13/07/2019 11:35 AM
(This post was last modified: 13/07/2019 03:42 PM by FrancoMendiverry95.)
Como siempre, doy las gracias a @Sashka por ayudarme a mejorar el relato con sus apreciaciones. Me son de mucha ayuda.
Las Enseñanzas de un Brujo V
I
Los brujos estaban cansados de cabalgar, llevaban más de una semana, casi dos, sin hallar trabajo. Y Geralt se aburría.
—Lobo, ya no silbes.
El joven pupilo silbó con más ganas una melodía que habían oído hacía poco en la posada de Razor, o quizá en la de Milsen.
—Lobo…
—Es aburrido cabalgar sin silbar. —Y siguió haciéndolo—. Anda, prueba tú también, viejo trol.
Su maestro soltó un gruñido, siguió mirando al frente.
—No me digas que… —empezó Geralt.
—Un brujo debe estar atento al camino.
—… No sabes silbar, ¡no sabes! —Soltó una pequeña risita—. Vesemir, pero si es tan sencillo, mira: debes poner los labios así, y soplar.
El maestro brujo lo intentó una vez.
—Dije soplar, no escupir —se mofó Geralt—. Y deja la lengua dentro del morro, viejo tonto, o pensaré que eres una bruja sepulcral y echaré mano a la espada.
—¿Y qué quieres que haga con la lengua?
—¿De verdad quieres que responda a eso?
Vesemir bufó, el joven pupilo rio un poco más, se le ocurrió una idea para mantenerlo ocupado un rato.
—Debes pegarla al paladar, por supuesto, así no se te escapa. Venga, prueba de nuevo.
El viejo maestro lo intentó otra vez, Geralt miró hacia otro lado para soltar una pequeña carcajada.
—¡Mejor! —exclamó, risueño—. ¡Una vez más, ya casi lo tienes!
Y Vesemir siguió probando, y probando, y probando; el joven pupilo tuvo que dejar que se adelantara para reír a sus espaldas, y cada tanto soltaba alguna exclamación como: ¡casi!, ¡ya lo tienes!, ¡eso es!, y luego se mordía la lengua ante los bufidos y gruñidos de su maestro.
Los kilómetros, de ese modo, se le pasaron como por arte de magia. Hasta que él mismo se cansó de su juego.
—Vesemir, ya basta.
El viejo brujo lo intentó con más ganas, pero sin acercarse ni una pizca a conseguirlo.
—Vesemir…
—Es aburrido cabalgar sin tener nada que hacer, Lobo.
Y siguió intentándolo unos minutos más, divertido, porque, aunque su pupilo ya no dijo nada, él le oía gruñir, cómo chirriaban sus dientes, cómo suspiraba de fastidio.
—¿Te divierte la venganza, viejo? —preguntó Geralt al fin.
—Y cómo —replicó Vesemir, y aquello le fastidió todavía más.
—Te gusta copiar las expresiones de los demás, ¿eh?
—Y cómo. —Geralt soltó un bufido, el viejo brujo fue más allá—. ¿No me repites una y otra vez que debo actualizar mi forma de hablar?
—Eso digo, es cierto, pero tampoco es para que lo repitas a cada momento. ¿Qué pensarías si yo agregara esas expresiones que tanto te gustan acomodar según el caso, el ‹‹soy demasiado viejo para…›› y el ‹‹no soy tan viejo para…››? Te irritaría, ¿verdad?
Vesemir le miró, pareció meditar un momento, luego soltó:
—Y cómo.
Y estalló en una carcajada. Y Geralt, muy a su pesar, no pudo evitar que se la contagiara, y las risotadas de ambos se oyeron durante un buen trecho.
Pero de pronto ambos escucharon el golpeteo de los cascos de un caballo, y al mirar por encima del hombro vieron al jinete, ya muy cerca, a unos escasos veinte metros. Vesemir llevó a su caballo a la vera de la carretera, su pupilo lo imitó.
El jinete los alcanzó enseguida, pasó a su lado, dedicó una detenida mirada al viejo brujo, entonces detuvo a su montura poco más allá. Ellos hicieron lo propio, guardando las distancias, mirando a un lado y al otro para asegurarse de que no hubiera nadie más en las cercanías.
El desconocido hizo virar a su caballo, alargó el cuello hacia delante, como si forzara la vista, y de pronto exclamó:
—¡Vesemir! ¡Pero si eres tú, mi amigo el brujo!
