Una ida de olla (que también las tengo), por si alguien quiere matar el tiempo. Es lo que tiene quedarse atascado y mordiéndose las uñas. Ya sabeis, ese momento en el que empiezas a escribir de todo menos lo que tienes que escribir. Jajaja
Evidentemente el título es una broma
El Gato observaba la gran masa incandescente que levitaba sobre el horizonte, extendiendo su halo de Luz sobre las tierras que lo circundaban. Como un mar ondulante la claridad llenaba las llanuras, aproximándose. El Gato, sentado en la colina, sabía que antes de que el Tiempo empezase a tener verdadera consistencia a su alrededor, el mundo entero debía estar anegado bajo aquella presencia. Contempló fijamente la Luz y como las Sombras retrocedían. Las flores emergían a su paso y se marchitaban en un ciclo enloquecido, los árboles crecían y desaparecían en pocos momentos, los animales procreaban y se devoraban unos a otros y morían ante sus ojos y sus descendientes tomaban su lugar aún antes de que hubieran caído. Todo esto vio el Gato en el seno de la Luz, pero a sus penetrantes ojos nada permanecía en aquel torbellino excepto las ideas eternas de la Flor, el Árbol y el Animal. Entonces se preguntó por qué aquel que ostentaba el poder quería desterrar a los Primeros. Y sabía que, en cuanto la Luz lo tocase, también él se descompondría en infinitos gatos que se sucederían uno tras otro en un vértigo inimaginable, perpetuando tan solo su esencia de Gato en ese Tiempo que se avecinaba. Él era inmortal y quería seguir siéndolo, pero el Hacedor se aburría en aquel mundo que contenía uno sólo de cada especie y había ideado una Creación más dinámica que le entretuviera. Durante unas cuantas eras al menos.
Como compensación el Hacedor les había ofrecido a los Primeros otro tipo de inmortalidad muy diferente. Multiplicarse en seres infinitos, semejantes y distintos a un tiempo, y extenderse así por toda la nueva Creación que nacía. Tener el don de la ubicuidad, percepciones innumerables y simultáneas, ser multicorpóreos. Morir, pero renacer en cada nuevo individuo. Sin embargo el Gato había sido la única de todas las criaturas primeras que había desconfiado de aquel presente. Temía dispersarse tanto que su conciencia única desapareciera por completo. Así que descendió de la colina y se refugió en las Sombras. A partir de aquel momento empezó a temer la Luz.
Paso a paso el Gato retrocedió ante ella hasta que por fin llegó al último reducto de las Sombras en el corazón de aquel mundo: la montaña más alta donde se había originado todo. Allí había despertado el Hacedor y desde aquel lugar había empezado a tejer los hilos del destino que ahora manejaba a su antojo. En la cima de la montaña reposaban todavía los Dioses del viejo orden, reducidos con la llegada del nuevo dios a un miserable abandono. Ellos eran los señores del vacío, de cuando aún nada había sido creado, y amaban la Oscuridad porque les traía a la memoria su época de poder. Huyendo del Tiempo, el Gato llegó hasta las puertas de su palacio y cruzó el umbral medio derruido. Atravesó los desiertos salones hasta donde los viejos Dioses languidecían en sus tronos cubiertos de polvo y los contempló. Sin embargo éstos permanecieron inmóviles, enormes como gigantes. Ya casi habían cruzado la frontera del olvido, de la cual no se puede regresar, y tan solo el hecho de que el Gato los hubieran recordado de nuevo los retenía aún. Algunos de ellos ni siquiera advirtieron su llegada y permanecieron petrificados como estatuas más allá de la memoria de la criatura que los observaba. Sin embargo tres de los antiguos Dioses aún levantaron sus párpados y fijaron sus ojos negros en el Gato y el más joven, el que menos deseaba desaparecer, alzó su mano y cubrió la montaña de oscuridad, una Oscuridad tan profunda que la Luz la rodeó por completo, pero no pudo atravesarla. Después los tres Dioses antiguos volvieron a cerrar los ojos para no volver a abrirlos más.
