03/11/2015 07:36 PM
Necrocracia.
Parte primera, Devon.
I.
Estaba cansado y mugriento. Desnudo, sólo con un raído pantalón de tela sucia, se arrastraba por el suelo de una de las muchas alcantarillas abandonadas que había allí. El techo arqueado daba espacio para que una persona adulta caminase de pié, pero él se movía al ras del suelo, apoyando su torso en las frías y húmedas baldosas. Por suerte aquel tramo no estaba lleno de agua sucia y apestosa.
Se paró para descansar. Respiraba fuerte. Sus jadeos resonaban a lo largo del túnel. Después de un instante volvió a arrastrarse. No podía concentrarse en nada más que en avanzar hacia eso que había olido y oído. Volvió a olfatear. Increíble. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Cuando llegó a una intersección en el túnel, supo exactamente hacia donde se debía dirigir para encontrar lo que buscaba. Pero sabía que, probablemente, lo buscaban a él también. Rió por lo bajo, y comenzó a arrastrarse hacía la bocacalle de la izquierda.
El ser era alto y estaba famélico. Daba la impresión de ser casi un esqueleto andante. Sus cabellos rubios estaban sucios, y tapaban su cara. Sus rasgos angulosos y su dentadura perfecta contrastaban con su estado. Sus ojos eran de un gris muy oscuro. Daba la impresión de que casi no tenía pupila. Sus extremidades eran más largas de lo habitual, y su piel blanca. A excepción de en la cabeza no se apreciaba ningún pelo más en todo el cuerpo. Los hoyuelos se le marcaban a cada lado de la boca. Parecía que la piel de la cara estaba extrañamente ceñida a los huesos faciales.
Y estaban sus orejas. Eran extremadamente largas y puntiagudas. Le sobresalían del pelo. Eso le daba un aspecto mucho más afilado.
El túnel viraba bruscamente en un ángulo de noventa grados. Una tenue luz provenía del otro lado de la curva. Oía los tintineos. Unos tintineos siniestros, como cuando alguien agita una cadena muy pequeña en el interior de un lugar cerrado. Era un eco lúgubre que conocía a la perfección. Volvió a sonreír por lo bajo. Estaba exhausto pero sabía que acercarse a aquello que producía el sonido era la única posibilidad para aguantar, al menos tres días más. Volvió a captar aquel olor puro que distinguía tan bien. Volvió a oír los tintineos, esta vez más fuertes. Apoyó sus manos en el canto de la esquina. El olor le embriagaba y los sonidos tintineantes le producían tanto placer que no podía dejar de sonreír.
Se asomó hacia el túnel. Y los vio. Estaban cerca, pero no lo suficiente. Y sólo tenía una oportunidad. Por fortuna, en lugar de alejarse, se acercaban.
Eran dos. Una mujer, madura, y un joven. La mujer estaba delgada, pero tenía un aspecto fuerte y sano. Tenía su pelo rojizo recogido en un moño, y sus ojos verdes titilaban a la luz. Vestía una capa de viaje de color negro, que no dejaba ver nada de sus ropajes interiores. Su boca era fina y pequeña, al igual que su nariz. Está era algo respingona. La luz que proyectaba sombras a ambos lados del túnel y que iluminaba el rostro de la mujer y del chico provenía de algún lugar encima de sus cabezas. Era como si un foco invisible iluminara por encima de sus cabezas hacia donde ellos caminasen. La mujer andaba con paso firme e ímpetu. La luz amarillenta le proyectaba una sombra bajo los ojos. Tenía un aspecto sombrío e inquietante.
Pero quizás su acompañante era aún más inquietante. Era un joven alto, que le sacaba una cabeza a la mujer, que ya de por si era alta. Fibroso y delgado, iba vestido únicamente con unas mallas de cuero negras y unas botas metálicas que resonaban con un ruido seco y chapoteante en el túnel. También llevaba un cinturón, lleno de hebillas y remaches, del que colgaban numerosas bolsas y variados compartimentos de diferente cierre. En la mano izquierda llevaba un guante negro que le llegaba hasta el codo, en la mano derecha, tan solo un delicado anillo de plata, sin joya. Su cara era tan angulosa como la del ser que los estaba viendo acercarse, pero su pelo, en lugar de escaso y sucio, era voluminoso, y le caía, blanco y de plata, hasta los hombros. Sus ojos, tan claros como hundidos, tenían un aire macabro, pero su boca y nariz daban un aspecto saludable e inspiraban confianza. En su fuerte torso mostraba una cicatriz, muy fina, que se abría en el centro del pecho y se alargaba hasta el costado derecho. El chico caminaba por detrás de la mujer, con semblante pensativo, andado con elegancia. Casi parecía aburrido.
Los dos viajeros eran atractivos y esbeltos. Y también tenían orejas puntiagudas. El ser los espiaba desde la curva del túnel con malicia, sonriendo. Quizás tendría solo esa oportunidad. Los dos andantes se encontraban cada vez más cerca, como la luz que los iluminaba tanto a ellos como a todo lo que les rodeaba. La luz era un problema. Pero la sonrisa no se borró de la cara del mirón. Tendría que hacerlo precipitadamente, a una distancia poco prudente, que no le gustaba. Pero sería su única oportunidad. Si fallaba, no tendría una segunda. Con extremo esfuerzo, apoyando las manos en las piedras de la pared y ejerciendo fuerza, el ser se elevó sobre sus piernas traseras, que temblaron al soportar todo el peso de la criatura. Una mueca de dolor borró su sonrisa por un momento, para recuperarla después. Se encontraba de pie, enfermizamente delgado y alto, apoyado en la esquina de la curva de la pared de alcantarilla. Una rata recorrió el túnel para escabullirse por un agujero. Pero esto no lo distrajo de lo que importaba. El olor, el sonido. Los necesitaba. Cuando se encontraron suficientemente cerca, a unos diez metros, el ser se apoyó en las piernas traseras, y con una fuerza antinatural para alguien tan débil, dio un fuerte salto hacia la pareja que se acercaba por el túnel.
El ataque pillo a la pareja de improvisto, y la criatura pudo aferrarse al cuello de la mujer, tirándola al suelo. Sin embargo, ni bien la hubo tirado, el atacante se vio empujado contra la pared de fondo de la alcantarilla con violencia, produciendo un ruido sordo, que sin duda indicaba la rotura de algunos huesos. Luego se cayó al suelo, encogido en un ovillo de pellejo, con un hilo de sangre en su cara, mirándolos con una sonrisa de oreja a oreja, con las pupilas dilatadas. Parecía feliz todavía, a pesar de los evidentes daños físicos.
La mujer se levantó, con una agilidad pasmosa, y en su cara mostraba la fría mueca de la ira contenida.
La víctima del golpe reía por lo bajo con un sonido siniestro que retumbaba a lo lejos, en el sucio túnel.
La mujer se acercó con decisión y paso firme al ser, que yacía riéndose en el suelo. Sus labios, finos y sensuales, estaban apretados. El joven, sin embargo, permanecía quieto, con la misma cara que cuando andaba. Ladeo un poco la cabeza sin mostrar signos de ningún sentimiento.
La mujer cogió con fuerza y brusquedad al extraño indigente del suelo, y lo levantó del cuello, apretando su frágil cuerpo contra la pared.
—No sabes lo que acabas de hacer —la voz de la mujer era fría, y resonaba con poco eco, como si al hablar fuera también apenas un susurro. Los dientes le rechinaban mientras entrecerraba los ojos—. No lo sabes.
El chico que estaba detrás dio unos pasos, y al hablar lo hizo con una voz mareantemente dulce y profunda.
—Déjalo Meredith. ¿Crees que se merece que lo trates con dolor?
Meredith lo soltó, y la criatura cayó al suelo de nuevo, y quedó extendido cuan largo era. Levantó la cabeza profiriendo una sonora carcajada. Y mirando a los dos desconocidos. Olisqueo el aire ruidosamente.
—No sabía que ahora te dedicabas a esto— dijo el chico —. Creía que estos menesteres se reservaban a parias y a necios.
El ser dejó de reír al instante. No sabía cómo no había reconocido al chico a la primera. Estaba cambiado, pero era él, sin duda. Se incorporó, apoyando una rodilla en el suelo y levantándose sobre el otro pie. Cuando lo hizo, la mujer le propino una fuerte patada que hizo que se quedará tirado en el suelo. Se tuvo que incorporar por segunda vez. Se agarraba el pecho con un brazo, con dolor, mirando al suelo. Ya no reía. Parecía realmente enfermo.
—No se… —susurraba. Su voz era trémula y suave —. No sé cómo no me he dado cuenta antes… Sabía que tarde o temprano vendrías aquí… pero… Nadie lo sabía…
Miró al joven a los ojos, entrecerrándolos. La mujer apretó los dientes y los puños.
— Quieta Meredith —le aconsejo el muchacho —. ¿Dónde están nuestros modales?
La mujer se tranquilizó y se aparto al momento. La luz amarillenta que alumbraba la escena, y que provenía de un lugar incierto daba un aire grotesco a la situación.
—Yo también me preguntaba si me reconocerías —prosiguió el chico —. Pero no ha sido así. Hasta que te he recordado lo que eres. Y por ende lo que fuiste. ¿No es así? —el chico terminó la frase ladeando la cabeza y sonriendo.
—Estas cambiado… Pero sin duda eres tú —el ser se puso de rodillas, para alzarse algo y ver mejor al chico —Si…Orzon de Naareth. Te recuerdo. Sé cómo te llamaba…pero no se tu nombre, ni como te haces llamar ahora.
— Mi nombre no tiene importancia. No tanta como mi persona, al menos— mientras decía esto se iba acercando a la posición del harapiento y de la mujer —.Puedes llamarme Orzon, si así lo deseas. Pero ahora no respondo a ese nombre entre la gente que habita las calles que se encuentran a kilómetros encima de nosotros. No— hizo una pausa, llevándose el dedo índice de la mano derecha a la barbilla, para luego bajarlo y seguir hablando mientras andaba —. Oruntiae Devian me llaman ahora. O Devon, si quieres abreviarlo. Sin embargo espero que tú sigas usando el mismo nombre.
— Me llamaban señor, antes— hablaba apesadumbrado, con la cabeza gacha, y con voz queda. Se volvió a alzar sobre sus dos piernas enclenques, con dolor —. Pero tú recordaras mi nombre tan bien como yo.
El chico sonrió con afecto. La mujer observaba la escena sin gesticular, apartada a un lado mientras los dos hombres mantenían la conversación, bañados de la luz amarilla.
— Nasherum —dijo. Meredith mostró una mueca de asombro, que intentó disimular sin éxito. Devon no se dio cuenta, o si lo hizo, prefirió ignorarlo.
—Así es —delgado como estaba, se acercó al muchacho y le puso una mano en el hombro —. Como lo has hecho... sin volverte loco…sin…
—¿Sin sufrir las calamidades a las que tú has tenido que sufrir? — Nasherum asintió. Devon cogió su mano con suavidad y la quitó de su hombro, respondiendo — . Parece mentira que tú lo preguntes.
Aunque la respuesta fue austera, parecía que Nasherum, que entrecerró los ojos, entendía más de lo que se había dicho. Su boca se torció seria. Sus ojos se volvieron de un gris más profundo. Devon siguió hablando, mientras lo rodeaba, sin mirarlo.
— Mira lo que eres. Viviendo entre las ratas y las pústulas, cuando podrías gozar de Ourath. Acuérdate de lo que fuiste. ¿Qué fuiste, Nasherum?
Nasherum tembló. De pronto parecía que hacia frío, y que el túnel se volvía oscuro, a pesar de la luz. Meredith permanecía quieta, a un lado del túnel, sin hacer nada.
— Hemos venido hasta aquí — prosiguió Devon —. Meredith y yo hemos bajado hasta las entrañas de la tierra, hasta los cimientos más anquilosados de la primera ciudad de este reino para encontrarte.
Nasherum sonrió por primera vez desde que hablaban.
— ¿Ahora necesitas una guardaespaldas para acercarte a saludarme? — rió suavemente—. No has necesitado a nadie, ni siquiera a ti mismo para bajar aquí los últimos años —las palabras se arrastraban como una serpiente contra la piedra, llenas de veneno—. Siglos — había odio en sus palabras.
— No sabes lo molestas que son las criaturas que pueblan las altas catacumbas— contestó Devon con indiferencia, justificando irónicamente su tardía llegada—. Y por supuesto no pienso mancharme las manos.
Meredith sonrió con dureza. Devon había dado la vuelta a Nasherum lentamente y se encontraba de nuevo de frente a él, mirándolo directamente a los ojos, sin apenas pestañear. Tenían una altura parecida.
— Además no tengo por qué darte explicaciones— acompañó la frase con una media sonrisa—. No sé si sabrás lo que eres. Pero yo si lo sé. Y sé lo que necesitas. O creo saberlo, al menos.
Nasherum se apartó contra la pared. Y el miedo, que él creyó que nunca iba a sentir, lo invadió. Quería huir, pero, de pronto, no podía moverse. El contacto visual con Devon era imposible de interrumpir. Los ojos se le secaban.
— Eres un adicto. Adicto al poder mágico. Un vampiro de energía. Kaniak, te llamarían al oeste, más allá del mar. Por eso te escondes. Y aún así buscas a tus victimas. Por que las necesitas. Las atraes aquí, en solitario, buscando ese objeto que se encuentra en las angostas y viejas catacumbas de la ciudad primigenia. Pero yo sabía la verdad. Oh, sí. Por eso te he ocultado mi identidad. Por eso he dejado que olieras el conjuro iluminador. Por eso has atacado a Meredith antes que a mí.
— No…No… — gemía Nasherum.
— Extender el rumor de que el viejo libro de Cannavas se encontraba aquí fue inteligente, sin duda. Ignoras donde está— decía Devon muy seguro de si mismo —. Pero yo sé donde está. En mi biblioteca, para ser más exactos —la cara de Nasherum comenzaba a mostrar cansancio y enfado —. Y aún así sé de alguien capaz de inventarse su paradero. ¿No te acuerdas que buscamos el libro juntos? Así supe que te encontrabas aquí. Los hechiceros y brujos más jóvenes se aventuraban hasta aquí buscándolo, y se encontraban contigo. Absorbías su energía para aguantar vivo lo necesario hasta la siguiente cacería —Devon se calló. El miedo en los ojos de Nasherum iba en aumento conforme hablaba. Devon osciló la cabeza a un lado, mientras Nasherum temblaba —. Triste.
Nasherum rompió a llorar silenciosamente. No sabía por qué. Estaba inmovilizado. Atolondrado por las palabras de Devon. Hasta entonces no había pensado en lo que significaba un encuentro con Orzon. Con Devon. Ahora se daba cuenta. De pronto, percibió que el hechizo inmovilizador se debilitaba. No huyó. Supo que era premeditado.
—Bien —Siguió Devon—. Pues vengo hasta aquí para ofrecerte un trato. Yo sé lo que tú necesitas y tú tienes lo que yo quiero.
Nasherum lo miró con asombro. No podía ser. Lo sabía. Y eso si que no se lo esperaba. Devon sonreía levemente.
—Sin embargo, antes de satisfacer tus necesidades de paria, tengo que pedirte algo a cambio.
—Lo que quieras, Orzon —susurró Nasherum con una voz tan débil que apenas pudo oírse. Se cayó al suelo de rodillas, jadeando, y tocándose los orificios nasales, resoplando con fuerza—. Lo que…quieras. Sé lo que…y no…. No puedo…. Pero….ahora sí.
Devon sonrió ampliamente. Nasherum seguía pidiendo por favor que le diera aquello que le iba a dar, fuera lo que fuese, intercalando peticiones de piedad y susurros incomprensibles. De pronto, levantó la cabeza, agarró a Devon por las piernas y comenzó a chillar, estruendosamente. Meredith se movió, pero Devon le pidió que se mantuviera al margen con un gesto. Con una mirada de Devon, Nasherum enmudeció, aferrado a sus piernas como estaba, mirando hacia arriba.
