Buenaventura compañer@s del foro...
Aquí en este espacio, colgaré el proyecto en el que trabajo y que tenía tambíen arriba en nuestro querído foro. Lo he pulído un poco más, espero les guste y me critiquen. Un tremendo saludo a todos. Que gustoso me siento de verlos (leerlos) por aquí, denuevo.
<Enlace a la Historia en Wattpad>
-Mapa del continente-
Indice
->El asesino en la corte. -I-
->Un culpable. Un inocente y Un traidor. -II-
->Una Huída Perfecta -III-
->Reodem, la ciudad sin ley -IV-
->El Bárbaro de Sarbia -V-
-> Los Veinte Capas Púrpura -VI-
-> Temblores en lo Profundo -VII-
->El Engarce Maldito -VIII-
_________________________________________________________________________________________
Capítulo I
El Asesino en la corte.
La puerta tronó con violencia, tras esta se oyeron los rudos gritos de uno de los guardias preguntando por ella. Era más de media noche, se levantó de la cama con desgana, cogió un batín aterciopelado y se lo echó sobre la espalda. La brisa fría se colaba por la ventana, tenía la costumbre de dormir con ella abierta durante el verano, pero ahora las noches estaban más heladas. La estación estival daba sus últimos bríos antes de dar paso a su primo antagónico tan durable: el invierno.
Salió de la habitación cuando el soldado le abrió la puerta, un sequito de armaduras la recibió en el pasillo.
—¿Qué ocurre? —Se acomodó un mechón que le cosquillaba el rostro— ¿Por qué se me ha despertado a estas horas de la noche?
—Princesa Lidias. —El guardia de mayor rango, se quitó el yelmo e hincó una rodilla—. Ha ocurrido una desgracia y...
—Me está asustando.
La joven miró a los varones a su alrededor y advirtió la silueta de Roman, que se acercaba apurando el paso al verla.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó ella todavía más confundida.
El recién llegado, traía puesta una coraza bruñida y dorada con la insignia de la corona grabada en el pecho. No llevaba casco y una capa del mismo tono que la armadura, le pendía hasta los tobillos. Era el uniforme de los paladines del reino.
—¡Benditos sean los dioses! Estás bien —dijo antes de acercarse a la princesa. Los guardias hicieron una venia de respeto y se replegaron para dejarlo pasar—. Subí tan pronto como me enteré.
—Espera. —Ella adelantó el brazo para detener al paladín que ya tenía enfrente— ¿De qué se trata todo esto?
—¿Entonces no?... —Roman miró al capitán de la guardia y este inclinó la cabeza. El noble acercó su mano a las de la princesa y entonces dijo—: Lidias, es el rey; tu padre está muerto.
—¿Q-qué? —soltó entre un gemido sordo.
El rostro le palideció. Miró a la guardia, al paladín y el pasillo tenuemente iluminado por las candelas que guindaban del techo. Pretendió tragar saliva, en un frustrado intento por desasir el nudo que se le cerró en la garganta. Luego corrió por la galería, zafándose de los guardias y de Roman que intentó detenerla.
No avanzó más de veinte varas y ya se encontró frente al umbral de la habitación del rey. Había una treintena de guardias y soldados cercando el paso, la puerta estaba abierta y Lidias antes de ser agarrada por los varones, logró divisar el horror que había dentro: la sangre manchaba sabanas, muebles y la pared; consiguió también ver dos cuerpos de mujer. Estaban desnudos en el suelo con una expresión terrorífica, una de ellas tenía un tajo que le surcaba desde el sexo hasta los senos, dejando a la vista gran parte de sus órganos; a la otra le habían cercenada la garganta y la sangre la cubría el cuerpo de un rojo carmesí.
—Princesa —le decía uno de los guardias que la sostenía—. No debería estar aquí, aún es peligroso.
—¡Déjenme verlo! —ordenó evitando forcejear—. Es mi derecho ¡Déjenme verlo! ¿Dónde está?