Geralt advirtió que el cuerpo de su maestro no se relajaba, y, por lo tanto, no relajó el suyo. El jinete pateó los costados de su montura y se acercó lentamente hasta quedar lado a lado con el viejo, pero este siguió reacio.
Entonces el desconocido se quitó el sombrero.
—¡Nilgerfor! —exclamó Vesemir al ver la anaranjada cabellera, ahora sí, aflojando los músculos—. Que te lleven los diablos, tunante, no están los caminos para tus juegos.
El tal Nilgerfor soltó una gran carcajada.
—El viejo Vesemir, siempre con su buen humor. Si no te conociera, mi amigo, hubiera dicho que eran tuyas las carcajadas que oí más atrás en el camino.
—¿Carcajadas? ¿Mías? —El maestro miró a su pupilo con el rostro ceñudo—. ¿Lo has oído?
Geralt asintió, hizo una mueca.
—Qué disparate —dijo.
—¡Ah, me olvidaba que los brujos sois como piedras! —vociferó el pelirrojo—. Al menos si estáis sobrios. —Miró a Vesemir y le guiñó un ojo.
El viejo maestro evitó la mirada de su pupilo, tosió para disimular la incomodidad.
—¿Vas de camino a tu casa, Nilgerfor?
—Voy, poco falta ya, y quiero llegar a tiempo para la cena.
Geralt carraspeó con clara intención.
—¿Y quién es este… es un muchacho, Vesemir? Pido que perdonéis mi ignorancia, pero el pelo blanco tiene como un anciano…
—Su nombre es Geralt —dijo el maestro, tajante.
El joven pupilo leyó bien lo que decía su mirada: y es todo cuanto debes saber de él. Geralt sabía bien que al viejo no le agradaba hablar con nadie acerca de los efectos de las mutaciones a las que eran sometidos los aprendices de brujos. Ni siquiera con ellos mismos.
El pelirrojo se dio cuenta al momento de que entraba en terreno pantanoso.
—¿Qué os parece si os venís conmigo? Ileana siempre prepara comida de sobra y prefiero daros de comer a vosotros que a los vagabundos que merodean la hacienda. —Nilgerfor arrastró la mirada de uno al otro—. ¿Os agrada la idea?
—Y cómo —dijeron al unísono maestro y pupilo, y el asomo de una risa afloró en sus rostros. Geralt se mordió el labio, Vesemir tosió y agregó—: Queremos decir que, si no es molestia, nos encantará acompañarte, Nilgerfor.
—¡Eso me vale! ¡Pues andando, que la tarde avanza!
Vesemir se extrañó al llegar a una bifurcación de caminos.
—¿No es por aquí el trayecto más corto hasta tu casa? —preguntó, deteniendo su caballo.
El rostro de Nilgerfor perdió color.
—Lo es. Pero ese camino está en desuso desde hace ya un año.
Los brujos clavaron sus ojos dorados en aquella dirección.
—Por tu tono —dijo Geralt—, dudo que sea por los baches.
El pelirrojo negó con la cabeza.
—Algo andurrea por allí, en la vieja finca de los Testarell. Vesemir, mejor omitir esos detalles.
—Nilgerfor, creo que olvidas que soy un brujo y puedo verte a pesar de la poca luz. Puedo verte bien, y advierto tu preocupación. ¿Qué tan malvado es ese algo como para tenerte asustado a ti?
—Vesemir, en lo que respecta a los monstruos, soy lo bastante valiente como para enfrentarlos llegado el caso. Y lo sabes bien, ¿recuerdas aquel diablillo que rondaba por las granjas, y como lo saqué a pedrada limpia? —El viejo brujo asintió, rio con un bufido—. Bien. Pero allí… al entrar en ese sendero, nadie sabe a qué deberá hacer frente. Lo único que os puedo decir, y que bien cierto es, es que los que se internaron en él no volvieron a salir. Ni vivos, ni muertos.
El viento se levantó, a los oídos de los brujos llegó el rumor de un tintineo metálico proveniente de aquella dirección.
—¿Hay recompensa? —preguntó el viejo maestro.
—Vesemir… vendrán otros brujos, aparte de vosotros…
—Es decir, que sí. ¿A nombre de quién, lo sabes?
—Lo sé bien. Al mío. Pero…
—¿Cuánta es la suma, Nilgerfor?
El pelirrojo soltó un suspiro.