—¿Sabes? Últimamente he estado muy interesado en las antiguas historias. En las leyendas. Hay una particularmente… Que llama mucho mi atención — comenzó a relatar Devon con voz dulce.
—Toma lo que quieras, pero déjame tu regalo hermano mío… —hizo una pausa para tragar saliva —. ¿Acaso tengo alternativa?
—La verdad es que no —Devon se liberó de Nasherum, y le miro a los ojos, agachándose de cuclillas, y agarrándole la cara con una de sus huesudas manos —. Hace tiempo eras poderoso… Famoso. Acudían a ti centenares de almas pidiendo ayuda. Tu les ayudabas… Siempre por un módico precio, por supuesto —Devon lo miraba, demasiado cerca de su cara —. En todos esos siglos —prosiguió —, acumulaste mucha sabiduría, muchas riquezas y muchísimas cosas aún más interesantes que los que no son lo suficientemente inteligentes no saben apreciar.
Nasherum lo miró, con evidente terror.
— No sé lo que quieres, pero yo no tengo esas cosas, se perdieron… Las robaron… —Devon leyó la verdad en sus ojos. Aquello era posible, estúpido, pero posible. ¿El gran Nasherum no había presupuesto la pérdida de sus más valiosos bienes?
Devon apretó la mandíbula, y Meredith los puños. Devon se levantó ágilmente y se alejo andando, lento. Pensativo. Cuando dio cinco pasos, se dio la vuelta y volvió hasta donde se encontraba, con un silencio sepulcral, roto solo por sus pasos al pisar la fría piedra.
—Eso ha sido bastante irresponsable, en mi opinión —Devon sabía que no mentía, pero había una diferencia demasiado pequeña entre no decir la verdad y mentir. Y Nasherum lo sabía —. Pero no me puedo creer que no fueras tan poco orgulloso de hacer… Algo al respecto.
Nasherum sintió que lo tenía atrapado. Hubiera sido más fácil decir toda la verdad desde el principio. Aquello sólo le iba a dar más problemas. Devon volvió a agacharse, mirándolo a los ojos directamente, sin pestañear, una vez más.
—¿Seguro que no marcaste todas esas cosas? ¿Seguro que no designaste un guardián de recuerdo? ¿Seguro que no tienes ninguna forma de localizarlas a día de hoy? —le preguntó.
—Sí que puedo…—se vio obligado a contestar Nasherum.
Devon se levantó de inmediato. Lo miró sin expresión alguna y le propinó una fuerte patada, que hizo que Nasherum volviera a golpearse con la pared del túnel.
—Y tuviste la desfachatez de no decírmelo sin que yo te lo preguntara. Osado y estúpido.
—Está bien, está bien… —gemía Nasherum dolorido —. ¿Qué es lo que querías exactamente?
—Una vez construiste algo que llamabas arscail. No sé cómo lo hiciste. Quizás podría reproducir uno… Pero no tengo tiempo para eso ahora. Necesito ir a un lugar… Y necesito el arscail.
—Está bien… —dijo Nasherum por lo bajo —. Dame lo que ansío… Y te dejaré coger lo que necesitas.
—Si intentas algo raro, te mataré.
Por toda respuesta, Nasherum se acercó lentamente a donde Devon. Éste dio un paso, le cogió una mano y se quedaron así un rato.
Aparentemente sólo estaban agarrados por la mano, pero Meredith sabía que Devon estaba permitiéndole coger energía de su cuerpo al tiempo que Nasherum le dejaba hurgar entre los recuerdos que le quedaban para que Devon consiguiera lo que quería. De pronto, las manos se soltaron, y un estallido de luz tenue recorrió la semioscuridad por unos segundos.
Nasherum cayó al suelo, jadeando, salivando, sonriendo. Devon se apartó y se quedó mirándolo un rato.
—¿Una humana, al sur?
Nasherum no respondió. Simplemente estaba absorto disfrutando y gozando de la energía renovada que lo había invadido.
—Poco prudente, de nuevo —dijo Devon —. Me temo que estás perdiendo facultades.
Y Devon, sin mediar palabra, se dirigió por el túnel hacia donde habían venido. Meredith lo siguió apresuradamente. Mientras el resplandor los iluminaba a ellos y su camino, dejando atrás al ser.
Rodeado por destellos de colores, tirado en el suelo. Olisqueando y respirando fuertemente, abrazándose a si mismo en una patética postura, Nasherum sonreía tristemente.
Devon andaba con paso firme pero delicado, sin hacer ruido, con un aire tan distante como pensativo. Meredith avanzaba a su lado, sin hablar. Se alejaban rápidamente. Viraron a la izquierda, y luego a la derecha, y a la izquierda una vez más hasta que llegaron a un túnel mucho más alto y ancho que los anteriores. Meredith lo reconoció como el túnel por donde habían bajado. Parecía que Devon conocía todo aquello muy bien. Demasiado bien, incluso. Siguieron el viejo y alto túnel de piedra, por el cual corría un estrecho riachuelo de color verdoso, que zigzagueaba de un lado a otro. Después de caminar un rato no muy largo, las paredes comenzaron a cambiar, y paulatinamente, una roca negra y salvaje fue sustituyendo a la fría piedra de ladrillo, hasta que el túnel se convirtió en una cueva, más baja y más irregular, con un río de más caudal.
La cueva se abrió ante ellos, para dar paso a un paisaje bello e inquietante al mismo tiempo, que ya habían contemplado los dos viajeros al dirigirse hacia abajo. La cueva daba a una colosal cámara subterránea, que casi no parecía natural, formada por piedras, rocas y riscos que habían sido vaciados y moldeados con habilidad. Una gran ciudad, desmoronada y destruida, que se mantenía silenciosa, bajo tierra. Las afiladas puntas de los chapiteles y las torres, a veces intactas, a veces caídas, proyectaban alargadas sombras mientras la luz que seguía a Meredith y Devon lo iluminaba todo a su paso. Al salir de la cueva, penetraron en el canal en el que caía el río subterráneo que habían estado siguiendo. Después de ascender unas pequeñas escaleras rotas, se encontraron en las calles de aquella ciudad abandonada. El techo de la cueva no se distinguía en las alturas. Un silencio pesado, y un viento frío reinaban en aquella gran cueva.
Anduvieron por calles anchas y estrechas, por plazas, ascendieron por algunas de las numerosas escaleras, estrechas como filos, que se levantaban entre arbotantes de las estructuras, dando la imagen de que la ciudad estaba repleta de puentes y pasarelas elevadas, flanqueadas por las coronaciones de los edificios. Al final, llegaron a una grieta en la roca, la entrada a otra cueva, que no era tan abierta como la que habían dejado. Era alta pero estrecha, y en su interior, con la luz que proyectaba el conjuro de Devon, se vislumbraban unas toscas escaleras, que llevaban a un pasillo de piedra más clara que la anterior, pero igual de dura.
Cuando entraron, la luz iluminó la cueva y la ciudad volvió a quedarse a oscuras, en su fría calma. El pasadizo rocoso que ascendía desde la angosta entrada se elevaba rápidamente, pero esto no aminoraba los pasos de Meredith y Devon, que parecían no notar que la pendiente era ya muy elevada. Poco a poco, la cueva se fue abriendo y la pendiente fue descendiendo. Entonces llegaron a una parte ancha de la cueva, donde había una bifurcación de tres caminos. Dos de ellos entradas simples en la roca, y la tercera, la de la derecha, tenía a su entrada un elaborado arco de piedra, con runas e inscripciones. Por este último se accedía a otras escaleras, grandes, rectas y confortables, aunque viejas.
—Creo que ya se ha terminado el círculo, Meredith —digo Devon con indiferencia —. Lo intentaremos desde aquí —y la invitó a acercarse con la mirada —. La magia que lanzaron sobre la ciudad primigenia y los túneles que la rodean es poderosa, sin duda —. Esto último lo dijo distante, como si hubiera pensado en voz alta.
Meredith se acercó a él, y lo cogió de la mano. Devon extendió la palma de la mano y el brazo hacia un costado, creando un ángulo recto con el cuerpo, y cerró los ojos. Meredith, se preparó para lo que venía. Sin embargo, pasaron unos segundos, y no sucedió nada. Devon le soltó la mano suavemente sin mirarla a los ojos.
—El círculo debe de extenderse más de lo que yo esperaba —susurró casi para el sólo —. No me explico cómo un encantamiento tan antiguo puede seguir funcionando tan bien sin volverse excéntrico. Sigamos adelante, Meredith, parece que tendremos que andar algo más antes de poder fluctuar correctamente.
Meredith lo siguió, por la puerta del arco esculpido de la derecha. Iban rápido y en silencio. Los dos eran fuertes especimenes de su raza, y no se cansaban con facilidad.
Subieron por las escaleras de piedra esculpida hasta que llegaron a lo que parecían los túneles de piedra de unas antiguas catacumbas. Largo rato se deslizaron entre los túneles, virando, ascendiendo a veces, y otras veces descendiendo, pasando por bifurcaciones. De pronto Devon se paró y miro a Meredith con una dulce sonrisa.
—Probemos de nuevo. Ya nos hemos alejado bastante, estamos casi bajo las alcantarillas de Ourath.
Meredith volvió a darle la mano y Devon volvió a cerrar los ojos y a poner el brazo extendido para con el cuerpo. Esta vez, ambos sintieron como el suelo desaparecía a sus pies con una violenta sacudida, y como caían en el vacío, con los ojos apretados, hasta que volvieron a tocar el suelo de nuevo. Meredith abrió los ojos, mareada. Devon mostraba en su cara una expresión tranquila.
Se encontraban en el vestíbulo de lo que parecía una mansión de estilo gótico, con la gran puerta, alta y afilada, detrás de ellos. Dos vidrieras con imágenes de hombres y mujeres pálidos en posturas solemnes iluminaban el vestíbulo. De frente tenían un pasillo, en el que al final se entreveía el comienzo de una escalera negra y brillante. El suelo era de piedra, y las paredes grises, adornadas con tapices que tenían extrañas runas bordadas. En el amplio pasillo las vidrieras del vestíbulo se repetían a ambos lados, bañando la casa con n una luz mortecina y tenue. Devon avanzaba con su característico paso, suave y tranquilo. Meredith lo siguió, y delante de la amplia escalera negra de cuarzo, iluminada por un gran rosetón que ocupaba el primer descansillo donde la escalera se dividía en dos, Devon se dirigió hacia una puerta que había a la derecha abriéndola.
La puerta daba a un gran escritorio, que se componía de dos salas circulares a diferentes alturas, completamente recubiertas de estanterías repletas de libros y mesitas con artilugios frágiles de metal y cristal, que parecían a punto de romperse, girando y produciendo sonidos extraños. Devon avanzó hasta uno de los dos sillones fraileros que había en toda la estancia, que tenían un respaldo extremadamente alto. Meredith se quitó la capa que cubría su armadura y la colgó cuidadosamente en un perchero que se encontraba a la entrada de la sala, para colocarse de pie, con aspecto recatado y respetuoso, apoyando una mano en el respaldo del sillón que quedaba vacío.
Entre los dos sillones había una mesa, repleta de libros. Abiertos, extendidos por toda la mesa, que mostraban diferentes textos, gráficos, runas y representaciones.
Devon estaba plácidamente sentado, echado para atrás, con los codos apoyados en los reposabrazos del sillón, con las yemas de sus largos dedos juntadas a la altura de su boca, pensativo.
Meredith simplemente seguía de pie, tranquila y serena, esperando. Se hizo un silencio largo hasta que Devon habló.
—Debo marchar hacia el sur, definitivamente —dijo pensativo. Meredith dudó antes de hablar.
—Señor, ¿Puedo preguntarle algo? —Inquirió suavemente.
—Claro. Estaba esperando a que preguntaras ese algo durante nuestra vuelta aquí —dijo Devon amablemente —. Y te he dicho muchas veces que no me llames señor.
—Perdón. Es la costumbre— dijo Meredith cerrando y abriendo los ojos lentamente, con una sonrisa, y adoptando una postura más inocente —. Ese ser al que hemos visitado en la subciudad… —Devon le hizo un gesto para que continuara —¿Era realmente el gran Nasherum?
Devon sonrió.
—Me temo que sí. Muy desmejorado, pero era él.
Meredith lo miró con asombro. Se acomodó en el sillón, y puso sus vigorosas piernas una al lado de la otra. La fina armadura, que estaba hecha de un metal oscuro y brillante era tan cómoda que le permitía realizar todos aquellos movimientos sin estorbo.
—Todavía no me lo puedo creer —dijo con asombro. Estaba realmente sorprendida—. ¿El mismo Nasherum del que hablan las leyendas?
—El mismo. No es un nombre muy común, que digamos —dijo Devon despegando las yemas de sus dedos y adoptando una postura más cómoda —pero no debes fiarte de los libros y las leyendas, Meredith. Yo también aparezco en ellos, con otros nombres, y sin embargo el populacho parece empeñado en no recordarme —Devon sonrió, mostrando unos dientes blancos y perfectos —. Nasherum no sabía que encontraría hechiceros mejores que él, su propia arrogancia lo ha metido donde está ahora. Tuvo un mal encontronazo con Ayium, y algo salió mal. Recuerdo cuando volvió —de pronto Devon se mostró pensativo —se encerró en su casa durante meses. Y cuando por fin lo vi era una sombra de sí mismo, incapaz de llevar a cabo el más sencillo hechizo, pero ávido de alimentarse de otros que si podían. Al final, gradualmente fue dejando la ciudad y huyendo hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que traspaso las fronteras de la antigua Ourath. Ahora… —hizo una pausa —. Ya ves lo que es ahora. Un desecho. Un necesitado.
Devon dijo todo esto con el mismo tono de voz, y sin cambiar la expresión amable de su cara. Se levantó suavemente del sillón, y se puso a mirar por el gran ventanal que daba luz a todo aquel salón.
Se quedó pensativo, ante la gran vidriera que mostraba las imágenes de varios jóvenes, hombres y mujeres, pálidos y desnudos alrededor de una preciosa fuente. Vislumbraba la grandiosa ciudad de Ourath desde aquella posición elevada. Los múltiples edificios dibujaban siluetas afiladas contra el claro cielo. En el lejano horizonte se distinguían las montañas que marcaban el fin de aquel país. Los edificios que poblaban la ciudad se hacían cada vez más pequeños, hasta que, al pie de la montaña, se apilaban los barrios exteriores, llenos de casas precarias y granjas. Atardecía. El sol, ya en su último suspiro, rayaba con un haz naranja todas las fachadas, ventanas, plazas y terrazas. Debajo, la ciudad explotaba de vida, en plena ebullición.
Meredith lo miraba. Devon estaba de espaldas a ella, con las manos juntas en su delgada espalda, con la mirada perdida en las torres y almenas que recortaban el horizonte como agujas. La melena blanca relucía, lisa, tapando su cuello. A contraluz, la imagen del hombre cortando la luz del atardecer resultaba bella.
—Por supuesto, espero que me acompañes en mi labor —le dijo Devon sin mirarla.
Meredith asintió en silencio.
—Si podrías conseguir un barco de viaje, con los mínimos tripulantes posibles para llegar hasta las islas de Nambu, para dentro de tres días como máximo, te lo agradecería.