—Ya hemos retirado el cuerpo, mi dama. —Un agente de la Sagrada Orden, con la capa púrpura le salió al encuentro—. Fue asesinado mientras dormía, aún no tenemos clara la ocurrencia de los hechos, pero estamos trabajando en ello. Una de las concubinas sobrevivió y ya fue trasladada hasta la torre, para su interrogatorio.
—¿Asesinado mientras dormía? —Había decepción en sus ojos, miró a los guardias y buscó al capitán, que llegaba junto a ella con Roman— ¿Cómo es que han permitido una cobardía semejante? Mi padre era varón de honor, siempre soñó con una muerte más digna, que encontrase yaciendo con un hatajo de meretrices.
—La muerte solo nos llega. —El paladín le alcanzó el batín que se le había caído y se lo colocó sobre los hombros con ternura—. No es digna ni tampoco indigna, simplemente es.
El páramo agreste desteñía sus verdes vestidos para hacerse tan pálidos como los rayos del sol que anuncian la mañana en Freidham. Enclavada en las faldas de un cerro solitario en medio del gran valle, la gloriosa capital del reino arrullaba la magnificencia y monumentalidad que caracteriza a los hombres del norte: construcciones formidables y robustas, cuidadosamente labradas en roca, mármol y piedras volcánicas. Las torres más grandes de todo el continente se encontraban aquí, desafiando al firmamento, altas así como las montañas que lejanas les rodeaban y separaban el reino de los barbaros del este y las bestias del Norte Blanco; allí donde siempre era invierno y los días solo duraban media jornada.
—Me lo cuentas como si no hubiese oído ya a tu padre. —Se levantó del asiento dando la espalda a Roman—. Jamás borraré esa escena de mi cabeza.
—Lo siento. —Se arrimó hasta la muchacha y le acarició el cabello—. Intento ponerte al tanto de todo. Todavía no han dado con el asesino.
—Roman, mi padre está muerto. —La mirada se le oscureció y perdió en el horizonte, mientras la voz le pareció fluir ajena a sus sentidos—. Nada podrá regresármelo, sin embargo desde ayer todo gira entorno a dar con el culpable de esta desgracia; mas su cuerpo está allí, envuelto detrás de esas paredes, esperando a ser sepultado.
—Princesa, todos lamentamos la muerte de mi rey. —Con profundo y sincero pesar Roman cogió las manos de su prometida y las besó—. Hallar al culpable no nos arrebatará la tristeza, pero si nos brindará paz.
—¿Paz? —Lidias apartó las manos de las de Roman y avanzó rauda hacia la ventana que daba al balcón— ¿Ves a toda esa gente allá afuera? —Aglomerados a las afueras del basto jardín, una muchedumbre aguardaba mirando hacia el palacete— ¿Crees que toda esa gente que viene a despedir a su rey tiene paz?
—No comprendo lo que dices. —Se acercó al balcón y contempló al gentío
—Todos seguramente han perdido a alguien por causa de su rey. —Sus ojos miraron a la ventana intentando capturar a cada mujer, varón y niño allá abajo—. No han pasado muchos años desde las últimas batallas en la frontera. El culpable de sus desdichas claramente es uno solo.
—No olvides que también de sus alegrías. —Roman pareció comprender lo que decía Lidias—. Ellos amaban a su rey y están aquí para despedirlo. Las buenas decisiones, como la defensa de la frontera, les han permitido vivir tranquilos todos estos años.
—Tú no lo entiendes, porque eres un soldado igual que mi padre.
El siervo de Roman, Jen, irrumpió en la estancia señalando que les esperaban abajo para iniciar el cortejo. Bajaron las escalinatas hasta el vestíbulo, donde, aguardando junto al féretro, se encontraba un sequito de caballeros y miembros de la Sagrada Orden. Lidias se detuvo junto al ataúd, pero no se acercó lo suficiente para ver el rostro del rey caído. A su lado Roman, con una fugitiva lágrima rodando en su mejilla, hincó una rodilla y luego le cedió el brazo a su prometida. Ella no lloraba, ni siquiera al verlo quebrarse, en cambio, sus luminosos ojos parecieron haber perdido el brillo por un instante, la mirada de la joven se oscureció mientras reflexionaba ensimismada apoyada sobre los hombros del paladín.