—Doscientas cincuenta coronas novigradas.
Geralt silbó de gusto.
—Sí —dijo Vesemir—. Ahora mismo, por cómo están las cosas, nos vendrían de perlas. Lo tomamos, Nilgerfor. Que no se hable más. Aceptamos el trabajo.
El pelirrojo no se mostró feliz con la decisión.
—¿Hay alguna forma de haceros cambiar de opinión? —Ambos brujos le devolvieron una mirada concluyente—. Me imaginé. Vale, os explicaré en la casa.
II
El día había amanecido gris, el cielo era un campo de nubes pálidas. Soplaba una brisa inconstante, y a raíz de ella los brujos volvían a oír cada tanto el tintineo metálico proveniente de aquél misterioso sendero. ¿Es un señuelo?, se preguntó Geralt con los ojos clavados allí. ¿Una llamada? ¿O un desafío?
—Una advertencia —dijo Vesemir, entendiendo lo que pasaba por su cabeza—. Eso es.
Desmontaron, se colgaron al hombro sus espadas de plata, se colocaron sobre la cabeza las capuchas de sus largos mantos. Y echaron a andar, llevando por el ronzal a sus caballos, a paso lento y, en apariencia, tranquilo. Pero las apariencias engañan a menudo, bien lo sabían ellos dos.
Las huellas de los carros aún se distinguían en el camino, pero la hierba hacía un tiempo que ganaba terreno, y poco faltaba para ocultarlas por completo. Los brujos se movían uno a la par del otro; Geralt a la izquierda, Vesemir a la derecha. Durante la primera parte del trayecto pudieron vigilar las lindes de la carretera sin ningún problema, pero luego los arbustos fueron obstaculizándoles la visión, y sus oídos tuvieron que tomar la posta. Se oía el correteo de una criatura ligera y rápida, seguramente un roedor; también el croar de algunas ranas que no se enteraban de que la noche había quedado atrás, y el canto de unos tímidos pajaritos. Y el tintineo metálico, por supuesto. Cada vez más alto.
Llegaron a una pequeña bifurcación. El sendero por el que caminaban seguía llano y mayormente recto hacia donde fuera que llevaba, pero otro más pequeño, cercado por unas vallas de madera, torcía a la izquierda y comenzaba a trepar por la cara de una colina. Y allí arriba, sobre una porción plana, se elevaba un árbol solitario, desnudo y arrugado. De sus ramas muertas, colgaban un centenar de cucharas de metal; al ser mecidas por la brisa, chocaban unas con otras y producían ese tintineo, que adquiría por momentos la forma de una melodía dispar, irritante y siniestra.
Sardinilla bufó y pisó con fuerza, incómoda, el caballo de Vesemir agitó la testa y dio algunos pasos hacia atrás. Los ojos de los brujos se encontraron entonces, de soslayo, mientras tiraban de las riendas para calmar a los caballos: está allí arriba. Y asintieron con la cabeza.
Se vieron obligados a tranquilizar a los animales con la señal de Axia, luego tomaron el camino que subía por la pendiente. Este se volvió zigzagueante y estrecho, tuvieron que seguir uno detrás del otro, a una distancia prudente. El barranco, que siempre tenían al lado, fue creciendo en altura, las vallas estaban podridas y eran traicioneras. Y más cucharas colgaban de ellas, decenas y decenas, y otras tantas colgaban de todo árbol con el que se cruzaban.
—Un aficionado a la decoración —dijo Vesemir.
—Más bien un decorador aficionado —replicó Geralt—. O, por qué no, un artista conceptual. Imagínate los significados que los expertos en la materia pueden encontrar a esto. Yo no le veo más que uno: el bichejo quiere un estofado.
—Y no es el único. Shhh, mira, el muro de la finca. Estamos cerca.
Y ya no hablaron más hasta llegar a lo alto de la colina.
Cruzaron el muro a través de una amplia arcada, cuyas puertas estaban abiertas, accediendo así al patio principal. Los brujos sabían lo que encontrarían del otro lado, lo olían desde hacía un trecho, pero no esperaban la magnitud de aquello: una decena de hombres y mujeres muertos, amontonados como basura, entre los cuerpos de varios caballos, consumidos hasta el hueso. Los cuervos se movían dando pequeños saltitos de aquí para allá, henchidos y pesados de tanta carroña, y grandes nubes de moscas rondaban los cadáveres entre zumbidos.