Meredith se marchó con una silenciosa reverencia, sin mediar palabra. La puerta se cerró detrás de ella con un pequeño golpe. Devon se mantuvo en la misma postura un rato más. Luego desentrelazó las manos, y resueltamente giró sobre sus pies para dirigirse a la mesa de nuevo. Apartó un par de volúmenes que se encontraban abiertos y extrajo un mapa del interior de aquel caos de hojas y palabras. Se fue andando lentamente a otra mesilla, y extendió el mapa. Vislumbró las Islas de Nambu, al sur del continente Kaguyn, donde al norte, se encontraba el país de Nadilim, lugar donde la ciudad de Ourath se alzaba como capital. Las islas se dibujaban en un extremo del mapa, casi al borde, como un amasijo de pequeños trozos de continente, como si algún gigante hubiera destrozado con la mano la parte inferior del gran bloque de tierra que era Kaguyn.
No estaba seguro de cuantos días tardarían en cubrir la travesía marina. Si salían dentro de dos días, al menos tardarían dos días más hasta el Mar Escarlata, cruzando el Ivia Doga, o el Río de Sangre. Después todo seria seguir la orilla por el este, hasta encontrarse con las islas. Mientras pensaba en el itinerario, su dedo índice recorría silencioso la ruta de viaje sobre el amarillento papel.
“Ahora es cuando tengo que tener cuidado” Pensó Devon
II.
Devon terminaba el desayuno, vestido con unas mallas de color gris mate, que se alargaban en una especie de corsé hasta las costillas. Cuando dio el último trago a la copa de vino se levantó, y se acerco a la gran ventana del comedor. Acariciaba el marco de la ventana con una mano. La ciudad despertaba. Era el día. Hace dos días Meredith le había dicho que había conseguido un barco de viaje confortable, con un solo tripulante, que les llevaría hasta las Nambu. Devon oyó como se abría la puerta principal. Salió del comedor, y bajó la escalinata de cuarzo negro lentamente, para encontrarse con Meredith, que iba vestida con una capa de viaje roja, y con el pelo rojo suelto, con la raya en medio. Las ropas de debajo de la capa distaban mucho de la esbelta armadura que llevaba el día que bajaron más allá de las alcantarillas de la ciudad. Eran ropas cómodas de viaje, de color oscuro la mayoría. También llevaba una fina y larga espada, envainada en el lado izquierdo.
—Buenos días, Devon.
—Buenos días a ti también. Espero que estés lista para el viaje —le sonrió Devon. Meredith asintió plácidamente —. Espérame en la puerta —. Le indicó Devon con seriedad. Se dirigió hacia la puerta que estaba justo en frente del estudio. Cuando entró, cogió el guante negro y se lo colocó en el brazo izquierdo. Cuando estaba extendiéndose el guante hasta el codo, oyó como se abría la puerta de la casa. Intentó averiguar quién era, pero no pudo. Eso no le gustó. Salió rápidamente del pequeño vestidor y se dirigió a la galería que daba a la entrada.
Entonces las vio. En la entrada se encontraban tres mujeres. Una de ellas era Meredith, por supuesto, que se encontraba pegada a la pared de la derecha, con un gesto de respeto. De las otras dos sólo conocía a una. Y no presagiaba nada bueno. Las dos mujeres eran rubias, la que se encontraba en el centro, sonriendo plácidamente, tenía una cara angulosa, y mostraba malicia en sus ojos. Llevaba el pelo suelto, con un tocado de plumas negras. La compañera lo llevaba recogido en múltiples moños, con un velo negro. Ambas vestían al estilo de la corte de Nadilim, con vestidos asimétricos, y coronados con alambres o remaches de hierro que terminaban en punta. Cuando Devon entró al vestíbulo se detuvo delante de la rubia del tocado de plumas, y está le habló con una voz falsamente dulce.
—Oruntiae Devian… Buenos días —lo saludó, con una falsa sonrisa.
—Lamia —le contesto este con dura educación —. Buenos días para ti también. Tan solo me preguntaba qué hacías aquí.
Lamia rió por lo bajo. Y se movió grácilmente hacia un lado, con un aire arrogante, extendiendo los brazos, como si bailara.
—Resulta que la Señora quiere saber a qué se debe que el gran Devon abandone la ciudad —dijo Lamia riéndose con chulería y petulancia. La acompañante de Lamia se encontraba callada, sin expresión en su rostro de porcelana. Devon dibujó una media sonrisa en su cara.
—Ahora la llamas la señora… —susurró con desprecio mientras ensanchaba su sonrisa —¿Crees que ella no sabe lo que has estado tramando? ¿Crees que no sé porque te envía a realizar estas labores tan banales? ¿Vigilarme? —Devon soltó una suave carcajada. La cara de Lamia fue cambiando de registro hasta que adopto una cara que expresaba la furia en toda su magnitud. Devon la miró a los ojos con desprecio. Lamia lo estaba fulminando con la mirada.
—Me voy al sur. Dile a Vhantira que no se preocupe, que no soy como tú —dijo—. Que no voy a hacer nada que haga peligrar su trono.
Lamia lo estaba mirando con una furia sin límites. Sus ojos ardían. Devon sintió que las intenciones de las dos intrusas no eran benévolas. Fue todo muy rápido, en uno o dos segundos, la que no había hablado, sacó un cuchillo de entre sus ropajes y se lanzó hacia Devon. Al mismo tiempo, Meredith se lanzó, con un movimiento rápido, hacia Lamia. Lamia se agachó y salto, con una agilidad impropia de alguien con un vestido tan voluminoso, para caer sobre la espalda de Meredith. Justo entonces, la daga iba a rozar el brazo de Devon, sin embargo, este, con un aire de desdén, cogió la daga entre las palmas de las dos manos, y con un movimiento fugaz, separó las manos, para soltar una voluta de humo. Lamia se levantó ágilmente para golpear a Devon pero este se movió detrás de ella y la tocó con el dedo índice en la nuca. Meredith se levantó de un salto para inmovilizar a la atacante de la daga. Lamia respiraba fuertemente, sin poder moverse. Meredith tenía sujeta a la chica del velo negro con una sola mano. Entonces, Devon habló.
—Estas empeorando considerablemente, Lamia. Hace unos años incluso hubiera dejado que me hicieras algún rasguño —Devon quitó el dedo índice de la nuca de Lamia, y se colocó tranquilamente en la mitad de la estancia —. Pero no hoy. No en mi propia casa —Devon se acercó lentamente hacia la doncella del velo, y le pidió a Meredith que se hiciera a un lado. La chica tembló. Devon le agarro de una muñeca, que levantó hasta que quedaron en una extraña postura, como su fueran a bailar danzas de salón. Entonces, Devon apretó los dientes, y dio una vuelta con fuerza a la chica, como si la zarandeara bailando. Se oyó un estruendo de tendones y huesos crujiéndose. La chica cayó muerta al suelo, produciendo el sonido de un fuerte golpe, que resonó por toda la casa. Lamia entrecerró los ojos con ira.
—Comunica a Vhantira mis planes. Y llévate a ésta —dio una patada al cadáver que había en el suelo —de mi casa.
Devon abrió las puertas que daban a la calle, miró a Lamia desde ahí.
—Dile también que me llame si quiere encontrarme. Ella lo entenderá —Devon la saludó con una exagerada reverencia —. Adiós, Lamia, querida.
Devon bajó andando la escalinata de piedra gris que daba al portón de su casa, con Meredith detrás. Levantó los brazos con un gesto rápido y quedó cubierto con una capa gris de viaje, que tenía una capucha que le tapaba el rostro. Los dos andaban calle abajo, por aquella ciudad llena de escaleras, pasadizos, puentes y pasarelas. Rodeados de gente que no los miraba y que seguía su vida. Rodeados de edificios altos, negros y grises, que brillaban con la luz de la mañana.
La calle por la que andaban quedó abierta a una gran plaza, con una amplia escalera que ocupaba un lado entero del gran cuadrado gris de mármol. Anduvieron por más calles, igual de majestuosas, rodeados de casas que tenían jardines y mansiones en el centro de pasillos de arcos y portalones. Llegaron al borde superior de otra escalera, mucho más estrecha que la de antes, que se escabullía bajo tierra, por unos amplios pasadizos arqueados.
Descendieron la escalera en silencio, mientras otros la seguían también arriba y abajo, al final, la escalera desembocó en un amplio muelle subterráneo. Era una cueva, coronada por bóvedas de crucería en el techo y rodeada por sendas y elaboradas columnas, que se elevaban hasta lo más alto de la cueva dándole el aspecto de un templo con un lago en el interior. Una fila de barcos, afilados y esbeltos, de colores oscuros, con las velas rojas, negras y violetas se encontraban atrancados en el muelle. Los altos techos de la cueva relucían con los reflejos azules oscuros del agua. El puerto interior de Uosto tenía el magnífico aspecto de siempre, elegante y señorial. Devon miró a Meredith.
—Tú dirás.
Meredith señaló con la mirada hacia el final del puerto, donde el muelle se escondía detrás de una formación rocosa. Devon la miró con duda y curiosidad. Avanzaron por el muelle donde diferentes tripulantes tomaban posesión de sus navíos y los esclavos subían a bordo, atados con cadenas por manos y pies.
Meredith se paró frente el anteúltimo amarre del gran puerto, entre un velero sencillo de un solo palo, y una fragata a la que estaban subiendo numerosos individuos tapados con oscuras túnicas, donde, aparentemente no había nada.
Devon la miró con escepticismo. Meredith sin embargo, se acercó al borde del muelle, y se agachó, apoyándose con una mano en el amarrador, donde faltaba la cuerda del barco en cuestión. Se quedó unos segundos mirando el agua, que lamía suavemente el muro de piedra lleno de algas y musgo. Entonces, de pronto se levantó, y mirando hacia el agua, dijo:
—Estamos aquí. ¿Está todo listo? —preguntó. De debajo del muelle respondía una voz sumamente mucosa, que hablaba a borbotones.
—Sí, es que no os había visto, mi lady.
Entonces Devon vio como con un ágil salto, apareció ante sus ojos un myanghur, lo que comúnmente se denominaba como tritón o sirenio. Era masculino, de la estatura de Meredith, más o menos. Tenía la piel escamosa, de un color gris oscuro, y los pies y las manos grandes y palmeadas. Carecía de cola y los ojos los tenía grandes y amarillos, con una pupila rasgada. Plegada en la cabeza tenía una cresta palmeada. Vestía con unos pantalones de cuero marrón, sin cinturón, que iban desde la cintura hasta las rodillas. En los antebrazos y espinillas mostraba diferentes aletas. Su boca tenía una mueca de enfado, y daba un aspecto siniestro, cuando hablaba, se le entreveían finas líneas de dientes afilados. Devon lo saludó educadamente.
—Meredith me ha dicho que cuenta usted con el navío más rápido de todo Uosto.
—Así es —borboteó el tritón —. Mi nombre es Bakflake. Puedo llevaros bordeando el este hasta las islas Nambu en una semana desde el golfo de Pinsala. Dos días y medio más desde Uosto.
Esto último lo recitó con orgullo y serenidad. Devon les sonrió, satisfecho al tritón y a Meredith.
—¿Y dónde se encuentra ese barco en el que vamos a navegar? —preguntó. Bakflake, sonrió, dejando ver una sonrisa un tanto extraña. Sin decir nada, se acercó al muelle, y abriendo tanto la boca como las agallas profirió un extraño y gutural sonido, que atrajo la atención de buena parte de la gente que se encontraba en el puerto a esas horas.
Acto seguido, las aguas entre los dos barcos que parecían desiertas comenzaron a volverse turbias y a moverse. De pronto, salpicando espuma, apareció de las aguas un estilizado barco de color negro, que llevaba una sirena tallada en la proa. Después del barco, surgió lo que parecía un gran caparazón, donde el barco estaba sujeto, según parecía, precariamente. En el caparazón se agolpaban todo tipo de algas y moluscos, que le daban un aire un tanto sucio. Estos seres se extendían hasta el propio barco, cuyo casco estaba inundado de lapas y mejillones. Extrañamente, el barco parecía seco. Bakflake sonreía.
—El barco lleva un encantamiento hidrófobo muy poderoso, lanzado hace años por una bruja de las profundidades —explicó orgulloso —Está atado a Rongen, que es lo que aquí llamáis una tortuga dragón, y lo que nosotros llamamos datta vene, o terror de las olas.
De entre el agua surgió entonces la arisca cara de lo que parecía una tortuga, pero muchísimo más grande, que saludo a Bakflake con el mismo sonido gutural con el que él lo había llamado.
Bakflake les extendió una pasarela de madera desde el barco por la que Meredith y Devon ascendieron a la cubierta, que tal y como les habían explicado, estaba seca. Les enseñó los camarotes, bastante confortables, muy espaciosos y con camas adoseladas, y un camarote de uso común, muy grande, que tenia dentro la mesa del comedor, sillones, una mesa de estudio, los mapas, el astrolabio y la chimenea.
Cuando zarparon la tortuga dragón emitió un fuerte sonido, y avanzaron con una velocidad inusitada hacia el puerto exterior, dejando un rastro de olas a su paso. Abandonaron el puerto interior para salir al exterior mucho más amplio y descuidado.
Uosto era el nombre que se le daba al puerto de Ourath, que se adentraba hasta el corazón de la ciudad. La parte que usaba la gente importante, los ricos, los consejeros de la Matriarca y otros nobles era el puerto interior. Un maravilloso muelle construido en el interior de una gran cueva, por la que se accedía al río de sangre, el único río de Ourath, que además, tenía el nacimiento en la propia ciudad. Sin embargo, la inmensa mayoría de los ciudadanos de Ourath tenían su atraque en el puerto exterior de Uosto, un compendio desordenado de muelles y pantanales, en el que se agolpaban las pequeñas y descacharradas embarcaciones del ciudadano de a pie.
Cruzaron el puerto exterior rápidamente, hasta que llegaron a los pies de una gigantesca muralla en la que se abría una gran puerta, que en ese momento estaba cerrada e impedía el paso al Río de Sangre. Otras tres o cuatro embarcaciones esperaban también a que la puerta se abriese.
Después de una corta espera, los pesados goznes de la puerta se comenzaron a abrir, y esta dio paso al Río de Sangre, por el cual avanzaron todas las embarcaciones. Así mismo, al otro lado esperaban otras para internarse en Ourath. El río era extremadamente ancho, y en muchos puntos aparecían isletas que adornaban el río. A ambos lados el paisaje era parecido al que se extendía por casi todo Nadilim. Riscos grises, una tierra oscura y vegetación débil y escasa.
A veces, una pequeña aldea aparecía en la orilla, con sus casas labradas en la negra piedra y sus pequeños puertos con media docena de rudimentarios barcos.
La fría mañana fue dejando paso a una oscurecida tarde por la repentina aparición de nubes en el horizonte. Aunque las tormentas y las lluvias no eran habituales en Nadilim, sí que eran habituales la niebla y los cielos nubosos.
El navío que comandaba Bakflake, atado a una impresionante tortuga dragón, tomó rápidamente la ventaja, y para la hora de cenar ya se encontraban solos en el inmenso río.
Aquella noche el viento fue frío, y el cielo oscuro, y a pesar de todo, los tres tripulantes durmieron plácidamente.
Los siguientes días transcurrieron de manera parecida al anterior. Bakflake se sentaba fuera del navío, sobre el caparazón de Rongen, y muchas veces se lanzaba al río para nadar junto a él. Tan sólo paraban cuando la inmensa criatura marina tenía que comer, y aun así avanzaban mucho más rápido de lo que hubiera supuesto hacerlo con un barco corriente.
Meredith solía quedarse de pie en la cubierta, mientras el viento seco de las llanuras rocosas de Nadilim le azotaba en la cara mientras su melena rojiza ondeaba al viento. Devon no salía mucho a cubierta, se pasaba la mayor parte del tiempo en el camarote, leyendo o estudiando.