Era una joven hermosa realmente, una poesía hecha mujer, como se había referido a ella Roman cuando la conoció. Apenas era una muchacha de catorce veranos en aquel entonces, que regresaba de la Torre Blanca donde había culminado sus estudios. Roman fue enviado escoltarla de regreso al palacio desde aquel día se enamoró de la princesa como un loco. Tierna y blanca como el marfil era su piel, de suaves formas su rostro y los ojos, cual turquesa, proyectaban su propia luz en una mirada aguda y desafiante que dejaba lucir un carácter fuerte e indomable. Su larga y sedosa cabellera azabache resbalaba despreocupada hasta su cintura, acariciándole los hombros cual velo negro, con un aire enigmático y majestuoso que decoraba su esbelta figura.
Ahora que ella contaba con diecisiete inviernos, Roman paladín del trono, por fin obtenía la bendición del rey para tomarla como esposa, sin embargo, con el monarca caído seguramente esa boda sería pospuesta. No por los funerales, que duraban alrededor de tres semanas, sino porque Lidias no parecía muy convencida ante Roman, lo que le destrozaba el corazón.
Los preparativos del duelo habían comenzado la noche anterior. Lidias, sin querer acercarse a ver a su padre, se zafó del brazo de Roman y salió del vestíbulo con cierta prisa. El caballero, aunque algún ademán hizo de detenerla, desistió al instante, comprendiendo que la princesa quería un momento de soledad.
Lidias se adentró en el salón del trono, completamente vació en ese momento y se echó de rodillas sobre la loza reluciente y fría. Así pasó un rato, hasta que unos pasos rompieron el silencio que hasta ese entonces reinaba. Un varón cruzó la puerta y entró hallando a la heredera inclinada en el piso; se acercó despacio.
—Los funerales de tu padre acabarán para el próximo mes.—Indicó el dignatario—.Entiendo que estés consternada, querida. Este episodio nos ha descolocado a todos.
—Vaya directo al punto, quiere.— Contestó con delicada violencia, sin mirar al canciller a su espalda.
—Oh. Ya veo.—Se mantuvo en su posición y entrelazó los dedos de sus manos—.Lo cierto es que como canciller, aun cuando mi corazón se siente abrumado, debo hacerme cargo de los asuntos pendientes que dejó tu padre. Con la responsabilidad que recae sobre mis hombros, al menos hasta el día de tu matrimonio con mi hijo.
—¿Es eso todo lo que tenía que decirme? —La desgana fue evidente en su tono de vos—. Porque por lo que a mí concierne, puede hacer lo que quiera ahora que es el soberano de Farthias—indicó poniendo especial énfasis en sus últimas palabras.
—Princesa Lidias, yo no lo vería de ese modo —señaló con incómoda reverencia—. Para mí es un honor adquirir este compromiso, pero entiendo que no me corresponde y quiero desprenderme lo antes posible de él.
—Entonces no se preocupe, volverá a ser canciller cuando Roman me tome como esposa. —El tedio en la mirada y en su voz fue innegable—. Ahora si me disculpa, quisiera un poco de soledad. Así que si no tiene nada más que agregar, agradecería que saliera de aquí.
—La esperamos para iniciar el cortejo —profirió con una reverencia el ahora designado monarca—. No tarde demasiado.
La joven levantó la cabeza y miró la perspectiva de aquella vasta sala, observó las columnatas de mármol que sostenían el elevado cielo, minuciosamente labrado con decoraciones en relieve y pinturas al fresco que recordaban dinastías del ayer. Cada columna de mármol tenía surcada una figura majestuosa que evocaba a los antiguos reyes. Pronto abría espacio para una nueva, con la estampa de su padre. Lidias sabía que el caído monarca no había sido un hombre más amado que temido por el pueblo, sin embargo, ella tenía mucho de él en su personalidad y sentía que de alguna manera le debía amor. Jamás fue una hija que le complaciera y llenara de dicha, excepto cuando no opuso mayor queja al enterarse que su matrimonio impuesto había sido convenido con el hijo del canciller. Sir Roman le parecía más un chiquillo necesitado de cuidado que un hombre recio y maduro. Lo cual más que amor, le despertaba lástima, quizá esa compasión era la que le impedía ser lo suficientemente dura como para rechazarlo y hacer de su futuro juntos un martirio.