Clavando los ojos en la puerta y las ventanas de la casa asentada a su derecha, los brujos se movieron hasta la fuente que dominaba el espacio circular, sus pasos resonaron tímidamente sobre la piedra. La fuente aún tenía agua, acumulada de alguna lluvia anterior; una mujer tendida sobre el brocal tenía la mano sumergida en ella. Vesemir la giró hasta dejarla apoyada en el suelo, sobre la espalda, luego examinó sus heridas.
—Lleva muerta una semana —dijo, sin mirar a su pupilo pero sabiendo que este le oía—. Mordedura en la arteria femoral. Llegó hasta aquí antes de que la pérdida de sangre le hiciera perder el conocimiento. La bestia no se alimentó de ella.
Geralt siguió con la mirada el rastro de sangre, ya casi negra, que iba desde la fuente hasta la puerta de la casa. Y entonces se percató de lo que habían pasado por alto.
—Vesemir.
El viejo brujo se incorporó, caminó hasta detenerse junto a su pupilo, vio lo mismo que él veía. Todo a lo largo de la fachada, talladas burdamente en el muro, había palabras escritas en tamaños diversos, en posiciones dispares, mezcladas unas con otras, superpuestas. Pero sobre la puerta, a una altura que ningún hombre podría alcanzar, la frase estaba bien hilvanada y era perfectamente legible: "No querrás ver tu reflejo en un espejo, nadie a tu mesa se sentará y comerá, ninguna cuchara te saciará".
—Creo que la dueña de casa le negó la comida al vagabundo equivocado —dijo Vesemir.
—Por cómo están las cosas, mejor no negársela a ninguno —opinó Geralt—. Un día es un vampiro, otro un mago, otro un hombre lobo… Mejor tenerlos a favor y no en contra.
El viejo brujo no replicó, leía y releía la frase.
—¿Qué nos espera ahí dentro, Vesemir?
El maestro le puso una mano en el hombro.
—Doscientas cincuenta coronas novigradas. O la muerte. Averigüémoslo.
III
Desenvainaron sus espadas de plata con un único sonido silbante, avanzaron hacia la puerta abierta de la casa. El maestro echó un vistazo dentro, luego cruzó el umbral. Sus pupilas se adaptaron en un momento a la oscuridad parcial, reconociendo la forma de una larga mesa que se alejaba hacia la pared enfrentada, y a la que estaban sentados cuatro hombres. Geralt entró detrás con el ceño arrugado, pisó con cuidado, se puso en tensión cuando vio a los desconocidos. Pero Vesemir ya estaba de pie a la espalda de uno de ellos, y ante su mirada, le cogió la cabeza y la echó para atrás, después la soltó y esta cayó pesadamente. Esa era su forma de decir que estaban muertos.
Geralt asintió, avanzó hacia una pared lateral, algo tintineó a sus pies. Cucharas, por supuesto. Estaban amontonadas en toda la sala, y algunas yacían desparramadas en medio, y otras colgaban de las vigas del techo. Su maestro lo regañó con una mirada, él se encogió de hombros y midió bien donde apoyar los pies mientras caminaba.
Esa sala lateral era la cocina. Ahí estaba el caldero, sobre los restos de un fuego a todas luces reciente; ahí estaba la pequeña mesa con restos de sangre y un cuchillo clavado en ella; ahí estaban las ollas, los cuencos, los especieros, y… las cucharas. Muchas, muchas cucharas.
Vesemir seguía junto a los muertos cuando él regresó a la sala.
—Uno tiene una cuchara en la tráquea —dijo el viejo—. Dos comieron más de lo que podían. El cuarto se ahogó en ese tazón.
—Acábate la sopa, o la abuela se enojará —pronunció Geralt. Y al ver que el viejo abría la boca para replicar, agregó rápidamente—: Y cómo.
Vesemir juntó los labios, le miró con mala cara.
El joven pupilo torció la boca en una sonrisa, se encogió de hombros, señaló con el mentón las escaleras que subían al primer piso. El maestro asintió, tomó la delantera.
Arriba se encontraron las habitaciones; eran dos. La primera era la de la dueña de casa, y aunque la examinaron a fondo, no hallaron nada salvable. La segunda resultó ser un cuartito pequeño, otrora acogedor, ahora deprimente. La cama estaba volcada de lado contra la pared del fondo, los postigos de la ventana de la izquierda tenían un centenar de pequeños hoyos; en los minúsculos haces de luz se veía flotar las partículas de polvo. El suelo, como no podía ser de otra manera, rebosaba de cucharas y, en las paredes, la frase maldita se sucedía sin cesar, tallada seguramente con estas mismas.