El tiempo fue excepcional durante la mayoría de las jornadas de viaje, y en el atardecer del segundo día llegaron al golfo que se abría hacia el mar escarlata. En la desembocadura del Río de Sangre, se encontraba la ciudad portuaria más grande de Nadilim después de la capital: Anvic. Su gran puerto, colocado en la misma desembocadura, daba paso a una gran playa de arena negra, donde el mar escarlata golpeaba la costa con suaves olas. Detrás se vislumbraban los edificios, de colores oscuros, pero majestuosos, con puntas afiladas y altas y estilizadas torres, cómo acostumbraban a construir en aquel país. Viraron al este en cuanto se abrieron a la mar, y la ciudad de Anvic se perdió en el horizonte para el anochecer.
Cuando se encontró en su cama, con suaves sábanas, Meredith se acurrucó para acomodarse. Suspiró. Aún recordaba cuando Devon la había contratado, hace ya años, para servirla como ama de llaves de su mansión.
Ella no sabía, en aquel momento, lo que supondría acompañar a su señor hasta los confines del mundo. Lo que ella había creído en un principio, un contrato más, un servicio más como la gran luchadora que era, se había convertido en algo más. Aunque no sabía en qué. Desde hace un tiempo Devon se mostraba mucho más excéntrico, y de pronto la labor de Meredith pasó de ser de mera guardiana de la casa a acompañante en los extraños viajes que el señor de la casa había iniciado.
Sucedió hace siete mese. Una mañana, como de costumbre, Meredith se despertó en la mansión de Devon para desayunar, y lo encontró a él despierto en el estudio, en silencio, pensando. Ella ya sabía que aquello no era habitual. Devon solía despertarse dos horas más tarde que ella, ya que Meredith acostumbraba a realizar su entrenamiento físico de rigor en el gran jardín interior antes de comenzar sus labores diarias. Aquella noche le ocurrió algo a Devon. Devon no le contó nada, pero sin duda tuvo que ser algo importante. Desde aquella mañana realizaron muchos viajes por tierra a las olvidadas ermitas de todo Nadilim, buscando algo que Devon consideraba de vital importancia. Salieron incluso de Nadilim hacia las afueras, viajando por las Tierras Brunas, llegando incluso a las fronteras con el Gran Desierto de Onramaq.
Al fin, le llegaron los rumores de que, en la mismísima Ourath, alguien tenía el Libro de Cannavas. Meredith recordaba como sonrió Devon cuando la noticia llegó a sus oídos. Comenzaron a buscar el libro en la ciudad, aún sabiendo que el libro lo tenía él, siguiendo los rumores que lo situaban en cada ocasión en una familia o catedral diferente. Cada vez que llegaban a un callejón sin salida, en lugar de enfadarse, Devon se mostraba cada vez más satisfecho.
Fue entonces, al de dos días de comenzar buscar el libro, cuando comenzaron a ser vigilados. De pronto, las Confesoras de la Matriarca Suprema los interrumpían en casa y fuera de ella continuamente, mostrando una inusitada curiosidad sobre sus indagaciones. Fueron especialmente vigilados por los finos ojos de Lamia, quien les ponía verdaderas pruebas a la hora de moverse por la ciudad. Pruebas que Devon y Meredith pasaban con pocas dificultades y aun menos daños, lo que hacía que Lamia se enfureciera. Ella era quien ejecutaba mejor los deseos de la Matriarca, aunque era vox populi que planeaba una revuelta contra la misma.
Las Confesoras comenzaron a enfadar a Devon de verdad después de un tiempo. Meredith recordó el día que tuvo que matar a tres porque no les dejaban acceder a las bibliotecas de palacio. Devon dejaba un rastro siniestro a su paso. El día que bajaron a las catacumbas se encontraron con seis Confesoras a la entrada, a las que Devon tuvo que aniquilar rápidamente.
Lo que sorprendió a Meredith fue la respuesta de la Matriarca. Una respuesta nula. No sufrieron represalias. Eso era ciertamente extraño, ya que cualquier ataque perpetrado contra las Confesoras o cualquier cuerpo oficial estaba castigado con la tortura hasta la muerte.
Y sin embargo allí estaba ella, en un barco, dirigiéndose hacia las lejanas islas de Nambu, sin saber aun lo que buscaba Devon, después de pasar por todo aquello. Esa noche el sueño tardó un tiempo en encontrar a Meredith en aquel mar de inquietudes y confusiones.
La mañana siguiente, la luz fría del amanecer baño el barco en alta mar. No se veía costa por ningún lado. Rongen avanzaba en silencio, a gran velocidad, cortando el agua y el viento.
Meredith se encontraba aburrida. De pie en la cubierta, miraba cómo Bakflake saltaba con agilidad entre las olas, cuando la voz de Devon le hizo darse la vuelta.
—¿Aburrida? —le preguntó con una sonrisa.
—Sí —respondió ella —. No soporto las travesías largas. Podríamos haber fluctuado hasta las islas de Nambu.
Devon ensanchó su sonrisa y se acercó al borde del navío, posando sus manos sobre la baranda de madera.
—Podríamos haberlo hecho, sí —. Contestó Devon distante —. Al margen de lo complicado del conjuro, eso nos presenta nuevos problemas. Porque entonces no sería viajar. Entonces no sería una travesía.
Meredith lo miraba con respeto, escuchando sus palabras.
—Los años de inmortalidad me han enseñado que no sólo el destino es de importancia, y que a veces en el camino el destino se cruza contigo antes de llegar a él. Aún eres temperamental, Meredith. Tienes que aprender a observar y esperar. La prisa, la actitud egoísta y el placer son los que hicieron de nosotros una raza maldita, no harías mal en recordarlo.
Diciendo esto Devon se retiró lenta y majestuosamente a sus aposentos.
Meredith asintió con compresión, mirando a la lejana costa. Era cierto. Nadie hablaba de ello. Pero procedían del placer, el egoísmo y la magia. Ese fue el antiguo nacimiento de los nadiler. Estos hechos no se narraban en las bibliotecas de Nadilim, ni siquiera en las bibliotecas de otro lugar. Tal vez los antiguos dolari conservaran algo. Sea como fuere, aquel relato estaba perdido entre las arenas del tiempo, y aun así, todo ciudadano de Nadilim conocía la historia a la perfección.
Nadilim era una tierra muerta. Sus estepas eran grises, y soplaba un viento frío. Apenas llovía, pero los cielos estaban casi siempre cubiertos de nubes. Los pocos árboles que conseguían florecer lo hacían de manera austera, sin hojas. No había hierba. La oscura y dura piedra dominaba los paisajes, desde las cadenas montañosas del sur hasta el mar escarlata, al norte.
En aquella tierra baldía no vivió nadie durante milenios. Hasta que llegaron los malditos. En barcos, atravesando los mares del norte, llegaron a las costas del mar escarlata, y descendieron, sabiendo que aquel lugar era el único que quedaba sin dueño.
Ahora Nadilim lo habitaban los llamados hijos de la sombra o nadiler, y habían construido tres ciudadelas que se alzaban, negras y puntiagudas, cortando el horizonte.
Los días siguientes transcurrieron sin ningún incidente en el barco. Bakflake nadaba habitualmente al lado de la tortuga dragón, Meredith se entrenaba en la amplia cubierta del barco, y Devon seguía absorto en sus investigaciones. La costa fue desapareciendo y se fueron adentrando en un mar infinito.
Al amanecer del cuarto día desde que salieron al mar, ante ellos, emergieron en la fina línea entre el cielo y el mar las islas de Nambu, como una fila de deformes rocas que emergían del mar bruscamente, rajando el cielo.
Las islas fueron acercándose cada vez más, hasta que sus montañas se hicieron visibles, y sus escarpadas costas chocaron contra el mar, formando embates de espuma y agua. La floreciente vegetación que crecía en sus laderas formaba profundas selvas, que se elevaban bien alto en la montaña.
Amarraron en el primer puerto que encontraron, con el asombro de sus pobladores. Era un pueblo pesquero, de dimensiones considerables, que se adentraba en la jungla que poblaba la mayoría del continente del sur: el Dei Saem. Sus edificaciones de madera tenían reflejaban el marcado estilo autóctono, precario y poco artesano. Los humanos que habitaban esta tierra también se diferenciaban del resto. Eran delgados y ágiles, de pelo negro y piel curtida por el sol. El lenguaje que hablaban era poco estruendoso, y se hablaba rápidamente, con pequeñas y sonoras sílabas.
Cuando bajaron del navío, los tres tripulantes atrajeron la atención de toda la gente que se había arremolinado alrededor de la tortuga dragón, que rugía nerviosa.
—¿Pasaremos aquí la noche? —preguntó Bakflake. Devon lo miró, pensativo.
—No lo sé. Quizás. Quizá No. Todo depende de cuánto avance nuestra empresa. Bakflake asintió.
—Pero Rongen necesita estirar las aletas. Los puertos le ponen muy nervioso —dijo con gesto afable —, estaré aquí para la noche, si así lo deseáis.
Devon evaluó la petición en silencio. Al final contestó, tocando a Bakflake en el hombro con un gesto amistoso.
—Eso es lo más sensato. Haz lo que tengas que hacer. Probablemente mañana zarpemos de nuevo.
Bakflake asintió y se retiró a la mar, con el barco y su salvaje timonel, perdiéndose rápidamente entre las olas que generaban.
—¿Tendrán aquí lo que buscamos? —le preguntó Meredith a Devon. Devon entrecerró los ojos, pensativo.
—Me temo que no. La aprendiza de Nasherum es ahora la Oyente del templo y habita en la única gran ciudad de Nambu, por lo que he podido averiguar. Pero es importante que nos vean, que ella sepa que vamos en su busca.
Meredith asintió en silencio.
—No esperes humildad por parte de un aprendiz de Nasherum —dijo reflexionando—. Tendrás el honor de ver la impresionante Ka Tan Pho, o como muchos la llaman: La Ciudad Puente.
Al atardecer, Bakflake volvió con el barco, y Devon le indicó la nueva ruta.
La noche era suave y calurosa en el sur, y las estrellas brillaban lejos en el despejado cielo. El tranquilo sonido de las olas rozaba la gran tortuga dragón que avanzaba con el barco encima, mientras los sonidos de los bosques llenaban el viento con gorjeos.
Los días siguientes transcurrieron entre aguas turbulentas que se arremolinaban en pequeños espacios entre islas. Paraban a veces en poblados pesqueros y a veces en playas salvajes, mientras se acercaban al corazón de Nambu. Muchas veces Devon se asentaba en la jungla, sólo, en busca de hierbas, o de otras cosas de su interés.
Los frondosos bosques que se elevaban en las islas, llenos de árboles de hoja caduca y cañas, eran un denominador común en todas las islas. Los rudimentarios barcos de velas astadas se cruzaban en su camino o los acompañaban mientras surcaban las cristalinas aguas. Llovía a menudo, aunque con una ligera lluvia que apenas mojaba. Y por la mañana el sol emergía desde el oeste bañando el mar y la tierra con sus brillos dorados, y calentándolo todo con su presencia.
De pronto, al amanecer del tercer día, vislumbraron la gran Ka Than Po. Era una ciudad construida de manera rara y precaria. Parecía que el núcleo se mantenía intacto y que la ciudad había recibido de repente con miles de pobladores que se habían acomodado en viviendas provisionales que terminaron siendo definitivas. La ciudad se levantaba en la costa, a muchos metros de altura, sobre un acantilado. Los edificios se apilaban casi en vertical en la roca. Encima de todas las edificaciones, emergiendo majestuoso desde un jardín aparecía el templo, blanco y de piedra, que se elevaba en múltiples niveles hasta coronarse con una punta dorada, mal tratada por el tiempo. Los humanos de aquella zona veneraban a deidades de antiguos imperios, olvidados ya por muchos. Según se creía, había muchos templos como aquel en Dei Saem, pero el templo de Ka Tan Pho era el único al que se podía acceder de manera segura. La única ciudad de las islas tenía el único templo, huella de una antigua civilización que había habitado éstas mismas tierras hace siglos.
En frente de aquel colosal risco donde se levantaba el centro de la ciudad, se elevaban desde el mar una docena de columnas de roca, inmensas, atestadas de casas y pasarelas de piedra y madera que las rodeaban.
Las columnas de roca estaban conectadas entre ellas y con el risco de la costa con innumerables puentes de diferente manufacturación. Amplias calzadas de piedra, enclenques escalerillas de madera y muchísimos puentes de cuerda. Daba la impresión que las rocas estaban unidas por una maraña inmensa de hilos, por los que la gente caminaba cada día, haciendo sus quehaceres.
Llamaban la atención especialmente aquellas construcciones que en lugar de estar engarzadas a la roca estaban construidas directamente en uno de los millares de puentes que colgaban en la ciudad. Tabernas, casas, mercados que se sostenían sobre tablas o cuerdas de una manera un tanto peculiar.
Los puertos se encontraban al pie de las grandes columnas de roca que surgían del mar. Rodeadas por muelles de piedra, barcos de diferentes formas y locomociones atracaban en frente de las escaleras de piedra que daban acceso a la ciudad.
Bakflake les dijo que los esperaría en el mismo muelle ya que Rongen estaba bastante cansado. Devon le asintió cordialmente y emprendió la ascensión por la amplia escalera de piedra con Meredith. No les resultó difícil encontrar a algún lugareño que les sirviera de guía y traductor.
Ascendieron por la gran roca rodeados de gente que comerciaba e iba de un lado para otro. Tan sólo aquella parte de la ciudad, sostenida en una de las columnas de roca que formaban la inmensa ciudad, era grande y hervía de actividad. No sólo se veían humanos allí, muchos tritones cómo Bakflake iban de un lado para otro y regentaban negocios. Muchos trabajaban en el puerto, en el mantenimiento de los barcos, o simplemente trabajando como pescadores. Vieron incluso a un reducido grupo de enanos del Hum sentados en una taberna.
El guía les aconsejó coger un medio de transporte típico de oriente, que consistía en un carro en el que cabían cuatro personas tirado por lo que parecía una gallina de tres metros de altura. Devon y Meredith montaron, y avanzaron rápidamente entre los destartalados puentes y las precarias pasarelas. Avanzaron de una roca a otra, rodeados siempre del bullicio de la gran ciudad, y los edificios que los rodeaban cada vez eran más grandes y opulentos, según se acercaban al emplazamiento del templo.
Las puertas del recinto sagrado estaban abiertas, y dentro, en una gran plaza los ciudadanos se agolpaban en un inmenso mercado.
El guía le indicó que para hablar con la Gran Oyente era preciso pedir audición y que muchas veces era preciso esperar varios días ya que la Gran Oyente tenía muchos quehaceres en su día a día.
Mientras efectuaban la pertinente petición en un habitáculo inferior del templo, Devon y Meredith miraban el extenso mar de cabezas y telas que se extendía en la plaza desde el balcón donde se encontraban. El traductor volvió, informándoles de que los avisarían si tendrían que esperar o no.
—Es la plaza del templo —dijo —. Aquí la comida es más barata que en el resto de mercados, y la gente viene de lejos a comerciar, porque los sacerdotes del templo se hacen cargo de la diferencia —. Decía el guía sonriendo de oreja a oreja, orgulloso.
Media hora después lo que parecía uno de aquellos sacerdotes les indicó que la Gran Oyente podía recibirles. El guía se mostró muy sorprendido con este hecho.
Desde la puerta de los visitantes, a un extremo del complejo, se accedía a un jardín interior por el que se vislumbraba la grandeza del templo en todo su esplendor. La sala de recibimiento de La Oyente se encontraba justo detrás de aquel precioso jardín, adornado con lagos cristalinos y árboles en miniatura. Cruzaron la puerta que les indicó el sacerdote y se encontraron ante una gran sala, adornada muy austeramente, donde la luz del sol penetraba por unas ventanas sin cristales abiertas en lo alto de la estancia.
Justo en lado opuesto en el que se encontraban Devon y Meredith se encontraba, sentada sobre cojines, sobre un trono de piedra, una mujer.