Las nubes de tormenta acariciaron el firmamento, la noticia que había despertado al reino ya era el tema de discusión en todos los hogares y lugares dentro y fuera de sus dominios. El cortejo fúnebre se acercó a paso lento hasta la entrada del palacio. Venían a buscar el cuerpo del monarca para pasearlo por última vez por la metrópolis. En silencio, todos los habitantes de la casa real miraban con respeto aquella escena, hasta que un agente del reino se acercó hasta al ahora designado monarca, lord Condrid, para hablarle algo a su oído. Acto seguido la guardia real cayó sobre sir Roman, que caminaba junto a Lidias, apartándola con violencia.
—Ser Roman.—Declaró el oficial, levantando entre sus manos un pergamino que extendió frente a sus ojos—. Queda usted arrestado por ser el presunto autor del asesinato a nuestro rey. Acompáñenos sin objeción.
—¿Qué hacen? Suéltenme inmediatamente— intentando no levantar mucho la voz el caballero se zafó de las manos que se acercan para cogerlo—Esto es un error. ¡Por toda piedad! Van a lamentar esto.
—¿Qué sucede aquí?—intervino Lidias con la mirada en llamas—.Suéltenlo inmediatamente.
—Son órdenes del capitán.—indicó el soldado encogiéndose de hombros—.No podemos aceptar su petición.
Lidias se encaminó con diligencia por entre los nobles que acompañaban el cortejo hasta que llegó ante el canciller.
—Lord Condrid.—La princesa le hizo un gesto para que se acercase—.Es preciso que atienda esto.
—¿Debe ser en este momento? —El canciller le indicó el ataúd, que estaba siendo transportado a paso lento por el carruaje fúnebre y frunció su ceño.
—Los guardias se llevan a Roman.—Ya junto al canciller se acercó a su oído—Tienen una orden de arresto.
—Evidentemente, los agentes de la corona han tomado cartas en el asunto. —Disimulaba ante la multitud evitando mirar a Lidias mientras hablaba casi en susurros—. Ya hablaremos de esto luego.
—Sabe que él no tiene nada que ver.—Expuso con decisión la princesa, agarrándolo por el brazo con firmeza.
—Entiendo que tú no puedes asegurarlo— Cubriéndose ante la comitiva, Condrid se quitó la mano de Lidias que se aferraba a su antebrazo con cierta violencia—Pues yo tampoco puedo.
—Según las pericias de las hechiceras en los cuerpos de los fallecidos—Interrumpió el agente real, que llegó tras Lidias sorpresivamente.—La última visión antes de morir es poco clara, pero tenemos una confesora que relató haber sido impulsada por el sospechoso.
—Sus prácticas me resultan, cuanto menos, dudosas—La princesa se volvió hacia el recién llegado clavando sus ojos en la máscara que le cubría el rostro— ¿Desde cuándo los relatos bajo tortura le resultan tan concluyentes a la corte?
—Señorita, usted está haciendo graves acusaciones. Le recomiendo que.—El agente no acabó de terminar su oración, cuando la muchacha le puso dos dedos sobre los labios de la máscara y con un fiero gesto en la mirada le obligó a guardarse sus palabras.
—Lo que yo diga o haga, es mi responsabilidad desde que tengo uso de razón—Le indicó con voz airada y a la vez serena—Ni un plebeyo ni un noble falto de clase como usted va a amenazarme en mi palacio ¿Entendido?
El varón, derrotado por la actitud de la muchacha, solo asintió con la cabeza y culminó con una reverencia ante la joven, que se alejó de la escena con paso ligero y seguro. Luego acompañó en completo silencio al féretro mientras era paseado por las calles principales de la ciudad, hasta que regresó al palacete donde el ataúd fue devuelto a la sala de los reyes: un espacio preparado para recibirlo, donde permanecería los próximos veinte días antes de ser sepultado.
Una vez a solas, la princesa se acercó al cuerpo limpio y perfumado, acarició los cabellos canos del monarca y besó su frente por última vez.