El presente del Dios antiguo al Gato había sido extremadamente poderoso y el Hacedor se sentó en la falda de la montaña, meditando como podría dominar aquella Oscuridad y culminar su obra con la perfección que deseaba. A su alrededor el curso del tiempo se hacía más y más frenético sumiendo el planeta en el caos. De repente aparecían valles y se abrían abismos. De ellos emergían una tras otra cordilleras que se desgastaban en un suspiro, los mares se secaban y volvían a llenarse en un instante y los seres vivos eran tan efímeros que ni siquiera podía percibirse su presencia. El mundo rugía y se convulsionaba en una constante metamorfosis. El Gato lo veía todo desde la Montaña Sin Tiempo que se levantaba sobre La luz y aquella visión lo atemorizaba, pero mientras él guardara memoria de los antiguos Dioses, la Oscuridad no se desvanecería.
El Hacedor esperó, porque sabía que la soledad se convertiría en un peso insoportable para el Gato, aún en su Montaña Sin Tiempo, y que finalmente sería preferible para él cualquier presencia, aunque fuera la suya propia desdoblada en innumerables gatos. Y entonces su propuesta no había de parecerle tan amarga. Evidentemente la sabiduría de un dios no puede ponerse en duda y, a través del no-tiempo que habitaba en el palacio, el Gato sintió que realmente su existencia no tenía objeto, detenida como estaba en los umbrales del olvido que habían cruzado los Dioses antiguos. Si seguía allí el Gato llegaría a olvidarse de sí mismo y dejaría de tener conciencia de su propio ser, lo que equivalía a sumirse en el mismo estado en el que se encontraban los Dioses a cuyos pies se refugiaba. Así que después de meditarlo profundamente el Gato decidió hacer un trato y abandonar el palacio, pero solo si el Hacedor accedía a una única petición: mezclar la Luz y la Oscuridad para ralentizar aquel vertiginoso caos que la Luz traía consigo.
Al principio el Hacedor se negó, porque le exasperaba tener que doblegarse a los deseos de una criatura tan pequeña. El Gato, al ver su enojo, volvió a ocultarse a sus ojos, fundiéndose entre sombras, hasta que al fin, impaciente por ver terminada su obra, el Hacedor le llamó y accedió con una leve inclinación de cabeza. De su mano nacieron entonces el día y la noche y se los mostró al Gato de manera que ambos estuvieran equitativamente presentes en periodos no demasiado largos, para que ni el Hacedor tuviera tiempo de añorar la luz ni el Gato tiempo de añorar la oscuridad. Como esto satisfizo al Gato, con una última mirada a los antiguos Dioses, abandonó su silenciosa guarida. Y, cuando cruzó el umbral, la sombra impenetrable se deshizo tras él y el Gato se descompuso en muchos gatos, como en un prisma caleidoscópico.
Generación tras generación los gatos se reúnen cuando se oculta el sol para recordar, pues la noche existe tan solo gracias a los gatos y a su memoria de los Dioses antiguos. El día que los gatos olviden, la noche desaparecerá y el fluir del Tiempo cambiará de tal forma que sobrevendrá el fin del mundo tal como lo conocemos.
Mientras tanto el Hacedor los observa y espera pacientemente el momento de coronar su obra.
Como compensación el Hacedor les había ofrecido a los Primeros otro tipo de inmortalidad muy diferente. Multiplicarse en seres infinitos, semejantes y distintos a un tiempo, y extenderse así por toda la nueva Creación que nacía. Tener el don de la ubicuidad, percepciones innumerables y simultáneas, ser multicorpóreos. Morir, pero renacer en cada nuevo individuo. Sin embargo el Gato había sido la única de todas las criaturas primeras que había desconfiado de aquel presente. Temía dispersarse tanto que su conciencia única desapareciera por completo. Así que descendió de la colina y se refugió en las Sombras. A partir de aquel momento empezó a temer la Luz.