Parte primera, Devon.
I.
Estaba cansado y mugriento. Desnudo, sólo con un raído pantalón de tela sucia, se arrastraba por el suelo de una de las muchas alcantarillas abandonadas que había allí. El techo arqueado daba espacio para que una persona adulta caminase de pié, pero él se movía al ras del suelo, apoyando su torso en las frías y húmedas baldosas. Por suerte aquel tramo no estaba lleno de agua sucia y apestosa.
Se paró para descansar. Respiraba fuerte. Sus jadeos resonaban a lo largo del túnel. Después de un instante volvió a arrastrarse. No podía concentrarse en nada más que en avanzar hacia eso que había olido y oído. Volvió a olfatear. Increíble. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Cuando llegó a una intersección en el túnel, supo exactamente hacia donde se debía dirigir para encontrar lo que buscaba. Pero sabía que, probablemente, lo buscaban a él también. Rió por lo bajo, y comenzó a arrastrarse hacía la bocacalle de la izquierda.
El ser era alto y estaba famélico. Daba la impresión de ser casi un esqueleto andante. Sus cabellos rubios estaban sucios, y tapaban su cara. Sus rasgos angulosos y su dentadura perfecta contrastaban con su estado. Sus ojos eran de un gris muy oscuro. Daba la impresión de que casi no tenía pupila. Sus extremidades eran más largas de lo habitual, y su piel blanca. A excepción de en la cabeza no se apreciaba ningún pelo más en todo el cuerpo. Los hoyuelos se le marcaban a cada lado de la boca. Parecía que la piel de la cara estaba extrañamente ceñida a los huesos faciales.
Y estaban sus orejas. Eran extremadamente largas y puntiagudas. Le sobresalían del pelo. Eso le daba un aspecto mucho más afilado.
El túnel viraba bruscamente en un ángulo de noventa grados. Una tenue luz provenía del otro lado de la curva. Oía los tintineos. Unos tintineos siniestros, como cuando alguien agita una cadena muy pequeña en el interior de un lugar cerrado. Era un eco lúgubre que conocía a la perfección. Volvió a sonreír por lo bajo. Estaba exhausto pero sabía que acercarse a aquello que producía el sonido era la única posibilidad para aguantar, al menos tres días más. Volvió a captar aquel olor puro que distinguía tan bien. Volvió a oír los tintineos, esta vez más fuertes. Apoyó sus manos en el canto de la esquina. El olor le embriagaba y los sonidos tintineantes le producían tanto placer que no podía dejar de sonreír.
Se asomó hacia el túnel. Y los vio. Estaban cerca, pero no lo suficiente. Y sólo tenía una oportunidad. Por fortuna, en lugar de alejarse, se acercaban.
Eran dos. Una mujer, madura, y un joven. La mujer estaba delgada, pero tenía un aspecto fuerte y sano. Tenía su pelo rojizo recogido en un moño, y sus ojos verdes titilaban a la luz. Vestía una capa de viaje de color negro, que no dejaba ver nada de sus ropajes interiores. Su boca era fina y pequeña, al igual que su nariz. Está era algo respingona. La luz que proyectaba sombras a ambos lados del túnel y que iluminaba el rostro de la mujer y del chico provenía de algún lugar encima de sus cabezas. Era como si un foco invisible iluminara por encima de sus cabezas hacia donde ellos caminasen. La mujer andaba con paso firme e ímpetu. La luz amarillenta le proyectaba una sombra bajo los ojos. Tenía un aspecto sombrío e inquietante.
Pero quizás su acompañante era aún más inquietante. Era un joven alto, que le sacaba una cabeza a la mujer, que ya de por si era alta. Fibroso y delgado, iba vestido únicamente con unas mallas de cuero negras y unas botas metálicas que resonaban con un ruido seco y chapoteante en el túnel. También llevaba un cinturón, lleno de hebillas y remaches, del que colgaban numerosas bolsas y variados compartimentos de diferente cierre. En la mano izquierda llevaba un guante negro que le llegaba hasta el codo, en la mano derecha, tan solo un delicado anillo de plata, sin joya. Su cara era tan angulosa como la del ser que los estaba viendo acercarse, pero su pelo, en lugar de escaso y sucio, era voluminoso, y le caía, blanco y de plata, hasta los hombros. Sus ojos, tan claros como hundidos, tenían un aire macabro, pero su boca y nariz daban un aspecto saludable e inspiraban confianza. En su fuerte torso mostraba una cicatriz, muy fina, que se abría en el centro del pecho y se alargaba hasta el costado derecho. El chico caminaba por detrás de la mujer, con semblante pensativo, andado con elegancia. Casi parecía aburrido.
Los dos viajeros eran atractivos y esbeltos. Y también tenían orejas puntiagudas. El ser los espiaba desde la curva del túnel con malicia, sonriendo. Quizás tendría solo esa oportunidad. Los dos andantes se encontraban cada vez más cerca, como la luz que los iluminaba tanto a ellos como a todo lo que les rodeaba. La luz era un problema. Pero la sonrisa no se borró de la cara del mirón. Tendría que hacerlo precipitadamente, a una distancia poco prudente, que no le gustaba. Pero sería su única oportunidad. Si fallaba, no tendría una segunda. Con extremo esfuerzo, apoyando las manos en las piedras de la pared y ejerciendo fuerza, el ser se elevó sobre sus piernas traseras, que temblaron al soportar todo el peso de la criatura. Una mueca de dolor borró su sonrisa por un momento, para recuperarla después. Se encontraba de pie, enfermizamente delgado y alto, apoyado en la esquina de la curva de la pared de alcantarilla. Una rata recorrió el túnel para escabullirse por un agujero. Pero esto no lo distrajo de lo que importaba. El olor, el sonido. Los necesitaba. Cuando se encontraron suficientemente cerca, a unos diez metros, el ser se apoyó en las piernas traseras, y con una fuerza antinatural para alguien tan débil, dio un fuerte salto hacia la pareja que se acercaba por el túnel.
El ataque pillo a la pareja de improvisto, y la criatura pudo aferrarse al cuello de la mujer, tirándola al suelo. Sin embargo, ni bien la hubo tirado, el atacante se vio empujado contra la pared de fondo de la alcantarilla con violencia, produciendo un ruido sordo, que sin duda indicaba la rotura de algunos huesos. Luego se cayó al suelo, encogido en un ovillo de pellejo, con un hilo de sangre en su cara, mirándolos con una sonrisa de oreja a oreja, con las pupilas dilatadas. Parecía feliz todavía, a pesar de los evidentes daños físicos.
La mujer se levantó, con una agilidad pasmosa, y en su cara mostraba la fría mueca de la ira contenida.
La víctima del golpe reía por lo bajo con un sonido siniestro que retumbaba a lo lejos, en el sucio túnel.
La mujer se acercó con decisión y paso firme al ser, que yacía riéndose en el suelo. Sus labios, finos y sensuales, estaban apretados. El joven, sin embargo, permanecía quieto, con la misma cara que cuando andaba. Ladeo un poco la cabeza sin mostrar signos de ningún sentimiento.
La mujer cogió con fuerza y brusquedad al extraño indigente del suelo, y lo levantó del cuello, apretando su frágil cuerpo contra la pared.
—No sabes lo que acabas de hacer —la voz de la mujer era fría, y resonaba con poco eco, como si al hablar fuera también apenas un susurro. Los dientes le rechinaban mientras entrecerraba los ojos—. No lo sabes.
El chico que estaba detrás dio unos pasos, y al hablar lo hizo con una voz mareantemente dulce y profunda.
—Déjalo Meredith. ¿Crees que se merece que lo trates con dolor?
Meredith lo soltó, y la criatura cayó al suelo de nuevo, y quedó extendido cuan largo era. Levantó la cabeza profiriendo una sonora carcajada. Y mirando a los dos desconocidos. Olisqueo el aire ruidosamente.
—No sabía que ahora te dedicabas a esto— dijo el chico —. Creía que estos menesteres se reservaban a parias y a necios.
El ser dejó de reír al instante. No sabía cómo no había reconocido al chico a la primera. Estaba cambiado, pero era él, sin duda. Se incorporó, apoyando una rodilla en el suelo y levantándose sobre el otro pie. Cuando lo hizo, la mujer le propino una fuerte patada que hizo que se quedará tirado en el suelo. Se tuvo que incorporar por segunda vez. Se agarraba el pecho con un brazo, con dolor, mirando al suelo. Ya no reía. Parecía realmente enfermo.
—No se… —susurraba. Su voz era trémula y suave —. No sé cómo no me he dado cuenta antes… Sabía que tarde o temprano vendrías aquí… pero… Nadie lo sabía…
Miró al joven a los ojos, entrecerrándolos. La mujer apretó los dientes y los puños.
— Quieta Meredith —le aconsejo el muchacho —. ¿Dónde están nuestros modales?
La mujer se tranquilizó y se aparto al momento. La luz amarillenta que alumbraba la escena, y que provenía de un lugar incierto daba un aire grotesco a la situación.
—Yo también me preguntaba si me reconocerías —prosiguió el chico —. Pero no ha sido así. Hasta que te he recordado lo que eres. Y por ende lo que fuiste. ¿No es así? —el chico terminó la frase ladeando la cabeza y sonriendo.
—Estas cambiado… Pero sin duda eres tú —el ser se puso de rodillas, para alzarse algo y ver mejor al chico —Si…Orzon de Naareth. Te recuerdo. Sé cómo te llamaba…pero no se tu nombre, ni como te haces llamar ahora.
— Mi nombre no tiene importancia. No tanta como mi persona, al menos— mientras decía esto se iba acercando a la posición del harapiento y de la mujer —.Puedes llamarme Orzon, si así lo deseas. Pero ahora no respondo a ese nombre entre la gente que habita las calles que se encuentran a kilómetros encima de nosotros. No— hizo una pausa, llevándose el dedo índice de la mano derecha a la barbilla, para luego bajarlo y seguir hablando mientras andaba —. Oruntiae Devian me llaman ahora. O Devon, si quieres abreviarlo. Sin embargo espero que tú sigas usando el mismo nombre.
— Me llamaban señor, antes— hablaba apesadumbrado, con la cabeza gacha, y con voz queda. Se volvió a alzar sobre sus dos piernas enclenques, con dolor —. Pero tú recordaras mi nombre tan bien como yo.
El chico sonrió con afecto. La mujer observaba la escena sin gesticular, apartada a un lado mientras los dos hombres mantenían la conversación, bañados de la luz amarilla.
— Nasherum —dijo. Meredith mostró una mueca de asombro, que intentó disimular sin éxito. Devon no se dio cuenta, o si lo hizo, prefirió ignorarlo.
—Así es —delgado como estaba, se acercó al muchacho y le puso una mano en el hombro —. Como lo has hecho... sin volverte loco…sin…
—¿Sin sufrir las calamidades a las que tú has tenido que sufrir? — Nasherum asintió. Devon cogió su mano con suavidad y la quitó de su hombro, respondiendo — . Parece mentira que tú lo preguntes.
Aunque la respuesta fue austera, parecía que Nasherum, que entrecerró los ojos, entendía más de lo que se había dicho. Su boca se torció seria. Sus ojos se volvieron de un gris más profundo. Devon siguió hablando, mientras lo rodeaba, sin mirarlo.
— Mira lo que eres. Viviendo entre las ratas y las pústulas, cuando podrías gozar de Ourath. Acuérdate de lo que fuiste. ¿Qué fuiste, Nasherum?
Nasherum tembló. De pronto parecía que hacia frío, y que el túnel se volvía oscuro, a pesar de la luz. Meredith permanecía quieta, a un lado del túnel, sin hacer nada.
— Hemos venido hasta aquí — prosiguió Devon —. Meredith y yo hemos bajado hasta las entrañas de la tierra, hasta los cimientos más anquilosados de la primera ciudad de este reino para encontrarte.
Nasherum sonrió por primera vez desde que hablaban.
— ¿Ahora necesitas una guardaespaldas para acercarte a saludarme? — rió suavemente—. No has necesitado a nadie, ni siquiera a ti mismo para bajar aquí los últimos años —las palabras se arrastraban como una serpiente contra la piedra, llenas de veneno—. Siglos — había odio en sus palabras.
— No sabes lo molestas que son las criaturas que pueblan las altas catacumbas— contestó Devon con indiferencia, justificando irónicamente su tardía llegada—. Y por supuesto no pienso mancharme las manos.
Meredith sonrió con dureza. Devon había dado la vuelta a Nasherum lentamente y se encontraba de nuevo de frente a él, mirándolo directamente a los ojos, sin apenas pestañear. Tenían una altura parecida.
— Además no tengo por qué darte explicaciones— acompañó la frase con una media sonrisa—. No sé si sabrás lo que eres. Pero yo si lo sé. Y sé lo que necesitas. O creo saberlo, al menos.
Nasherum se apartó contra la pared. Y el miedo, que él creyó que nunca iba a sentir, lo invadió. Quería huir, pero, de pronto, no podía moverse. El contacto visual con Devon era imposible de interrumpir. Los ojos se le secaban.
— Eres un adicto. Adicto al poder mágico. Un vampiro de energía. Kaniak, te llamarían al oeste, más allá del mar. Por eso te escondes. Y aún así buscas a tus victimas. Por que las necesitas. Las atraes aquí, en solitario, buscando ese objeto que se encuentra en las angostas y viejas catacumbas de la ciudad primigenia. Pero yo sabía la verdad. Oh, sí. Por eso te he ocultado mi identidad. Por eso he dejado que olieras el conjuro iluminador. Por eso has atacado a Meredith antes que a mí.
— No…No… — gemía Nasherum.
— Extender el rumor de que el viejo libro de Cannavas se encontraba aquí fue inteligente, sin duda. Ignoras donde está— decía Devon muy seguro de si mismo —. Pero yo sé donde está. En mi biblioteca, para ser más exactos —la cara de Nasherum comenzaba a mostrar cansancio y enfado —. Y aún así sé de alguien capaz de inventarse su paradero. ¿No te acuerdas que buscamos el libro juntos? Así supe que te encontrabas aquí. Los hechiceros y brujos más jóvenes se aventuraban hasta aquí buscándolo, y se encontraban contigo. Absorbías su energía para aguantar vivo lo necesario hasta la siguiente cacería —Devon se calló. El miedo en los ojos de Nasherum iba en aumento conforme hablaba. Devon osciló la cabeza a un lado, mientras Nasherum temblaba —. Triste.
Nasherum rompió a llorar silenciosamente. No sabía por qué. Estaba inmovilizado. Atolondrado por las palabras de Devon. Hasta entonces no había pensado en lo que significaba un encuentro con Orzon. Con Devon. Ahora se daba cuenta. De pronto, percibió que el hechizo inmovilizador se debilitaba. No huyó. Supo que era premeditado.
—Bien —Siguió Devon—. Pues vengo hasta aquí para ofrecerte un trato. Yo sé lo que tú necesitas y tú tienes lo que yo quiero.
Nasherum lo miró con asombro. No podía ser. Lo sabía. Y eso si que no se lo esperaba. Devon sonreía levemente.
—Sin embargo, antes de satisfacer tus necesidades de paria, tengo que pedirte algo a cambio.
—Lo que quieras, Orzon —susurró Nasherum con una voz tan débil que apenas pudo oírse. Se cayó al suelo de rodillas, jadeando, y tocándose los orificios nasales, resoplando con fuerza—. Lo que…quieras. Sé lo que…y no…. No puedo…. Pero….ahora sí.
Devon sonrió ampliamente. Nasherum seguía pidiendo por favor que le diera aquello que le iba a dar, fuera lo que fuese, intercalando peticiones de piedad y susurros incomprensibles. De pronto, levantó la cabeza, agarró a Devon por las piernas y comenzó a chillar, estruendosamente. Meredith se movió, pero Devon le pidió que se mantuviera al margen con un gesto. Con una mirada de Devon, Nasherum enmudeció, aferrado a sus piernas como estaba, mirando hacia arriba.