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Aquí en este espacio, colgaré el proyecto en el que trabajo y que tenía tambíen arriba en nuestro querído foro. Lo he pulído un poco más, espero les guste y me critiquen. Un tremendo saludo a todos. Que gustoso me siento de verlos (leerlos) por aquí, denuevo.
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Indice
->El asesino en la corte. -I-
->Un culpable. Un inocente y Un traidor. -II-
->Una Huída Perfecta -III-
->Reodem, la ciudad sin ley -IV-
->El Bárbaro de Sarbia -V-
-> Los Veinte Capas Púrpura -VI-
-> Temblores en lo Profundo -VII-
->El Engarce Maldito -VIII-
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Capítulo I
El Asesino en la corte.
La puerta tronó con violencia, tras esta se oyeron los rudos gritos de uno de los guardias preguntando por ella. Era más de media noche, se levantó de la cama con desgana, cogió un batín aterciopelado y se lo echó sobre la espalda. La brisa fría se colaba por la ventana, tenía la costumbre de dormir con ella abierta durante el verano, pero ahora las noches estaban más heladas. La estación estival daba sus últimos bríos antes de dar paso a su primo antagónico tan durable: el invierno.
Salió de la habitación cuando el soldado le abrió la puerta, un sequito de armaduras la recibió en el pasillo.
—¿Qué ocurre? —Se acomodó un mechón que le cosquillaba el rostro— ¿Por qué se me ha despertado a estas horas de la noche?
—Princesa Lidias. —El guardia de mayor rango, se quitó el yelmo e hincó una rodilla—. Ha ocurrido una desgracia y...
—Me está asustando.
La joven miró a los varones a su alrededor y advirtió la silueta de Roman, que se acercaba apurando el paso al verla.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó ella todavía más confundida.
El recién llegado, traía puesta una coraza bruñida y dorada con la insignia de la corona grabada en el pecho. No llevaba casco y una capa del mismo tono que la armadura, le pendía hasta los tobillos. Era el uniforme de los paladines del reino.
—¡Benditos sean los dioses! Estás bien —dijo antes de acercarse a la princesa. Los guardias hicieron una venia de respeto y se replegaron para dejarlo pasar—. Subí tan pronto como me enteré.
—Espera. —Ella adelantó el brazo para detener al paladín que ya tenía enfrente— ¿De qué se trata todo esto?
—¿Entonces no?... —Roman miró al capitán de la guardia y este inclinó la cabeza. El noble acercó su mano a las de la princesa y entonces dijo—: Lidias, es el rey; tu padre está muerto.
—¿Q-qué? —soltó entre un gemido sordo.
El rostro le palideció. Miró a la guardia, al paladín y el pasillo tenuemente iluminado por las candelas que guindaban del techo. Pretendió tragar saliva, en un frustrado intento por desasir el nudo que se le cerró en la garganta. Luego corrió por la galería, zafándose de los guardias y de Roman que intentó detenerla.
No avanzó más de veinte varas y ya se encontró frente al umbral de la habitación del rey. Había una treintena de guardias y soldados cercando el paso, la puerta estaba abierta y Lidias antes de ser agarrada por los varones, logró divisar el horror que había dentro: la sangre manchaba sabanas, muebles y la pared; consiguió también ver dos cuerpos de mujer. Estaban desnudos en el suelo con una expresión terrorífica, una de ellas tenía un tajo que le surcaba desde el sexo hasta los senos, dejando a la vista gran parte de sus órganos; a la otra le habían cercenada la garganta y la sangre la cubría el cuerpo de un rojo carmesí.
—Princesa —le decía uno de los guardias que la sostenía—. No debería estar aquí, aún es peligroso.
—¡Déjenme verlo! —ordenó evitando forcejear—. Es mi derecho ¡Déjenme verlo! ¿Dónde está?
—Ya hemos retirado el cuerpo, mi dama. —Un agente de la Sagrada Orden, con la capa púrpura le salió al encuentro—. Fue asesinado mientras dormía, aún no tenemos clara la ocurrencia de los hechos, pero estamos trabajando en ello. Una de las concubinas sobrevivió y ya fue trasladada hasta la torre, para su interrogatorio.