Vesemir giró y orientó su caminar hacia la escalera nuevamente, mas Geralt frunció el ceño, cruzó el umbral y avanzó pisando los utensilios de metal. Se detuvo al llegar a la cama, dejando apoyada la espada en esta, después se acuclilló, metió la mano bajo el colchón y por encima de uno de los soportes; al retirarla, aferraba un pequeño librito.
Giró sobre sus pies mientras lo abría, alzando la vista un momento advirtió que su maestro le observaba apoyado en el vano de la puerta. El joven pupilo leyó con rapidez, encontró un fragmento que valía la pena pronunciar en voz alta:
—Mamá ya no me deja ver a Fryga. Dice que está muy enferma, que podría conta… contagiarme. La encerró en el sótano, dice que se está recuperando. ¿Se cree que soy tonto? Un tonto no sabe escribir, yo sé. Un tonto no sabe leer, yo sé. Eso que escribieron en la casa, eso enfermó a Fryga, aunque mamá se empeñe en decirme que fue algún chaval con ganas de divertirse. —Geralt pasó las páginas, echando una rápida ojeada, se detuvo casi al final del diario—. ¡No debí desobedecer a mamá! Tonto, tonto, soy un requeté tonto. Quería verla, quería hablarle, es mi hermana y la quiero, aunque siempre dije que no. Pero esa… esa cosa ya no es Fryga. Es un monstruo. Ya no tiene el cabello rubio que tanto le gustaba, sus ojos son blancos ahora. Y los dientes le están creciendo, oh, es horrible. —El joven pupilo pasó las hojas hasta la última página—. Mamá dice que nos vamos. Fryga se queda, Fryga ya no es Fryga, dice. Y yo la creo. La creo.
—Maldijeron a la hija —pensó Vesemir en voz alta. Negó con la cabeza—. Un hijo jamás debería pagar los errores de un padre.
Geralt cerró el librito y volvió a coger su espada. Ambos brujos se miraron fijamente al tenerse cerca, pero no dijeron nada. Tras un momento, regresaron a la sala principal.
Fueron pisando con suma cautela cada escalón que descendía a la oscuridad, mientras sus pupilas se adaptaban a esta. La madera crujía cada tanto bajo sus botas, los brujos se detenían un momento y volvían a avanzar. El olor a humedad, a abandono, fue haciéndose notable, y había otro aroma que crecía aún más, el de las heces, el de la orina rancia y añeja.
La puerta al final de la escalera era de madera reforzada con hierro, gruesa y a toda vista muy resistente. Pero alguien había roto el candado, quitado las cadenas, corrido el cerrojo. Alguien que seguro ya no se contaba entre los vivos.
Geralt, que iba el primero, echó un vistazo desde el umbral. Miró a un lado y al otro, el sótano era amplio y las columnas robustas; no se veía a nadie. Pero ambos podían oír un ronquido, mezclado con una respiración fuerte y acompasada. Entraron. Enseguida se apartaron uno del otro, ambos necesitaban su espacio en caso de un combate. El joven pupilo se movió hacia la izquierda, el maestro a la derecha, hasta pegarse a las paredes laterales, a una distancia de ocho pasos entre sí. Y así avanzaron, atentos, coordinando sus propios movimientos con los del otro, y ambos con la vista puesta en medio, de donde llegaba el sonido.
Se detuvieron al escuchar un rumor metálico y giraron decididamente uno hacia el otro, afirmando los pies para resistir una posible embestida. Y entonces la vieron. Estaba tendida sobre un colchón, cómo no, de cucharas, girando sobre su espalda para cambiar de posición. La criatura dormía.
IV
—¿Qué fue todo eso, Vesemir? —gruñó Geralt, arrojando su espada sobre la larga mesa de la sala principal—. Esa maldita cosa estaba ahí, delante nuestro, durmiendo a pierna suelta, y tú vas y dale y que dale señalando hacia la puerta. Y yo es que no sé porque no me quedé allí. Explícame, viejo. Explícame por qué no tenemos todavía la cabeza de ese bicho en un costal.
—Ya te has contestado tú solo, Lobo —dijo Vesemir, tranquilo, sentándose en una de las sillas libres—. Esa maldita cosa, como la llamaste, es una mujer. Quizá una niña aún.