—¿Sabes? Últimamente he estado muy interesado en las antiguas historias. En las leyendas. Hay una particularmente… Que llama mucho mi atención — comenzó a relatar Devon con voz dulce.
—Toma lo que quieras, pero déjame tu regalo hermano mío… —hizo una pausa para tragar saliva —. ¿Acaso tengo alternativa?
—La verdad es que no —Devon se liberó de Nasherum, y le miro a los ojos, agachándose de cuclillas, y agarrándole la cara con una de sus huesudas manos —. Hace tiempo eras poderoso… Famoso. Acudían a ti centenares de almas pidiendo ayuda. Tu les ayudabas… Siempre por un módico precio, por supuesto —Devon lo miraba, demasiado cerca de su cara —. En todos esos siglos —prosiguió —, acumulaste mucha sabiduría, muchas riquezas y muchísimas cosas aún más interesantes que los que no son lo suficientemente inteligentes no saben apreciar.
Nasherum lo miró, con evidente terror.
— No sé lo que quieres, pero yo no tengo esas cosas, se perdieron… Las robaron… —Devon leyó la verdad en sus ojos. Aquello era posible, estúpido, pero posible. ¿El gran Nasherum no había presupuesto la pérdida de sus más valiosos bienes?
Devon apretó la mandíbula, y Meredith los puños. Devon se levantó ágilmente y se alejo andando, lento. Pensativo. Cuando dio cinco pasos, se dio la vuelta y volvió hasta donde se encontraba, con un silencio sepulcral, roto solo por sus pasos al pisar la fría piedra.
—Eso ha sido bastante irresponsable, en mi opinión —Devon sabía que no mentía, pero había una diferencia demasiado pequeña entre no decir la verdad y mentir. Y Nasherum lo sabía —. Pero no me puedo creer que no fueras tan poco orgulloso de hacer… Algo al respecto.
Nasherum sintió que lo tenía atrapado. Hubiera sido más fácil decir toda la verdad desde el principio. Aquello sólo le iba a dar más problemas. Devon volvió a agacharse, mirándolo a los ojos directamente, sin pestañear, una vez más.
—¿Seguro que no marcaste todas esas cosas? ¿Seguro que no designaste un guardián de recuerdo? ¿Seguro que no tienes ninguna forma de localizarlas a día de hoy? —le preguntó.
—Sí que puedo…—se vio obligado a contestar Nasherum.
Devon se levantó de inmediato. Lo miró sin expresión alguna y le propinó una fuerte patada, que hizo que Nasherum volviera a golpearse con la pared del túnel.
—Y tuviste la desfachatez de no decírmelo sin que yo te lo preguntara. Osado y estúpido.
—Está bien, está bien… —gemía Nasherum dolorido —. ¿Qué es lo que querías exactamente?
—Una vez construiste algo que llamabas arscail. No sé cómo lo hiciste. Quizás podría reproducir uno… Pero no tengo tiempo para eso ahora. Necesito ir a un lugar… Y necesito el arscail.
—Está bien… —dijo Nasherum por lo bajo —. Dame lo que ansío… Y te dejaré coger lo que necesitas.
—Si intentas algo raro, te mataré.
Por toda respuesta, Nasherum se acercó lentamente a donde Devon. Éste dio un paso, le cogió una mano y se quedaron así un rato.
Aparentemente sólo estaban agarrados por la mano, pero Meredith sabía que Devon estaba permitiéndole coger energía de su cuerpo al tiempo que Nasherum le dejaba hurgar entre los recuerdos que le quedaban para que Devon consiguiera lo que quería. De pronto, las manos se soltaron, y un estallido de luz tenue recorrió la semioscuridad por unos segundos.
Nasherum cayó al suelo, jadeando, salivando, sonriendo. Devon se apartó y se quedó mirándolo un rato.
—¿Una humana, al sur?
Nasherum no respondió. Simplemente estaba absorto disfrutando y gozando de la energía renovada que lo había invadido.
—Poco prudente, de nuevo —dijo Devon —. Me temo que estás perdiendo facultades.
Y Devon, sin mediar palabra, se dirigió por el túnel hacia donde habían venido. Meredith lo siguió apresuradamente. Mientras el resplandor los iluminaba a ellos y su camino, dejando atrás al ser.
Rodeado por destellos de colores, tirado en el suelo. Olisqueando y respirando fuertemente, abrazándose a si mismo en una patética postura, Nasherum sonreía tristemente.
Devon andaba con paso firme pero delicado, sin hacer ruido, con un aire tan distante como pensativo. Meredith avanzaba a su lado, sin hablar. Se alejaban rápidamente. Viraron a la izquierda, y luego a la derecha, y a la izquierda una vez más hasta que llegaron a un túnel mucho más alto y ancho que los anteriores. Meredith lo reconoció como el túnel por donde habían bajado. Parecía que Devon conocía todo aquello muy bien. Demasiado bien, incluso. Siguieron el viejo y alto túnel de piedra, por el cual corría un estrecho riachuelo de color verdoso, que zigzagueaba de un lado a otro. Después de caminar un rato no muy largo, las paredes comenzaron a cambiar, y paulatinamente, una roca negra y salvaje fue sustituyendo a la fría piedra de ladrillo, hasta que el túnel se convirtió en una cueva, más baja y más irregular, con un río de más caudal.
La cueva se abrió ante ellos, para dar paso a un paisaje bello e inquietante al mismo tiempo, que ya habían contemplado los dos viajeros al dirigirse hacia abajo. La cueva daba a una colosal cámara subterránea, que casi no parecía natural, formada por piedras, rocas y riscos que habían sido vaciados y moldeados con habilidad. Una gran ciudad, desmoronada y destruida, que se mantenía silenciosa, bajo tierra. Las afiladas puntas de los chapiteles y las torres, a veces intactas, a veces caídas, proyectaban alargadas sombras mientras la luz que seguía a Meredith y Devon lo iluminaba todo a su paso. Al salir de la cueva, penetraron en el canal en el que caía el río subterráneo que habían estado siguiendo. Después de ascender unas pequeñas escaleras rotas, se encontraron en las calles de aquella ciudad abandonada. El techo de la cueva no se distinguía en las alturas. Un silencio pesado, y un viento frío reinaban en aquella gran cueva.
Anduvieron por calles anchas y estrechas, por plazas, ascendieron por algunas de las numerosas escaleras, estrechas como filos, que se levantaban entre arbotantes de las estructuras, dando la imagen de que la ciudad estaba repleta de puentes y pasarelas elevadas, flanqueadas por las coronaciones de los edificios. Al final, llegaron a una grieta en la roca, la entrada a otra cueva, que no era tan abierta como la que habían dejado. Era alta pero estrecha, y en su interior, con la luz que proyectaba el conjuro de Devon, se vislumbraban unas toscas escaleras, que llevaban a un pasillo de piedra más clara que la anterior, pero igual de dura.
Cuando entraron, la luz iluminó la cueva y la ciudad volvió a quedarse a oscuras, en su fría calma. El pasadizo rocoso que ascendía desde la angosta entrada se elevaba rápidamente, pero esto no aminoraba los pasos de Meredith y Devon, que parecían no notar que la pendiente era ya muy elevada. Poco a poco, la cueva se fue abriendo y la pendiente fue descendiendo. Entonces llegaron a una parte ancha de la cueva, donde había una bifurcación de tres caminos. Dos de ellos entradas simples en la roca, y la tercera, la de la derecha, tenía a su entrada un elaborado arco de piedra, con runas e inscripciones. Por este último se accedía a otras escaleras, grandes, rectas y confortables, aunque viejas.
—Creo que ya se ha terminado el círculo, Meredith —digo Devon con indiferencia —. Lo intentaremos desde aquí —y la invitó a acercarse con la mirada —. La magia que lanzaron sobre la ciudad primigenia y los túneles que la rodean es poderosa, sin duda —. Esto último lo dijo distante, como si hubiera pensado en voz alta.
Meredith se acercó a él, y lo cogió de la mano. Devon extendió la palma de la mano y el brazo hacia un costado, creando un ángulo recto con el cuerpo, y cerró los ojos. Meredith, se preparó para lo que venía. Sin embargo, pasaron unos segundos, y no sucedió nada. Devon le soltó la mano suavemente sin mirarla a los ojos.
—El círculo debe de extenderse más de lo que yo esperaba —susurró casi para el sólo —. No me explico cómo un encantamiento tan antiguo puede seguir funcionando tan bien sin volverse excéntrico. Sigamos adelante, Meredith, parece que tendremos que andar algo más antes de poder fluctuar correctamente.
Meredith lo siguió, por la puerta del arco esculpido de la derecha. Iban rápido y en silencio. Los dos eran fuertes especimenes de su raza, y no se cansaban con facilidad.
Subieron por las escaleras de piedra esculpida hasta que llegaron a lo que parecían los túneles de piedra de unas antiguas catacumbas. Largo rato se deslizaron entre los túneles, virando, ascendiendo a veces, y otras veces descendiendo, pasando por bifurcaciones. De pronto Devon se paró y miro a Meredith con una dulce sonrisa.
—Probemos de nuevo. Ya nos hemos alejado bastante, estamos casi bajo las alcantarillas de Ourath.
Meredith volvió a darle la mano y Devon volvió a cerrar los ojos y a poner el brazo extendido para con el cuerpo. Esta vez, ambos sintieron como el suelo desaparecía a sus pies con una violenta sacudida, y como caían en el vacío, con los ojos apretados, hasta que volvieron a tocar el suelo de nuevo. Meredith abrió los ojos, mareada. Devon mostraba en su cara una expresión tranquila.
Se encontraban en el vestíbulo de lo que parecía una mansión de estilo gótico, con la gran puerta, alta y afilada, detrás de ellos. Dos vidrieras con imágenes de hombres y mujeres pálidos en posturas solemnes iluminaban el vestíbulo. De frente tenían un pasillo, en el que al final se entreveía el comienzo de una escalera negra y brillante. El suelo era de piedra, y las paredes grises, adornadas con tapices que tenían extrañas runas bordadas. En el amplio pasillo las vidrieras del vestíbulo se repetían a ambos lados, bañando la casa con n una luz mortecina y tenue. Devon avanzaba con su característico paso, suave y tranquilo. Meredith lo siguió, y delante de la amplia escalera negra de cuarzo, iluminada por un gran rosetón que ocupaba el primer descansillo donde la escalera se dividía en dos, Devon se dirigió hacia una puerta que había a la derecha abriéndola.
La puerta daba a un gran escritorio, que se componía de dos salas circulares a diferentes alturas, completamente recubiertas de estanterías repletas de libros y mesitas con artilugios frágiles de metal y cristal, que parecían a punto de romperse, girando y produciendo sonidos extraños. Devon avanzó hasta uno de los dos sillones fraileros que había en toda la estancia, que tenían un respaldo extremadamente alto. Meredith se quitó la capa que cubría su armadura y la colgó cuidadosamente en un perchero que se encontraba a la entrada de la sala, para colocarse de pie, con aspecto recatado y respetuoso, apoyando una mano en el respaldo del sillón que quedaba vacío.
Entre los dos sillones había una mesa, repleta de libros. Abiertos, extendidos por toda la mesa, que mostraban diferentes textos, gráficos, runas y representaciones.
Devon estaba plácidamente sentado, echado para atrás, con los codos apoyados en los reposabrazos del sillón, con las yemas de sus largos dedos juntadas a la altura de su boca, pensativo.
Meredith simplemente seguía de pie, tranquila y serena, esperando. Se hizo un silencio largo hasta que Devon habló.
—Debo marchar hacia el sur, definitivamente —dijo pensativo. Meredith dudó antes de hablar.
—Señor, ¿Puedo preguntarle algo? —Inquirió suavemente.
—Claro. Estaba esperando a que preguntaras ese algo durante nuestra vuelta aquí —dijo Devon amablemente —. Y te he dicho muchas veces que no me llames señor.
—Perdón. Es la costumbre— dijo Meredith cerrando y abriendo los ojos lentamente, con una sonrisa, y adoptando una postura más inocente —. Ese ser al que hemos visitado en la subciudad… —Devon le hizo un gesto para que continuara —¿Era realmente el gran Nasherum?
Devon sonrió.
—Me temo que sí. Muy desmejorado, pero era él.
Meredith lo miró con asombro. Se acomodó en el sillón, y puso sus vigorosas piernas una al lado de la otra. La fina armadura, que estaba hecha de un metal oscuro y brillante era tan cómoda que le permitía realizar todos aquellos movimientos sin estorbo.
—Todavía no me lo puedo creer —dijo con asombro. Estaba realmente sorprendida—. ¿El mismo Nasherum del que hablan las leyendas?
—El mismo. No es un nombre muy común, que digamos —dijo Devon despegando las yemas de sus dedos y adoptando una postura más cómoda —pero no debes fiarte de los libros y las leyendas, Meredith. Yo también aparezco en ellos, con otros nombres, y sin embargo el populacho parece empeñado en no recordarme —Devon sonrió, mostrando unos dientes blancos y perfectos —. Nasherum no sabía que encontraría hechiceros mejores que él, su propia arrogancia lo ha metido donde está ahora. Tuvo un mal encontronazo con Ayium, y algo salió mal. Recuerdo cuando volvió —de pronto Devon se mostró pensativo —se encerró en su casa durante meses. Y cuando por fin lo vi era una sombra de sí mismo, incapaz de llevar a cabo el más sencillo hechizo, pero ávido de alimentarse de otros que si podían. Al final, gradualmente fue dejando la ciudad y huyendo hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que traspaso las fronteras de la antigua Ourath. Ahora… —hizo una pausa —. Ya ves lo que es ahora. Un desecho. Un necesitado.
Devon dijo todo esto con el mismo tono de voz, y sin cambiar la expresión amable de su cara. Se levantó suavemente del sillón, y se puso a mirar por el gran ventanal que daba luz a todo aquel salón.
Se quedó pensativo, ante la gran vidriera que mostraba las imágenes de varios jóvenes, hombres y mujeres, pálidos y desnudos alrededor de una preciosa fuente. Vislumbraba la grandiosa ciudad de Ourath desde aquella posición elevada. Los múltiples edificios dibujaban siluetas afiladas contra el claro cielo. En el lejano horizonte se distinguían las montañas que marcaban el fin de aquel país. Los edificios que poblaban la ciudad se hacían cada vez más pequeños, hasta que, al pie de la montaña, se apilaban los barrios exteriores, llenos de casas precarias y granjas. Atardecía. El sol, ya en su último suspiro, rayaba con un haz naranja todas las fachadas, ventanas, plazas y terrazas. Debajo, la ciudad explotaba de vida, en plena ebullición.
Meredith lo miraba. Devon estaba de espaldas a ella, con las manos juntas en su delgada espalda, con la mirada perdida en las torres y almenas que recortaban el horizonte como agujas. La melena blanca relucía, lisa, tapando su cuello. A contraluz, la imagen del hombre cortando la luz del atardecer resultaba bella.
—Por supuesto, espero que me acompañes en mi labor —le dijo Devon sin mirarla.
Meredith asintió en silencio.
—Si podrías conseguir un barco de viaje, con los mínimos tripulantes posibles para llegar hasta las islas de Nambu, para dentro de tres días como máximo, te lo agradecería.