—¿Asesinado mientras dormía? —Había decepción en sus ojos, miró a los guardias y buscó al capitán, que llegaba junto a ella con Roman— ¿Cómo es que han permitido una cobardía semejante? Mi padre era varón de honor, siempre soñó con una muerte más digna, que encontrase yaciendo con un hatajo de meretrices.
—La muerte solo nos llega. —El paladín le alcanzó el batín que se le había caído y se lo colocó sobre los hombros con ternura—. No es digna ni tampoco indigna, simplemente es.
El páramo agreste desteñía sus verdes vestidos para hacerse tan pálidos como los rayos del sol que anuncian la mañana en Freidham. Enclavada en las faldas de un cerro solitario en medio del gran valle, la gloriosa capital del reino arrullaba la magnificencia y monumentalidad que caracteriza a los hombres del norte: construcciones formidables y robustas, cuidadosamente labradas en roca, mármol y piedras volcánicas. Las torres más grandes de todo el continente se encontraban aquí, desafiando al firmamento, altas así como las montañas que lejanas les rodeaban y separaban el reino de los barbaros del este y las bestias del Norte Blanco; allí donde siempre era invierno y los días solo duraban media jornada.
—Me lo cuentas como si no hubiese oído ya a tu padre. —Se levantó del asiento dando la espalda a Roman—. Jamás borraré esa escena de mi cabeza.
—Lo siento. —Se arrimó hasta la muchacha y le acarició el cabello—. Intento ponerte al tanto de todo. Todavía no han dado con el asesino.
—Roman, mi padre está muerto. —La mirada se le oscureció y perdió en el horizonte, mientras la voz le pareció fluir ajena a sus sentidos—. Nada podrá regresármelo, sin embargo desde ayer todo gira entorno a dar con el culpable de esta desgracia; mas su cuerpo está allí, envuelto detrás de esas paredes, esperando a ser sepultado.
—Princesa, todos lamentamos la muerte de mi rey. —Con profundo y sincero pesar Roman cogió las manos de su prometida y las besó—. Hallar al culpable no nos arrebatará la tristeza, pero si nos brindará paz.
—¿Paz? —Lidias apartó las manos de las de Roman y avanzó rauda hacia la ventana que daba al balcón— ¿Ves a toda esa gente allá afuera? —Aglomerados a las afueras del basto jardín, una muchedumbre aguardaba mirando hacia el palacete— ¿Crees que toda esa gente que viene a despedir a su rey tiene paz?
—No comprendo lo que dices. —Se acercó al balcón y contempló al gentío
—Todos seguramente han perdido a alguien por causa de su rey. —Sus ojos miraron a la ventana intentando capturar a cada mujer, varón y niño allá abajo—. No han pasado muchos años desde las últimas batallas en la frontera. El culpable de sus desdichas claramente es uno solo.
—No olvides que también de sus alegrías. —Roman pareció comprender lo que decía Lidias—. Ellos amaban a su rey y están aquí para despedirlo. Las buenas decisiones, como la defensa de la frontera, les han permitido vivir tranquilos todos estos años.
—Tú no lo entiendes, porque eres un soldado igual que mi padre.
El siervo de Roman, Jen, irrumpió en la estancia señalando que les esperaban abajo para iniciar el cortejo. Bajaron las escalinatas hasta el vestíbulo, donde, aguardando junto al féretro, se encontraba un sequito de caballeros y miembros de la Sagrada Orden. Lidias se detuvo junto al ataúd, pero no se acercó lo suficiente para ver el rostro del rey caído. A su lado Roman, con una fugitiva lágrima rodando en su mejilla, hincó una rodilla y luego le cedió el brazo a su prometida. Ella no lloraba, ni siquiera al verlo quebrarse, en cambio, sus luminosos ojos parecieron haber perdido el brillo por un instante, la mirada de la joven se oscureció mientras reflexionaba ensimismada apoyada sobre los hombros del paladín.