—Vesemir, creo que tus ojos ya no funcionan. Necesitas anteojos, seguro que alguno te queda que ni pintado. Ahí abajo hay un monstruo de pies a cabeza, que por cierto, asesinó a estos desgraciados con quienes compartes la mesa. Y a los de ahí fuera también. —El joven pupilo volvió a coger la espada, se encaminó hacia la escalera que bajaba.
—Geralt —graznó el viejo maestro, el brujo de los cabellos blancos se detuvo en seco, pero no giró para mirarle—. Tienes razón. Ahí abajo hay un monstruo de pies a cabeza. Pero solo por fuera. Lobo, vuelve aquí y siéntate. Escucha la voz de la razón, no cometas el mismo error que yo en el pasado.
—Vesemir, esa criatura ya no…
—No lo sabemos. Y hasta entonces, no blandiremos la espada. Mientras hay vida hay esperanza, Lobo, recuérdalo. —Y con una mirada, el viejo maestro le señaló la silla enfrentada a la suya, entre dos de los muertos—. Ahora, debemos esperar.
El joven pupilo, a pesar de que rezongó y pataleó, obedeció a su maestro.
Apoyaron las espadas sobre su regazo, horizontalmente, con las manos sobre las hojas. Luego cerraron los ojos y dejaron que la cabeza les cayera sobre el pecho. Su ritmo cardíaco bajó, bajó más, cualquier matasanos que les controlara el pulso en ese momento los habría declarado muertos. Sus respiraciones no provocaban el menor sonido, ni siquiera para oídos superdesarrollados.
El tiempo en ese estado transcurrió sin que apenas lo notaran.
El sonido de un roce metálico despertó a Geralt, o quizá fuera el olor que ahora inundaba la sala, un olor que, como no podía ser otra manera, resultaba desagradable. Pero el joven pupilo no abrió los ojos ni inhalo con fuerza, permaneció allí, con el mentón apoyado en el pecho, con una mano sobre la fría hoja de la espada, la otra en la cruz de la empuñadura. ¿Vesemir habrá despertado?, se preguntó. Más te vale que sí, vieja marmota. De nada serviría abrir poco a poco el párpado y espiar, su maestro estaría tan tieso como él mismo.
El sonido raspante dejó de escucharse a su espalda, en la cocina, fue reemplazado por el molesto ruido de alguien que sorbe de una cuchara. Luego un gruñido corto, y enseguida un estampido metálico contra la pared; el joven pupilo estimó que fue el producto de una cuchara al ser lanzada con rabia.
Al poco tiempo, escuchó el rumor de unos pasos, pisando o arrastrando varios de los utensilios que cubrían todo el suelo. Geralt tensó los músculos, los pasos iban directos hacia él desde la retaguardia. Pero pronto pasaron a su lado y, al cabo de un momento, un ruido seco le dijo que acababan de dejar algo en el extremo de la mesa, a su izquierda; después, la silla de la cabecera chirrió al ser arrastrada. Dos veces.
¿Y ahora qué? La criatura está sentada en la mesa, la oigo sorber la maldita sopa, oigo cómo cambia de cuchara antes de cada degustación. ¿Vesemir? ¿Estás despierto? Haz algo o…
—Fryga —dijo el brujo maestro, escueto y con la voz bien clara.
Geralt abrió los ojos y lo miró, al siguiente instante tenía la vista clavada en la criatura. Esta tenía los ojos desencajados y el morro dientudo abierto por la sorpresa, y sin mover más que la cabeza posó la mirada primero en Vesemir, luego en el joven pupilo y de nuevo en Vesemir.
—Fryga —dijo Geralt, áspero—. Llevabas tiempo sin oír tu nombre, ¿no es así? Demasiado.
La criatura alzó los brazos y dio dos fuertes puñetazos a la mesa, gruñó algo y después se incorporó haciendo caer su silla hacia atrás.
El brujo de los cabellos blancos deslizó su mano de la cruz hacia el puño de la espada.
—Calma. Calma, Fryga —habló Vesemir—. Sabemos lo que sientes, sabemos que esto que vemos no eres tú, y estamos dispuestos a ayudarte.
—Pero si en verdad deseas recuperar tu antigua vida —continuó Geralt—, ser la que eras antes, tendrás que poner de tu parte también.