Meredith se marchó con una silenciosa reverencia, sin mediar palabra. La puerta se cerró detrás de ella con un pequeño golpe. Devon se mantuvo en la misma postura un rato más. Luego desentrelazó las manos, y resueltamente giró sobre sus pies para dirigirse a la mesa de nuevo. Apartó un par de volúmenes que se encontraban abiertos y extrajo un mapa del interior de aquel caos de hojas y palabras. Se fue andando lentamente a otra mesilla, y extendió el mapa. Vislumbró las Islas de Nambu, al sur del continente Kaguyn, donde al norte, se encontraba el país de Nadilim, lugar donde la ciudad de Ourath se alzaba como capital. Las islas se dibujaban en un extremo del mapa, casi al borde, como un amasijo de pequeños trozos de continente, como si algún gigante hubiera destrozado con la mano la parte inferior del gran bloque de tierra que era Kaguyn.
No estaba seguro de cuantos días tardarían en cubrir la travesía marina. Si salían dentro de dos días, al menos tardarían dos días más hasta el Mar Escarlata, cruzando el Ivia Doga, o el Río de Sangre. Después todo seria seguir la orilla por el este, hasta encontrarse con las islas. Mientras pensaba en el itinerario, su dedo índice recorría silencioso la ruta de viaje sobre el amarillento papel.
“Ahora es cuando tengo que tener cuidado” Pensó Devon
II.
Devon terminaba el desayuno, vestido con unas mallas de color gris mate, que se alargaban en una especie de corsé hasta las costillas. Cuando dio el último trago a la copa de vino se levantó, y se acerco a la gran ventana del comedor. Acariciaba el marco de la ventana con una mano. La ciudad despertaba. Era el día. Hace dos días Meredith le había dicho que había conseguido un barco de viaje confortable, con un solo tripulante, que les llevaría hasta las Nambu. Devon oyó como se abría la puerta principal. Salió del comedor, y bajó la escalinata de cuarzo negro lentamente, para encontrarse con Meredith, que iba vestida con una capa de viaje roja, y con el pelo rojo suelto, con la raya en medio. Las ropas de debajo de la capa distaban mucho de la esbelta armadura que llevaba el día que bajaron más allá de las alcantarillas de la ciudad. Eran ropas cómodas de viaje, de color oscuro la mayoría. También llevaba una fina y larga espada, envainada en el lado izquierdo.
—Buenos días, Devon.
—Buenos días a ti también. Espero que estés lista para el viaje —le sonrió Devon. Meredith asintió plácidamente —. Espérame en la puerta —. Le indicó Devon con seriedad. Se dirigió hacia la puerta que estaba justo en frente del estudio. Cuando entró, cogió el guante negro y se lo colocó en el brazo izquierdo. Cuando estaba extendiéndose el guante hasta el codo, oyó como se abría la puerta de la casa. Intentó averiguar quién era, pero no pudo. Eso no le gustó. Salió rápidamente del pequeño vestidor y se dirigió a la galería que daba a la entrada.
Entonces las vio. En la entrada se encontraban tres mujeres. Una de ellas era Meredith, por supuesto, que se encontraba pegada a la pared de la derecha, con un gesto de respeto. De las otras dos sólo conocía a una. Y no presagiaba nada bueno. Las dos mujeres eran rubias, la que se encontraba en el centro, sonriendo plácidamente, tenía una cara angulosa, y mostraba malicia en sus ojos. Llevaba el pelo suelto, con un tocado de plumas negras. La compañera lo llevaba recogido en múltiples moños, con un velo negro. Ambas vestían al estilo de la corte de Nadilim, con vestidos asimétricos, y coronados con alambres o remaches de hierro que terminaban en punta. Cuando Devon entró al vestíbulo se detuvo delante de la rubia del tocado de plumas, y está le habló con una voz falsamente dulce.
—Oruntiae Devian… Buenos días —lo saludó, con una falsa sonrisa.
—Lamia —le contesto este con dura educación —. Buenos días para ti también. Tan solo me preguntaba qué hacías aquí.
Lamia rió por lo bajo. Y se movió grácilmente hacia un lado, con un aire arrogante, extendiendo los brazos, como si bailara.
—Resulta que la Señora quiere saber a qué se debe que el gran Devon abandone la ciudad —dijo Lamia riéndose con chulería y petulancia. La acompañante de Lamia se encontraba callada, sin expresión en su rostro de porcelana. Devon dibujó una media sonrisa en su cara.
—Ahora la llamas la señora… —susurró con desprecio mientras ensanchaba su sonrisa —¿Crees que ella no sabe lo que has estado tramando? ¿Crees que no sé porque te envía a realizar estas labores tan banales? ¿Vigilarme? —Devon soltó una suave carcajada. La cara de Lamia fue cambiando de registro hasta que adopto una cara que expresaba la furia en toda su magnitud. Devon la miró a los ojos con desprecio. Lamia lo estaba fulminando con la mirada.
—Me voy al sur. Dile a Vhantira que no se preocupe, que no soy como tú —dijo—. Que no voy a hacer nada que haga peligrar su trono.
Lamia lo estaba mirando con una furia sin límites. Sus ojos ardían. Devon sintió que las intenciones de las dos intrusas no eran benévolas. Fue todo muy rápido, en uno o dos segundos, la que no había hablado, sacó un cuchillo de entre sus ropajes y se lanzó hacia Devon. Al mismo tiempo, Meredith se lanzó, con un movimiento rápido, hacia Lamia. Lamia se agachó y salto, con una agilidad impropia de alguien con un vestido tan voluminoso, para caer sobre la espalda de Meredith. Justo entonces, la daga iba a rozar el brazo de Devon, sin embargo, este, con un aire de desdén, cogió la daga entre las palmas de las dos manos, y con un movimiento fugaz, separó las manos, para soltar una voluta de humo. Lamia se levantó ágilmente para golpear a Devon pero este se movió detrás de ella y la tocó con el dedo índice en la nuca. Meredith se levantó de un salto para inmovilizar a la atacante de la daga. Lamia respiraba fuertemente, sin poder moverse. Meredith tenía sujeta a la chica del velo negro con una sola mano. Entonces, Devon habló.
—Estas empeorando considerablemente, Lamia. Hace unos años incluso hubiera dejado que me hicieras algún rasguño —Devon quitó el dedo índice de la nuca de Lamia, y se colocó tranquilamente en la mitad de la estancia —. Pero no hoy. No en mi propia casa —Devon se acercó lentamente hacia la doncella del velo, y le pidió a Meredith que se hiciera a un lado. La chica tembló. Devon le agarro de una muñeca, que levantó hasta que quedaron en una extraña postura, como su fueran a bailar danzas de salón. Entonces, Devon apretó los dientes, y dio una vuelta con fuerza a la chica, como si la zarandeara bailando. Se oyó un estruendo de tendones y huesos crujiéndose. La chica cayó muerta al suelo, produciendo el sonido de un fuerte golpe, que resonó por toda la casa. Lamia entrecerró los ojos con ira.
—Comunica a Vhantira mis planes. Y llévate a ésta —dio una patada al cadáver que había en el suelo —de mi casa.
Devon abrió las puertas que daban a la calle, miró a Lamia desde ahí.
—Dile también que me llame si quiere encontrarme. Ella lo entenderá —Devon la saludó con una exagerada reverencia —. Adiós, Lamia, querida.
Devon bajó andando la escalinata de piedra gris que daba al portón de su casa, con Meredith detrás. Levantó los brazos con un gesto rápido y quedó cubierto con una capa gris de viaje, que tenía una capucha que le tapaba el rostro. Los dos andaban calle abajo, por aquella ciudad llena de escaleras, pasadizos, puentes y pasarelas. Rodeados de gente que no los miraba y que seguía su vida. Rodeados de edificios altos, negros y grises, que brillaban con la luz de la mañana.
La calle por la que andaban quedó abierta a una gran plaza, con una amplia escalera que ocupaba un lado entero del gran cuadrado gris de mármol. Anduvieron por más calles, igual de majestuosas, rodeados de casas que tenían jardines y mansiones en el centro de pasillos de arcos y portalones. Llegaron al borde superior de otra escalera, mucho más estrecha que la de antes, que se escabullía bajo tierra, por unos amplios pasadizos arqueados.
Descendieron la escalera en silencio, mientras otros la seguían también arriba y abajo, al final, la escalera desembocó en un amplio muelle subterráneo. Era una cueva, coronada por bóvedas de crucería en el techo y rodeada por sendas y elaboradas columnas, que se elevaban hasta lo más alto de la cueva dándole el aspecto de un templo con un lago en el interior. Una fila de barcos, afilados y esbeltos, de colores oscuros, con las velas rojas, negras y violetas se encontraban atrancados en el muelle. Los altos techos de la cueva relucían con los reflejos azules oscuros del agua. El puerto interior de Uosto tenía el magnífico aspecto de siempre, elegante y señorial. Devon miró a Meredith.
—Tú dirás.
Meredith señaló con la mirada hacia el final del puerto, donde el muelle se escondía detrás de una formación rocosa. Devon la miró con duda y curiosidad. Avanzaron por el muelle donde diferentes tripulantes tomaban posesión de sus navíos y los esclavos subían a bordo, atados con cadenas por manos y pies.
Meredith se paró frente el anteúltimo amarre del gran puerto, entre un velero sencillo de un solo palo, y una fragata a la que estaban subiendo numerosos individuos tapados con oscuras túnicas, donde, aparentemente no había nada.
Devon la miró con escepticismo. Meredith sin embargo, se acercó al borde del muelle, y se agachó, apoyándose con una mano en el amarrador, donde faltaba la cuerda del barco en cuestión. Se quedó unos segundos mirando el agua, que lamía suavemente el muro de piedra lleno de algas y musgo. Entonces, de pronto se levantó, y mirando hacia el agua, dijo:
—Estamos aquí. ¿Está todo listo? —preguntó. De debajo del muelle respondía una voz sumamente mucosa, que hablaba a borbotones.
—Sí, es que no os había visto, mi lady.
Entonces Devon vio como con un ágil salto, apareció ante sus ojos un myanghur, lo que comúnmente se denominaba como tritón o sirenio. Era masculino, de la estatura de Meredith, más o menos. Tenía la piel escamosa, de un color gris oscuro, y los pies y las manos grandes y palmeadas. Carecía de cola y los ojos los tenía grandes y amarillos, con una pupila rasgada. Plegada en la cabeza tenía una cresta palmeada. Vestía con unos pantalones de cuero marrón, sin cinturón, que iban desde la cintura hasta las rodillas. En los antebrazos y espinillas mostraba diferentes aletas. Su boca tenía una mueca de enfado, y daba un aspecto siniestro, cuando hablaba, se le entreveían finas líneas de dientes afilados. Devon lo saludó educadamente.
—Meredith me ha dicho que cuenta usted con el navío más rápido de todo Uosto.
—Así es —borboteó el tritón —. Mi nombre es Bakflake. Puedo llevaros bordeando el este hasta las islas Nambu en una semana desde el golfo de Pinsala. Dos días y medio más desde Uosto.
Esto último lo recitó con orgullo y serenidad. Devon les sonrió, satisfecho al tritón y a Meredith.
—¿Y dónde se encuentra ese barco en el que vamos a navegar? —preguntó. Bakflake, sonrió, dejando ver una sonrisa un tanto extraña. Sin decir nada, se acercó al muelle, y abriendo tanto la boca como las agallas profirió un extraño y gutural sonido, que atrajo la atención de buena parte de la gente que se encontraba en el puerto a esas horas.
Acto seguido, las aguas entre los dos barcos que parecían desiertas comenzaron a volverse turbias y a moverse. De pronto, salpicando espuma, apareció de las aguas un estilizado barco de color negro, que llevaba una sirena tallada en la proa. Después del barco, surgió lo que parecía un gran caparazón, donde el barco estaba sujeto, según parecía, precariamente. En el caparazón se agolpaban todo tipo de algas y moluscos, que le daban un aire un tanto sucio. Estos seres se extendían hasta el propio barco, cuyo casco estaba inundado de lapas y mejillones. Extrañamente, el barco parecía seco. Bakflake sonreía.
—El barco lleva un encantamiento hidrófobo muy poderoso, lanzado hace años por una bruja de las profundidades —explicó orgulloso —Está atado a Rongen, que es lo que aquí llamáis una tortuga dragón, y lo que nosotros llamamos datta vene, o terror de las olas.
De entre el agua surgió entonces la arisca cara de lo que parecía una tortuga, pero muchísimo más grande, que saludo a Bakflake con el mismo sonido gutural con el que él lo había llamado.
Bakflake les extendió una pasarela de madera desde el barco por la que Meredith y Devon ascendieron a la cubierta, que tal y como les habían explicado, estaba seca. Les enseñó los camarotes, bastante confortables, muy espaciosos y con camas adoseladas, y un camarote de uso común, muy grande, que tenia dentro la mesa del comedor, sillones, una mesa de estudio, los mapas, el astrolabio y la chimenea.
Cuando zarparon la tortuga dragón emitió un fuerte sonido, y avanzaron con una velocidad inusitada hacia el puerto exterior, dejando un rastro de olas a su paso. Abandonaron el puerto interior para salir al exterior mucho más amplio y descuidado.
Uosto era el nombre que se le daba al puerto de Ourath, que se adentraba hasta el corazón de la ciudad. La parte que usaba la gente importante, los ricos, los consejeros de la Matriarca y otros nobles era el puerto interior. Un maravilloso muelle construido en el interior de una gran cueva, por la que se accedía al río de sangre, el único río de Ourath, que además, tenía el nacimiento en la propia ciudad. Sin embargo, la inmensa mayoría de los ciudadanos de Ourath tenían su atraque en el puerto exterior de Uosto, un compendio desordenado de muelles y pantanales, en el que se agolpaban las pequeñas y descacharradas embarcaciones del ciudadano de a pie.
Cruzaron el puerto exterior rápidamente, hasta que llegaron a los pies de una gigantesca muralla en la que se abría una gran puerta, que en ese momento estaba cerrada e impedía el paso al Río de Sangre. Otras tres o cuatro embarcaciones esperaban también a que la puerta se abriese.
Después de una corta espera, los pesados goznes de la puerta se comenzaron a abrir, y esta dio paso al Río de Sangre, por el cual avanzaron todas las embarcaciones. Así mismo, al otro lado esperaban otras para internarse en Ourath. El río era extremadamente ancho, y en muchos puntos aparecían isletas que adornaban el río. A ambos lados el paisaje era parecido al que se extendía por casi todo Nadilim. Riscos grises, una tierra oscura y vegetación débil y escasa.
A veces, una pequeña aldea aparecía en la orilla, con sus casas labradas en la negra piedra y sus pequeños puertos con media docena de rudimentarios barcos.
La fría mañana fue dejando paso a una oscurecida tarde por la repentina aparición de nubes en el horizonte. Aunque las tormentas y las lluvias no eran habituales en Nadilim, sí que eran habituales la niebla y los cielos nubosos.
El navío que comandaba Bakflake, atado a una impresionante tortuga dragón, tomó rápidamente la ventaja, y para la hora de cenar ya se encontraban solos en el inmenso río.
Aquella noche el viento fue frío, y el cielo oscuro, y a pesar de todo, los tres tripulantes durmieron plácidamente.
Los siguientes días transcurrieron de manera parecida al anterior. Bakflake se sentaba fuera del navío, sobre el caparazón de Rongen, y muchas veces se lanzaba al río para nadar junto a él. Tan sólo paraban cuando la inmensa criatura marina tenía que comer, y aun así avanzaban mucho más rápido de lo que hubiera supuesto hacerlo con un barco corriente.
Meredith solía quedarse de pie en la cubierta, mientras el viento seco de las llanuras rocosas de Nadilim le azotaba en la cara mientras su melena rojiza ondeaba al viento. Devon no salía mucho a cubierta, se pasaba la mayor parte del tiempo en el camarote, leyendo o estudiando.