Era una joven hermosa realmente, una poesía hecha mujer, como se había referido a ella Roman cuando la conoció. Apenas era una muchacha de catorce veranos en aquel entonces, que regresaba de la Torre Blanca donde había culminado sus estudios. Roman fue enviado escoltarla de regreso al palacio desde aquel día se enamoró de la princesa como un loco. Tierna y blanca como el marfil era su piel, de suaves formas su rostro y los ojos, cual turquesa, proyectaban su propia luz en una mirada aguda y desafiante que dejaba lucir un carácter fuerte e indomable. Su larga y sedosa cabellera azabache resbalaba despreocupada hasta su cintura, acariciándole los hombros cual velo negro, con un aire enigmático y majestuoso que decoraba su esbelta figura.
Ahora que ella contaba con diecisiete inviernos, Roman paladín del trono, por fin obtenía la bendición del rey para tomarla como esposa, sin embargo, con el monarca caído seguramente esa boda sería pospuesta. No por los funerales, que duraban alrededor de tres semanas, sino porque Lidias no parecía muy convencida ante Roman, lo que le destrozaba el corazón.
Los preparativos del duelo habían comenzado la noche anterior. Lidias, sin querer acercarse a ver a su padre, se zafó del brazo de Roman y salió del vestíbulo con cierta prisa. El caballero, aunque algún ademán hizo de detenerla, desistió al instante, comprendiendo que la princesa quería un momento de soledad.
Lidias se adentró en el salón del trono, completamente vació en ese momento y se echó de rodillas sobre la loza reluciente y fría. Así pasó un rato, hasta que unos pasos rompieron el silencio que hasta ese entonces reinaba. Un varón cruzó la puerta y entró hallando a la heredera inclinada en el piso; se acercó despacio.
—Los funerales de tu padre acabarán para el próximo mes.—Indicó el dignatario—.Entiendo que estés consternada, querida. Este episodio nos ha descolocado a todos.
—Vaya directo al punto, quiere.— Contestó con delicada violencia, sin mirar al canciller a su espalda.
—Oh. Ya veo.—Se mantuvo en su posición y entrelazó los dedos de sus manos—.Lo cierto es que como canciller, aun cuando mi corazón se siente abrumado, debo hacerme cargo de los asuntos pendientes que dejó tu padre. Con la responsabilidad que recae sobre mis hombros, al menos hasta el día de tu matrimonio con mi hijo.
—¿Es eso todo lo que tenía que decirme? —La desgana fue evidente en su tono de vos—. Porque por lo que a mí concierne, puede hacer lo que quiera ahora que es el soberano de Farthias—indicó poniendo especial énfasis en sus últimas palabras.
—Princesa Lidias, yo no lo vería de ese modo —señaló con incómoda reverencia—. Para mí es un honor adquirir este compromiso, pero entiendo que no me corresponde y quiero desprenderme lo antes posible de él.
—Entonces no se preocupe, volverá a ser canciller cuando Roman me tome como esposa. —El tedio en la mirada y en su voz fue innegable—. Ahora si me disculpa, quisiera un poco de soledad. Así que si no tiene nada más que agregar, agradecería que saliera de aquí.
—La esperamos para iniciar el cortejo —profirió con una reverencia el ahora designado monarca—. No tarde demasiado.
La joven levantó la cabeza y miró la perspectiva de aquella vasta sala, observó las columnatas de mármol que sostenían el elevado cielo, minuciosamente labrado con decoraciones en relieve y pinturas al fresco que recordaban dinastías del ayer. Cada columna de mármol tenía surcada una figura majestuosa que evocaba a los antiguos reyes. Pronto abría espacio para una nueva, con la estampa de su padre. Lidias sabía que el caído monarca no había sido un hombre más amado que temido por el pueblo, sin embargo, ella tenía mucho de él en su personalidad y sentía que de alguna manera le debía amor. Jamás fue una hija que le complaciera y llenara de dicha, excepto cuando no opuso mayor queja al enterarse que su matrimonio impuesto había sido convenido con el hijo del canciller. Sir Roman le parecía más un chiquillo necesitado de cuidado que un hombre recio y maduro. Lo cual más que amor, le despertaba lástima, quizá esa compasión era la que le impedía ser lo suficientemente dura como para rechazarlo y hacer de su futuro juntos un martirio.