La criatura le enseñó los dientes de mala manera, por un instante el joven pupilo creyó que se le abalanzaría de un salto. El viejo brujo intercedió:
—Toda maldición puede romperse, nuestro trabajo es hacerlo. Fryga, debes oírme bien. Y obedecer cuanto te diga. Es tu única oportunidad de… sobrevivir.
La criatura bufó y meneó la cabeza, volvió a abrir el morro. Pero esta vez no advirtieron en ese gesto una advertencia, sino un esfuerzo por…
—Fryga —articuló el monstruo con dificultad—. Fryga, Fryga, Fryga.
Y dicho esto, se marchó a toda prisa hacia la cocina.
—Vesemir —dijo Geralt entre dientes—. Dime que no haremos eso.
—Lobo, sabes que se me da mal mentir.
La criatura regresó rápidamente, casi al trote, dando pequeños y rápidos saltitos. Dejó junto a Geralt un cuenco a rebosar de sopa, luego rodeó la mesa e hizo lo propio cerca de Vesemir, después volvió a sentarse a la cabecera. Entonces miró al viejo brujo y gruñó a modo de exigencia. El maestro, tras asentir suavemente, alargó la mano y arrastró el cuenco hasta dejarlo delante de él. A continuación, el monstruo clavó sus ojos blancos en el joven pupilo; Geralt soltó un suspiro antes de repetir el gesto de Vesemir.
La criatura sacó de alguna parte dos cucharas, las hizo deslizar hacia ellos, chocando con ellas los cuencos.
—No, Fryga —dijo el viejo brujo—. Estas no servirán, ni todas las que están aquí o ahí fuera, pues desde el momento en que las robaste, te pertenecen a ti. —Vesemir metió una mano en su cinturón, en lugar de estilete sacó una cuchara de plata—. Esta es mía, y yo la compartiré con vosotros dos.
El viejo maestro metió la cuchara en su cuenco, la llenó con la sopa, la acercó a su rostro. Y no lo pensó: cerrando los ojos, la introdujo en su boca y tragó todo el líquido de una vez. Luego, como si nada hubiera pasado, le cedió la cuchara a su pupilo.
Geralt dudó antes de cogerla. Pero lo hizo. La sumergió en su cuenco, con un temblor impropio en él se la acercó a los labios, la olió. Arrugó el rostro, echó hacia atrás la cabeza, dejó caer la sopa otra vez sobre el cuenco. Escupió a un lado. El monstruo se revolvió en la silla, dio un puñetazo a la mesa, bien fuerte, las escudillas saltaron sobre la madera.
El joven pupilo tragó saliva, tranquilizó a la criatura cogiendo otro poco con la cuchara. Acábate la sopa, se dijo, o la abuela se enojará. Pero la mano aún le temblaba sin que pudiera evitarlo. Soy capaz de meterme en estercoleros, en pantanos, en cada mugrosa charca. Demonios, soy capaz de beber los elixires. Esto no puede saber peor…
Cerró los ojos y se zampó todo el contenido de la cuchara. Y vaya si el sabor era peor que el de los elixires brujeriles. Mucho peor. Le dieron arcadas, pero se esforzó por no soltar ni una gota de la sopa. Lo consiguió a duras penas. Cuando recobró la compostura, suspiró y le pasó la cuchara a la criatura. Este se la arrebató de un tirón y la acercó a sus ojos para examinarla bien. En ese momento, Geralt miró a Vesemir, el maestro alargó la comisura de la boca en un intento de sonrisa. La plata no afectaba al monstruo… porque no era un monstruo.
La criatura metió por fin la cuchara dentro del cuenco, después la acercó a su morro mientras miraba a los dos brujos con un dejo de desconfianza, de sospecha.
—Estamos aquí para ayudarte, Fryga —le recordó Vesemir.
—Los dos —aseveró el joven pupilo.
El monstruo deslizó la cuchara entre sus dos filas de dientes chuecos y amarillos, exhaló ruidosamente por la nariz. Y de pronto, cerró la boca, y con sus ojos yendo y viniendo de un hombre al otro, echó la cabeza atrás para tragar. Se cayó con silla y todo, golpeó las tablas del suelo con estruendo. Y allí empezó a toser, muy fuerte, le dieron arcadas. Los brujos saltaron de sus sillas y fueron hasta ella: la vieron retorcerse por las convulsiones, arañándose de la garganta hasta el vientre, como si algo le quemase por dentro.