Paso a paso el Gato retrocedió ante ella hasta que por fin llegó al último reducto de las Sombras en el corazón de aquel mundo: la montaña más alta donde se había originado todo. Allí había despertado el Hacedor y desde aquel lugar había empezado a tejer los hilos del destino que ahora manejaba a su antojo. En la cima de la montaña reposaban todavía los Dioses del viejo orden, reducidos con la llegada del nuevo dios a un miserable abandono. Ellos eran los señores del vacío, de cuando aún nada había sido creado, y amaban la Oscuridad porque les traía a la memoria su época de poder. Huyendo del Tiempo, el Gato llegó hasta las puertas de su palacio y cruzó el umbral medio derruido. Atravesó los desiertos salones hasta donde los viejos Dioses languidecían en sus tronos cubiertos de polvo y los contempló. Sin embargo éstos permanecieron inmóviles, enormes como gigantes. Ya casi habían cruzado la frontera del olvido, de la cual no se puede regresar, y tan solo el hecho de que el Gato los hubieran recordado de nuevo los retenía aún. Algunos de ellos ni siquiera advirtieron su llegada y permanecieron petrificados como estatuas más allá de la memoria de la criatura que los observaba. Sin embargo tres de los antiguos Dioses aún levantaron sus párpados y fijaron sus ojos negros en el Gato y el más joven, el que menos deseaba desaparecer, alzó su mano y cubrió la montaña de oscuridad, una Oscuridad tan profunda que la Luz la rodeó por completo, pero no pudo atravesarla. Después los tres Dioses antiguos volvieron a cerrar los ojos para no volver a abrirlos más.
El presente del Dios antiguo al Gato había sido extremadamente poderoso y el Hacedor se sentó en la falda de la montaña, meditando como podría dominar aquella Oscuridad y culminar su obra con la perfección que deseaba. A su alrededor el curso del tiempo se hacía más y más frenético sumiendo el planeta en el caos. De repente aparecían valles y se abrían abismos. De ellos emergían una tras otra cordilleras que se desgastaban en un suspiro, los mares se secaban y volvían a llenarse en un instante y los seres vivos eran tan efímeros que ni siquiera podía percibirse su presencia. El mundo rugía y se convulsionaba en una constante metamorfosis. El Gato lo veía todo desde la Montaña Sin Tiempo que se levantaba sobre La luz y aquella visión lo atemorizaba, pero mientras él guardara memoria de los antiguos Dioses, la Oscuridad no se desvanecería.
El Hacedor esperó, porque sabía que la soledad se convertiría en un peso insoportable para el Gato, aún en su Montaña Sin Tiempo, y que finalmente sería preferible para él cualquier presencia, aunque fuera la suya propia desdoblada en innumerables gatos. Y entonces su propuesta no había de parecerle tan amarga. Evidentemente la sabiduría de un dios no puede ponerse en duda y, a través del no-tiempo que habitaba en el palacio, el Gato sintió que realmente su existencia no tenía objeto, detenida como estaba en los umbrales del olvido que habían cruzado los Dioses antiguos. Si seguía allí el Gato llegaría a olvidarse de sí mismo y dejaría de tener conciencia de su propio ser, lo que equivalía a sumirse en el mismo estado en el que se encontraban los Dioses a cuyos pies se refugiaba. Así que después de meditarlo profundamente el Gato decidió hacer un trato y abandonar el palacio, pero solo si el Hacedor accedía a una única petición: mezclar la Luz y la Oscuridad para ralentizar aquel vertiginoso caos que la Luz traía consigo.
Al principio el Hacedor se negó, porque le exasperaba tener que doblegarse a los deseos de una criatura tan pequeña. El Gato, al ver su enojo, volvió a ocultarse a sus ojos, fundiéndose entre sombras, hasta que al fin, impaciente por ver terminada su obra, el Hacedor le llamó y accedió con una leve inclinación de cabeza. De su mano nacieron entonces el día y la noche y se los mostró al Gato de manera que ambos estuvieran equitativamente presentes en periodos no demasiado largos, para que ni el Hacedor tuviera tiempo de añorar la luz ni el Gato tiempo de añorar la oscuridad. Como esto satisfizo al Gato, con una última mirada a los antiguos Dioses, abandonó su silenciosa guarida. Y, cuando cruzó el umbral, la sombra impenetrable se deshizo tras él y el Gato se descompuso en muchos gatos, como en un prisma caleidoscópico.
Generación tras generación los gatos se reúnen cuando se oculta el sol para recordar, pues la noche existe tan solo gracias a los gatos y a su memoria de los Dioses antiguos. El día que los gatos olviden, la noche desaparecerá y el fluir del Tiempo cambiará de tal forma que sobrevendrá el fin del mundo tal como lo conocemos.
Mientras tanto el Hacedor los observa y espera pacientemente el momento de coronar su obra.
Evidentemente el título es una broma