Las nubes de tormenta acariciaron el firmamento, la noticia que había despertado al reino ya era el tema de discusión en todos los hogares y lugares dentro y fuera de sus dominios. El cortejo fúnebre se acercó a paso lento hasta la entrada del palacio. Venían a buscar el cuerpo del monarca para pasearlo por última vez por la metrópolis. En silencio, todos los habitantes de la casa real miraban con respeto aquella escena, hasta que un agente del reino se acercó hasta al ahora designado monarca, lord Condrid, para hablarle algo a su oído. Acto seguido la guardia real cayó sobre sir Roman, que caminaba junto a Lidias, apartándola con violencia.
—Ser Roman.—Declaró el oficial, levantando entre sus manos un pergamino que extendió frente a sus ojos—. Queda usted arrestado por ser el presunto autor del asesinato a nuestro rey. Acompáñenos sin objeción.
—¿Qué hacen? Suéltenme inmediatamente— intentando no levantar mucho la voz el caballero se zafó de las manos que se acercan para cogerlo—Esto es un error. ¡Por toda piedad! Van a lamentar esto.
—¿Qué sucede aquí?—intervino Lidias con la mirada en llamas—.Suéltenlo inmediatamente.
—Son órdenes del capitán.—indicó el soldado encogiéndose de hombros—.No podemos aceptar su petición.
Lidias se encaminó con diligencia por entre los nobles que acompañaban el cortejo hasta que llegó ante el canciller.
—Lord Condrid.—La princesa le hizo un gesto para que se acercase—.Es preciso que atienda esto.
—¿Debe ser en este momento? —El canciller le indicó el ataúd, que estaba siendo transportado a paso lento por el carruaje fúnebre y frunció su ceño.
—Los guardias se llevan a Roman.—Ya junto al canciller se acercó a su oído—Tienen una orden de arresto.
—Evidentemente, los agentes de la corona han tomado cartas en el asunto. —Disimulaba ante la multitud evitando mirar a Lidias mientras hablaba casi en susurros—. Ya hablaremos de esto luego.
—Sabe que él no tiene nada que ver.—Expuso con decisión la princesa, agarrándolo por el brazo con firmeza.
—Entiendo que tú no puedes asegurarlo— Cubriéndose ante la comitiva, Condrid se quitó la mano de Lidias que se aferraba a su antebrazo con cierta violencia—Pues yo tampoco puedo.
—Según las pericias de las hechiceras en los cuerpos de los fallecidos—Interrumpió el agente real, que llegó tras Lidias sorpresivamente.—La última visión antes de morir es poco clara, pero tenemos una confesora que relató haber sido impulsada por el sospechoso.
—Sus prácticas me resultan, cuanto menos, dudosas—La princesa se volvió hacia el recién llegado clavando sus ojos en la máscara que le cubría el rostro— ¿Desde cuándo los relatos bajo tortura le resultan tan concluyentes a la corte?
—Señorita, usted está haciendo graves acusaciones. Le recomiendo que.—El agente no acabó de terminar su oración, cuando la muchacha le puso dos dedos sobre los labios de la máscara y con un fiero gesto en la mirada le obligó a guardarse sus palabras.
—Lo que yo diga o haga, es mi responsabilidad desde que tengo uso de razón—Le indicó con voz airada y a la vez serena—Ni un plebeyo ni un noble falto de clase como usted va a amenazarme en mi palacio ¿Entendido?
El varón, derrotado por la actitud de la muchacha, solo asintió con la cabeza y culminó con una reverencia ante la joven, que se alejó de la escena con paso ligero y seguro. Luego acompañó en completo silencio al féretro mientras era paseado por las calles principales de la ciudad, hasta que regresó al palacete donde el ataúd fue devuelto a la sala de los reyes: un espacio preparado para recibirlo, donde permanecería los próximos veinte días antes de ser sepultado.
Una vez a solas, la princesa se acercó al cuerpo limpio y perfumado, acarició los cabellos canos del monarca y besó su frente por última vez.
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