El tiempo fue excepcional durante la mayoría de las jornadas de viaje, y en el atardecer del segundo día llegaron al golfo que se abría hacia el mar escarlata. En la desembocadura del Río de Sangre, se encontraba la ciudad portuaria más grande de Nadilim después de la capital: Anvic. Su gran puerto, colocado en la misma desembocadura, daba paso a una gran playa de arena negra, donde el mar escarlata golpeaba la costa con suaves olas. Detrás se vislumbraban los edificios, de colores oscuros, pero majestuosos, con puntas afiladas y altas y estilizadas torres, cómo acostumbraban a construir en aquel país. Viraron al este en cuanto se abrieron a la mar, y la ciudad de Anvic se perdió en el horizonte para el anochecer.
Cuando se encontró en su cama, con suaves sábanas, Meredith se acurrucó para acomodarse. Suspiró. Aún recordaba cuando Devon la había contratado, hace ya años, para servirla como ama de llaves de su mansión.
Ella no sabía, en aquel momento, lo que supondría acompañar a su señor hasta los confines del mundo. Lo que ella había creído en un principio, un contrato más, un servicio más como la gran luchadora que era, se había convertido en algo más. Aunque no sabía en qué. Desde hace un tiempo Devon se mostraba mucho más excéntrico, y de pronto la labor de Meredith pasó de ser de mera guardiana de la casa a acompañante en los extraños viajes que el señor de la casa había iniciado.
Sucedió hace siete mese. Una mañana, como de costumbre, Meredith se despertó en la mansión de Devon para desayunar, y lo encontró a él despierto en el estudio, en silencio, pensando. Ella ya sabía que aquello no era habitual. Devon solía despertarse dos horas más tarde que ella, ya que Meredith acostumbraba a realizar su entrenamiento físico de rigor en el gran jardín interior antes de comenzar sus labores diarias. Aquella noche le ocurrió algo a Devon. Devon no le contó nada, pero sin duda tuvo que ser algo importante. Desde aquella mañana realizaron muchos viajes por tierra a las olvidadas ermitas de todo Nadilim, buscando algo que Devon consideraba de vital importancia. Salieron incluso de Nadilim hacia las afueras, viajando por las Tierras Brunas, llegando incluso a las fronteras con el Gran Desierto de Onramaq.
Al fin, le llegaron los rumores de que, en la mismísima Ourath, alguien tenía el Libro de Cannavas. Meredith recordaba como sonrió Devon cuando la noticia llegó a sus oídos. Comenzaron a buscar el libro en la ciudad, aún sabiendo que el libro lo tenía él, siguiendo los rumores que lo situaban en cada ocasión en una familia o catedral diferente. Cada vez que llegaban a un callejón sin salida, en lugar de enfadarse, Devon se mostraba cada vez más satisfecho.
Fue entonces, al de dos días de comenzar buscar el libro, cuando comenzaron a ser vigilados. De pronto, las Confesoras de la Matriarca Suprema los interrumpían en casa y fuera de ella continuamente, mostrando una inusitada curiosidad sobre sus indagaciones. Fueron especialmente vigilados por los finos ojos de Lamia, quien les ponía verdaderas pruebas a la hora de moverse por la ciudad. Pruebas que Devon y Meredith pasaban con pocas dificultades y aun menos daños, lo que hacía que Lamia se enfureciera. Ella era quien ejecutaba mejor los deseos de la Matriarca, aunque era vox populi que planeaba una revuelta contra la misma.
Las Confesoras comenzaron a enfadar a Devon de verdad después de un tiempo. Meredith recordó el día que tuvo que matar a tres porque no les dejaban acceder a las bibliotecas de palacio. Devon dejaba un rastro siniestro a su paso. El día que bajaron a las catacumbas se encontraron con seis Confesoras a la entrada, a las que Devon tuvo que aniquilar rápidamente.
Lo que sorprendió a Meredith fue la respuesta de la Matriarca. Una respuesta nula. No sufrieron represalias. Eso era ciertamente extraño, ya que cualquier ataque perpetrado contra las Confesoras o cualquier cuerpo oficial estaba castigado con la tortura hasta la muerte.
Y sin embargo allí estaba ella, en un barco, dirigiéndose hacia las lejanas islas de Nambu, sin saber aun lo que buscaba Devon, después de pasar por todo aquello. Esa noche el sueño tardó un tiempo en encontrar a Meredith en aquel mar de inquietudes y confusiones.
La mañana siguiente, la luz fría del amanecer baño el barco en alta mar. No se veía costa por ningún lado. Rongen avanzaba en silencio, a gran velocidad, cortando el agua y el viento.
Meredith se encontraba aburrida. De pie en la cubierta, miraba cómo Bakflake saltaba con agilidad entre las olas, cuando la voz de Devon le hizo darse la vuelta.
—¿Aburrida? —le preguntó con una sonrisa.
—Sí —respondió ella —. No soporto las travesías largas. Podríamos haber fluctuado hasta las islas de Nambu.
Devon ensanchó su sonrisa y se acercó al borde del navío, posando sus manos sobre la baranda de madera.
—Podríamos haberlo hecho, sí —. Contestó Devon distante —. Al margen de lo complicado del conjuro, eso nos presenta nuevos problemas. Porque entonces no sería viajar. Entonces no sería una travesía.
Meredith lo miraba con respeto, escuchando sus palabras.
—Los años de inmortalidad me han enseñado que no sólo el destino es de importancia, y que a veces en el camino el destino se cruza contigo antes de llegar a él. Aún eres temperamental, Meredith. Tienes que aprender a observar y esperar. La prisa, la actitud egoísta y el placer son los que hicieron de nosotros una raza maldita, no harías mal en recordarlo.
Diciendo esto Devon se retiró lenta y majestuosamente a sus aposentos.
Meredith asintió con compresión, mirando a la lejana costa. Era cierto. Nadie hablaba de ello. Pero procedían del placer, el egoísmo y la magia. Ese fue el antiguo nacimiento de los nadiler. Estos hechos no se narraban en las bibliotecas de Nadilim, ni siquiera en las bibliotecas de otro lugar. Tal vez los antiguos dolari conservaran algo. Sea como fuere, aquel relato estaba perdido entre las arenas del tiempo, y aun así, todo ciudadano de Nadilim conocía la historia a la perfección.
Nadilim era una tierra muerta. Sus estepas eran grises, y soplaba un viento frío. Apenas llovía, pero los cielos estaban casi siempre cubiertos de nubes. Los pocos árboles que conseguían florecer lo hacían de manera austera, sin hojas. No había hierba. La oscura y dura piedra dominaba los paisajes, desde las cadenas montañosas del sur hasta el mar escarlata, al norte.
En aquella tierra baldía no vivió nadie durante milenios. Hasta que llegaron los malditos. En barcos, atravesando los mares del norte, llegaron a las costas del mar escarlata, y descendieron, sabiendo que aquel lugar era el único que quedaba sin dueño.
Ahora Nadilim lo habitaban los llamados hijos de la sombra o nadiler, y habían construido tres ciudadelas que se alzaban, negras y puntiagudas, cortando el horizonte.
Los días siguientes transcurrieron sin ningún incidente en el barco. Bakflake nadaba habitualmente al lado de la tortuga dragón, Meredith se entrenaba en la amplia cubierta del barco, y Devon seguía absorto en sus investigaciones. La costa fue desapareciendo y se fueron adentrando en un mar infinito.
Al amanecer del cuarto día desde que salieron al mar, ante ellos, emergieron en la fina línea entre el cielo y el mar las islas de Nambu, como una fila de deformes rocas que emergían del mar bruscamente, rajando el cielo.
Las islas fueron acercándose cada vez más, hasta que sus montañas se hicieron visibles, y sus escarpadas costas chocaron contra el mar, formando embates de espuma y agua. La floreciente vegetación que crecía en sus laderas formaba profundas selvas, que se elevaban bien alto en la montaña.
Amarraron en el primer puerto que encontraron, con el asombro de sus pobladores. Era un pueblo pesquero, de dimensiones considerables, que se adentraba en la jungla que poblaba la mayoría del continente del sur: el Dei Saem. Sus edificaciones de madera tenían reflejaban el marcado estilo autóctono, precario y poco artesano. Los humanos que habitaban esta tierra también se diferenciaban del resto. Eran delgados y ágiles, de pelo negro y piel curtida por el sol. El lenguaje que hablaban era poco estruendoso, y se hablaba rápidamente, con pequeñas y sonoras sílabas.
Cuando bajaron del navío, los tres tripulantes atrajeron la atención de toda la gente que se había arremolinado alrededor de la tortuga dragón, que rugía nerviosa.
—¿Pasaremos aquí la noche? —preguntó Bakflake. Devon lo miró, pensativo.
—No lo sé. Quizás. Quizá No. Todo depende de cuánto avance nuestra empresa. Bakflake asintió.
—Pero Rongen necesita estirar las aletas. Los puertos le ponen muy nervioso —dijo con gesto afable —, estaré aquí para la noche, si así lo deseáis.
Devon evaluó la petición en silencio. Al final contestó, tocando a Bakflake en el hombro con un gesto amistoso.
—Eso es lo más sensato. Haz lo que tengas que hacer. Probablemente mañana zarpemos de nuevo.
Bakflake asintió y se retiró a la mar, con el barco y su salvaje timonel, perdiéndose rápidamente entre las olas que generaban.
—¿Tendrán aquí lo que buscamos? —le preguntó Meredith a Devon. Devon entrecerró los ojos, pensativo.
—Me temo que no. La aprendiza de Nasherum es ahora la Oyente del templo y habita en la única gran ciudad de Nambu, por lo que he podido averiguar. Pero es importante que nos vean, que ella sepa que vamos en su busca.
Meredith asintió en silencio.
—No esperes humildad por parte de un aprendiz de Nasherum —dijo reflexionando—. Tendrás el honor de ver la impresionante Ka Tan Pho, o como muchos la llaman: La Ciudad Puente.
Al atardecer, Bakflake volvió con el barco, y Devon le indicó la nueva ruta.
La noche era suave y calurosa en el sur, y las estrellas brillaban lejos en el despejado cielo. El tranquilo sonido de las olas rozaba la gran tortuga dragón que avanzaba con el barco encima, mientras los sonidos de los bosques llenaban el viento con gorjeos.
Los días siguientes transcurrieron entre aguas turbulentas que se arremolinaban en pequeños espacios entre islas. Paraban a veces en poblados pesqueros y a veces en playas salvajes, mientras se acercaban al corazón de Nambu. Muchas veces Devon se asentaba en la jungla, sólo, en busca de hierbas, o de otras cosas de su interés.
Los frondosos bosques que se elevaban en las islas, llenos de árboles de hoja caduca y cañas, eran un denominador común en todas las islas. Los rudimentarios barcos de velas astadas se cruzaban en su camino o los acompañaban mientras surcaban las cristalinas aguas. Llovía a menudo, aunque con una ligera lluvia que apenas mojaba. Y por la mañana el sol emergía desde el oeste bañando el mar y la tierra con sus brillos dorados, y calentándolo todo con su presencia.
De pronto, al amanecer del tercer día, vislumbraron la gran Ka Than Po. Era una ciudad construida de manera rara y precaria. Parecía que el núcleo se mantenía intacto y que la ciudad había recibido de repente con miles de pobladores que se habían acomodado en viviendas provisionales que terminaron siendo definitivas. La ciudad se levantaba en la costa, a muchos metros de altura, sobre un acantilado. Los edificios se apilaban casi en vertical en la roca. Encima de todas las edificaciones, emergiendo majestuoso desde un jardín aparecía el templo, blanco y de piedra, que se elevaba en múltiples niveles hasta coronarse con una punta dorada, mal tratada por el tiempo. Los humanos de aquella zona veneraban a deidades de antiguos imperios, olvidados ya por muchos. Según se creía, había muchos templos como aquel en Dei Saem, pero el templo de Ka Tan Pho era el único al que se podía acceder de manera segura. La única ciudad de las islas tenía el único templo, huella de una antigua civilización que había habitado éstas mismas tierras hace siglos.
En frente de aquel colosal risco donde se levantaba el centro de la ciudad, se elevaban desde el mar una docena de columnas de roca, inmensas, atestadas de casas y pasarelas de piedra y madera que las rodeaban.
Las columnas de roca estaban conectadas entre ellas y con el risco de la costa con innumerables puentes de diferente manufacturación. Amplias calzadas de piedra, enclenques escalerillas de madera y muchísimos puentes de cuerda. Daba la impresión que las rocas estaban unidas por una maraña inmensa de hilos, por los que la gente caminaba cada día, haciendo sus quehaceres.
Llamaban la atención especialmente aquellas construcciones que en lugar de estar engarzadas a la roca estaban construidas directamente en uno de los millares de puentes que colgaban en la ciudad. Tabernas, casas, mercados que se sostenían sobre tablas o cuerdas de una manera un tanto peculiar.
Los puertos se encontraban al pie de las grandes columnas de roca que surgían del mar. Rodeadas por muelles de piedra, barcos de diferentes formas y locomociones atracaban en frente de las escaleras de piedra que daban acceso a la ciudad.
Bakflake les dijo que los esperaría en el mismo muelle ya que Rongen estaba bastante cansado. Devon le asintió cordialmente y emprendió la ascensión por la amplia escalera de piedra con Meredith. No les resultó difícil encontrar a algún lugareño que les sirviera de guía y traductor.
Ascendieron por la gran roca rodeados de gente que comerciaba e iba de un lado para otro. Tan sólo aquella parte de la ciudad, sostenida en una de las columnas de roca que formaban la inmensa ciudad, era grande y hervía de actividad. No sólo se veían humanos allí, muchos tritones cómo Bakflake iban de un lado para otro y regentaban negocios. Muchos trabajaban en el puerto, en el mantenimiento de los barcos, o simplemente trabajando como pescadores. Vieron incluso a un reducido grupo de enanos del Hum sentados en una taberna.
El guía les aconsejó coger un medio de transporte típico de oriente, que consistía en un carro en el que cabían cuatro personas tirado por lo que parecía una gallina de tres metros de altura. Devon y Meredith montaron, y avanzaron rápidamente entre los destartalados puentes y las precarias pasarelas. Avanzaron de una roca a otra, rodeados siempre del bullicio de la gran ciudad, y los edificios que los rodeaban cada vez eran más grandes y opulentos, según se acercaban al emplazamiento del templo.
Las puertas del recinto sagrado estaban abiertas, y dentro, en una gran plaza los ciudadanos se agolpaban en un inmenso mercado.
El guía le indicó que para hablar con la Gran Oyente era preciso pedir audición y que muchas veces era preciso esperar varios días ya que la Gran Oyente tenía muchos quehaceres en su día a día.
Mientras efectuaban la pertinente petición en un habitáculo inferior del templo, Devon y Meredith miraban el extenso mar de cabezas y telas que se extendía en la plaza desde el balcón donde se encontraban. El traductor volvió, informándoles de que los avisarían si tendrían que esperar o no.
—Es la plaza del templo —dijo —. Aquí la comida es más barata que en el resto de mercados, y la gente viene de lejos a comerciar, porque los sacerdotes del templo se hacen cargo de la diferencia —. Decía el guía sonriendo de oreja a oreja, orgulloso.
Media hora después lo que parecía uno de aquellos sacerdotes les indicó que la Gran Oyente podía recibirles. El guía se mostró muy sorprendido con este hecho.
Desde la puerta de los visitantes, a un extremo del complejo, se accedía a un jardín interior por el que se vislumbraba la grandeza del templo en todo su esplendor. La sala de recibimiento de La Oyente se encontraba justo detrás de aquel precioso jardín, adornado con lagos cristalinos y árboles en miniatura. Cruzaron la puerta que les indicó el sacerdote y se encontraron ante una gran sala, adornada muy austeramente, donde la luz del sol penetraba por unas ventanas sin cristales abiertas en lo alto de la estancia.
Justo en lado opuesto en el que se encontraban Devon y Meredith se encontraba, sentada sobre cojines, sobre un trono de piedra, una mujer.
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