—¡Cógela! —gritó Geralt, sujetándole un brazo—. ¡Vesemir!
El viejo brujo salió de su duda, una duda precavida, se hincó y tomó por la muñeca huesuda el otro brazo del monstruo.
—Tú puedes, Fryga —murmuró el joven brujo, acercándole su rostro al oído—. ¡Vamos, recupera lo que te arrebataron! ¡Lucha, Fryga!
Los movimientos de la criatura se volvieron más bruscos, su cabeza iba y venía, su espalda arqueándose en ángulos poco naturales. Pero entonces los brujos vieron que las pezuñas, los brazos que sujetaban, se acortaban, que las manos cambiaban de color, que la piel, antes áspera y desagradable al tacto, se volvía suave y tibia, que la tersura escalaba a través de los brazos hasta el codo y luego al hombro. Y después los cabellos volvieron a crecer en esa cabeza deforme que cada vez lo era menos, vieron que la carne retornaba a donde debía, que la negrura de las pupilas aparecía en esos ojos blancos, que una nariz crecía, que los labios se volvían finos y rosados, que los dientes desaparecían tras estos. Y así, los brujos pasaron de sostener a una horrenda criatura a sujetar los brazos de una joven mujer de cabellos del color de la paja, totalmente desnuda.
Vesemir se apartó, incómodo; Geralt no dio un solo paso atrás.
—¿Fryga? —preguntó—. Háblame. Di lo que sea, pero háblame.
La joven alargó su brazo libre, le acarició la mejilla con suavidad; el pupilo vio sus ojos dorados reflejados en los de ella.
—Os lo agradezco —dijo—. A los dos. Muchas gracias.
Y dicho esto, la joven cerró los ojos y cayó en un profundo sueño.
V
—Le habéis enseñado muy bien al chico, Vesemir —dijo Nilgerfor, pasándole a su amigo brujo la fuente de las verduras—. Y tú, Ileana, decías que era un mozalbete sin corazón y sin respeto por la casa ajena. —La mujer sonrió, masticando algún agradecimiento poco gentil por recordárselo—. Ahora lo tienes allí arriba, no se separa de la moza ni para comer de tan atento que es. Debe estar muy preocupado por su salud.
Vesemir le gruñó a su porción de carne, asintió distraídamente.
La dueña de casa carraspeó.
—¿Y cuándo seguiréis camino? —preguntó entonces Nilgerfor—. Digo, no es que me molestéis, más bien al contrario, pero…
—En cuanto estemos seguros de que la maldición está rota —lo cortó el viejo brujo—. Cuando estemos seguros de que no volverá.
—¿Y cuándo lo estarán?
—Ileana —la regañó Nilgerfor—, lo sabrán cuando llegue el momento, no me hagas pasar vergüenza frente a un amigo. Bueno, ¿qué os parece si cambiamos de tema? Hoy en la granja… —El dueño de casa se detuvo en seco—. ¿Qué fue eso?
—¿El qué? —El viejo brujo fingió no haberlo oído.
—Fue como un… —El siguiente gemido fue aún más estridente, algunas motas de polvo cayeron de entre los intersticios del techo—. ¡¿Qué demonios?! —exclamó Nilgerfor.
—¡Sigue, brujo, sigue! —chilló la voz de una mujer.
Ileana intentó taparle los oídos al crío que tenía a su lado, pero este, con los ojos como platos, le apartó las manos y miró al techo.
Vesemir acabó de masticar suavemente su carne.
—Estoy seguro que la chica tiene otra convulsión —dijo, cogió la copa de vino y bebió un trago—. Es normal, no os preocupéis.
Los gemidos de la mujer se mezclaron ahora con los del joven brujo.
—Vesemir… ¿crees que pueda solo?
—Lo creo, Nilgerfor. Mejor sigamos comiendo.
—Joder —dijo el dueño de casa, zampándose media patata—. Ya quisiera yo tener un aprendiz tan confiable como el tuyo. Está siempre predispuesto para la faena, ¿eh?
—Y cómo —replicó el viejo brujo, se oyó un último gemido. Tosió para acallarlo—. Además —continuó—, como buen pupilo, suele ahorrarme el tener que darle las lecciones escritas. Tiene predilección por las prácticas. Por ejemplo, ahora mismo, estoy seguro que acaba de comprender cuánto vale la pena agotar todas las instancias para romper una maldición.
Viviendo a la sombra del destino.