ni como los que te han hecho daño. Nosotros fuimos caballeros mendigantes. Hombres que vivíamos para ayudar y servir, aunque te parezcamos unos asesinos vulgares. ―El caballero, sin dudarlo, envainó el mandoble en bandolera, y le extendió la mano a la mujer para mostrarle su ayuda―. Venir con nosotros si quieres vivir, o quédate a aquí a morir, es al final decisión tuya. Pero me gustaría que vinieras. ¿No es verdad, Bèri?
Bèri Marquié, el lobero, sin embargo no respondió. El caballero se mantuvo firme, envuelto por los retazos de humo que continuaban danzando al interior de la choza.
―Sólo será hasta vendarle la herida, y hasta que se recupere ―añadió Rodas, luego de volverse al sombrío rostro de su compañero. En ese momento bajó la mirada hacia su pecho, en donde colgaba un medallón igual al que él había arrojado al bosque hacía unos momentos―. Tenemos que hacerlo. Es parte de nuestros deberes como caballeros mendigantes. Si nos alistamos a la Orden en un principio fue para servir. Y eso es lo que haré y lo que tú también deberías hacer.
El lobo de Bèri gruñó, como si no estuviese de acuerdo. Bèri, con el semblante severo, simplemente se limitó a observar a la bestia, a sus ojos rojos y renegados. Luego se volvió a Rodas, quien se había quedado mirando a la mujer. Una figura pálida y débil. Una mujer que se había hecho la fuerte. Pero que realmente, estaba indefensa como un niño.
En ese momento, Rodas de Gonesse supo que Bèri Marquié no haría nada para impedir que cumpliera su voluntad. Bèri era, después de todo, su compañero. Su amigo. No obstante, algo en la mujer lo aterraba. Y no sabía si era su pasado. Su presente. O esos ojos oscuros. Sombríos. Que lo seguían observando sin pestañear. Nota:- la parte de la herida en elcuello debe aparecer a penas ven a la mujer.